Los indios que adoran a Visnú sienten una extraordinaria veneración por las piedras de salagram —las cuales, como ya hemos indicado, no son más que caracolas petrificadas del tipo de los cuernos de Ammón, en general de color negruzco— porque creen firmemente que representan a su dios bajo aquella forma.
Existen nueve especies de piedras de salagram, igual que se cuentan, entre las más conocidas, nueve encarnaciones de Visnú. Todas ellas son tenidas en gran consideración como el lingam, venerado por los secuaces de Siva y que representa, bajo una extraña forma que no se puede describir, la creación humana.
Quien tiene la suerte de poseer tales caracolas las lleva siempre envueltas en blanquísimos lienzos, y cada mañana las lava en vaso de cobre, dirigiéndoles muchas y extravagantes plegarias.
También los brahmanes las veneran y, después de lavarlas, las colocan sobre un altar donde las perfuman en presencia de los fieles, a quienes luego dan de beber un poco del agua en la que han lavado el salagram, para hacerlos puros y libres de todo pecado.
Pero la caracola de que se enorgullecían los religiosos assameses no era una de las corrientes. Tenía unas dimensiones extraordinarias para pertenecer al tipo de los cuernos de Ammón, además poseía un espléndido color negro y encerraba en su inferior un cabello del dios, que tal vez nunca había visto nadie, pero en cuya existencia había que creer, ya que la afirmaban los gurús. Lo habían leído en antiquísimos libros sagrados y ya bastaba.
La importancia que pudiera tener aquella caracola para el portugués, que nunca había sido adorador de Visnú, es algo que veremos más adelante. De momento, ni Sandokán ni su amigo Tremal-Naik habían conseguido averiguarlo; pero, conociendo la astucia del contumaz fumador de cigarrillos, se habían contentado con dejarle hacer y ayudarle con todas sus fuerzas.
Aquel diablo de hombre, que había hecho malas pasadas incluso al famoso James Brooke y a Suyodhana, podía hacer otra al rajá de Assam, para poner sobre la bellísima frente de Surama, su prometida, la corona del bárbaro príncipe, conservando una mitad para él.
Yáñez, después de asegurarse de que aquella era verdaderamente la tan celebrada caracola, que el día anterior había sido paseada por las principales calles de Gauhati por los sacerdotes de la pagoda, entre el inmenso júbilo de la población, bajó de nuevo la tapa y, cogiendo el precioso cofre, dijo a sus compañeros:
—¡Ahora, en retirada!
—¿Quieres algo más? —preguntó Sandokán, con cierta ironía.
—Aquí dentro está la corona de mi prometida. ¿Quieres que coja también la pagoda?
—¡Si la quisieras!
—No la necesito, por ahora. Larguémonos rápido, antes de que se despierten los sacerdotes. ¡Cargad las carabinas!
Un seco crujido le advirtió que los malayos y los dayaks no habían esperado una segunda orden.
Corrieron todos hacía la estrecha escalera, subiéndola apresuradamente, y, de pronto, una blasfemia escapó de los labios del portugués, que iba delante.
—¡Que Visnú sea maldito!
—¿Qué ocurre, hermano blanco? —preguntó Sandokán, que le seguía con Tremal-Naik.
—Ocurre… ocurre… ¡Qué han vuelto a colocar la piedra!
—¿Quién? —preguntaron a una el Tigre de Malasia y Tremal-Naik.
—¿Y yo qué sé?
—¡Demonios! ¡Hemos sido unos estúpidos! Nos hemos olvidado de dejar por lo menos un par de hombres, vigilando la salida. ¿Habrá caído sola?
—Es imposible —contestó Yáñez, un poco pálido—. La piedra estaba colocada a cuatro o cinco pasos de la abertura.
—Es verdad —corroboraron les dos dayaks que la habían levantado.
Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik se miraron con cierta ansiedad.
Durante unos instantes reinó un profundo silencio entre aquellos hombres, avezados en toda clase de aventuras y valerosos hasta la temeridad.
Sandokán fue el primero en romperlo.
—Los dos dayaks más fuertes, conmigo. ¡Empujemos!
Aunque la escalera era estrecha, los tres hombres apoyaron la mano en la piedra, tratando de levantarla, pero el esfuerzo resultó vano.
Parecía como si un peso enorme hubiera sido colocado sobre la losa, para impedir a los profanadores de la sagrada pagoda cualquier posibilidad de fuga.
El Tigre de Malasia lanzó un verdadero rugido. Aquel hombre formidable no estaba acostumbrado a encontrar resistencia a sus músculos de acero.
—Hemos sido sorprendidos y derrotados —dijo a Yáñez, rechinando los dientes.
El portugués no contestó: parecía meditar intensamente. De pronto, se volvió hacia Bindar, preguntándole con voz perfectamente tranquila:
—¿Conoces estos subterráneos?
—Sí, sahib —contestó el indio.
—¿Hay otra salida?
—Una sólo.
—¿Adónde conduce?
—Al Brahmaputra.
—¿Por encima o por debajo de la corriente?
—Por debajo, sahib.
—¡Bah! Todos somos muy buenos nadadores. ¿No hay otras?
—No creo.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque hace algunos meses trabajé en la reconstrucción de las bóvedas que amenazaban ruina.
—¿Sabrías guiarnos?
—Eso espero: si no se apagan las antorchas.
—Tenemos otras dos de recambio.
—Entonces, todo irá bien.
—De todas formas tenemos que darnos mucha prisa. Si los gurús tienen tiempo de llamar a los guardias del rajá, todo habrá terminado para nosotros.
—El palacio del príncipe está lejos, sahib.
—¡Guíanos!
El indio cogió una antorcha que le tendía un malayo, y se dirigió hacia un extremo de la inmensa sala, en el que se abría, una galería muy amplia, cuyas bóvedas parecían restauradas recientemente.
—¿Es esta la que desemboca en el Brahmaputra? —presunto Yáñez.
—Sí —contestó Bindar—. ¿No oyes un ruido lejano?
—Me parece que sí.
El indio iba a reanudar la marcha, cuando Tremal-Naik le detuvo.
—¿Qué quieres, sahib? —preguntó Bindar, sorprendido.
—Yo veo más allá otra puerta, que tal vez dé a otra galería —dijo Tremal-Naik.
—Sí, ya lo sé.
—¿Lleva también al río?
El indio vaciló largo rato, a Yáñez y a Sandokán les pareció que su rostro mostraba terror.
—Habla —exigió Tremal-Naik.
—No te metas allá dentro, sahib —dijo por fin el secuaz de Siva—. Alejémonos y huyamos lo antes posible.
—¿Por qué? —preguntaron a una Sandokán y Yáñez, impresionados por el extraño tono de su voz.
—Allí está la muerte.
—Explícate mejor —apremió Tremal-Naik, con tono imperioso.
—Esa galería lleva a la celda subterránea donde se custodian los tesoros del rajá, y está guardada por cuatro tigres.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, palideciendo—. ¿Podrían venir aquí esas bestias?
—Sí, si los sacerdotes levantan la reja que da a la galería.
—Nosotros y los señores tigres nos conocemos de antiguo —dijo Sandokán—; pero, en este momento, no me gustaría encontrarme ante ellos. Apresúrate, Bindar.
El grupo se internó en la galería a paso ligero, volviendo la cabeza de vez en cuando, con miedo de ver caérseles encima las cuatro formidables fieras que vigilaban el tesoro del rajá.
A medida que avanzaban, un estruendo, que parecía producido por el chocar de una enorme masa de agua, repercutía en la bóveda, propagándose cada vez más claramente.
Era el Brahmaputra, que rugía en el extremo de la galería.
Hacía unos minutos que duraba aquella precipitada huida, cuando los fugitivos se encontraron de repente en una segunda sala, menos amplia que la primera, excavada en la roca viva y completamente desnuda.
El estruendo producido por el río era entonces intensísimo. Se hubiera dicho que las macizas paredes temblaban bajo los fuertes golpes del gran afluente del Ganges.
—¿Ya estamos? —preguntó Yáñez a Bindar, alzando la voz.
—El río se halla a pocos pasos —contestó el indio.
—¿Es largo el trozo que hay que recorrer bajo el agua?
—Cincuenta o sesenta metros, sahib. Zambúllete sin miedo en el pozo y acabarás en el río. Yo respondo de todo.
Yáñez soltó rápidamente la faja de lana que llevaba en torno a la cintura y la pasó por el aro de metal del cofre que encerraba la piedra de salagram, atándose a los hombros el precioso talismán.
—Ahora al pozo —dijo luego al indio.
Bindar iba a internarse en el último tramo de la galería, cuando se detuvo bruscamente, haciendo un gesto de terror.
—¡Vienen! —exclamó.
—¿Quién? —preguntaron Yáñez y Sandokán.
—Los tigres.
—Yo no he oído nada —dijo el portugués.
—Mirad hacia la galería que hemos atravesado.
Todos se volvieron, apuntando las carabinas.
Ocho puntos luminosos, con reflejos verdosos, que tan pronto se cerraban como se abrían, brillaban siniestramente en las tinieblas.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, que había recuperado su maravillosa sangre fría, ante el peligro—. Son los ojos de los tigres lo que brilla allá. Los gurús los han soltado, sin pensar que nuestras costillas son indigestas incluso para los señores de la jungla.
—¡De rodillas todos! —ordenó Sandokán, desnudando la cimitarra y sacando una pistola de cañón doble.
—¿Podrás resistir el ataque? —preguntó Yáñez.
—Sí, hermano.
—Vamos a ver el pozo, Bindar. Asegurémonos ante todo la retirada.
—Despacha pronto —recomendó Sandokán.
—Sólo pido un minuto.
Corrió hacia la galería con el indio, que llevaba una antorcha. El fragor, producido por el río que corría sobre los subterráneos de la pagoda, era entonces ensordecedor.
Bindar, que temblaba como si tuviera fiebre, se detuvo, tras recorrer usos veinte pasos, ante una vasta abertura circular, que no estaba defendida por ningún parapeto y en cuyo fondo se oía el sordo rugido de las aguas del Brahmaputra.
—Por aquí debemos descender —dijo—. Mira, sahib, hay incluso una escalinata.
Yáñez no pudo contener una mueca de disgusto.
—¡Por Júpiter! —exclamó—. No será un descenso muy alegre. ¿Estás seguro de que no dejaremos la piel en este abismo?
—Hace unas semanas que huyó por aquí una muchacha que los gurús habían secuestrado para convertirla en bayadera.
—¿Y consiguió salvarse?
—Te lo juro por Siva, sahib.
—¿Por qué han abierto este pozo los sacerdotes?
—Para lavar en él, sin ser vistos por ojos profanos, la piedra de salagram.
—Tú serás el primero que salte al agua. Quiero estar seguro.
—Prefiero salir por aquí que afrontar a los tigres —dijo Bindar.
—Y si…
Dos disparos de carabina, que retumbaron bajo las tenebrosas bóvedas como dos cañones, le interrumpieron.
—¡Ah! Los señores de la jungla —dijo—. Vamos a ver si están muy hambrientos. Cuando nos hayamos desembarazado de ellos, trabaremos conocimiento con las aguas del Brahmaputra. ¡Qué extraño! Esta aventura, aparte de algunos detalles, me hace pensar en la de las cavernas de Rajmangal.
Volvió rápidamente atrás, seguido del indio, y llegó a la sala subterránea en el momento en que sonaban otros tres disparos.
—¿Así que se han decidido a atacamos? —preguntó el portugués, sacando sus pistolas—. Pues yo también quiero participar; mis armas son de buen calibre y de fabricación angloindia, de lo mejor que hay.
—Temo que hemos malgastado las cargas —dijo Sandokán, que estaba de pie, detrás de los malayos y los dayaks arrodillados, junto a Tremal-Naik—. Estos animales son extraordinariamente prudentes, y no parecen tener prisa por saborear nuestra carne.
—La de nuestros hombres apesta demasiado a salvaje —dijo el portugués, que no perdía nunca su buen humor.
—¿Dónde están?
—Están delante de nosotros, pero cierran los ojos con mucha frecuencia, de forma que no podemos verlos bien —contestó Sandokán.
—Pues tenemos que darnos prisa. Pronto amanecerá y corremos el peligro de que lleguen los guardias del rajá. Vayamos hacia el pozo y, si nos siguen hasta allí, les daremos batalla antes de zambullirnos.
—¡En retirada, amigos! —gritó Sandokán.
Malayos y dayaks se levantaron rápidamente, dando siempre cara a los tigres, y retrocedieron en orden hacia el corredor que llevaba al pozo.
De vez en cuando, se oía en la oscuridad el impresionante rugido de los reyes de la jungla india.
—Ya estamos —dijo Yáñez, indicando el pozo a Sandokán.
—¡Qué oscuridad! —murmuró Tremal-Naik—. Confieso que el rumor de esas aguas no es nada agradable a mis oídos.
—No se puede escoger otro camino —contestó Yáñez—. Te toca a ti, Bindar.
—Sí, sahib —contestó el indio.
Descendió la escalinata sin manifestar la menor aprensión. Se oyó una zambullida; después nada.
—Ahora los demás, uno a uno —gritó el portugués.
Un malayo fue el primero, luego siguieron los otros. Sólo quedaban Sandokán, Tremal-Naik y Yáñez, cuando unos espantosos rugidos resonaron en la entrada de la galería.
—¡Los tigres! —gritó el bengalí.
—¡Ah!, ¡canallas! —gritó Yáñez—. ¡A buen momento han esperado!
Sandokán se adelantó con la cimitarra en alto y la pistola cargada. Brillaron dos relámpagos, que estuvieron a punto de apagar la antorcha que habían fijado en una grieta del revestimiento del pozo.
Una enorme masa atravesó el espacio delante del pirata de Malasia, debatiéndose desesperadamente y tratando de aferrarse con las patas anteriores.
—¡Ahí va el resto! —gritó Sandokán.
Su cimitarra silbó en el aire, cortando de un solo golpe el cuello de la fiera.
—¡Fuera! —siguió el valeroso pirata—. No eres digno de medirte con el tigre del archipiélago malayo.
Pero las otras tres fieras habían aparecido también, y no parecían nada impresionadas por el miserable fin de su compañero.
Tremal-Naik, que además de las pistolas tenía una espléndida carabina india, disparó contra el más próximo sin precipitarse.
El señor de la jungla dio un salto en el aire, lanzando una especie de rugido, y cayó al suelo para no levantarse más. Había sido fulminado.
—¡Ahora tú, Yáñez, mientras cargo las pistolas! —gritó Sandokán, saltando atrás.
—Aquí estoy —contestó el portugués.
Además de las armas de fuego que llevaba colgadas del cinto, sacó el kris y se lo puso entre los dientes.
Los dos tigres avanzaron arrastrándose y gruñendo.
Tremal-Naik disparó de nuevo la pistola, apenas a diez pasos de distancia y erró los dos tiros.
Pero los relámpagos de los disparos asustaron a las fieras, haciéndolas retroceder rápidamente hasta el extremo del corredor, antes de que Yáñez tuviera tiempo de hacer fuego.
Aquel momento de pausa había bastado a Sandokán para recargar sus armas.
—Yáñez —dijo el pirata—, los tigres tardarán en atacar, después de tan desagradable recibimiento. Aprovecha en seguida.
—¿Para qué?
—Para bajar al pozo y tirarte al Brahmaputra. Debes salvar la piedra de salagram, y ese cofre te molestará bastante para nadar bajo el agua.
—¿Y vosotros?
—No te preocupes de nosotros. Déjanos tus pistolas que no te servirán para nada en el agua: tú ya tendrás bastante con el kris. Pero antes quítate las botas, por lo menos.
—No quiero abandonaros ahora.
—¿Por qué?
—Sois dos contra dos.
—Pero estamos bien armados, tenernos siete disparos y mucho valor. ¡Rápido! Pon el cofre a salvo, si tan necesario te es para conquistar la corona.
—¡Imprescindible!
—Entonces, salta al agua. Los tigres gruñen, pero no se mueven; y probablemente nos dejarán tiempo de irnos, nosotros también, sin demasiado riesgo. ¡Apresúrate!
El portugués se quitó las botas y la casaca; sujetó bien el kris, en el cinturón de los pantalones, aseguró el cofre y bajó la escalinata, diciendo a sus valientes compañeros:
—Nos veremos en nuestro subterráneo.
Bajó diez escalones, viscosos por la humedad, y se encontró ante un agujero circular en el que borboteaba la corriente.
—Preferiría ver algo —murmuró—. Pero ¡bah! Confío en mis propias fuerzas.
Levantó las manos y se precipitó en las oscuras aguas del Brahmaputra, desapareciendo en la galería sumergida.
Apenas se había zambullido, cuando un terrible rugido anunció a Sandokán y a Tremal-Naik que los dos tigres se habían decidido por fin a intentar de nuevo el asalto y vengar a sus dos compañeros.
—En guardia, Tremal-Naik —dijo el Tigre de Malasia—. Vienen con mucho ímpetu.
—Estoy dispuesto a recibirles —dijo el intrépido bengalí—. En la jungla negra he matado buen número de ellos, así que somos antiguos conocidos. Las dos fieras habían salido de la galería, aullando feroces. Eran dos espléndidos animales, completamente desarrollados, con un cuello de toro.
Viendo a los dos hombres de pie, apuntándoles con las armas, delante de la antorcha que lanzaba, crepitando, sangrientos reflejos, se detuvieron, encogiéndose, como si se prepararan para el salto final.
—¡Fuego! —gritó Sandokán.
El bengalí descargó su carabina, y uno de los tigres, herido en la cara, se encabritó como un caballo que recibe un aguijonazo, luego cayó.
—¡Salta al agua! —gritó Sandokán.
El bengalí se precipitó escaleras abajo, creyéndose seguido por el pirata; pero este había permanecido inmóvil ante el último tigre que trataba de acercarse, arrastrándose lentamente.
—Jamás volverás a proteger el tesoro del rajá —dijo—. El Tigre de Malasia te espera.
La fiera respondió con una especie de ronco maullido, fijando sus ojos fosforescentes en el hombre que osaba presentarle batalla.
—Te espero —repitió Sandokán, que empuñaba su pistola y la de Yáñez—. ¡Deprisa! Quiero reunirme con mis compañeros.
El tigre abrió la boca, mostrando sus agudos dientes, duros como el acero, y de su garganta salió una nota terrible que terminó en un verdadero rugido, casi igual al que lanzan los leones africanos; luego saltó.
Sandokán, que esperaba el ataque, se tiró a un lado con presteza; después disparó sus cuatro cartuchos con estudiada lentitud, hundiendo las cuatro balas en el cuerpo de la fiera.
—El Tigre de Malasia venció un día al Tigre de la India hombre —dijo, mientras aparecía en sus labios una sonrisa de triunfo—; ahora ha matado también al tigre de la India animal.
Volvió a meterse las pistolas en el cinto y, mientras la fiera exhalaba el último suspiro, bajó la escalinata y se tiró, sin la menor vacilación, en las tenebrosas aguas del Brahmaputra.