Apenas saltó al agua, Yáñez se puso a nadar vigorosamente, siguiendo la corriente, imaginando que solamente de aquella forma podría encontrar el canal de salida y subir a la superficie.
Antes de zambullirse tuvo cuidado de llenarse los pulmones de aire, ignorando cuánto podía durar aquella inmersión bajo las últimas bóvedas del templo.
El cofre atado a su espalda le molestaba bastante, pero no desesperaba de volver a la superficie, seguro como estaba de sus fuerzas y de su habilidad de nadador.
Creyendo que había pasado ya las bóvedas, trató de subir y, con un estremecimiento de terror, dio con la cabeza contra una masa resistente.
—Me parece que el asunto se pone serio —pensó, redoblando los golpes de manos y pies.
Ensordecido por el ruido de la corriente, que trataba de engullirlo, recorrió otros quince o veinte pasos y, sintiendo que no le quedaba aire en los pulmones, probó de nuevo a subir, ayudándose con dos vigorosos golpes de talón.
Su cabeza emergió esta vez sin encontrar ningún obstáculo. Ya no existían bóvedas y se encontraba casi en medio del inmenso río, a más de doscientos pasos de la isla.
Aspiró una gran bocanada de aire y se tendió sobre la espalda para descansar un poco.
Aún no había salido el sol, pero las tinieblas empezaban a clarear. El alba no debía de estar lejos.
—Tratemos de alcanzar en seguida la orilla —murmuró—. Es mejor estar a salvo en el templo subterráneo antes de que sea de día. Nuestros hombres ya estarán allí tal vez, a menos que hayan preferido esperarnos en la bangle. Confío en que no hayan cometido la imprudencia de aguardarnos. ¡Bueno! Cuatro buenos golpes y atravesamos el río antes de que haya luz y los sacerdotes del templo me descubran.
Vuelto de nuevo, se disponía a deslizarse en silencio entre dos aguas, cuando un choque repentino le hizo retroceder.
—¿Quién me ataca? —se preguntó—. ¿Un cocodrilo tal vez?
Sacó a toda prisa el kris y trató de permanecer inmóvil.
Casi en seguida vio erguirse ante él una fea cabeza aplastada, de dimensiones semejantes a las de un tiburón, con una boca anchísima, armada de gran número de dientes agudísimos, provista en los ángulos de unos largos bigotes que le daban un aspecto extraño.
—¡Por Júpiter! —exclamó el portugués—. Ya conozco a estas bestias y sé lo voraces que son. Pero no sabía que también en los ríos de la India hubiera ballenas de agua dulce. En guardia, amigo Yáñez: son tan peligrosas como los cocodrilos.
En realidad no se trataba de una verdadera ballena —aunque se haya dado a esos peces este nombre injustificada— sino un escualo de agua dulce, exactamente un Silurus glanis[13].
Ballena, escualo o siluro el adversario era terrible, porque ese tipo de pez, que se encuentra solamente en los grandes ríos, es de una voracidad increíble, y no vacila en atacar a un hombre para devorarlo.
Son unos feos monstruos que miden de dos a tres metros, con el cuerpo muy alargado —lo que los hace algo semejantes a las anguilas—, una anchísima boca, muy bien armada, como ya hemos dicho, y provista a ambos lados de seis pelos larguísimos, que parece están destinados a atraer a los peces. Fuertes y audaces, constituyen un verdadero peligro incluso para los seres humanos. Que se bañe un muchacho, y el siluro abandonará de inmediato el cieno en el que habitualmente reposa, para atacarlo y devorarlo, algunas veces entero. Ni siquiera deja en paz a los animales. Si sobreviene una inundación, ya está el escualo de agua dulce acechando a las bestias que han buscado refugio en las plantas, y haciéndolas caer a coletazos en su terrible boca.
Yáñez, que había conocido a aquellos peligrosos habitantes de los ríos, en los grandes cursos de Borneo, se puso en guardia de inmediato para no perder un brazo o recibir algún tremendo coletazo.
El siluro después de enseñar su cabeza, cubierta de una piel viscosa de color verdoso, se zambulló de nuevo, pero no tardó en reaparecer, dirigiéndose contra el portugués.
Comoquiera, sin embargo, que este tipo de escualos es lento en sus movimientos, Yáñez había tenido tiempo de bajar al fondo para evitar el ataque.
El siluro no tardó en seguirle. Pero tenía enfrente un adversario digno de él. Apenas se hubo sumergido, el portugués le atacó, clavándole el kris entre las aletas pectorales.
Dado el golpe, Yáñez cerró las piernas, dejándose llevar por la corriente varios metros, manteniéndose siempre bajo el agua; luego, con dos brazadas, subió a la superficie y, con no poca sorpresa, chocó contra un cuerpo duro que le obligó a hundirse de nuevo.
—¿Otro escualo de agua dulce? —se preguntó—. ¡Y yo que he dejado mi puñal en el pecho del anterior!
Avanzó un poco, conteniendo la respiración, y volvió a salir. Chocó de nuevo, aunque esta vez no con la cabeza sino con un hombro, y acabó por emerger.
—¡Ah, diablo! —exclamó—. ¿Qué es esto? ¡Una lámpara a Júpiter! ¡Qué olor!
Cuatro o cinco pajarracos, con las plumas negras y los picos inmensos, alzaron el vuelo alejándose.
—¡Marabúes! —exclamó Yáñez—. ¡Entonces, ahí hay un cadáver!
Sólo en aquel memento se dio cuenta de que tenía junto a él un tablón de un par de metros de largo y uno de ancho, en uno de cuyos extremos ardía una lamparilla de arcilla.
—Esto es un féretro abandonado a la corriente —murmuró—. ¡Qué encuentro tan poco alegre! Bueno, después de todo me ayudará a mantenerme a flote.
Alargó las manos y se cogió a aquel extraño ataúd. Estornudó con fuerza.
—¡Ah! ¡Por Júpiter! Hay un muerto dentro. ¡Condenados indios! ¡Empiezan a fastidiarme con su sagrado Ganges!
En efecto, tendido sobre el fúnebre tablón, destinado a llegar al Ganges, se encontraba el cadáver de un viejo indio, casi desnudo, con una larga barba blanca, pero reducido por lo demás a un estado horrible.
Los marabúes le habían arrancado los ojos, devorado la lengua, desgarrado el vientre para devorarle los intestinos… y de aquellas heridas brotaba un olor nauseabundo que revolvía el estómago.
—Puedes acabar en el Ganges incluso sin este tablón que me es más necesario a mí que a ti —dijo Yáñez—. Y además ni perfume no me gusta nada. Ve, ¡y buen viaje!
Con un fuerte empujón tiró el cadáver al agua, junto con la lamparilla, y se subió al tablón.
—Ahora tratemos de orientarnos —murmuró—. Los demás ya pensarán en ponerse a salvo como puedan. De Sandokán, Tremal-Naik y mis hombres estoy bien seguro.
Miró en tomo y le pareció reconocer la orilla derecha.
—Ahí es donde debo desembarcar —dijo.
Se tumbó boca abajo y, sirviéndose de las manos como remos, guio su fúnebre embarcación a través del río.
Como casi todos los ríos de la India tienen muy poca pendiente, la corriente no era fuerte y alcanzó con facilidad la orilla.
Abandonó la tabla y llegó a tierra. En aquel lugar sólo había arrozales, pero ni una cabaña.
—Subiendo hacia levante llegaré al templo subterráneo —murmuró—. No debe de estar muy lejos. Tendré que darme prisa, si no quiero llamar demasiado la atención: un hombre blanco sin casaca ni botas y con un cofre a la espalda ha de parecer algo raro.
Se puso rápidamente en marcha, siguiendo siempre la orilla, flanqueada por gruesos árboles entre cuyas ramas correteaban los singalika, unos monos delgadísimos muy numerosos en la India, de casi un metro de altura y con una barba que les da un aspecto extraño; son el terror de los pobres campesinos, a quienes destruyen sin piedad las cosechas.
Yáñez, que veía con inquietud aproximarse el alba, apresuraba el paso. Ya había dejado atrás la isla en la que se alzaba la pagoda de Karia, por tanto no debía de estar muy lejos del templo subterráneo.
De vez en cuando, se detenía un momento esperando descubrir la bangle, pero sólo veía largas filas de grotescos pajarracos, de aspecto decrépito, semipelados, con un larguísimo y fuerte pico.
Eran los marabúes, que esperaban pacientemente el paso de algún cadáver —humano o animal, poco importaba— para echársele encima y en un santiamén hacerlo desaparecer en sus nunca saciados estómagos. El sol lanzaba sus primeros rayos sobre las aguas del Brahmaputra, cuando Yáñez llegó delante del templo subterráneo, ante cuya puerta vigilaba un hombre, con aspecto de faquir.
—¡Ah! ¡Señor Yáñez! —exclamó el hombre, levantándose.
—¡Kammamuri! —exclamó a su vez el portugués.
—Con piel de biscnub, señor —contestó el maharato, sonriendo—; pero que no ha renunciado ni a las riquezas ni a los placeres de la vida, ni a los bienes de este mundo, como hacen mis correligionarios.
—¿Han vuelto?
—¿El señor Sandokán y mi amo? Le esperan para el desayuno desde hace media hora.
—¿Y los demás?
—Están todos. Han llegado en la bangle.
—¿Y el ministro?
—Sigue custodiado; pero tengo miedo de que el pobre diablo muera de miedo.
—Tus compatriotas tienen la piel demasiado dura para irse tan aprisa al seno de Siva o de Brahma.
Se abrió paso entre los matorrales que escondían la entrada y se internó en los corredores del templo, vigilados por malayos y dayaks armados con cimitarras y carabinas.
Cuando llegó a la última estancia —que ya hemos descrito, y que como no tenía ventanas seguía iluminada por una lámpara—, encontró a Sandokán, a Tremal-Naik y al ministro sentados a la mesa.
—¡Por fin! —exclamó el primero—. Iba a enviar unos cuantos hombres a buscarte, aunque no dudaba de que llegarías hasta aquí.
—No he podido alcanzar la bangle. Más tarde hablaremos de eso; ahora, deja que me cambie, porque estoy chorreando, y haz traer el desayuno. El baño me ha despertado un hambre de tigre.
—Y pon en lugar seguro tu famosa caracola —dijo Tremal-Naik.
—Después; es preciso que la vea el señor ministro.
Pasó a una habitación contigua, y se cambió rápidamente, poniéndose un traje de franela blanca, bastante ligera.
Cuando volvió, la tiffine, o desayuno frío a la inglesa, estaba a punto: carne, cerveza, biscottes, y un bol de curry que había añadido el cocinero para su excelencia el ministro, porque los indios no comen carne de buey.
—De momento, comamos —dijo Yáñez—. Serénese, excelencia, y beba nuestra cerveza: le doy mi palabra de que no contiene ni un trozo de grasa de vaca.
En lugar de tranquilizarse, el rostro del ministro se oscureció aún más; pero no rechazó el curry que le ofrecía Yáñez, ni una jarra de cerveza.
Mientras comían con envidiable apetito, los dos piratas y Tremal-Naik se contaban las aventuras corridas por cada uno de ellos durante la peligrosa evasión.
También Sandokán y el indio habían tenido dificultades para salir de las bóvedas sumergidas, pero, más afortunados que el portugués, no habían encontrado ninguna ballena de agua dulce y habían podido alcanzar felizmente la bangle, donde habían encontrado a sus hombres.
Temiendo ser sorprendidos por los sacerdotes de un momento a otro, no habían dudado en partir, convencidos de que Yáñez se las arreglaría solo con facilidad.
Cuando hubo terminado el desayuno, Yáñez encendió su eterno cigarrillo, puso el cofre delante del ministro y lo abrió, sacando la preciosa caracola.
—¿Es esta, precisamente esta, la famosa piedra de salagram? —preguntó al ministro que la miraba despavorido—. Respóndame, excelencia.
Kaksa Pharaum hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Escúcheme ahora, y procure no contestarme sólo con gestos. Exijo de usted importantes declaraciones.
—¿Aún más? —preguntó el ministro, que parecía de pésimo humor.
—¿Le interesa mucho al rey la posesión de esta piedra de salagram?
—Más que a usted, sin duda —contestó el otro—. ¿Cómo se podrían hacer las procesiones sin esa preciosa reliquia, que nos envidian todos los gurús?
—¿Cuál es la próxima procesión que se celebrará en público? Los indios hacéis muchas durante el año.
—La del maddu-pongol.
—¿De qué se trata?
—Es la fiesta de las vacas —indicó Tremal-Naik— que se solemniza en el décimo mes de tai, o sea en vuestro enero, para festejar el retorno del sol al septentrión. Sigue al gran-pongol, o sea la fiesta del arroz hervido en leche.
—Es verdad —asintió el ministro.
—¿Cuándo es? —preguntó Yáñez.
—Dentro de cuatro días.
—Perfecto; para ese día, el rajá tendrá su piedra de salagram.
El ministro se sobresaltó y miró a Yáñez con los ojos dilatados por el más profundo estupor.
—¿Bromea, milord? —preguntó.
—En absoluto, excelencia —contestó Yáñez—. Le doy mi palabra de honor de que la piedra volverá, a través del príncipe, a la pagoda de Karia.
—Yo no comprendo nada —dijo Kaksa.
—Y yo menos que usted —añadió Sandokán, que fumaba su cibuc sin que hasta entonces hubiera tomado parte en la conversación.
—Ten un poco de paciencia, hermano —dijo Yáñez—. Dígame ahora, excelencia, ¿harán investigaciones para descubrir a los autores del robo?
—Pondrán patas arriba toda la ciudad y lanzarán al campo toda la caballería.
—Entonces, podemos estar seguros de que no nos molestarán —dijo el portugués, sonriendo—. Son ya las ocho: podemos ir a ver a Surama y dar una vuelta por la ciudad. Así veremos el efecto que ha hecho el robo de la famosa piedra. Descolgó de la pared otro par de pistolas, que introdujo en su ancha faja roja, se puso en la cabeza un salacot de tela blanca adornado con un velo azul, que le daba el aspecto de un verdadero inglés de viaje por el mundo, y se dispuso a salir junto con Sandokán y Tremal-Naik, que también se habían provisto de armas.
—¿Y yo, milord? —preguntó el ministro.
—Usted, excelencia, se quedará aquí, con una buena guardia. No hemos terminado aún nuestros asuntos, y además, si le pusiéramos en libertad, correría en seguida a avisar al príncipe.
—Aquí me aburro y tengo asuntos muy importantes que despachar. Soy el primer ministro de Assam.
—Lo sabemos, excelencia. Por otra parte, si quiere ahuyentar el aburrimiento, fume, beba y coma. No tiene más que pedir.
El pobre ministro, comprendiendo que perdería inútilmente el tiempo, se dejó caer de nuevo en la silla, lanzando un suspiro tan profundo que hubiera conmovido a un tigre, pero que no hizo ningún efecto en el ánimo del endiablado portugués.
Fuera del templo encontraron a Kammamuri siempre sentado ante una mata, con su gorro rojo y azul en la cabeza, el cuerpo envuelto en un simple trozo de tela, con una corona y un bastón en la mano: era el traje de los faquires biscnub, una especie de peregrinos errantes, que gozan de gran consideración en la India, por haber pertenecido casi todos ellos a clases acomodadas.
—¿Nada de nuevo, amigo? —le preguntó Yáñez.
—Sólo he oído los aullidos desafinados de un par de chacales que se han divertido ofreciéndome, sin que nadie se lo pidiera, una serenata aburridísima.
—Síguenos a distancia y recoge los comentarios que oigas. Si no puedes seguir nuestro mail-cart[14] no importa. Nos veremos más tarde.
—Sí, señor Yáñez.
El portugués y sus dos amigos se dirigieron hacia un grupo de palmas ante el que se encontraba un vehículo ligero, de los que los indios llaman mail-cart, y que se utilizan en general para servicios postales.
Aquel, sin embargo, era de dimensiones mayores de lo ordinario, y en la caja posterior podían sentarse cómodamente tres personas en lugar de una.
Estaba tirado por tres hermosísimos caballos que parecían tener fuego en las venas y a los que un malayo apenas podía frenar.
Yáñez subió al sitio del cochero, Sandokán y Tremal-Naik detrás, y el ligero carruaje partió rápido como el viento, dirigiéndose al centro de la ciudad.
Los mail-cart corren siempre desenfrenadamente —igual que las troikas rusas— y tanto peor para quien no consiga evitarlos.
Atraviesan las llanuras como huracanes, suben las más ásperas montañas, las bajan a la misma velocidad, y esto especialmente los dedicados al servicio de correos. Los conduce un solo indio, provisto de un látigo de mango corto, que maneja continuamente porque no debe detenerse por ningún motivo.
Estas carreras no carecen de peligros. Se trata de un tipo de carruaje de ruedas muy altas y caja sin muelles que sufre tremendas sacudidas, y si uno pretendiera hablar correría el riesgo de cortarse la lengua con los dientes. Yáñez, como ya hemos dicho, había lanzado aquel cachivache a toda carrera, haciendo restallar con fuerza el látigo para advertir a los transeúntes que tuvieran cuidado.
Los tres caballos, que saltaban como si tuvieran alas en las patas, devoraban el espacio como saetas, relinchando ruidosamente.
Bastaron diez minutos para que el mail-cart se encontrara en las calles centrales de Gauhati.
Yáñez y sus compañeros notaron en seguida una animación insólita: se formaban en muchos puntos grupos de personas que discutían animadamente, gesticulando; y en las puertas de las tiendas había un cuchicheo incesante entre los propietarios y sus parroquianos.
En los rostros de toda aquella gente se leía un verdadero espanto.
Yáñez frenó los caballos para no atropellar a algún transeúnte y se volvió hacia sus amigos, guiñándoles un ojo.
—La terrible noticia se ha esparcido ya —dijo el Tigre de Malasia, sonriendo—. ¿Dónde nos llevas?
—De momento, a casa de Surama.
—¿Y luego?
—Querría ver a ese condenado favorito del rajá, si se me presenta la ocasión.
—¡Hum! Ya sabes que el príncipe no quiere ver a ningún inglés en su corte.
—Sin embargo, tendrá que recibirme, y con grandes honores —replicó Yáñez.
—¿Cómo lo harás?
—¿Acaso no tengo la piedra?
—¿Y se va a convertir en un talismán?
—Y tal vez más, mi querido Sandokán. ¡Eh! ¿Qué es eso?
Dos indios avanzaban entre la muchedumbre: uno arrancaba de vez en cuando notas ruidosas de una larguísima trompeta de cobre, el otro sacudía con furia un gautha, o sea una campanilla de bronce, adornada con una cabeza provista de dos alas, de las que se utilizan en las ceremonias religiosas para convocar a los fieles.
Les seguía un soldado del rajá, con amplios calzones blancos, casaca roja con alamares amarillos y una bandera blanca con un elefante de dos cabezas pintado en el centro.
—Son heraldos del príncipe —dijo Tremal-Naik—. ¿Qué anunciarán?
—Yo lo adivino —dijo Yáñez, deteniendo el carruaje—. Es algo que nos afecta.
Los tres heraldos, tras ensordecer a los numerosos vecinos reunidos en torno suyo, se habían detenido también, y el soldado —que debía de tener pulmones de hierro— se puso a rugir:
«Su majestad el príncipe Sindhia, señor del Assam, advierte a sus fieles súbditos que ofrecerá honores y riquezas a quien sepa dar informaciones sobre los miserables que han robado la piedra de salagram de la pagoda de Karia. He hablado por boca del poderosísimo rajá».
—Honores y riquezas —murmuró Yáñez—. Por ahora me bastan los primeros. El resto vendrá después, te lo aseguro, mi querido Sindhia. Pero será para mi futura esposa.
Dejó pasar a los pregoneros, que reanudaban su música infernal, y lanzó los caballos al trote, recorriendo varias calles muy anchas —cosa más bien rara en las ciudades indias, que tienen callejuelas tortuosas como las de las ciudades árabes y también poco limpias.
—Ya estamos —dijo de pronto, deteniendo con un violento tirón los tres briosos corceles.
Se había detenido ante una casa de hermosa apariencia, que surgía, como un gran dado blanco, entre ocho o diez colosales tara que le daban sombra.
Sólo viéndola se comprendía que se trataba de una vivienda señorial, ya que estaba completamente aislada y tenía soportales, galerías y terrazas para poder dormir al aire libre durante los grandes calores.
Todas las casas de los hindúes ricos son muy hermosas y están muy bien cuidadas. Deben tener patios, jardines, cisternas y fuentes no solamente en las habitaciones sino también en la entrada, y grandes ventiladores, movidos a mano por los sirvientes, para que reine en ellas mi continuo frescor.
También deben tener en torno unas pequeñas kas khanays, es decir, unas casitas de paja, o mejor de raíces olorosas, construidas en medio de un trozo de tierra cubierta de hierba y siempre próximas a una tank o fuente para que la servidumbre pueda lavarse cómodamente.
Al oír el ruido producido por los tres caballos, dos hombres —vestidos como los indios, pero a los que se podía reconocer como malayos por el tono de su piel y sus facciones duras y angulosas—, salieron de la casa, saludando con una torpe inclinación a Yáñez y a sus compañeros.
—¿Surama? —preguntó brevemente el portugués, saltando a Tierra.
—Está en la sala azul, capitán Yáñez —dijo uno de los malayos.
—Ocupaos de los caballos.
—Sí, capitán.
Subió los cuatro escalones, seguido por Tremal-Naik y Sandokán y, atravesando un corredor, se encontró en un amplio patio, rodeado de elegantes soportales sostenidos por esbeltas columnas.
En medio, un altísimo chorro de agua brotaba de una taza de piedra.
Yáñez pasó bajo los soportales de la derecha y se detuvo ante una puerta donde se agrupaban varias muchachas indias.
—Avisad a la señora —les dijo.
Pero una joven abrió inmediatamente la puerta, diciendo:
—Entra, sahib: te espera.
Yáñez y sus compañeros se encontraron en un salón elegantísimo, con las paredes tapizadas de seda azul y el pavimento cubierto con un delgado colchón que se extendía hasta las cuatro esquinas.
Todo alrededor había divanes de seda con bordados de oro y de plata de exquisita factura, y grandes almohadones de raso floreado apoyados contra las paredes, para que los visitantes pudieran tenderse cómodamente.
A un metro de altura, se abrían en las paredes varios nichos en los que había jarrones chinos llenos de flores que exhalaban vivos perfumes.
Ningún mueble, en cambio, excepto un escabel colocado en el centro de la habitación sobre el que se veían vasos y un frasco de cristal rojo, de cuello larguísimo, metido en una funda de oro cincelado.
Una bellísima joven, de piel ligeramente bronceada, facciones dulces y finas, ojos negrísimos y cabellos largos, trenzados con flores de mussenda[15], se puso en pie con presteza.
Un espléndido vestido de seda roja, con bordados en azul cubría su cuerpo, esbelto como un junco, pero exquisitamente moldeado, dejando ver el extremo de los pantalones de seda blanca que se ensanchaban sobre dos graciosas babuchas de piel roja con bordados de plata y punta levantada.
—¡Ah! ¡Mis queridos amigos! —exclamó, dirigiéndose a ellos con las manos extendidas. ¡También tú, Tremal-Naik! ¡Qué contenta estoy de volver a verte! Estaba segura de que acudirías a la llamada de tus antiguos compañeros.
—Cuando se trata de dar un trono a Surama, Tremal-Naik no permanece ocioso —contestó el bengalí, estrechando calurosamente la mano de la bella india—. Si Moreland y Darma no estuvieran de viaje por Europa, también les tendríamos con nosotros.
—Me hubiera gustado mucho ver a tu hija Darma.
—La recibirás en tu corte cuando vuelva —dijo Yáñez—. Vamos, Surama, ofrece algo de beber a los amigos. Las calles de Gauhati son muy polvorientas y la garganta se seca en seguida.
—Para ti, mi dulce señor, tu licor favorito —dijo la joven, cogiendo el frasco y llenando los vasos de cristal rosa de un licor color ámbar.
—A la salud de la futura princesa del Assam —dijo Sandokán.
—No tan de prisa —contestó Surama, riendo.
—¡Cómo! ¿Piensas, pequeña, que hemos dejado Borneo, nuestros praos y muchos amigos sólo para venir a admirar las poco interesantes bellezas de tu futura capital? Cuando nosotros nos movemos, organizamos siempre algún buen zafarrancho, ¿no es cierto, Yáñez?
—Seguimos siendo los viejos tigres de Mompracem —contestó el portugués—. Donde clavamos las uñas, no hay presa que se escape. ¿Quieres una prueba? Tenemos en nuestras manos la famosa piedra de salagram.
—¿La del cabello de Visnú?
—Sí, Surama.
—¿Y para qué?
—¡Diablos! Me era necesaria para introducirme en la corte.
—El mérito es de tu prometido —dijo Sandokán—. Yáñez envejece, pero su extraordinaria fantasía permanece joven.
—¿Y podremos saber por fin tus famosos proyectos? —preguntó Tremal-Naik—. Yo sigo rompiéndome inútilmente la cabeza sin conseguir encontrar ninguna relación entre esa condenada caracola y la caída del rajá.
—Aún no es el momento —contestó Yáñez—. Pero mañana sabrás algo más.
—Es inútil que lo intentes, amigo —dijo Sandokán—. Sabremos algo cuando llegue el momento de lanzar contra la guardia del rajá a nuestros treinta hombres y de desenvainar nuestras cimitarras. ¿No es verdad, Yáñez?
—Sí —contestó el portugués, sonriendo—. Pero ese día no está aún muy cerca. Con Sindhia hemos de proceder con cautela. No debemos olvidar que estamos solos y no podemos contar con la ayuda del Gobierno inglés. Pero, así y todo, no dudemos del resultado final. Surama tendrá su corona o no volveremos a ser los terribles tigres de Mompracem.
—La compartirás conmigo, ¿no es cierto, mi señor? —preguntó la joven, clavando en el portugués sus profundos y dulcísimos ojos.
—¡Yo! Serás tú quien me dé un trozo, muchacha.
—Toda, junto con mi corazón.
—Está bien; pero esperemos a quitarla de la cabeza de aquel canalla. Pagará cara la mala acción que cometió contigo. El te vendió como una miserable esclava a los thugs, para convertirte a ti, una princesa, en una bayadera; un día le venderemos a él.
—Si no acaba como el Tigre de la India —dijo Sandokán con acento casi feroz—. ¡Yo también estaré aquí para ese día!