9. El golpe de gracia de Yáñez

Las tres potencias carnívoras más formidables se han repartido el mundo de forma que no se encuentran casi nunca: el león se ha reservado el África; el oso —que se conviene muy a menudo en un carnívoro terrible— a Europa y la América septentrional donde impera, entre las altas Montañas Recosas, con el nombre de grizly; el tigre Asia y también usa buena parte de las grandes islas que pertenecen a Oceanía.

Son unos seiscientos millones de habitantes los que se ha reservado el acto bâgh-beursah, o sea el tigre señor, como lo llaman los poetas indios. ¡Y qué tributos cobra cada año entre los desgraciados! Sólo en la India, no menos de diez mil personas encuentran su tumba en los intestinos del feroz carnívoro.

Los reptiles, que son mucho más numerosos en aquella vasta península, no causan más que la mitad de muertes.

Hay tigres en Persia, en Indochina, en Sumatra, en Java, en Borneo, en la península malaya y también en Nueva Guinea e incluso en Mongolia y en Manchuria, pero ninguno iguala en belleza, astucia y ferocidad a los tigres de la India, y tal vez por eso se les ha llamado tigres reales.

En efecto, todos los demás tigres son inferiores a los que habitan las junglas indostaníes. Los de las islas malasias son menos bellos, más bajos de patas, más rechonchos y, por tanto, mucho menos elegantes. Su pelaje, aunque es más espeso y largo, listado igualmente, no resulta, sin embargo, satisfactorio.

Tienen los bigotes menos desarrollados, los mechones del pelo del vientre y de las patas menos abundantes, los ojos más falsos, más malignos, la lengua siempre colgante, como si perennemente tuviese sed de sangre, la cola baja, el caminar tosco: son los campesinos de la selva. Por el contrario, el tigre indio tiene un mayor desarrollo, más gracia y más elegancia, aun siendo tan feroz como los otros, e incluso más carnívoro.

En estatura aventaja a todos los demás, incluso a los de la China, que asaltan con un valor extraordinario a los aldeanos de las inmensas llanuras de Manchuria.

Un buen ejemplar de tigre indio nunca mide —desde la punta de la nariz al extremo de la cola— menos de dos metros y medio, pero los hay que alcanzan los tres metros.

De la base de las patas anteriores hasta la oreja hay un metro, y su huella en el suelo cubre un círculo de veinte centímetros de diámetro.

No tienen la cabeza muy desarrollada si se compara con la del león o la pantera, pero sus mandíbulas son más anchas, sus dientes más largos y formidables, sus garras más duras y tremendas. Por el contrario, su pecho es más estrecho; el jaguar americano tiene el cuello más largo, lo que le permite arrastrar sin excesiva fatiga incluso una vaca. Pero un tigre que haya alcanzado todo su desarrollo puede saltar una cerca de tres e incluso de cuatro metros llevando en la boca un ternero grande.

Su astucia es enorme. El león, consciente de su fuerza, anuncia su presencia con un rugido formidable, semejante al trueno, cuando caza o se prepara a atacar. Pero es raro que un tigre deje oír su voz antes del ataque.

Igual que la pantera, está emboscado horas y horas, esperando pacientemente su presa, y no lanza su hurra hasta que ha hundido el hocico en los intestinos de su víctima…, y no siempre lo hace.

¿El ronco aullido oído por Yáñez y sus compañeros anunciaba que el kala-bâgh se había ganado la cena o que había olfateado a los cazadores?

—¿Qué opinas, Tremal-Naik? —preguntó el portugués a su amigo indio, que estaba escuchando—. Tú conoces mejor que nosotros a estos peligrosos animales.

—Puedo equivocarme —contestó el bengalí—, pero este parece un aullido de desilusión. Cuando un tigre derriba a su presa lanza un formidable ¡a-o-ung!, y no un ¡uabh! Estoy seguro de que le ha fallado el ataque a un nilgai o a un búfalo.

—Entonces vendrá a buscarnos —dijo Sandokán.

—Sí, si quiere ganarse la cena —contestó Tremal-Naik.

—Con un plato fuerte a base de plomo —dijo Yáñez.

—Si somos capaces de ofrecérselo.

—¿Tú lo dudas?

—¡Oh, no!

—Yo estoy tranquilísimo.

—También yo —añadió el Tigre de Malasia.

—Callaos.

—¿Se acerca? —preguntaron a una Sandokán y Yáñez cogiendo las carabinas y tendiéndose en el suelo.

—No sé, pero he oído un ligero rumor entre aquel grupo de bambúes que se levanta ahí delante.

—¿Estará tratando de sorprendernos?

—Es probable —contestó Tremal-Naik.

—El asunto se pone serio. Preparémonos a recibir dignamente al señor tigre —dijo Sandokán.

Otro ¡uabh!, retumbó en aquel momento, mucho más sonoro y cercano que el primero, siendo seguido de un ronco ¡a-o-ung!, prolongado, de un efecto siniestro.

—Ese tigre debe de encerrar verdaderamente en su cuerpo una de las siete almas de Kali —dijo Yáñez, esforzándose por sonreír—. Nunca había visto un tigre tan audaz como para lanzar en plena noche, casi a la cara de los cazadores, su grito de guerra.

—Es un solitario —contestó Tremal-Naik—, y ahora ya ha olfateado el olor de la carne fresca y, sobre todo, humana.

—¡Por Júpiter! Pues no serán mis pantorrillas las que se coma esta noche.

—Tomemos posiciones —dijo Sandokán—; tú, Yáñez colócate a mi derecha, a quince o veinte pasos de distancia, y tú, Tremal-Naik a mi izquierda, un poco más adelante. Tratemos de atraerlo y rodearlo. Y atentos a no dejaros sorprender.

—No temas, Sandokán —dijo el bengalí—; yo estoy perfectamente tranquilo.

—Y yo disgustadísimo de no poder acabar mi cigarrillo —concluyó Yáñez—. Me resarciré más tarde.

Mientras Sandokán retrocedía unos pasos, el portugués y Tremal-Naik se apartaron, uno hacia la derecha y el otro hacia la izquierda hasta alcanzar los márgenes del clavero, y se tendieron detrás de los bambúes espinosos.

Después del segundo rugido, no habían oído más al tigre, pero los tres cazadores estaban seguros de que avanzaba en silencio a través de la selva, esperando sorprenderles.

Mientras Yáñez y Tremal-Naik estaban tendidos boca abajo, Sandokán se había arrodillado, con la carabina baja para que la fiera no la pudiera ver en seguida. Los ojos del hombre escrutaban con minuciosidad las altas cañas de la jungla tratando de descubrir por qué lado iba a mostrarse la ferocísima fiera.

Reinaba un profundo silencio. No se oían ni chacales ni aullidos de perros salvajes. El grito de guerra del kala-bâgh debía de haber hecho huir a todos los animales nocturnos.

Sólo de vez en cuando pasaba por la jungla como un ligero estremecimiento, debido a un soplo de aire; luego volvía la calma.

Pasaron unos minutos de angustiosa expectativa para los tres cazadores. Aun siendo valerosos hasta la temeridad y estando habituados a medirse con aquellos formidables depredadores, no podían sustraerse por completo a una cierta sensación de inquietud.

Yáñez masticaba nerviosamente el cigarrillo que había dejado apagar, Sandokán atormentaba los gatillos de la carabina y Tremal-Naik no conseguía permanecer inmóvil.

De pronto, los oídos agudísimos del Tigre de Malasia percibieron un ligero rumor, como un crujido. Parecía que un animal se deslizara cautamente entre los bambúes.

—Lo tengo delante —murmuró Sandokán.

En aquel instante un soplo de aire pasó por la jungla y le llevó a la nariz el olor, especial y desagradable, que emanan todas las fieras.

—Me espía —murmuró el pirata— ¡con tal de que no caiga sobre Yáñez y Tremal-Naik, que tal vez no se hayan dado cuenta de su presencia!

Lanzó una rápida mirada a sus dos compañeros y los vio inmóviles, tendidos como antes.

De repente, los bambúes que tenía delante se abrieron bruscamente y descubrió al tigre, erguido sobre sus patas posteriores, asaetándolo con sus ojos fosforescentes.

Sandokán levantó con rapidez la carabina, apuntó un instante y disparó, uno tras otro, los dos tiros que retumbaron formidablemente en el silencio de la noche.

El kala-bâgh lanzó un aullido espantoso, que fue seguido por otros cuatro disparos, dio un par de saltos en el aire y desapareció en la jungla con un tercer salto.

—¡Tocado! —gritó Yáñez, corriendo hacia Sandokán que cargaba precipitadamente la carabina.

—¡Sí! ¡Tocado! —afirmó a su vez Tremal-Naik, poniéndose en pie.

—Pero yo quería verlo caer para no levantarse más —dijo Sandokán—. Estoy seguro de que lleva balas en el cuerpo, pero no podemos decir que tengamos su piel.

—Lo encontraremos muerto en su cubil —dijo Tremal-Naik—. Si las heridas no fueran gravísimas, se habría abalanzado sobre nosotros. Si ha huido, es señal de que ya no se atrevía a enfrentarse con nosotros.

—¿Le habremos roto las patas anteriores? —preguntó Yáñez—. Yo he apuntado a la altura del cuello.

—Es probable-contestó Tremal-Naik.

—¿Volverá o no?

—No, es inútil esperarlo.

—Iremos a buscarlo mañana.

—Y le daremos el golpe de gracia si aún vive —añadió Sandokán—. Ahora volvamos al campamento. Unas horas de sueño no nos irán mal.

Permanecieron unos minutos a la escucha; luego, no oyendo el menor rumor, abandonaron el calvero, atravesando de nuevo el trozo de selva que les separaba del campamento.

Fuera del recinto, encontraron a Kammamuri con los seis malayos.

—Id a dormir —les dijo Sandokán—. Lo hemos herido y al amanecer iremos a buscarlo. Advertid al chitmudgar (mayordomo) que haga preparar a tiempo a los elefantes.

Todos los indios estaban en pie, con las armas en las manos, temiendo que los cazadores no hubiesen tocado al tigre y que este atacara el campamento.

Pero cuando oyeron que había sido gravemente herido, volvieron a acostarse.

Los tres amigos se metieron en la tienda, aceptaron el vaso de cerveza que el mayordomo se apresuró a ofrecerles, y se tendieron sin desnudarse en las colchonetas, poniendo junto a ellos las carabinas.

Su sueño duró pocas horas. Los bramidos de los elefantes y los aullidos de los perros les advirtieron que todo estaba dispuesto para comenzar la batida.

—De nuevo todos valientes —dijo Yáñez al ver a los sikkari alineados ante los colosales animales y llenos de ardor.

Vaciaron una taza de té muy caliente, y ocuparon su elefante.

—¡All right[28]! —exclamó Yáñez cuando vio que todos estaban a punto.

Los tres paquidermos se pusieron en seguida en marcha, precedidos por los sikkari y flanqueados por los behras.

Apenas estuvieron fuera del cercado, soltaron a los perros, que se lanzaron en todas direcciones, ladrando con furor.

El cielo empezaba apenas a aclararse. Los astros se apagaban poco a poco y una luz rosada, que se hacía rápidamente más intensa, subía desde el oriente.

Una fresca brisa soplaba desde el no lejano Brahmaputra, doblando a intervalos los bambúes que formaban la jungla.

Los perros corrían valerosamente a través de las plantas, haciendo huir ante ellos animales y pájaros, indicio seguro de que el terrible kala-bâgh no imperaba ya en aquellos alrededores.

Algunos axis[29], que tal vez habían abrevado en el pantano durante la noche, escapaban a todo correr. Se trataba de los elegantes ciervos indios, parecidos a los gamos, de piel leonada, manchada de blanco con cierta regularidad.

Otras veces eran bandadas de kirrik, hermosísimas aves de plumas negras y brillantes, blancas únicamente en el cuello y el pecho, con un penacho pequeño de plumas en la cabeza y la cola muy tupida y alargada.

—O el tigre ha muerto o está agonizando en su cubil —dijo Tremal-Naik, a quien nada escapaba—. Los axis y los pájaros no estarían aquí, si ese feo animal batiese aún la jungla. Es buena señal.

—Tú que has estado muchos años en las Sunderbunds debes saber más que nosotros —dijo Yáñez—. Yo espero ofrecer al canalla del rajá la piel del kala-bâgh.

—Yo estoy seguro de ello —añadió Sandokán.

—Tu príncipe podrá sentirse totalmente satisfecho —dijo Tremal-Naik—. Primero la piedra de salagram, luego la piel del tigre que devoró a sus hijos. ¿Qué más puede pedir? Eres un hombre afortunado, Yáñez.

—La empresa no ha terminado aún, amigo. Al contrario, está empezando.

—¿Qué quieres ofrecerle, además?

—Ni yo lo sé, por ahora.

—¿El ministro?

—¡Oh! Ese estará prisionero hasta que Surama sea proclamada princesa del Assam. Sería capaz de estropear mis asuntos.

—Y son muy numerosos, ¿verdad, Yáñez? —dijo Sandokán.

—No son pocos, desde luego. ¡Mirad! ¿Qué les ocurre a los perros?

Unos furiosos ladridos se alzaban entre los bambúes y las piaras espinosas. Se veía a los gozques lanzarse animosos hacia delante, luego volver con precipitación hacia los elefantes, que mostraban una cierta inquietud, levantando y bajando las trompas y soplando vigorosamente.

También los sikkari se habían detenido, dudando entre seguir adelante o ponerse bajo la protección de los paquidermos.

—¡Eh, mahout!, ¿qué es lo que ocurre? —preguntó Yáñez, cogiendo la carabina.

—Los perros han olfateado al kala-bâgh —contestó el conductor.

—¿Y tu elefante también?

—Sí, porque no se atreve a seguir adelante.

—Entonces el tigre está cerca.

—Sí, sahib.

—Detente aquí, y nosotros bajaremos. Echaron la escala de cuerda, cogieron sus armas y bajaron.

—¡Milord! —gritó el mayordomo—, ¿dónde va usted?

—A rematar al kala-bâgh —contestó tranquilamente el portugués—. Haz que se retiren tus sikkari. No los necesito.

Aquella orden era inútil, porque los batidores, asustados por los agudos ladridos de los perros, que anunciaban la presencia de la fiera, se replegaban precipitadamente, para no probar la fuerza de sus garras.

—Estos indios valen muy poco —dijo Sandokán—. Hubieran podido quedarse en el palacio del príncipe. Si no estuvieran los oficiales ingleses, la India sería un país casi inhabitable a estas horas.

—Tened cuidado con las espinas —intervino en aquel momento Yáñez—. Vamos a dejar aquí la mitad de nuestras ropas.

En aquel lugar la jungla era espesísima y difícil de atravesar. Grupos de bambúes espinosos se sucedían unos sobre otros. Si se encontraba verdaderamente allí, el kala-bâgh se había elegido un buen refugio.

—Déjame el primer lugar —dijo Sandokán a Yáñez.

—No, amigo —contestó el portugués—. Hay demasiados ojos fijos en mí, y el golpe de gracia debe darlo milord, si quiere hacerse célebre.

—Tienes razón —admitió Sandokán, riendo—. Nosotros sólo debemos figurar en segunda fila.

Unos gañidos lastimosos se alzaron entre unas matas que crecían veinte pasos más allá, y los perros retrocedieron. El tigre debía de haber despanzurrado algunos.

—Está escondido ahí —dijo Yáñez preparando la carabina.

—¿Podremos pasar? —preguntó Sandokán.

—Me parece que hay una abertura a la derecha —observó Tremal-Naik—. La habrá hecho el tigre.

—Vamos, Yáñez. Con seis tiros podemos hacer frente a cuatro fieras —dijo Sandokán.

El portugués dio la vuelta a las matas y, encontrada la abertura, se metió por ella, mientras los perros retrocedían por segunda vez, ladrando fuertemente.

Recorridos quince pasos, Yáñez se detuvo y, quitándose el sombrero con la mano izquierda, dijo con voz irónica.

—¡Os saludo, acto bâgh beursah!

Un sordo gañido fue la respuesta.

El tigre estaba ante el portugués, tendido sobre un montón de hojas secas, impotente ya para hacer daño.

Tenía toda la piel del pecho cubierta de sangre y las dos patas anteriores rotas.

Viendo aparecer a aquellos tres hombres, hizo un supremo esfuerzo para incorporarse, pero cayó de nuevo dejando escapar de sus fauces abiertas un rugido de furor.

—Hemos pronunciado tu sentencia —dijo Yáñez, situado a sólo diez pasos de la fiera—. Has sido acusado de asesinato y antropofagia, por eso los señores jurados han sido inflexibles y ahora debes sufrir el castigo de tus delitos y regalar tu piel a su alteza, el rajá del Assam para compensarle por los súbditos que le has devorado. Cierra los ojos. En lugar de obedecer, el tigre hizo una nueva tentativa para levantarse y lo consiguió; pero Yáñez ya había apuntado.

Dos disparos de carabina retumbaron, formando casi una sola detonación, y el kala-bâgh cayó fulminado, con dos balas en el cerebro.

—Justicia cumplida —dijo Sandokán.

—¡Adelante los sikkari! —gritó Yáñez—. El tigre ha muerto.

Los batidores construyeron rápidamente una especie de angarillas, cruzando y atando sólidos bambúes, y cargaron a la fiera, no sin una cierta aprensión.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, que se había acercado para poderlo examinar mejor—. Nunca he visto un tigre tan grande.

—Se ha alimentado muy bien con carne humana —dijo Tremal-Naik.

—Sin embargo, su piel no es ninguna maravilla. Parece como si tuviera la tiña.

—Todos los tigres que se alimentan exclusivamente de carne humana, pierden su belleza original, y su piel, poco a poco, se estropea.

—¿Será una especie de lepra? —preguntó Sandokán.

—Puede ser —dijo Yáñez—. Ya sabes que los dayaks del interior de Borneo, que también son antropófagos, sufren la misma enfermedad cuando han abusado mucho de comer carne humana.

—Lo he observado yo también, Yáñez. De todas formas, es una hermosa bestia. Y ya que hemos terminado nuestra misión, apresurémonos a regresar a Gauhati. Tenemos más trabajo allí que aquí.

Regresaron a su elefante entre las aclamaciones entusiásticas del mayordomo, de los sikkari y de los conductores de los perros, y volvieron al campamento.

Dieron cuenta del almuerzo que habían preparado los criados y, tras fumar un poco, la caravana levantó el campo y regresó a la capital del Assam.