Al día siguiente, dos horas después del mediodía, un grupo, que despertaba mucha curiosidad entre los desocupados que llenaban las calles de la capital del Assam, avanzaba a paso militar hacia el grandioso palacio del rajá, que se alzaba en la inmensa plaza del mercado.
Se componía de siete personas: un inglés —más o menos auténtico, correctamente vestido de blanco, con un sombrero de tela gris, adornado con un gran velo azul que le descendía hasta debajo de la cintura—, y seis malayos vestidos al estilo indio, con casacas verdes bordadas, amplios calzones rojos, grandes turbantes de seda abigarrada y espléndidas carabinas de cañones adornados con arabescos y culatas incrustadas de marfil y madreperla, pistolas de doble cañón en el cinto y cimitarras colgando del costado.
Eran todos hombres apuestos, de aspecto feroz, robustos, y de ojos sombríos y siniestros. Aun siendo sólo siete, se comprendía por su aspecto que no retrocederían ni ante una compañía de cipayos bengalíes.
Llegados ante el palacio real, vigilado por un grupo de guardias, armados con lanzas de anchísima hoja, el inglés detuvo a sus hombres con un gesto.
—¿Qué quieres, sahib? —preguntó el comandante de la guardia, avanzando un paso hacia el inglés, mientras sus hombres ponían las lanzas en ristre, como si se prepararan a rechazar un ataque…
—Ver rajá —contestó Yáñez.
—Es imposible, sahib.
—¿Por qué?
—El rajá está con sus mujeres.
—Yo ser gran milord inglés, amigo de la reina y emperatriz Indias. Todas puertas abrirse delante de mí, milord John Moreland.
—Al rajá no le gusta recibir gente de piel blanca, sahib.
—No sahib; yo ser gran milord.
—El rajá no recibirá ni a un milord. No quiere ver europeos en su corte.
—Tú ser un estúpido, feo indio. Ir a decir príncipe tuyo que yo haber encontrado la piedra de salagram de la pagoda de Karia. Milord haber matado todos ladrones canallas, porque yo, milord, no tener nunca miedo, ni siquiera de vuestros bâgh admikanevalla[16]. Y tú, entre tanto, meter bolsillo esta mohr[17]. Nosotros ingleses pagar siempre molestia.
Al oír aquellas palabras, y viendo sobre todo la gran moneda de oro que Yáñez le tendía como si fuera una simple rupia, los indios de la guardia se miraron unos a otros, con profundo estupor.
—Milord —dijo el jefe, confuso—, ¿es cierto lo que ha dicho?
Yáñez hizo seña de que se acercara a uno de los seis malayos, que llevaba entre los brazos una especie de cajita envuelta en un trozo de seda roja; luego dijo:
—Aquí dentro ser piedra de salagram que fue robada por canallas thugs. Ve a decir esto a su alteza. Recibirá en seguida a mí, milord.
El indio vaciló un momento, mirando el envoltorio, luego —como presa de una repentina locura—, corrió al amplio soportal y golpeó con furia los gongs colgados sobre las puertas.
—Por fin —murmuró Yáñez, sacando flemáticamente un cigarrillo de su pitillera y encendiéndolo—. Tendremos que esperar, pero eso no importa.
Sus hombres, apoyados en las carabinas, mantenían una inmovilidad absoluta, espiando con atención a la guardia india que seguía con las lanzas en ristre.
Apenas había transcurrido un minuto cuando un viejo indio, lujosamente vestido —un ministro o cortesano, sin duda— bajó la gran escalinata de blanquísimo mármol, precipitándose al encuentro de Yáñez, seguido por varios oficiales con grandes turbantes.
—¡Milord! —exclamó jadeante—, ¿es cierto que ha encontrado la piedra de salagram?
Yáñez tiró el cigarrillo, lanzó una última bocanada de humo casi ante las narices del indio, y contestó:
—Yes.
—¿Qué dice?
—Sí; advertir en seguida su alteza.
—¿La verdadera piedra?
—Yes.
—¿Y cómo la ha encontrado?
—Yo hablar sólo a rajá: milord no ser hombre de poca monta.
—¿Dónde está la piedra?
—Yo tenerla y bastar: su alteza no recibir mí y yo ir a vender piedra.
—¡No! ¡No, milord!
—Entonces rajá recibir mí, y pronto. Yo sufrir spleen[18].
—Venga, le espera.
—¡Ah! Yo estar muy contento.
Hizo un gesto a los malayos y siguió al ministro o favorito, subiendo la espléndida escalinata, observando que en cada escalón había un guardia armado con carabina y pistolas.
—Se ve que no se siente demasiado seguro —murmuró Yáñez—. ¿Habrá olfateado algo? En guardia, amigo y juega bien.
En el descansillo se abrían cuatro grandiosas galerías, todas de mármol, con columnas retorcidas, adornadas con cabezas de elefantes que entrelazaban artísticamente sus trompas. Amplias cortinas de una bonita y ligerísima seda azul, con trama de oro, descendían entre las columnas para resguardar las galerías de los reflejos del sol y mantener un cierto frescor.
A lo largo de las paredes, unos enormes jarrones, chinos en su mayor parte, contenían colosales ramos de flores y hojas de baniano. También en estas galerías había muchos soldados, que paseaban armados con picas y cimitarras.
El ministro hizo atravesar una de aquellas galerías a Yáñez y a su escolta; luego abrió una puerta de bronce dorado, adornada con esculturas, y les introdujo en una inmensa sala tapizada en seda blanca con bordados de oro, en la que había varias docenas de divancitos de terciopelo blanco.
En un extremo, sobre una plataforma de mármol cubierta en parte por una magnífica alfombra, se divisaba una especie de lecho, sobre el que estaba tendido, apoyándose en un almohadón de terciopelo rojo, un hombre que vestía una larga zamarra blanca.
En torno a aquella especie de trono, estaban cuatro indios viejos, que parecían sacerdotes, y detrás de ellos, alineados en cuatro filas, cuarenta sikhs, los guerreros más valerosos de la India, a los que suelen contratar los rajás para formarse una guardia fiel y segura.
Con un gesto imperioso, el ministro hizo detener a los malayos junto a la puerta; luego cogió a Yáñez de una mano, y lo condujo hacia el trono, gritando en voz alta:
—¡Salud a su alteza Sindhia, rajá del Assam! Aquí está el milord inglés.
El soberano se puso en pie, mientras Yáñez se quitaba el sombrero.
Los dos hombres se miraron unos minutos sin hablar, como si quisieran estudiarse mutuamente.
Sindhia era un hombre joven aún —no parecía tener más de treinta años—, pero la vida disoluta que llevaba había trazado en la frente del tirano precoces arrugas.
A pesar de ello era un hermoso ejemplar de indio, de finísimas facciones, con ojos negros que parecían brasas. Una rala barbita negra le daba un aspecto más bien cruel.
—¿Eres tú el milord que me trae la piedra de salagram? —preguntó por fin, después de haber examinado de arriba a abajo al portugués—. Si es verdad lo que has dicho, sé bienvenido, aunque no me gustan los extranjeros.
—Sí, yo ser milord John Moreland, alteza, y yo traer a ti caracola con cabello de Visnú —contestó Yáñez—. Tú haber prometido riquezas y honores, ¿verdad?
—Y mantendré mi promesa, milord —contestó el príncipe.
—Pues bien, yo a ti dar caracola.
Se volvió, haciendo una seña al malayo que llevaba el cofre para que se acercara. Quitó la seda que lo envolvía y fue a depositarlo a los pies del príncipe.
—Tú ver primero, alteza, si esa ser verdadera piedra robada.
—Hay una señal en la piedra que los gurús de la pagoda de Karia y yo conocemos muy bien —dijo el príncipe.
Abrió el cofre y cogió la caracola, haciéndola dar vueltas y más vueltas entre sus manos. Una vivísima alegría se pintó en su rostro.
—Es la piedra robada —dijo por fin—. Milord, tú serás mi amigo.
Uno de sus cortesanos, al oír aquellas palabras, trajo a Yáñez una silla dorada, haciéndole sentar ante la plataforma.
Casi de inmediato, una decena de servidores, lujosamente vestidos, entraron con bandejas de oro sobre las que se veían tazas llenas de café, vasos colmados de licores, platillos con helados y dulces.
El príncipe y Yáñez fueron servidos primero, y a continuación los ministros y los malayos de la escolta.
—Y ahora, milord —dijo Sindhia, tras vaciar un par de vasos de coñac, que tragó como si se tratara de agua pura—, me dirás cómo has conseguido sorprender a los ladrones y por qué te encuentras en mi territorio.
—Yo ser venido aquí para cazar los bâgh —contestó Yáñez—, porque yo ser muy gran cazador y no tener miedo de tigres. Yo haber matado muchos, en las Sunderbunds de Bengala.
—¿Y los ladrones?
—Yo emboscarme ayer noche para cazar un bâgh negro y muy grande y…
—¡Un tigre negro! —exclamó el príncipe con un sobresalto.
—Sí.
—¡El que ha devorado a mis hijos! —gritó Sindhia, pasándose una mano por la frente, que parecía cubierta de un sudor helado.
—¿Cómo? ¿Aquel bâgh haber comido…?
—Calla, milord —interrumpió el príncipe, casi imperiosamente—. Continúa.
—Tigre no venir y yo esperar —prosiguió Yáñez—. Sol estaba a punto de hacerse ver, cuando yo descubrir cinco indios escapar a través del bosque. Debían de ser thugs, porque yo ver en sus costados lazos y pañuelos de seda negros con bolas plomo. Yo odiar aquellos canallas, por eso disparar en seguida carabina, luego pistolas y matarlos todos; después echar cadáveres al río y cocodrilos todo comer.
—¿Y el cofre?
—Haberlo encontrado en tierra.
—¿Y luego?
—Luego, yo haber oído tus pregoneros, y yo traer aquí caracola con el cabello de Visnú porque no saber qué hacer con ella, yo.
—¿Y qué pides ahora, milord? —preguntó Sindhia.
—Yo no querer dinero, yo ser muy rico.
—Pero tienes derecho a una recompensa. La piedra de salagram es para nosotros un tesoro inapreciable.
Yáñez permaneció un momento silencioso, fingiendo meditar, luego dijo:
—Tú nombrar mí tu gran cazador, y yo matar los tigres que comen a tus súbditos. Eso es lo que yo querer.
El rajá había hecho un gesto de estupor, imitado por sus ministros, y no le faltaba razón para mostrarse sorprendido.
—¡Cómo! ¿Aquel inglés original, en lugar de pedir recompensas, se ofrecía a prestar un servicio precioso, como la destrucción de las fieras que causaban tantos daños y tantas angustias a los pobres campesinos assameses?
—Milord —dijo el rajá, tras un silencio bastante largo—, yo he ofrecido honores y riquezas a quien recuperara la piedra de salagram.
—Yo saberlo —contestó Yáñez.
—Y no pides nada.
—Yo ser contento cazar bâgh y ser tu gran cazador.
—Si eso puede hacerte feliz, yo te ofrezco habitaciones en mi corte, mis elefantes y mis sikkari[19].
—Gracias, príncipe; yo ser muy satisfecho. El rajá se sacó de un dedo un magnífico anillo de oro con un diamante del tamaño de una avellana y de una maravillosa limpidez —por lo menos valía diez mil rupias—, y lo tendió a Yáñez, diciéndole con una graciosa sonrisa:
—Torna al menos esto, como recuerdo mío. Pero, ya que eres un gran cazador, querría pedirte un favor.
—Yo estar siempre dispuesto a hacerlo a su alteza —contestó el portugués.
El rajá hizo un gesto imperioso. Los ministros y los sikhs se retiraron de inmediato al extremo opuesto de la sala para no oír lo que iba a decir su príncipe.
—Escúchame —dijo el rajá.
—Yo escucharte, alteza, —dijo Yáñez, acercándose.
—Me has dicho que habías ido a la selva para cazar el tigre negro. ¿Lo has visto?
—No, alteza —contestó Yáñez que empezaba a ponerse en guardia, no sabiendo adonde quería ir a parar el príncipe—. Yo solamente haber oído hablar.
—Aquel bâgh se comió a mis hijos un día.
—¡Oh! Mala bestia.
—Tan mala que se calcula que ha devorado a más de doscientas personas.
—¡Mucho apetito esa bestia!
—Tú eres gran cazador, me has dicho.
—Muchísimo.
—¿Quieres probar a matarla?
Con no poca sorpresa del rajá, Yáñez no contestó. Sus ojos estaban fijos en una doble cortina de seca que colgaba detrás de aquella especie de lecho y que, de vez en cuando, oscilaba como si detrás se escondiera alguien.
«¿Qué puede ser eso? —se preguntaba el receloso portugués—. Se diría que alguien sugiere malas ideas al soberano».
—¿Me has comprendido, milord? —preguntó el rajá, un poco sorprendido de no recibir respuesta.
—Sí, alteza —contestó Yáñez—. Yo ir matar bâgh negro que ha comido tus hijos.
—¿Tanto valor tendrás?
—Yo nunca tener miedo de los tigres. ¡Pum! ¡Y muertos todos!
—Si consigues vengar a mis hijos, yo te daré todo lo que quieras. Piénsalo.
—Yo haber pensado.
—¿Y qué quieres?
—¿Tú tener comediantes en corte, alteza?
—Sí.
—Yo querer ver comedias indias, y sugerir yo argumento a artistas.
—¡Pero esto es como no pedir nada! —exclamó el rajá, que iba de sorpresa en sorpresa.
Una sonrisa diabólica apareció en los labios de Yáñez.
—Nosotros ingleses ser todos excéntricos. Yo querer ver teatro indio.
—¿Enseguida?
—No, después de haber matado tigre feroz. Yo dar a comer aquella fea bestia mucho plomo. Tú, alteza, preparar mañana elefantes y sikkari, antes despuntar sol. Yo preparar todos mis hombres. Déjame ir ahora; cuidar mucho mis armas buenas.
Y Yáñez se puso en pie, haciendo al príncipe una profunda reverencia.
—Adiós, milord —dijo el rajá, tendiéndole la mano—. No olvidaré nunca todo lo que te debo.
—¡Ah! Yo no haber hecho nada.
Los sikhs y los ministros se acercaron. Los primeros, a un gesto del rajá, presentaron armas al portugués, quien respondió con un perfecto saludo militar. Por su parte, los seis malayos alzaron las carabinas, saludando al rajá. Yáñez atravesó la sala a pasos lentos, acompañado por dos ministros; pero cuando llegó junto a la puerta se volvió bruscamente y vio, con sorpresa, que entre las cortinas de seda que colgaban detrás del trono del príncipe, aparecía una cabeza. Aquella cabeza pertenecía a un hombre blanco, barbudo, con ojos de fuego.
Sus miradas se encontraron, pero fue un instante, porque el europeo desapareció en seguida.
—¡Ah! ¡Bribón! —murmuró Yáñez—. Eras tú quien aconsejaba al príncipe. Debe de ser ese misterioso griego del que me habló el pobre Kaksa Pharaum. Este será más peligroso que el imbécil de Sindhia; pero tendrás que enfrentarte con los viejos tigres de Mompracem, amigo mío, y puedes estar seguro de que te devorarán.
Saludó a los ministros que le habían acompañado y salió de palacio, saludado por la guardia que vigilaba en las escalinatas y ante las puertas.
A poca distancia estaba su mail-cart, tirado por dos caballos, que el sivano Bindar apenas podía contener.
—Mi hermano Sandokán es realmente un gran hombre —murmuró Yáñez—. ¡Qué prudencia!
Se volvió a los malayos que esperaban sus órdenes:
—Dispersaos —les dijo—; haced lo que os apetezca y tened cuidado de que no os siga nadie. No volváis a la pagoda hasta bien entrada la noche, y disparad sin misericordia contra quien trate de espiaros. Hay peligro.
—Está bien, capitán —contestaron los malayos. Subió al pescante, sentándose al lado de Bindar, y lanzó los caballos a todo galope, para que nadie pudiera seguirles.
Sólo cuando se halló en las orillas del Brahmaputra, lejos de los últimos suburbios, disminuyó un poco la desenfrenada carrera de los fogosos corceles.
—Bindar —dijo— ¿has oído hablar del tigre negro que devoró a los hijos del rajá?
—Sí, sahib —contestó el indio.
—También yo oí algo hace dos o tres días. ¿Qué animal es ese?
—Un bâgh, todo negro, según se dice, que hace terribles matanzas.
—¿Qué lugar frecuenta?
—Las selvas de Kamarpur.
—¿Están lejos?
—No más de unas veinte millas.
—¿Más allá del Brahmaputra?
—No es necesario atravesar el río.
—¿Es cierto que devoró a los hijos del rajá?
—Sí, sahib.
—¿Cuándo?
—El año pasado.
—¿Y cómo?
—El rajá, fastidiado por las continuas peticiones de sus súbditos, se había decidido por fin a terminar con las matanzas del admikanevalla[20] y encargó a sus dos hijos que dirigieran la batida. Eran unos muchachos, absolutamente incapaces de llevar a término tan difícil empresa. Pero, temiendo la cólera de su padre, se guardaron muy bien de negarse. No se sabe exactamente cómo ocurrieron las cosas; pero dos días después se encontraron sus cuerpos, semidevorados, colgando de una rama de árbol.
—¿Se habían emboscado allí arriba?
—Donde les colocaron y ataron —dijo Bindar.
—¿Qué quieres decir?
—Que bajo el árbol se encontraron trozos de cuerda.
—¿Y qué conclusión sacas de todo eso?
—Se susurra por aquí que el rajá se aprovechó del tigre para desembarazarse de los dos muchachos, que tal vez le molestaban.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez horrorizado.
—Piensa, sahib, que Sindhia es hermano de Bitor, el rajá que reinaba antes y que todos detestaban por sus infamias.
—He comprendido —contestó el portugués, arrugando la frente.
Luego murmuró para sí:
—El griego, el tigre negro que se comió a los hijos del rajá, la invitación para que vaya a matarlo… ¿Qué se esconderá bajo todo esto? Por suerte tengo a mano al Tigre de Malasia, Tremal-Naik y Kammamuri, tres unidades formidables, como diría un marinero moderno. El bâgh caerá, no lo dudo: y entonces, mi querido Sindhia, no será una simple representación la que pague los gastos. ¡Se trata de algo muy distinto! Una corona para Surama y para mí.
Lanzo los caballos al galope, alejándose de la ciudad varias millas: de vez en cuando se volvía para ver si les seguía algún otro mail-cart.
Cuando se puso el sol regresó, internándose en los bosques que se extendían frente al templo subterráneo.
—Ocúpate de los caballos —dijo al indio.
En el umbral de la pagoda le esperaban, con viva impaciencia. Sandokán y Tremal-Naik.
—¿Qué ha pasado? —preguntaron a una.
—Todo va bien —contestó Yáñez, riendo—. El rajá es mi amigo.
Luego, sacando un cigarrillo, prosiguió:
—¿Os disgustaría cazar mañana un peligrosísimo tigre?
—¿A mí me lo preguntas? —contestó Sandokán.
—Entonces, haz preparar tus armas. Antes de que el sol despunte, nos encontraremos en el palacio del rajá.
—¿Qué dices, Yáñez? —interrogó Tremal-Naik.
—Venid —contestó Yáñez—; os lo contaré todo.