8. El tigre negro

Apenas habían sonado las tres de la mañana cuando Yáñez, seguido por Sandokán, Tremal-Naik y los seis malayos, llegaba ante el palacio real, para emprender la caza del terrible kala-bâgh, o sea el tigre negro.

El día anterior habían alquilado tres grandes tciopaya, carros indios tirados por una pareja de cebúes, ya que no era conveniente que un blanco, inglés por añadidura, fuese a una cita a pie y sin una escolta numerosa.

El mayordomo mayor de la corte lo había preparado todo para la gran caza.

Tres magníficos elefantes, que sostenían sobre sus poderosos lomos cómodas plataformas destinadas a los cazadores, sin cúpulas para no obstaculizar el fuego de las carabinas, montado cada uno de ellos por un mahout[21], estaban en medio de la plaza, rodeados de una docena de behras —criados que sujetaban una traílla de por lo menos cincuenta feísimos perros, de baja estatura, incapaces de hacer frente a una bestia tan peligrosa, pero necesarios para hacerla salir.

Detrás de los elefantes había dos docenas de sikkari, ojeadores armados sólo con picas y casi desnudos para escapar más fácilmente después de haber desalojado al animal de su cubil.

—Estamos dispuestos, sahib —dijo el mayordomo, inclinándose profundamente ante Yáñez.

—Y yo ser contentísimo —contestó el portugués, dignándose apenas mirarle—. ¿Buenos elefantes?

—Experimentados y habituados a las grandes cacerías, sahib. Tome el que prefiera.

—Aquel —dijo Tremal-Naik, indicando el más pequeño de los tres paquidermos, macizo, fuerte, con dos colmillos soberbios—. Es un merghee[22] de buena raza.

Los mahouts habían echado las escalas de cuerda.

Yáñez, Tremal-Naik y Sandokán ocuparon sus puestos en la plataforma del merghee, Kammamuri y los malayos en las otras, junto con el mayordomo, que debía dirigir la batida.

—Adelante —dijo Yáñez al mahout. Los tres paquidermos se pusieron en marcha, lanzando tres formidables bramidos, seguidos por los sikkari y los behras con los perros que ladraban alborotadamente.

En menos de media hora la partida estuvo fuera de la ciudad, ya que los elefantes iban a buen paso, obligando a la escolta a correr para no quedarse atrás, y se dirigió a través de los bosques que se extendían casi sin interrupción hasta los alrededores de Kamarpur.

Después de encender su eterno cigarrillo y de beber un buen sorbo de arac, Yáñez se sentó frente a Tremal-Naik, diciéndole:

—Ahora, tú que eres indio y has pasado tantos años en las Sunderbunds nos explicarás qué es ese tigre negro. Nosotros conocemos los de Borneo, y negros no los hemos visto nunca; ¿no es cierto. Sandokán?

—El que nosotros los indios llamamos kala-bâgh no es verdaderamente negro —contestó Tremal-Naik—. Tiene la piel semejante a los demás; pero como son los más feroces, nuestros campesinos creen que encarnan una de las siete almas de la diosa Kali, que, como sabes, se llama también la Negra.

—Entonces sólo se trata de uno de los terribles solitarios a los que los ingleses llaman men’s eater, es decir: comedor de hombres.

—Y que nosotros llamamos admikanevalla o admiwala kanâh.

—Un animal peligroso.

—Terrible, Yáñez —asintió Tremal-Naik—, porque esos tigres son viejos, en general, y por tanto avezados en todas las astucias y de una voracidad espantosa. Como no pueden cazar antílopes ni bisontes, por haber perdido agilidad, se emboscan en los alrededores de los pueblos o se esconden en las proximidades de las fuentes, en espera de que las mujeres vayan a coger agua. Son de una prudencia extraordinaria, conocen lugares y personas, y atacan preferentemente a los débiles, huyendo de los que les podrían hacer frente.

—¿Viven solos? —preguntó Sandokán.

—Siempre solos —contestó el bengalí.

—Entonces, son difíciles de capturar.

—Cierto, porque son muy prudentes y tratan de evitar a los cazadores.

—Pero yo necesito cazar este tigre, y lo haremos —dijo Yáñez.

—Te vuelves imposible de contentar, amigo —dijo Sandokán, riendo—. Primero la piedra de salagram, hoy un tigre, ¿qué querrás mañana?

—La cabeza del rajá-contestó Yáñez, bromeando.

—De eso me ocupo yo. Un buen golpe de cimitarra y te la traigo casi viva.

—No cuentas con los sikhs que guardan al príncipe.

—¡Ah, sí! Ya me has hablado de esos guerreros. ¿Qué clase de gente son, amigo Tremal-Naik? Tú debes de conocerlos.

—Son guerreros valerosos.

—¿Incorruptibles?

—Eso según —contestó el bengalí—. No debes olvidar que son mercenarios.

—¡Ya! —exclamó Sandokán.

—¿Qué interés sientes por esos sikhs? —preguntó Yáñez.

—Tú tienes tus ideas, yo las mías —contestó el Tigre de Malasia, mientras seguía fumando—. ¿Y son también adoradores de Visnú y de las piedras de salagram?

—No adoran ni a Siva, ni a Brahma, ni a Visnú, ni a Buda —contestó el bengalí—. No creen más que en Nanek, un religioso que a principios del siglo XVI adquirió gran renombre y fundó una nueva religión.

—¿Quieres hacerte sikh?

—No se lo aconsejaría —dijo Tremal-Naik, siguiendo la broma—. Para ser admitido en esa secta tendría que beber agua que hubiera servido para lavar los pies y las uñas del sacerdote.

—¡Qué cochinos! —exclamó Yáñez.

—Y comer utilizando un colmillo de jabalí, por lo menos las primeras veces.

—¿Y eso por qué? —preguntó Sandokán.

—Para habituarse a vencer la repugnancia que sienten todos los musulmanes por los cerdos —contestó Tremal-Naik.

—Que se guarden el colmillo, porque yo no tengo la más mínima intención de hacerme sikh —dijo el Tigre de Malasia—. Simplemente, tengo una idea con respecto a esos guerreros. ¡Ya pensaré en ello! Estamos en los bosques bajos, así que abramos bien los ojos. Son estos los lugares en que prefieren habitar esos terribles solitarios, ¿no es cierto, Tremal-Naik?

—Sí —contestó este—; entre los grupos de banianos y las tierras húmedas de las altas hierbas.

—Pues ojo avizor.

Los tres elefantes, que seguían avanzando a buen paso, habían llegado a una inmensa llanura, interrumpida de trecho en trecho por grupos de mindos —arbustos de no más de dos o tres metros de alto, de corteza blanquísima y brillante y ramas muy delgadas—; de pequeños bananos y grupitos de Butea frondosa[23], de tronco nudoso y robusto, coronado por un tupido pabellón de hojas aterciopeladas de color verde azulado, bajo las cuales colgaban enormes racimes de un espléndido color carmesí.

A gran distancia, generalmente en medio de pequeñas plantaciones de añil y sombreadas por matas de mangos, se descubría alguna cabaña. Animales no se veían: sólo bandadas de bulbul —los pequeños, graciosos y batalladores ruiseñores indios— alzaban el vuelo al acercarse los elefantes y los perros, enseñando sus plumas moteadas y su cola roja.

—¿Será este el reino del tigre negro? —preguntó Yáñez.

—Eso sospecho —contestó Tremal-Naik—. Allá abajo veo charcos y a esos animales les gusta el agua porque saben que los antílopes van a beber después de la puesta del sol.

—¿Conseguiremos descubrirlo antes de la noche?

—Lo dudo.

—Le prepararemos una emboscada.

—Perderías inútilmente el tiempo. El kala-bâgh no se deja sorprender, y ya puedes poner todos los cabritos que quieras, o incluso cerdos, sin que se decida a acercarse.

—Esperemos —concluyó Yáñez—. No tenemos prisa.

Hasta el mediodía los elefantes siguieron avanzando a través de aquella llanura que parecía no tener fin, pasando entre grupos de banianos, de mindos y de mangas, sin mostrar ninguna inquietud; luego el mayordomo, que montaba un magnífico makna —elefante macho sin colmillos—, dio orden de detenerse para servir la comida a los invitados de su señor.

Los sikkari levantaron en pocos minutos una amplia y bellísima tienda de seda roja en forma de pabellón y cubriendo el suelo con mullidas alfombras persas, mientras el babourchi, es decir, el cocinero de la expedición, ayudado por algunos sais, o palafreneros, hacía descargar del makna del mayordomo las provisiones para servir una comida fría.

Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik se apresuraron a tomar posesión de la tienda, ya que el calor era intensísimo. Kammamuri y los seis malayos de la expedición se refugiaron bajo un inmenso tamarindo, bajo cuyas largas y flexibles ramas se extendía una sombra protectora.

El aire matinal había agudizado extraordinariamente el apetito de los cazadores, de forma que los invitados del rajá hicieron honor a la curree bât, que regaron con abundancia de cerveza y toddy —la dulce y picante bebida india, agradabilísima también para los paladares europeos.

Después de vigilar la distribución de los víveres, el mayordomo se reunió con ellos, pero sentándose a cierta distancia del lord inglés.

—Te esperábamos —dijo Yáñez, que se había tendido sobre un gran cojín de seda roja para fumar con mayor comodidad—. ¿Dónde encontraremos a ese tigre?

—El jungaul barsath —rey de la jungla— reposa a estas horas en su cubil —contestó el mayordomo—. No lo encontraremos hasta esta noche o por la mañana temprano. No le gusta el sol, milord.

—Hace cuatro días fue visto en el pantano de Janti; devoró a una mujer que llevaba a abrevar una vaca.

—¿La vaca escapó a tiempo?

—El bâgh no se ocupó de ella. Ahora que está habituado a la carne humana no desea otra.

—¿Tendrá su guarida en aquellos alrededores? —preguntó Sandokán.

—Sí, debe de hallarse entre los bambúes de la vecina jungla, porque también fue visto dos veces por un sikkari hace un par de semanas.

—¿Podemos alcanzar el pantano esta misma noche?

—Llegaremos antes del ocaso —contestó el mayordomo.

—¿Queréis que le tendamos una emboscada allí mismo? —preguntó Sandokán, volviéndose hacia Tremal-Naik y Yáñez—. Si ese animal es tan astuto y desconfiado, no dejará que se le acerquen los elefantes.

—Eso pensaba yo también —dijo el portugués.

—¿A qué hora reanudaremos la marcha? —preguntó Tremal-Naik al mayordomo.

—A las cuatro, sahib.

—Entonces, podemos aprovechar para descabezar un sueñecito. No es seguro que descansemos esta noche.

El mayordomo hizo traer más almohadones y bajar ante la tienda un gran trozo de seda, para que pudieran reposar más tranquilos.

También los sikkari y los que llevaban los perros se habían dormido, aprovechando la calma que reinaba bajo las plantas y la ausencia de peligro. Los elefantes, por el contrario, velaban, ocupándose de dar fin a un montón de hojas y ramas de pipal[24] —planta a la que son aficionadísimos— no habiendo encontrado tal vez suficiente la ración que les habían proporcionado los mahouts, aunque estaba compuesta de veinticinco libras de harina amasada con agua, una libra de manteca y media libra de sal para cada uno.

A las cuatro, con una precisión matemática, toda la caravana estaba dispuesta a reemprender la marcha.

En un abrir y cerrar de ojos levantaron la tienda y los elefantes, recién untadas de grasa la cabeza, orejas y patas, se mostraban de buen humor, y jugueteaban con sus mahouts.

—¡Adelante! —gritó Yáñez, ocupando de nuevo su puesto, con Sandokán y el bengalí.

La caravana emprendió la marcha a buen paso, siguiendo el mismo orden que antes. No habiendo llegado aún al lugar de la caza, los sikkari seguían en último lugar, junto con los conductores de los perros y los sirvientes.

El paisaje empezaba a cambiar. Los grandes árboles desaparecían para dar lugar a inmensas extensiones de una hierba palustre, gruesa y recta como hojas de sable que los botánicos llaman Typha elephantina, porque gusta mucho a los elefantes que se dan atracones de ella, y a grupos de bambúes espinosos, de pocos metros de altura, pero muy gruesos.

Era el principio de la jungla húmeda, el reino del acto bâgh beursah (el tigre señor), como lo han llamado los poetas indios.

De vez en cuando saltaban de entre los bambúes animales que se alejaban en una precipitada carrera, asustados por la proximidad de aquellos tres colosos acompañados de tanta gente armada.

Unas veces se trataba del samber —especie de ciervos mayores que los europeos, de piel castaño violeta en el dorso y blanco plateado en el vientre, con la cabeza armada de unos fuertes cuernos— que daba unos saltos asombrosos, desapareciendo en pocos instantes: en otras ocasiones se trataba del nilgai[24a], los antílopes indios, del tamaño de un buey mediano, pero de formas elegantes y finas y pelaje grisáceo; otras veces aún eran manadas de perros salvajes, grandes como chacales —a los que se parecen mucho por la forma de la cabeza y que son famosos cazadores de gamos, entre los que causan muchas bajas.

También algún búfalo de las junglas —arrancado a su reposo por los bramidos de los elefantes— salía de entre los grupos de bambú con furioso ímpetu, mostrando su cabezota corta y cuadrada, provista de cuernos ovalados y aplastados, encorvados hacia atrás. Se detenía unos momentos, bien plantado sobre sus poderosas patas, acechando la caravana con los ojos inyectados en sangre, deseoso tal vez de lanzarse a una carga desesperada y hacer una matanza de sikkari y de lacayos, luego se alejaba a galope corto, volviéndose de vez en cuando atrás e incluso deteniéndose como para decir: «un bhainsa[25] de la jungla no tiene miedo».

El sol estaba próximo al ocaso, y los elefantes comenzaban a dar muestras de cansancio a causa de la difícil naturaleza del terreno, que cedía fácilmente bajo sus grandes patas, cuando Yáñez, desde lo alto de la plataforma, vio brillar agua más allá de un bosquecillo formado exclusivamente por plantas espinosas.

—Ahí está el pantano del tigre negro —dijo.

Casi en el mismo momento se produjo una viva agitación entre los perros. Tiraban de las traíllas y ladraban furiosamente formando un alboroto ensordecedor.

—¿Qué ocurre? —preguntó el portugués al mahout.

—Los perros han olfateado el rastro del kala-bâgh —contestó el indio.

—¿Habrá pasado por aquí?

—Seguro, sahib. Si no, los perros no ladrarían así.

—¿Y cuándo ha pasado? ¿Hace poco?

—Sólo los perros podrían saberlo.

—¿Tu elefante no da muestras de agitación?

—Por ahora, no.

—Avanza hacia el pantano. Le daremos la vuelta para ver el comportamiento de los perros.

—Sí, sahib —contestó el mahout, levantando su corta pica, provista en un lado de un gancho muy agudo.

El elefante, que se había detenido un momento, reanudó el camino, apartando los bambúes con su formidable trompa. Aún estaba tranquilo, pero ya debía de haberse dado cuenta, también él, de que se internaba en el dominio del tigre porque su paso no era tan vivo como antes.

Los perros, bajo una lluvia de latigazos, ya no aullaban, pero de vez en cuando trataban de romper las cuerdas para lanzarse a través de la Typha[26].

—¿Habrán olfateado a la fiera? —preguntó Yáñez, que parecía inquieto, dirigiéndose a Tremal-Naik.

—Creo que el mahout no se ha equivocado —contestó el bengalí—. Por precaución, haremos bien en preparar las carabinas. Algunas veces los tigres solitarios en lugar de escapar se lanzan de improviso sobre los cazadores.

—Preparémonos, Sandokán.

El Tigre de Malasia vació su cibuc, cogió su carabina de doble cañón y la montó, colocándosela entre las rodillas, Yáñez y Tremal-Naik le imitaron, luego apoyaron contra el borde de la plataforma tres picas cortas, pero que tenían las hojas más bien anchas y afiladísimas.

—Tú, Sandokán, vigila al mahout, yo miraré a la derecha y tú, Tremal-Naik a la izquierda —dijo Yáñez cuando todos los preparativos estuvieron listos—. Cuento más con nosotros tres que con toda esta gente.

—Y con Kammamuri y nuestros malayos —añadió el Tigre de Malasia—. No son hombres que vuelvan la espalda en el momento de peligro.

Aunque todo indicaba que la terrible fiera había pasado por aquella jungla, los elefantes llegaron a las orillas del pantano sin encuentros desagradables, y le dieron la vuelta levantando solamente algunas parejas de pavos reales, y media docena de ánades silvestres, del tamaño de los europeos, pero con el cuello más largo, las alas orladas de negro y la cabeza adornada con un penacho.

El pantano tenía una circunferencia de sólo quinientos o seiscientos metros y aumentaba algunos torrentes minúsculos que se perdían en las vecinas junglas.

Las plantas acuáticas, las jhil —que se parecen al loto común y producen un grueso tubérculo bastante apreciado por los indios— lo habían invadido en gran parte.

—Acampemos aquí —dijo Yáñez al mahout.

Echó la escala y bajó con sus compañeros. El mayordomo se reunió con él en seguida, para esperar sus órdenes.

—Haz levantar la tienda y preparar el campamento.

—Sí, milord.

—Una pregunta antes.

—Lo que usted guste, milord.

—¿Hay otros pantanos en los alrededores?

—Ninguno. Sólo el río, pero aún queda muy lejos.

—De forma que los nilgais y los búfalos tienen que venir aquí a beber.

—A los pueblos no se acercan nunca: además sus fuentes son demasiado frecuentadas por hombres y mujeres.

Los sikkari, los lacayos y los criados, ayudados también por los malayos a los que mandaba Kammamuri, prepararon el campamento en menos de un cuarto de hora, junto a un magnífico pipal nim[27], de tronco enorme y de follaje oscuro y tupido, que lo cubría casi todo con sus inmensas ramas.

Como se trataba de quedarse en aquel lugar quizás durante varios días, los sikkari formaron como una barrera en torno al campamento con bambúes cruzados, atándolos después fuertemente, para prevenir una sorpresa por parte del terrible kala-bâgh.

Aunque la tienda no fuese estrictamente necesaria, la levantaron contra un árbol, casi en medio del campamento. La comida —muy abundante, porque el babourchi había cargado de provisiones al tercer elefante, destinado más al servicio de la caravana que a afrontar a la peligrosa fiera—, fue preparada en seguida y prontamente devorada por los cazadores.

—Milord —dijo el mayordomo, entrando en la tienda después de cae Yáñez y sus compañeros hubieran acabado de comer—. ¿Hago encender hogueras en torno al campamento?

—Guárdate de ello —contestó el portugués—. Asustarías al tigre, y entonces, ¿dónde iríamos a buscarlo? Hemos venido aquí para cazarlo, no para tenerlo lejos.

—Puede caer sobre el campamento, milord.

—Y estaremos preparados para recibirle. Haz poner centinelas detrás de la empalizada, y no te preocupes más. ¿Tienes grasa?

Ghi (manteca), que servirá lo mismo.

—¿Y botes de lata?

—Sí, los de la carne en conserva que guardo para milord y sus compañeros.

—Llena tres o cuatro de manteca, mete dentro un trozo de tela o un cordel, hazlos encender y colócalos en torno al campamento, a una distancia de trescientos o cuatrocientos pasos.

—Haré lo que usted manda.

—¿Qué quieres hacer con esos botes, Yáñez? —preguntó el Tigre de Malasia, cuando se alejó el mayordomo.

—Atraer al bâgh —dijeron Tremal-Naik y el portugués.

—¡Qué astutos!

—El olor de la grasa o manteca se extiende a grandes distancias y llegará a las narices del tigre —continuó Tremal-Naik—. Yo hacía lo mismo cuando era el cazador de la jungla negra, y los animales llegaban siempre, en buen número además.

—Cojamos nuestras armas y vayamos a emboscarnos fuera del campamento —dijo Yáñez—. Estoy seguro de que ese animalote caerá bajo nuestros tiros esta misma noche.

—Estoy dispuesto —dijo el Tigre de Malasia—. Cogieron sus carabinas y las municiones, colgaron del cinto el kris —que los dos piratas especialmente manejaban como nadie— y abandonaron la tienda.

—Tú ocúpate del campamento y confía más en mis hombres que en tus sikkari —dijo Yáñez al mayordomo, que acababa de volver.

—¿Y usted dónde va, milord? —preguntó el indio estupefacto.

—Vamos en busca del kala-bâgh.

—¡De noche!

—Nosotros no tenemos miedo. Adiós; pronto oirás nuestras carabinas.

Aconsejaron también a Kammamuri que vigilara atentamente, y los tres valientes salieron del campamento, tranquilos como si fueran a cazar perdices.

Era una de aquellas noches espléndidas como sólo se ven en la India.

Las estrellas florecían en el cielo purísimo, desprovisto de nubes, y la luna se alzaba dulcemente sobre las oscuras selvas que se extendían más allá del Brahmaputra, proyectando sus rayos azulados sobre la jungla que rodeaba el pantano.

Yáñez y sus compañeros dejaron atrás las latas llenas de manteca, que ardía crepitando y lanzando de vez en cuando rayos de luz vivísima, y se internaron entre las cañas y los matorrales de la jungla hasta que encontraron un espacio pequeño descubierto, un calvero minúsculo donde solo crecían unos pocos mindos.

—Este es un sitio magnífico —dijo el portugués, dejando la carabina—. Desde aquí podernos vigilar el campamento y la jungla. Se diría que las plantas no lo han invadido para darnos gusto.

—Es cierto —dijo Sandokán.

—¡Calla! —interrumpió en aquel instante Tremal-Naik.

—¿Qué has oído?

La respuesta no la dio el bengalí. Fue un rugido terrible, formidable, que retumbó en la noche tranquila como un trueno, y que hizo estremecer incluso al inconmovible Tigre de Malasia.

¡La respuesta la dio el kala-bâgh!