13. La desaparición de Surama

Sólo habían transcurrido cuatro días desde el duelo entre Yáñez y Teotokris, cuando una tarde, a la hora en que los indios abandonan sus estancias, después de la siesta habitual, para salir a respirar una bocanada de aire en las terrazas, se presentó en el palacio de Surama un feísimo individuo, ante el cual todos se inclinaban como si se tratara de un altísimo personaje o de un ser más venerado aún que los sacerdotes brahmanes.

Se trataba de un faquir perteneciente a la respetabilísima clase de los gussain, es decir de los religiosos mendigos de una secta tántrica.

Su aspecto estaba lejos de inspirar simpatía, o tan siquiera compasión. Un europeo hubiera escapado asqueado al verle. Su rostro estaba rodeado por una larguísima barba desaliñada, que terminaba en una especie de perilla, rizada como la cola de un cerdo, que le descendía hasta los pies. En la frente y en las mejillas llevaba extraños tatuajes rojos que representaban minúsculos tridentes; sus cabellos estaban reunidos sobre la cabeza, formando como una mitra. El cuerpo, espantosamente flaco, estaba casi desnudo, no llevando más que una tira de tela amarillenta rodeándole las caderas. En el pecho y en los muslos tenía numerosas manchas grisáceas, hechas sin duda con estiércol de vaca quemado.

Sin embargo, lo que le hacía más espantoso era el brazo derecho, completamente anquilosado y apergaminado, que ya no podía doblarse y que apretaba en la mano encerrada en una funda de cuero, una plantita de mirto sagrado.

A pesar de que el aspecto de aquel desgraciado era espantoso, incluso repugnante, como hemos dicho, todos se inclinaban ante él y se apresuraban a abrirle paso.

En la India un faquir es siempre venerado, cualquiera que sea la secta a la que pertenezca. Entre nosotros sólo despertaría una cierta admiración por su fuerza de voluntad para permanecer años enteros con un brazo siempre en alto, hasta conseguir que se atrofie la articulación, inmerso en una contemplación estúpida, de la que no puede sacarle ninguna admiración ni ningún peligro, por grandes que sean.

Ya puede arder una pagoda, o incluso una ciudad; el faquir no dará un paso para evitar las llamas si está absorto en su contemplación. Por otra parte, ¿qué representa la muerte para esos fanáticos? El final de sus penas y los goces supremos del kailasson, es decir del paraíso indio.

Los dos servidores que vigilaban ante la puerta del palacio, masticando betel para engañar mejor el tiempo, al ver subir al faquir los cuatro escalones, se apresuraron a salirle al encuentro, preguntándole diligentemente qué deseaba.

—Yo sé —contestó el faquir— que una persona ha echado mal de ojo a esta casa, y vengo a proponer a tu dueña quitarlo para que no le ocurra una grave desgracia.

Los dos servidores se miraron uno a otro con espanto, ya que les indios temen muchísimo los efectos del mal de ojo.

—¿Estás seguro, gussain? —preguntó uno de ellos.

—Hace poco, estaba yo sentado en los escalones de aquella pagoda cuando vi a un viejo que se detenía a poca distancia de aquí y hacía signos misteriosos. Te lo digo yo: ha lanzado mal de ojo contra este palacio y también contra todos los que lo habitan, y ya sabes tú las fatales consecuencias que puede producir.

—¿No sabes quién es ese viejo?

—No lo había visto nunca —contestó el faquir—; pero es sin duda un enemigo de tu dueña.

—Espérame un instante, gussain.

El criado se alejó a toda velocidad, mientras el otro hacía compañía al faquir, quien se había sentado en el último escalón, manteniendo en alto su horrible brazo, anquilosado y desecado. Unos minutos más tarde, el primer criado volvía con expresión asustada, diciendo:

—Entra en seguida, gussain, y ya que puedes, quita en seguida a nuestra dueña y a nosotros la mirada lanzada por el viejo.

—Estoy dispuesto —contestó el faquir.

—Entra, pues.

El gussain entró en el palacio con pasos lentos, y subió la escalinata que llevaba a las habitaciones de Surama.

La princesa le esperaba en el rellano. India también, temía la terrible mirada.

—Señora —dijo el faquir—, tu casa ha sido maldita, pero yo puedo destruir el mal de ojo.

—Y yo sabré recompensarte —contesto la joven india.

—¿Tienes una jofaina?

—Sí.

—Y yo tengo la tinta roja. Házmela traer.

Surama hizo un gesto a una de sus criadas, que volvió en seguida con una jofaina de plata.

—Dame también un trozo de tela —pidió el faquir.

Surama se quitó la tira de finísimo percal a rayas blancas y azules, que le ceñía los costados y se lo tendió.

—Ahora agua —dijo el faquir.

Una sirvienta trajo una botella de cristal rojo, con incrustaciones de lapislázuli hasta la mitad.

El faquir llenó la jofaina, vertió en ella un polvo rojizo y después, sirviéndose de la mano izquierda, lo pasó tres veces por delante del rostro de Surama; todos los sirvientes se habían agrupado detrás de su ama.

Sólo los cuatro malayos que Yáñez había puesto a disposición de Surama, para que velaran por ella, escaparon a aquella extraña ceremonia. Probablemente se habían dado cuenta de que no eran indios, cosa muy fácil por cierto, dado el color oliváceo oscuro de su piel.

Después el faquir cogió la faja de Surama con los dientes y la rasgó en dos tiras, tirando una a la derecha y la otra a la izquierda.

—Ya está —dijo a Surama—. Te has librado del mal de ojo de aquel siniestro viejo y no corres ningún peligro.

—¿Qué quieres por las molestias que te has tomado? —preguntó la joven.

—Que me dejes descansar un poco —contestó el faquir—. Hace muchas horas que no duermo y que no me alimento. ¿Qué haría yo con dinero? A un faquir le basta un plátano y un mendrugo de pan.

—Reposa, pues —dijo Surama—. Aquí hay divanes donde estarás mejor que en las escaleras de la pagoda. Cuando salgas de mi casa tendrás un regalo. Entretanto, ¿qué te puedo ofrecer?

—Hazme traer una taza de toddy, señora. Hace mucho tiempo que no lo bebo.

—En seguida te lo servirán. Salid todos y dejadle dormir.

Se retiraron y el faquir se tendió en una alfombra, con los ojos dirigidos al techo, como en éxtasis.

Un momento después entró un criado trayendo sobre una bandeja de plata una botella llena de aquel dulce y embriagador vino que los indios llaman toddy y que se parece a nuestro vino blanco, y un vaso.

—Toma y bebe cuanto quieras, gussain —dijo, depositando la bandeja en el suelo—. Y coge también esta bolsa que contiene diez rupias.

—Que serán tuyas si me contestas a una pregunta —dijo el faquir.

—¿Qué quieres saber, gussain?

—¿Dónde está la habitación de tu ama?

—Al lado de esta.

—¿A la derecha o a la izquierda?

—A la izquierda —contestó el criado—. ¿Por qué me haces esta pregunta?

—Para dirigir hacia ella mis plegarias —contestó el faquir gravemente.

El criado salió. El faquir permaneció inmóvil unos momentos, luego se levantó sin hacer ruido y, de debajo de la faldilla que le ceñía los costados, sacó un frasquito de ligerísimo cristal, hecho en forma de pompa de jabón, que contenía en su interior un ramito de flores azules, parecidas a las violetas.

—Estas carma-joga producirán su efecto —murmuró—. ¿Quién puede resistir el perfume que exhalan estas florecillas? Se dormirá de golpe, así podrán llevársela sin que lance ni un lamento.

Avanzó cautelosamente hasta la puerta, que se encontraba a la izquierda, escuchó con atención unos segundos, conteniendo la respiración, luego hizo girar el picaporte sin producir el menor ruido y avanzó un paso.

La habitación de Surama estaba tapizada de seda blanca, bordada en oro y plata. En medio estaba el lecho, completamente aislado, cubierto por un espléndido paño, ricamente bordado, colocado bajo la punka.

—Nadie —murmuró el faquir—. ¿Es Siva o Brahma quién me protege? El hombre blanco estará contento.

Se acercó a un mueblecito de ébano, con incrustaciones de madreperla, cubierto por un tapete que caía hasta el suelo; rompió el recipiente de vidrio y metió debajo el ramillete.

—Dormirás aunque no tengas sueño —dijo, con una sonrisa irónica.

Salió, cerró la puerta de nuevo y volvió a tenderse en la alfombra, como un hombre completamente agotado.

Varias horas después del ocaso, el criado de Surama entró, preguntándole:

—¿Quieres cenar, gussain? Mi ama te ofrece comida.

—Déjame dormir —dijo el faquir, entreabriendo los ojos—. Estoy muy cansado. ¿Me lo permite tu dueña?

—Un santón es dueño de dormir cómo y donde quiera. Reposa en paz y que Brahma, Siva y Visnú velen por ti —contestó el criado—. ¡La casa es tuya!

El faquir hizo un ligero movimiento con la cabeza y volvió a cerrar los ojos.

¿Dormía realmente? Era un poco difícil saberlo.

La noche era oscura. Todos se habían acostado en el palacio: la dueña, los malayos, los criados. Sólo un hombre velaba como un tigre al acecho: el faquir.

Sería casi medianoche, cuando un agudo silbido rasgó el aire.

El faquir, al oírlo, se alzó con presteza.

—Duerme —murmuró.

Con la mano izquierda abrió la ventana y lanzó una rápida mirada a la calle tenebrosa. Unas sombras humanas estaban inmóviles, en medio de la calle.

Apretó los labios y lanzó un debilísimo silbido, que podía confundirse con el de la venenosa cobra.

Una señal igual fue la inmediata respuesta.

—Están preparados —murmuró—; entonces, todo va bien.

Se asomó a la ventana y emitió un segundo silbido. Inmediatamente, se oyó un golpe seco contra uno de los postigos.

El faquir alargó la mano y cogió una cuerda atada a una flecha muy larga, que acababa de hundirse profundamente en la madera.

—¡Demonio de hombre blanco! —rezongó—. Mantiene las promesas, y también a mí me pagará las cien rupias ofrecidas. Que esperen un momento, y el asunto estará concluido antes de que nadie se dé cuenta.

Se acercó a la puerta, escuchó de nuevo, y abrió resueltamente.

La lámpara que aclaraba la estancia de Surama brillaba, esparciendo en torno una luz azulada. Las criadas habían bajado el pabilo para que la luz fuera muy débil.

Surama dormía profundamente. Pero su respiración era un tanto anhelante, como si algo le pesara en el corazón.

El faquir contempló unos instantes el bellísimo y rosado rostro de la joven india, luego hizo un gesto de despecho.

—Maldito sea el día en que desequé mi brazo —dijo—. ¡Vil oficio el de faquir!

Volvió rápidamente al salón, aseguró la cuerda en un gancho de los postigos y silbó dos veces.

Un instante después un hombre saltaba al alféizar, llevando entre los labios uno de los terribles cuchillos indios llamados tarwar.

—¿Qué quieres gussain? —preguntó, saltando ágilmente a la estancia.

—Que me ayudes —contestó el faquir—; yo sólo puedo usar un brazo.

—¿Tengo que matar a alguien?

—No; el amo no quiere. Ningún delito, por ahora. Ayúdame a sacar a la muchacha.

—Guíame.

El faquir volvió a la habitación de Surama y se la señaló, diciéndole:

—Date prisa; las flores de la carma-joga duermen.

El indio arrancó del lecho la colcha de seda blanca, levantó con un gesto brusco las sábanas, envolvió a Surama, que parecía sumida en una especie de catalepsia, y abandonó la habitación, murmurando.

—¡Malditas flores! Un momento más y me duermo yo también.

Cogió a Surama entre sus brazos delgados y nerviosos, saltó al alféizar, se cogió con una sola mano a la cuerda y se deslizó hasta la calle.

El faquir, a pesar de su brazo derecho anquilosado y del ramillete de mirto sagrado que sostenía en la mano, le siguió en seguida.

Diez hombres, armados con carabinas y cimitarras, les esperaban.

—¿Habéis dado el golpe? —preguntó uno.

—Sí.

—Entonces, en marcha.

—¿Y yo? —preguntó el faquir.

—Síguenos.

Un palanquín sostenido por cuatro hamali les estaba esperando. Tendieron en él a Surama, siempre envuelta en la colcha de seda blanca, y bajaron las cortinas; luego el grupo se puso rápidamente en marcha, precedido por dos musalki que llevaban antorchas encendidas.

En el palacio nadie se había dado cuenta de aquel audaz secuestro, realizado en plena noche y en el más completo silencio.

Los secuestradores recorrieron varias calles oscuras y desiertas, luego se detuvieron ante un vasto edificio, parecido por su construcción a los cómodos y graciosos bungalows[31] que se construyen los ingleses establecidos en la India.

La puerta estaba abierta y la escalinata iluminada por una gran lámpara.

Un chitmudgar y cuatro criados esperaban al grupo.

—¿Hecho? —preguntó.

—Sí —contestó el faquir—. Tu amo estará contento.

El chitmudgar levantó la cortina del palanquín y lanzó sobre la dormida Surama una rápida mirada.

—Sí —afirmó luego—: Es la misteriosa princesa.

Hizo una seña a los criados. Estos cogieron el palanquín, lo levantaron y subieron apresuradamente la escalera.

—Podéis marcharos —dijo entonces el mayordomo, dirigiéndose a la escolta—; y tú también, gussain. Es mejor que no se te vea por esta casa. Aquí tienes cien rupias que te regala mi amo. Buenas noches.

Cerró la puerta y se reunió con los criados que habían depositado el palanquín en una bellísima y amplia estancia, cuyo centro estaba ocupado por un lecho incrustado de laminillas de plata y de madreperla, cubierto con una rica colcha de seda azul bordada en amarillo.

El chitmudgar cogió entre sus robustos brazos a la hermosa india que parecía muerta; quitó la colcha de seda blanca y metió a la muchacha en la cama, tapándola con cuidado.

—Llevaos el palanquín —dijo a los sirvientes.

Apenas había salido cuando entró un hombre: era uno de los ministros del rajá.

—Aquí está, señor —dijo el mayordomo, inclinándose profundamente—. Los guardias del favorito han actuado rápidamente y sin alarmar a los habitantes del palacio. El ministro levantó la colcha y miró a Surama.

—Es hermosísima —dijo—. El gran cazador tiene buen gusto.

—¿Debo despertarla, señor?

—¿Qué ha utilizado el, faquir para dormirla?

—Tres florecillas de carma-joga.

—¡Ah! —exclamó el ministro.

—Cultivo muchas en el jardín.

—¿Cómo la haremos hablar?

—Lo he previsto todo, señor.

—¿Con youma?

—Tengo algo mejor —contestó el mayordomo, con una sonrisa sutil—. Ayer preparé una infusión de bâng[32] y de benafuli[33].

—¿No se dormirá más aún?

—No, señor; la pondrá furiosa y hablará. El benafuli modera la acción del opio.

—¿Se puede hacer la prueba?

—Cuando quiera, señor.

—¿Me aseguras que la princesa no sufrirá?

—Respondo de ello.

—Manos a la obra, entonces.

El chitmudgar cogió de una mesilla un frasco de cristal, que contenía un líquido amarillento, y un cuchillito de plata y se acercó a Surama.

—Ten cuidado de no hacerle daño —dijo el ministro—. No sabemos aún quién es, y el rajá desea que se emplee la mayor prudencia.

—No tema, señor —contestó el mayordomo.

Abrió los labios de Surama, introdujo ligeramente, con suma precaución, la punta del cuchillo entre sus dientecillos que se apretaban con fuerza, y haciendo un esfuerzo los abrió.

En seguida un largo suspiró escapó del pecho de la muchacha; pero sus ojos permanecieron cerrados.

El chitmudgar cogió el frasco y vertió varias gotas en la garganta de la hermosa durmiente.

—Diez —contó—. Ya bastan.

Apenas terminaba de hablar, cuando un estremecimiento sacudió el cuerpo de Surama. Parecía como si la hubiese tocado una descarga eléctrica.

—Despierta, señor —dijo el chitmudgar—. Dentro de poco sabrás todo lo que quieras.

Un segundo estremecimiento, más intenso que el primero, sobresaltó a la joven india.

—¿Oye cómo respira más libremente, señor? —preguntó el mayordomo, que no separaba los ojos de Surama—. Es señal de que su sueño está a punto de terminar.

De pronto Surama se sentó, abriendo los ojos. Su rostro se había alterado bajo la influencia de aquella extraña poción que le había suministrado el chitmudgar y sus pupilas aparecían extraordinariamente dilatadas.

Miró en torno con vivo estupor, deteniendo después su mirada en los dos hombres que estaban junto a ella, mudos e inmóviles.

—¿Dónde estoy? —preguntó—. ¡Esta no es mi habitación! Pero aquel relámpago de lucidez se apagó en seguida, porque se llevó una mano a la frente, como si tratara de despertar lejanos recuerdos.

—¡Yáñez! ¡Mi sahib blanco! —exclamó, tras unos instantes—. ¿Por qué no estás a mi lado? ¿Te sigue necesitando el rajá?

—¡Yáñez! —murmuró el ministro, mirando al chitmudgar—. ¿Quién será?

—Calle, señor; déjela que hable —replicó el mayordomo—. Más tarde la interrogará.

Surama seguía pasándose la mano derecha por la frente. Sus ojos parecían perseguir una visión, porque los mantenía fijos ante sí.

—Yáñez —continuó, tras un nuevo y más largo silencio—, ¿por qué no vienes? Tuve un triste sueño la otra noche, mi adorado sahib blanco. Un hombre muy feo, un faquir, entró en mi casa y me miró largamente. Decía que un enemigo me había lanzado mal de ojo. ¿Será cierto? Ven, amigo; tengo miedo, mucho miedo. ¿No te serán fatales la piedra de salagram y el kala-bâgh? ¡Las coronas cuestan demasiado!

—¡Las coronas! —murmuró el ministro, frunciendo el ceño—. ¿De qué habla esta muchacha? Escucha atento, chitmudgar.

—No pierdo sílaba.

En aquel momento, Surama tuvo un súbito acceso de cólera.

—¡Maldito faquir! —gritó, tendiendo los puños—. ¡No es cierto que el viejo desconocido me haya echado mal de ojo! ¡A ti te pagó el rajá o el aventurero que busca la desdicha de mi sahib blanco!

—¿Oyes? —preguntó el ministro.

—Sí —contestó el chitmudgar.

—El aventurero debe de ser el favorito.

—Cierto, señor. Calle, deje que hable.

Surama seguía pasándose la mano derecha por la frente, que estaba perlada de sudor. El bâng actuaba, exaltándola poco a poco.

Hubo otro silencio largo; luego la joven, arreglándose con un movimiento nervioso los largos cabellos negros, siguió, siempre mirando ante sí:

—¿Por qué el Tigre de Malasia y Tremal-Naik no vienen en mi ayuda? Son hombres fuertes que vencieron y mataron al Tigre de la India, el terrible Suyodhana, que hacía temblar hasta al gobierno de Bengala. ¡Salid del templo subterráneo, venid, matad, destruid! Yáñez quiere la corona de Assam para dármela. ¿Quién puede venceros a vosotros, que habéis hecho temblar a todo Borneo? El Rey del Mar ha sido vencido, ¿pero a qué precio? ¡Vosotros sois los héroes de la Sonda!

—¿Comprendes tú algo, chitmudgar? —preguntó el ministro del rajá que iba de sorpresa en sorpresa.

—No, señor.

—¿La habrá hecho enloquecer tu bâng?

—Es imposible.

—¿Pues qué dice esta muchacha?

—Esperemos.

—Pero habla de una corona…

—De la del Assam.

—¿Qué misterio es este?

—Tenga paciencia, señor. Tal vez se explique mejor.

Surama se había puesto en pie de nuevo y, por segunda vez, sus miradas se fijaron en el ministro.

—Tú no eres el sahib blanco —le dijo—. ¿Qué haces aquí?

El chitmudgar hizo un gesto como para decir: «Interrogue».

—No —dijo el ministro— yo no soy el sahib blanco, pero soy un amigo suyo, fidelísimo.

—Entonces, ¿por qué no vas a avisar al Tigre de Malasia?

—¿Quién es?

—El hombre más formidable de las islas de la Sonda —contestó Surama.

—¡Las islas de la Sonda! ¿Dónde están esas tierras?

—Donde nace el sol.

—Entonces ese hombre viene de lejos.

—De muy lejos: Borneo no está cerca de la India.

—¿Y qué hacía allí ese hombre?

—Luchaba…

—¿Con el sahib blanco?

—No, contra los ingleses y los thugs de Rajmangal.

El ministro que no comprendía nada, ya que los indios no están muy fuertes en geografía, miró al chitmudgar, pero este le hizo un gesto imperioso que significaba: «continúe».

—Rajmangal —prosiguió el ministro—. ¿Dónde está?

—En Bengala —contestó Surama.

—¿Y el sahib blanco mató al jefe de los thugs?

—Él no; fue el Tigre de Malasia.

—¿Y dónde está ese Tigre? En la corte del rajá no le he visto.

—¡Oh, no! Está en la pagoda subterránea con sus malayos.

—¿Dónde está esa pagoda?

—Frente a la isla…, a la isla de la que robaron la piedra de salagram.

—¿Quién la robó?

—Yáñez.

—De nuevo ese nombre misterioso —murmuró el ministro—. ¿Quiénes serán esos hombres?

Luego, levantando la voz, prosiguió:

—¿Sabes el nombre de la pagoda?

—No; sólo sé que está excavada en una colina que acaba en el río.

—Frente a la pagoda de Karia, ¿verdad?

—Sí, sí; eso me han dicho.

—¿Quién habita en ella?

—Unos hombres que no son indios.

—¿Muchos?

—No lo sé —contestó Surama.

—¿Por qué han venido aquí?

—Por la corona.

—¿Qué corona?

—La del Assam.

El ministro y el chitmudgar se miraron uno a otro con espanto.

—Sin duda se está tramando una conjura contra el rajá —dijo el primero.

—Siga interrogándola, señor —contestó el segundo.

—Tengo miedo de saber demasiado.

—Tal vez se trata de la vida del rajá.

El ministro se dirigió a Surama, quien no cesaba de mirar ante sí.

—Señora —le preguntó—, ¿quién conduce a esos hombres?

Esta vez Surama no contestó.

—¿Me has oído? —preguntó el ministro.

La joven agitó los labios como si quisiera hablar; luego cayó pesadamente sobre el lecho, cerrando los ojos.

—El sueño se ha apoderado de nuevo de ella —dijo el chitmudgar—. No podrá saber nada más, señor.

—¿Y mañana?

—Habría que administrarle una nueva dosis de bâng y de benafuli, pero yo no me atrevería a hacerlo.

—¿Por qué?

—Podría no despertar más. No se puede jugar impunemente con el opio.

—Ya sé bastante, además —murmuró el ministro—. Vamos a advertir en seguida al favorito, y tomemos nuestras medidas para sorprender a esos misteriosos conjurados. Por suerte, tenemos con nosotros a los sikhs, y son guerreros que no temen a nadie.

—Déme primero sus órdenes, señor —dijo el mayordomo.

—Déjala descansar tranquila y si se despierta trátala con los debidos miramientos. Puede estar bajo la protección del gobernador de Bengala y el rajá no desea que los ingleses se metan en este asunto. ¿Podrás venir a la corte mañana?

—Sí, mi señor. Tengo un hermano que hace de chitmudgar.

—Vigila con atención.

—Todos los servidores están armados.

El ministro salió, acompañado del mayordomo y baje al jardín que se extendía detrás de la casa.

Ocho hombres armados estaban en tomo a un palanquín de los llamados dâk, con dos portadores de antorchas.

—Al palacio del rajá —ordenó el ministro—. Pronto: tengo mucha prisa.