12. Un duelo terrible

Yáñez —que había dormido tan tranquilamente como un hombre que no tiene preocupación alguna—, acababa de abrir los ojos y estaba bostezando, cuando el chitmudgar, después de llamar repetidas veces a la puerta, entró acompañado por un oficial del rajá.

—Milord —dijo el mayordomo, mientras el oficial hacía una profunda inclinación—, el príncipe le espera.

—Aguardad cinco minutos —dijo Yáñez, volviendo a bostezar.

Saltó de la cama, se vistió con cuidado, sin apresurarse demasiado, metió las pistolas en la faja y se reunió con el mayordomo y el oficial, que le esperaban en el salón, donde había sido preparado el té.

—¿Qué desea su alteza? —preguntó, sorbiendo la aromática bebida con estudiada lentitud.

—Lo ignoro, milord —contestó el oficial.

—¿Está de mal humor, tal vez?

—Me parece muy preocupado esta mañana, milord. Parece ser que ha habido una discusión entre él y el otro blanco.

—¡Ah!, el señor Teotokris —exclamó Yáñez, casi distraídamente—. Ya; el otro blanco está siempre de mal humor.

—Es verdad, milord.

—Así se hace temer.

—En la corte, todos le tienen miedo.

—¿Y a mí también?

—¡Oh, no, milord! Todos le admiran, y se alegrarían mucho de verle en el lugar del favorito.

—Es una preciosa información —murmuró para sí el portugués.

Tragó aprisa el último sorbo, llamó a sus fieles malayos y siguió al oficial, diciendo:

—Preparémonos para una tormenta. El asunto de la comedia no pasará fácilmente. Por suerte, los actores se han marchado; por lo menos, eso espero.

Descendió la escalerilla y entró en la sala del trono. El príncipe Sindhia estaba allí, tendido como de costumbre en aquella especie de lecho, con varias botellas de licores dispuestas sobre una mesilla y un gran vaso lleno en la mano.

—Estoy muy contento de verte, milord —dijo, apenas entró Yáñez seguido de los malayos—. Te esperaba con impaciencia.

—Yo estar siempre a disposición de vuestra alteza —contestó Yáñez en su fantástico inglés.

—Siéntate cerca de mí, milord.

Yáñez cogió una silla y la colocó en la plataforma, cerca del lecho que servía de trono.

—Bebe esto —dijo el rajá, tendiéndole un vaso de champaña—. No está envenenado, porque he hecho abrir la botella en mi presencia y he probado el líquido que contenía.

—Yo no tener miedo de vuestra alteza —contestó Yáñez—. Gustar mucho vino blanco francés y beber en seguida a vuestra salud —vació el vaso de un sorbo y añadió—. Y ahora yo escuchar todo oídos a vuestra alteza.

—Dime, milord, ¿en qué relaciones estás con mi favorito?

—Malas, alteza.

—¿Por qué?

—No saber yo. Griego no verme bien aquí.

—Has tenido una cuestión…

—Ser verdad. Nosotros blancos reñir siempre cuando no pertenecer misma nación. Yo inglés, él griego.

—¿Sabes que quiere matarte?

—¡Ah! Yo matar él, tal vez.

—Me ha pedido que ofrezca en la corte un combate emocionante. Yo admiro a los valientes y me gusta ver a los hombres defendiendo su vida con valor.

—Yo estar dispuesto, alteza.

—¿Qué armas has escogido, milord?

—Yo haber dejado elección a tu favorito.

—¿Sabes dónde os enfrentaréis?

—Yo no saber nada.

—En mi patio. El duelo será público y toda mi corte asistirá a él. Ese es el deseo de mi favorito.

—Perfecto —contestó Yáñez, con indiferencia.

—Tienes un valor extraordinario.

—Yo no tener nunca miedo, alteza.

—Yo he escogido la hora.

—¿Cuál?

—Dos horas antes del ocaso estaremos todos reunidos en el patio de honor.

—Mis senadores están ya preparando los pabellones.

—Nosotros dar entonces comedia.

—¡Ah! —exclamó el rajá, arrugando la frente y haciendo un gesto de cólera—. A propósito de comedias, ¿sabes que todos mis actores han huido?

—¡Oh! —exclamó Yáñez, simulando estupor.

—Entre ellos debía de hallarse el que trató de envenenarnos, a mí o a ti.

—Es muy posible —se limitó a contestar el portugués.

—A estas horas estarán muy lejos, pero si por casualidad volvieran algún día a mi estado, les haré decapitar a todos, incluso a los niños que hay entre ellos. Acepta otro vaso de este excelente vino, antes de dejarme. Te aumentará las fuerzas para medirte con mi favorito.

—Gracias, alteza —contestó Yáñez, cogiendo el vaso que le tendía el rajá.

Lo vació y, comprendiendo que la audiencia había terminado, se puso en pie.

—Milord —dijo en voz baja el príncipe, mientras le tendía la mano—, ¡en guardia! Mi favorito ha elegido para él un arma terrible, que sabe manejar mejor que un viejo thug. Procura cortársela o estarás perdido. Ahora vete y sé fuerte y valeroso como el día que mataste al kala-bâgh.

Yáñez salió del salón del trono y en aquel momento parecía preocupado. Su eterno buen humor había desaparecido de su rostro, siempre risueño y un poco irónico.

Sin duda, las últimas palabras del rajá habían hecho mella en su ánimo.

Volvió a subir lentamente a su apartamento, donde le esperaba el chitmudgar para anunciarle que el almuerzo estaba preparado.

—Comeré después —le dijo Yáñez—. De momento me he de ocupar de algo más interesante que tus platos más o menos infernales.

—¿Qué le ocurre, milord? —preguntó el mayordomo—. Parece de mal humor esta mañana.

—Puede ser —admitió el portugués—. Siéntate y contesta a las preguntas que voy a hacerte.

—Estoy siempre a su disposición, milord.

—¿Has visto al griego realizar delante del rajá algún ejercicio extraordinario?

—Sí, el del lazo; incluso creo que ningún thug podría rivalizar con él. Un día llegó a la corte uno de esos siniestros adoradores de la diosa Kali y se enfrentó con el favorito del rajá.

—¿Quién venció?

—El favorito. El thug cayó medio estrangulado y si no se le hubiera concedido gracia, no hubiera salido vivo de este palacio.

—¿Habrá estado entre los thugs el favorito?

—Sólo el rajá podría saberlo, y tal vez no lo sepa ni él.

—¡Griego canalla! —exclamó Yáñez—. Por suerte sé cómo actúan los señores estranguladores. Cuando se tiene en la mano una cimitarra se puede hacerles frente sin correr demasiado peligro. Procura estar tú en guardia, señor Teotokris… Y ahora podemos almorzar.

—En seguida, milord —dijo el mayordomo. Yáñez pasó al salón, comió con su habitual apetito y después, cogiendo algunas hojas de su portafolios, las cubrió de una escritura menuda y espesa.

Cuando terminó indicó al mayordomo que le dejara solo y llamó al jefe de su escolta.

—Lleva estas hojas a Sandokán —dijo en voz baja—. Ten cuidado porque probablemente te seguirán; por tanto es necesario que actúes con la máxima prudencia porque deseo que aquí se ignore dónde se esconden mis compañeros. Si ves que no puedes engañar a los que te siguen detente en casa de Surama. Ella se ocupará de hacer llegar estos papeles al Tigre de Malasia.

—Seré prudente, capitán —contestó el malayo—. Esperaré a la noche para entrar en el templo subterráneo, así podré matar más fácilmente a los que me sigan.

—Ve, amigo.

Cuando hubo desaparecido el malayo, el portugués se tendió en un diván, encendió un cigarrillo y se hundió en profundas reflexiones, siguiendo distraídamente, con los ojos entrecerrados, las espiras que describía el humo al subir.

Cuando tres horas más tarde entró el chitmudgar, el portugués roncaba pacíficamente, como si no le turbara ninguna preocupación.

—Milord —dijo el mayordomo—, el rajá le espera.

—¡Ah! ¡Diablos! —exclamó Yáñez desperezándose—. Ya no me acordaba de que el griego debe estrangularme. ¿Ya están todos reunidos en el patio?

—Sí, milord; sólo falta usted.

—Tráeme un vaso de ginebra para que me despierte del todo. Ten cuidado de que no contenga alguna droga infernal.

—Abriré otra botella, para mayor seguridad.

—Eres un buen hombre; algún día te haré nombrar gran cantinero de alguna corte importante.

Se puso en pie, vació el vaso que le tendía el chitmudgar y tras llamar a los malayos bajó al amplio patio, llevando entre los labios el cigarrillo apagado.

Había recuperado toda su sangre fría y su extraordinaria calma. Parecía un hombre que se dirigiese a una fiesta y no a un terrible combate, tal vez mortal para él.

En torno al patio habían sido levantados ricos pabellones, un poco más bajos que el que ocupaba el rajá. Había en ellos hombres y bellísimas indias, con vestidos lujosos y muchas joyas.

El griego estaba en el centro, junto a un mueblecito sobre el que había un lazo y una cimitarra. Estaba más pálido de lo habitual, pero no parecía menos tranquilo que el portugués.

Al ver entrar al inglés, con el cigarrillo en la boca, el rajá, que se sentaba entre sus ministros, le saludó cortésmente con la mano, mirándole con atención. Los espectadores amontonados en los pabellones se pusieron en pie, y le observaron con curiosidad.

Yáñez saludó llevando una mano al ala de su sombrero y luego, mientras sus malayos ocupaban puestos en el extremo del patio, apoyándose en sus carabinas, avanzó lentamente hacia el griego, diciendo:

—Aquí estoy.

—Empezaba a perder la paciencia —contestó Teotokris, con una fea sonrisa que parecía una mueca—. Cuando los marineros del archipiélago hemos decidido matar a un adversario, no esperamos nunca.

—Tampoco los caballeros ingleses —dijo Yáñez—. ¿Las armas?

—Las he escogido.

—¿Espada o pistola?

—¿Olvida que no estamos en Europa?

—¿Qué quiere decir?

—Que le haré frente con un lazo para ofrecer a mi señor un espectáculo típicamente indio.

—Y digno de los indios canallas que adoran a Kali —replicó Yáñez irónico—. Creía tener que vérmelas con un europeo; ahora comprendo que me he equivocado. No importa, he cometido la tontería de dejarle la elección de las armas y ahora le demostraré cómo un lord inglés sabe tratar a las personas de su raza.

—¡Señor!

—No, llámeme milord —dijo Yáñez.

—Enséñeme antes sus documentos.

—Después, cuando le haya cortado el cuello y la barba juntos. ¿Los griegos del archipiélago son todos como barriles de pólvora? —preguntó Yáñez, siempre burlón.

—Basta; el rajá se impacienta.

—En el teatro hay que esperar siempre; por lo menos en Londres.

—Coja su cimitarra.

—¡Ah! ¿Es con esto con lo que he de cortarle la cabeza? ¡Perfecto!

—Bromea demasiado.

—¿Qué quiere? Los ingleses estamos siempre de buen humor.

—Veremos si lo está también cuando mi lazo le estrangule, señor.

—¡No, no: milord!

—¡Ya veremos su sangre azul! —gritó el griego, exasperado.

—Y yo veré la de los griegos del archipiélago.

—Coja la cimitarra; ¡me corre prisa acabar!

—Yo no tengo ninguna por irme al otro mundo.

Tiró el cigarrillo, cogió la cimitarra colocada junto al lazo y retrocedió unos pasos, sin apresurarse, deteniéndose a unos metros de los malayos, quienes miraban ferozmente al griego.

Era de prever que los salvajes hijos de las grandes islas indo-malasias no permanecerían impasibles, si ocurría una desgracia a su jefe —a quien adoraban como a un dios—, y actuarían sin pensar en las consecuencias.

Teotokris, que parecía presa de un verdadero acceso de furor, cogió bruscamente el lazo, situándose a diez pasos de su adversario.

Aquel extraño duelo, de auténtico carácter indio, parecía impresionar profundamente a los espectadores, aunque sin duda habían visto otros muchos. En todos los pabellones reinaba un profundo silencio; incluso el rajá estaba callado y no separaba sus ojos de Yáñez, cuya tranquilidad era algo fuera de lo normal.

El portugués se había puesto en guardia como un viejo espadachín, con la cimitarra un poco alta para estar más preparado a defender su cuello. En aquel momento lo único que se preguntaba era si su adversario habría aprendido a manejar el lazo entre los gauchos de América o entre los thugs indios.

Un movimiento del griego le convenció de que tenía delante a un hombre que había aprendido a servirse de aquella terrible cuerda entre los hispanoamericanos, y no entre los indios.

—Debe de haber sido un gran aventurero —murmuró—. Cuida tu cuello, amigo Yáñez.

Teotokris había arrollado parte de la cuerda en su brazo izquierdo, haciendo girar el lazo sobre su propia cabeza, como hacen los caballeros de la pampa argentina y los cowboys del Oeste americano cuando se preparan a coger a un mustang lanzado al galope.

—¿Está dispuesto, milord? —preguntó.

—Cuando quiera.

—Dentro de medio minuto le habré estrangulado, a menos que el rajá pida gracia para usted.

—No se preocupe tanto, señor Teotokris —contestó Yáñez—. Aún no tiene en su mano la piel del oso, como se dice entre nosotros.

—Le daré un golpe que ni siquiera podría imaginarlo.

—Me lo dirá después. Está tratando de sorprenderme haciéndome hablar demasiado. Basta, señor Teotokris.

En efecto, el griego mientras hablaba no había dejado de girar el terrible lazo sobre su propia cabeza, para tener la cuerda, bien abierta.

Todos los espectadores se habían puesto en pie para no perderse nada de aquel emocionante combate. Un vivo estupor se leía en todos aquellos rostros bronceados o negruzcos: la extraordinaria calma de los dos duelistas producía en todos los ánimos una profunda admiración.

—¡Ah, estos europeos! —susurraban sin cesar.

Yáñez, un poco encogido para ofrecer menos blanco al lazo, esperaba el ataque del griego, siempre impasible, siguiendo atentamente con la mirada las rotaciones, cada vez más rápidas, que describía la cuerda.

De pronto se oyó un silbido agudo, Yáñez levantó con rapidez la cimitarra, lanzando un golpe, luego dio un salto atrás, un verdadero salto de tigre, lanzando al mismo tiempo un rugido de furor.

En su diestra no sostenía más que la empuñadura de la cimitarra. La hoja, apenas tocada por el lazo, había caído a tierra.

Sin embargo, había parado el golpe.

—¡Traidor! —gritó Yáñez al griego, quien retiraba a toda prisa el lazo para volver a intentar el golpe—. Si das un paso adelante, te abraso los sesos.

Sacó de la faja una de las dos pistolas y la apuntaba hacia Teotokris, mientras los malayos, que apenas podían contenerse, levantaban las carabinas, apoyándolas en el hombro.

Un grito se alzó entre los espectadores, que sin duda no se esperaban aquel golpe teatral. También el rajá parecía irritado, comprendiendo que se había urdido una traición contra su gran cazador, ya que no era admisible que una cimitarra se rompiera por el simple choque con una cuerda.

Teotokris, pálido como un muerto, quedó mudo e inmóvil, dejando colgar el lazo. Gruesas: gotas de sudor perlaban su frente.

—¡Dadme otra cimitarra! —gritó Yáñez—. Veremos si se rompe otra vez.

Uno de los malayos sacó la que le colgaba del costado y se la tendió, diciéndole:

—Coja esta, capitán. Es de acero de Borneo, y ya sabe que es el mejor que existe.

El portugués empuñó firmemente el arma, tiró al suelo la pistola y se puso de nuevo frente al griego.

Una sorda rabia le invadía.

—Ten cuidado, griego —dijo, rechinando los dientes—, que voy a hacer todo lo posible por matarte. No me esperaba de ti, europeo igual que yo, semejante traición.

—Te juro que yo no he escogido ese arma…

—Deja los juramentos para los demás: yo no te creo.

—¡Señor!

—Te espero para hacerte pedazos.

—Serás tú quien muera —rugió el griego furioso.

—¡Pues tira el lazo!

El griego volvía a hacer girar la cuerda. Espiaba atentamente a Yáñez esperando sorprenderle; pero su adversario conservaba una inmovilidad absoluta, y no perdía de vista el lazo ni un solo momento.

De improviso, el griego dio un salto a un lado, lanzando al mismo tiempo la cuerda y gritando de forma salvaje para desconcertar o impresionar al portugués.

Este se guardó de moverse. Sintió que el lazo le caía encima y le descendía por la cabeza; pero rápido como el rayo, dio dos cimitarrazos a izquierda y derecha, cortándolo antes de que el griego tuviera tiempo de dar el tirón fatal.

Entonces, se lanzó a su vez.

La ancha hoja brilló en alto, luego bajó con fuerza, alcanzando al griego con un revés por debajo de la parte derecha del pecho.

Teotokris había saltado atrás, pero sin conseguir evitar el golpe por completo. Permaneció un momento en pie, luego cayó pesadamente al suelo, apretándose el pecho con ambas manos.

A través de la casaca rota salía la sangre, formando una amplia mancha en la blanca franela.

Un rugido, salido de doscientas gargantas, saludó la victoria del valeroso cazador de tigres.

—¿Debo rematarle? —preguntó Yáñez, dirigiéndose al rajá, que se había puesto en pie.

—Te pido gracia para él, milord —contestó el príncipe.

—Sea —admitió Yáñez.

Devolvió la cimitarra, recogió la pistola y tras hacer una profunda inclinación se retiró, mientras las mujeres se quitaban los ramilletes de mussenda que llevaban prendidos en los extremos de las trenzas y los echaban tras él.

Mientras se alejaba, siempre escoltado por sus malayos, el médico de la corte y seis criados tendieron al griego en un palanquín y lo llevaron a toda prisa a su habitación.

Teotokris no se había desmayado y ni siquiera se quejaba. Sólo de vez en cuando una ronca blasfemia escapaba de sus labios descoloridos. Parecía sentir más la rabia de la derrota, que el dolor producido por la herida de la cimitarra.

—Sí, reconóceme y véndame en seguida —dijo en tono imperioso al médico—. La herida no es grave. La hoja debe de haber tropezado con la guarda del puñal que llevaba debajo ce la casaca.

El médico le descubrió rápidamente el pecho. La cimitarra había hecho un corte de unos quince centímetros de largo, pero que no parecía muy profundo, bajo la tetilla derecha.

—¡Ah! Aquí está —exclamó el doctor, recogiendo un objeto que se había deslizado bajo la casaca—. A esto debes la vida, señor.

—¿El mango del puñal?

—Sí; ha sido cortado en seco. Si la hoja no lo hubiese encontrado, el cazador del kala-bâgh te hubiera destrozado el corazón. Yo estaba delante cuando te ha herido.

—Un golpe dado con todas sus fuerzas —dijo Teotokris—. ¿Para cuánto tiempo crees que tengo?

—Estarás en pie antes de dos semanas. Eres muy robusto, señor.

—Y tengo piel de marinero —dijo el griego, esforzándose por sonreír—. Apresúrate, la sangre escapa, y no deseo perderla.

El médico que, aunque era indio, debía de ser muy hábil, cosió prestamente la herida, la unió después con una manteca de aspecto resinoso y la vendó fuerte.

Apenas había terminado, cuando un oficial de los sikhs entró en la estancia, anunciando al rajá.

La frente del griego se ensombreció, pero se guardó muy bien de dejar traslucir su malhumor.

—Salid todos —ordenó al médico y a los sirvientes.

En aquel momento entraba el rajá, solo. Tampoco su frente parecía serena.

Esperó que se hubieran alejado todos, incluso el oficial y luego cogió una silla y se sentó junio a la cabecera del herido.

—¿Cómo vas, mi pobre Teotokris? —preguntó—. Te creía más hábil y más afortunado.

—Te he dado, alteza, no pocas pruebas de mi habilidad en el uso del lazo. Así que no creo merecer ningún reproche.

—¿Es grave la herida?

—No, alteza. Podré ponerme a tu disposición en unos quince días, y entonces te juro que no perderé el tiempo.

—¿Qué quieres decir?

—Que sabré quién es ese hombre que se hace pasar por un lord inglés.

—Guardas rencor a ese valeroso cazador.

—Y se lo guardaré mientras tenga un soplo de vida —contestó el griego con acento feroz.

—Sin embargo, tú le has jugado una mala pasada.

—¿Supones, alteza…?

—Que la empuñadura de la cimitarra ha sido hábilmente serrada para que la hoja cediese al menor choque.

—¿Quién me acusa?

—Yo —dijo el rajá, frunciendo el ceño.

—Entonces, alteza, no lo seguiré negando.

—¿Confiesas?

—Sí, es cierto; he hecho serrar el extremo de la hoja, cerca de la guarda, por un artífice muy diestro.

El príncipe no pudo contener un gesto de estupor y miró severamente a su favorito.

—Entonces, ¿es que tenías miedo del gran cazador blanco?

—Quería suprimirlo a cualquier precio para hacer un gran servicio a mi benefactor —dijo el griego con audacia.

—¿A mí?

—Sí, alteza.

—¿Matando a quien me ha devuelto la piedra de salagram y ha matado al kala-bâgh?

—Sí, porque estoy seguro de que ese hombre te jugará una mala pasada un día u otro.

—¿Y por qué?

—Porque es inglés, ante todo; y tú sabes, tal vez mejor que yo, que los de su raza fueron siempre los más peligrosos adversarios de los indios. ¿Acaso no han conquistado casi todo el Indostán? Además, ¿por qué lleva consigo ese lord una princesa india que no es assamesa? Abre los ojos, alteza, y no te fíes ciegamente de ese inglés, que no sabemos a qué ha venido.

—A matar tigres, me ha dicho —replicó el príncipe.

—Tú puedes creer lo que quieras; pero no yo, que pertenezco a la raza más astuta de toda Europa.

El rajá, visiblemente impresionado, se puso en pie y empezó a pasear en torno al lecho del herido. Receloso por temperamento, comenzaba a inquietarse.

—¿Qué hacer? —preguntó de pronto, deteniéndose junco al griego, que había seguido sus movimientos con una mirada irónica—. No puedo despedirle así como así; podría tener problemas con el gobernador de Bengala.

—Tampoco yo te aconsejaría hacerlo, alteza —dijo el griego.

—¿Entonces?

—¿Quieres dejarme carta blanca?

—El rajá le miró con desconfianza.

—Te las arreglarías para hacerle asesinar por un sicario o que le envenenaran. Pero es un mal sistema que no me libraría de tener quebraderos de cabeza.

—No actuaré contra él. A ti, alteza, sólo te pido que le hagas vigilar estrechamente.

—¿Con quién te meterás, entonces? Quiero saberlo antes.

—Con la misteriosa princesa india. Cuando la tenga en mis manos, la obligaré a decirme quién es, y qué tipo de aventurero es ese lord.

—Creo que desde luego perteneces a la raza más astuta de Europa —dijo el rajá—. Pero no quiero que esa mujer o muchacha sea traída aquí.

—Poseo una casa, donde están mis mujeres —contestó el griego—. Esta noche me haré llevar allá, pero tú dirás a todos que sigo en tu corte y darás orden de que nadie, por ningún motivo, venga a molestarme.

—Haré como deseas. Adiós, y procura sanar pronto.