—Reinaba entonces en Assam —empezó Yáñez— el hermano del actual rajá, un príncipe perverso, entregado a todos los vicios, a quien odiaba todo el pueblo y, sobre todo, sus parientes, quienes nunca estaban seguros de ver el siguiente amanecer.
»Aquel príncipe tenía un tío que era jefe de una tribu de kotteris, es decir, de guerreros; hombre muy valeroso que en varias ocasiones había defendido las fronteras de su país contra las incursiones de los birmanos, por lo que gozaba de gran popularidad en todo el Assam. Sabiéndose mal visto por el sobrino —a quien sin motivo se le había metido en la cabeza que su tío conjuraba contra él para arrebatarle el trono y robarle sus inmensas riquezas— se retiró a sus montañas, entre sus fieles guerreros. Aquel valiente se llamaba Mahur: ¿ha oído hablar de él, excelencia?
—Sí —contestó secamente Kaksa Pharaum.
—Un mal día la escasez cayó sobre el Assam. Aquel año no cayó ni una gota de agua y el sol agostó las cosechas. Los brahmanes[5] y los gurús[6] indujeron entonces al rajá a celebrar en Goalpara una grandiosa ceremonia religiosa, para aplacar la cólera de las divinidades. El príncipe asintió de buen grado y quiso que asistieran a ella todos los parientes que vivían diseminados en su estado, sin excluir a su tío, el jefe de los kotteris, quien —sin sospechar nada— llevó consigo a su mujer y a sus hijos, dos varones y una niña, llamada Surama. Todos los familiares fueron recibidos con los honores que correspondían a su rango y con gran cordialidad por parte del príncipe reinante, y fueron alojados en palacio.
»Terminada la ceremonia religiosa, el rajá ofreció a todos sus familiares un grandioso banquete durante el cual, el tirano —como hacía siempre— bebió gran cantidad de licores. Aquel miserable trataba de excitarse antes de realizar una horrenda matanza, que tal vez meditaba desde mucho tiempo antes.
»Era casi la hora del crepúsculo y el banquete, preparado en el gran patio interior del palacio, rodeado por completo de altos muros, estaba a punto de terminar, cuando el rajá, no sé con qué excusa, se retiró junto con sus ministros. De repente, cuando la alegría de los invitados había alcanzado el punto culminante, resonó un disparo de carabina, y uno de los familiares del monarca cayó con el cráneo destrozado por una bala. El estupor producido por aquel asesinato en plena orgía duraba aún, cuando retumbó un segundo disparo, derribando a otro invitado, que manchó el mantel con su sangre. Era el rajá quien había hecho los dos disparos. El miserable había aparecido en una terracita que daba al patio y hacía fuego contra sus parientes. Los ojos se le salían de las órbitas, sus facciones estaban alteradas: parecía un verdadero loco. A su alrededor tenía a sus ministros, quienes tan pronto le tendían vasos llenos de licor como carabinas cargadas. Hombres, mujeres y niños corrían locamente por el patio, buscando en vano una salida, mientras el rajá, rugiendo como una bestia feroz, seguía disparando y haciendo nuevas víctimas. Mahur —el más odiado de todos— fue uno de los primeros en caer. Una bala le partió la espina dorsal. Luego cayeron sucesivamente su mujer y sus hijos.
»La matanza duró una media hora. Treinta y siete eran los familiares del príncipe y treinta y cinco habían muerto bajo sus feroces disparos. Solamente dos habían escapado milagrosamente a la muerte: Sindhia, el hermano menor del rajá, y la hija del jefe de les kotteris, la pequeña Surama, escondida tras el cadáver de su madre. Sindhia había sido blanco de tres disparos de carabina, pero los tres se perdieron en el vacío, porque el joven príncipe se sustraía a las balas con bien calculados saltos de tigre. Presa de un tremendo espanto, no dejaba de gritar a su hermano:
»—¡Concédeme la vida, y abandonaré tu reino. Soy hijo de tu padre y no tienes derecho a matarme!
»El rajá, completamente ebrio, permanecía sordo a aquellos gritos desesperados y disparó otros dos tiros, sin conseguir alcanzar a su ágil hermano; luego, presa tal vez de un repentino remordimiento, bajó la carabina que le acababa de dar un oficial, gritando al fugitivo:
»—Si es cierto que abandonarás para siempre mis estados, te concederé la vida con una condición.
»—Estoy dispuesto a aceptar lo que quieras —contestó el desgraciado.
»—Echaré al aire una rupia; si la tocas con una bala de la carabina, te dejaré partir hacia Bengala sin hacerte ningún daño.
»—Acepto —contestó entonces el joven príncipe.
»El rajá le tiró el arma y Sindhia la cogió al vuelo.
»—Te advierto —rugió el loco— que si fallas correrás la misma suerte que los demás.
»—¡Échala!
»El rajá lanzó al aire la moneda de plata. Se oyó en seguida un disparo, pero no fue agujereada la moneda sino el pecho del tirano. Sindhia, en lugar de hacer fuego sobre la moneda, había vuelto el arma contra su hermano y le había fulminado, atravesándole el corazón. Los ministros y los oficiales se prosternaron ante el príncipe, que había librado el reino de aquel monstruo, y lo aceptaron sin más como rajá del Assam.
—Me ha narrado una historia que cualquier assamés conoce a fondo —dijo el ministro.
—Pero no la continuación —contestó Yáñez, sirviéndose otra copa y encendiendo el segundo cigarrillo—. ¿Sabría usted decirme qué fue de Surama, hija del jefe de los kotteris?
Kaksa Pharaum se encogió de hombros, diciendo:
—¿Quién iba a ocuparse de una niña?
—Sin embargo, aquella niña había nacido muy cerca del trono del Assam.
—Continúe, milord.
—Cuando Sindhia supo que Surama había escapado a la muerte, en lugar de acogerla en la corte o, por lo menos, de hacerla llevar de nuevo a vivir entre las tribus adictas a su padre, la hizo vender en secreto a unos thugs que recorrían el país para procurarse bayaderas.
—¡Ah! —exclamó el ministro.
—¿Cree, excelencia, que el rajá, su señor, obró bien? —preguntó Yáñez, repentinamente serio.
—No sé. ¿Murió la niña?
—No, excelencia. Surama es ahora una bellísima muchacha, y tiene un solo deseo: arrebatar a su primo la corona de este país.
Kaksa tuvo un sobresalto.
—¿Qué dice usted, milord? —preguntó asustado.
—Que tendrá éxito en su intento —contestó fríamente Yáñez.
—¿Y quién la ayudará?
El portugués se puso en pie y señalando con el índice al Tigre de Malasia, que no había dejado de fumar, contestó:
—En primer lugar ese hombre, que ha derribado tronos y que venció al terrible Tigre de la India, Suyodhana, el famoso jefe de los thugs indios, y después yo. La orgullosa y gran Inglaterra, dominadora de medio mundo, ha tenido que doblar alguna vez la cabeza ame nosotros, los tigres de Mompracem.
El ministro se había levantado a su vez y miraba con profunda ansiedad ora a Yáñez, ora a Sandokán.
—Entonces, ¿quiénes son ustedes? —preguntó al fin, balbuceando.
—Hombres a quienes no podrían detener ni vuestros más formidables huracanes —contestó Yáñez con voz grave.
—¿Y qué quieren de mí? ¿Por qué me han traído a este lugar que nunca había visto?
En lugar de responder, Yáñez llenó de nuevo los vasos y tendió uno al ministro, diciéndole con voz insinuante:
—Beba antes, excelencia. Este licor exquisito le aclarará las ideas mejor que su detestable toddy[7]. Beba con toda tranquilidad: no le hará daño.
El ministro, sintiéndose invadir por un invencible temblor nervioso, creyó oportuno no negarse.
Yáñez se concentró un momento, luego, mirando fijamente al desgraciado que tenía los labios descoloridos, le preguntó:
—¿Quién es el europeo que está en la corte del rajá?
—Un blanco a quien yo detesto.
—Perfecto, ¿cómo se llama?
—Se hace llamar Teotokris.
—¡Teotokris! —murmuró Yáñez—. Es un nombre griego.
—¡Un griego! —exclamó Sandokán, sorprendido—. ¿Qué es eso? Nunca he oído hablar de griegos.
—Tú no eres europeo —dijo Yáñez—. Esos hombres tienen fama de ser los más astutos de Europa.
—Difícil adversario entonces.
—Muy difícil.
—Bueno para ti —concluyó el Tigre de Malasia, sonriendo.
El portugués arrojó con enojo el cigarrillo; luego, volviéndose al ministro:
—¿Goza de mucha consideración en la corte ese extranjero? —le preguntó.
—Más que nosotros, los ministros.
—¡Ah! Perfecto.
De nuevo se había puesto en pie. Dio tres o cuatro vueltas en torno a la mesa, retorciéndose el bigote y alisándose la tupida barba; luego se detuvo ante el ministro que le miraba atónito, y le preguntó a quemarropa:
—¿Dónde esconden los gurús la piedra de salagram que contiene el famoso cabello del Visnú?
Kaksa Pharaum miró al portugués con profundo terror y permaneció mudo, como si se le hubiese paralizado la lengua.
—¿Me ha comprendido, excelencia? —preguntó Yáñez amenazador.
—La piedra de… salagram —balbuceó el ministro.
—Sí.
—Pero yo no sé dónde se encuentra. Sólo los sacerdotes y el rajá lo podrían decir —contestó Kaksa, recobrándose—. Yo no sé nada, milord.
—Miente —gritó Yáñez, alzando la voz—. También los ministros del rajá lo saben: me lo han confirmado muchas personas.
—Los otros tal vez; yo no.
—¡Cómo! ¿El primer ministro de Sindhia iba a saber menos que sus inferiores? Está jugando mal sus cartas, excelencia, se lo advierto.
—¿Y por qué quiere saber dónde está escondida, milord?
—Porque necesito esa piedra —contestó Yáñez con audacia.
Kaksa lanzó una especie de rugido.
—¡Robar esa piedra! —gritó—. ¿Ignora que el cabello que contiene perteneció, hace miles de años, a un dios protector de la India? ¿No sabe que todos los estados nos envidian esa reliquia? Si nos la arrebataran, eso sería el fin del Assam.
—¿Quién lo ha dicho? —preguntó Yáñez con ironía.
—Lo han afirmado los gurús.
El portugués se encogió de hombros, mientras el Tigre de Malasia dejaba oír una risita burlona.
—Ya se lo he dicho, excelencia: necesito esa caracola; pero añadiré, para tranquilizarle, que no la sacaré del Assam. No la tendré en mis manos más de veinticuatro horas, se lo juro.
—Entonces, pida al rajá ese favor. Yo no se lo puedo hacer porque ignoro dónde la esconden los sacerdotes de la pagoda de Karia.
—¡Ah! No quiere decírmelo —dijo Yáñez, cambiando de tono—. ¡Lo veremos!
En aquel momento se oyó sonar el gong, suspendido en la parte de fuera de la puerta.
—¿Quién viene a molestarnos? —murmuró Yáñez, arrugando la frente.
—Yo, señor; Sambigliong —contestó una voz.
—¿Qué hay de nuevo?
—Ha llegado Tremal-Naik.
Sandokán dejó la pipa y se levantó precipitadamente.
La puerta se abrió y compareció un hombre, diciendo:
—Buenas noches, mis queridos amigos; aquí estoy, dispuesto a ayudaros.
Las manos de Sandokán y Yáñez se tendieron hacia el recién llegado, que las estrechó fuertemente, diciendo:
—Este es un gran día. Me rejuvenece el estar a vuestro lado.
El hombre que así hablaba era un hermoso tipo de indio bengalí, de unos cuarenta años, figura elegante y flexible, sin ser delgado, de facciones finas y enérgicas, piel levemente bronceada y brillante y ojos negrísimos y ardientes.
Vestía como los indios ricos, modernizados por la Young-India, que ya habían abandonado el dootèe[8] y la dugbah[9] para cambiarlos por el traje anglo-hindú, más simple y también más cómodo: chaqueta de tela blanca con alamares de seda roja, faja bordada y muy ancha, pantalones estreches También blancos y turbante listado en la cabeza.
—¿Y tu hija, Darma? —preguntaron a una Yáñez y Sandokán.
—Está de viaje por Europa, amigos —contestó el indio—. Moreland deseaba que su mujer conociera Inglaterra.
—¿Ya sabes para qué te hemos llamado? —preguntó Yáñez.
—Lo sé todo: queréis mantener la promesa hecha aquel terrible día en que el Rey del Mar se hundía bajo los cañonazos del hijo de Suyodhana.
—De tu yerno —añadió Sandokán, riendo.
—Es cierto… ¡Ah!
Se había vuelto vivamente, mirando al ministro del rajá, quien permanecía junto a la mesa, inmóvil como una momia.
—¿Quién es ese? —preguntó.
—El primer ministro de su alteza Sindhia, príncipe reinante del Assam —contestó Yáñez—. ¡Vaya! Llegas precisamente en el momento oportuno. Di, Tremal-Naik, ¿tú sabrías hacer hablar a ese hombre que se obstina en no decirme la verdad? Vosotros, los indios, sois grandes maestros en ello.
—¿No quiere hablar? —repitió Tremal-Naik, examinando con atención al desgraciado que parecía estremecerse—. Los ingleses me hicieron hablar incluso a mí, cuando estaba con los thugs. Pero el que sabe más que yo sobre esto es Kammamuri. ¿Te corre prisa, Yáñez?
—Sí.
—¿Has recurrido a las amenazas?
—Sí, pero sin éxito.
—¿Ha cenado este señor?
—Sí.
—Es casi de día; por tanto podría tomar un tentempié, o una simple tiffine[10], pero sin cerveza. ¿No es cierto que lo aceptará usted en nuestra compañía?
—Llámale excelencia —dijo Yáñez maliciosamente.
—¡Ah! Excuse, excelencia —rectificó Tremal-Naik, con acento un tanto irónico—. Había olvidado que es el primer ministro del rajá. ¿Acepta una tiffine?
—Habitualmente no desayuno hasta las diez de la mañana —contestó el ministro, apretando los dientes.
—Usted, excelencia, seguirá las costumbres de mis amigos. Yo salí de Calcuta ayer por la mañana; he comido pésimamente durante el viaje en tren y peor aún en este país; así que tengo un hambre de tigre. Permitidme, pues, que encargue a Kammamuri un suculento desayuno. Supongo que no faltan los víveres en esta vieja pagoda.
—Aquí reina la abundancia —contestó Yáñez.
—Ven conmigo entonces. Kammamuri es un magnífico cocinero.
Se cogieron del brazo y salieron juntos, dejando solos al desdichado ministro del rajá y a Sandokán.
Este último había vuelto a encender su cibuc[10a] y, tras tenderse en el diván, se puso a fumar en silencio, espiando atentamente al prisionero.
Kaksa Pharaum se dejó caer en una silla, cogiéndose la cabeza entre las manos. Parecía completamente aniquilado por aquella sucesión de acontecimientos imprevistos.
Los dos personajes permanecieron unos instantes silenciosos, uno fumando y el otro meditando sobre los tristes azares de la vida; luego el pirata, separando la pipa de los labios, dijo:
—¿Quieres un consejo, excelencia?
Kaksa alzó vivamente la cabeza, fijando sus ojillos en el formidable pirata.
—¿Qué quieres, sahib? —preguntó, rechinando los dientes.
—Si quieres evitar mayores males, debes decir lo que quiere saber mi amigo. ¡Fíjate, excelencia! Es un hombre terrible, que no retrocederá ante ningún medio, por cruel que sea. Yo soy el Tigre de Malasia; él es el Tigre blanco. ¿Quién puede ser más implacable? Ni yo sabría decírtelo.
—Ya he dicho que ignoro dónde está la piedra de salagram.
—El cigarro que te ha hecho fumar mi amigo te ha ofuscado algo más de la cuenta el entendimiento —replicó Sandokán—. Es necesario un buen desayuno. Ya verás, entonces, cómo se te aclara la memoria.
Volvió a tenderse en el diván y siguió fumando con toda calma.
Un profundo silencio reinaba en el salón. Se hubiera dicho que, aparte de los dos personajes, no habitaba nadie más en la vieja pagoda subterránea.
Kaksa Pharaum, más asustado que nunca, volvió a derrumbarse sobre la silla, con la cabeza entre las manos. El Tigre de Malasia no decía palabra, incluso procuraba no hacer ningún ruido con los labios.
Sin embargo, sus ojos llenos de fuego no se separaban del ministro. Se notaba que estaba en guardia.
Transcurrió media hora; luego se abrió la puerta y apareció otro indio, llevando entre las manos un plato humeante que contenía unos pescados cubiertos de salsa negruzca.
El recién llegado era un hombre de unos cuarenta años, más bien alto y membrudo, vestido completamente de blanco, rostro muy bronceado con reflejos cobrizos y unos aretes de oro en las orejas que le daban un no sé qué de gracioso y pintoresco.
—¡Oh! —exclamó Sandokán, dejando la pipa—. ¿Eres tú, Kammamuri? Estoy muy contento de verte, siempre bien de salud y siempre fiel a tu amo.
—Los maharatos mueren al servicio de sus señores —contestó el indio—. Salud para ti, invencible Tigre de Malasia.
Entraron otros cuatro hombres, que traían fuentes llenas de diversos manjares, botellas de cerveza y servilletas.
Kammamuri depositó su plato ante el ministro, mientras entraban Yáñez y Tremal-Naik.
El Tigre de Malasia se puso en pie y fue a sentarse frente al preso, quien miraba con terror tan pronto a uno como a los otros, aunque sin pronunciar una sola sílaba.
—Perdóneme, excelencia, si el desayuno que le ofrezco es muy inferior a la cena con que usted me obsequió; pero estamos un poco alejados del centro de la ciudad y las tiendas aún no están abiertas. Haga, pues, honor a nuestra modesta comida y tranquilícese. Tiene usted cara de funeral —dijo Yáñez.
—No tengo hambre, milord —balbuceó el desdichado.
—Tome unos bocados para acompañamos.
—¿Y si me negara?
—En tal caso, le obligaría a hacerlo. No se ofende a un lord con una negativa. Además, nuestra cocina no es inferior a la suya; pruebe y se convencerá. Más tarde seguiremos nuestra conversación.
Tal como hemos dicho, Kammamuri había depositado ante el ministro el primer plato que había traído y que contenía unos pescados que nadaban en una salsa negruzca, instándole a comer aquel guisado.
El pobre diablo, viendo fijos en él los amenazadores ojos de Yáñez, se decidió a comer, aunque realmente no tenía apetito.
Los demás no tardaron en imitarle, vaciando rápidamente los platos que tenían delante y que —por lo menos en apariencia— parecían contener un guiso igual.
Kaksa Pharaum había tragado ya algunos bocados, haciendo grandes esfuerzos, cuando dejó caer bruscamente el tenedor, mirando al portugués con turbación.
—¿Qué le ocurre, excelencia? —preguntó Yáñez, fingiendo estupor.
—Que me siento arder las entrañas —contestó el otro, que estaba pálido.
—¿No ponen ustedes pimienta en sus guisos?
—No tan fuerte.
—Siga comiendo.
—No… déme de beber… ardo.
—¿De beber? ¿Qué quiere?
—Esa cerveza —contestó el desdichado.
—Oh, no, excelencia. Esa es exclusivamente para nosotros, además usted, como indio, no podría bebería porque nosotros, los ingleses, para aumentar la fermentación de la cerveza, le agregamos algún trozo de grasa de vaca. Y usted, excelencia, sabe mejor que yo que para los indios la vaca es un animal sagrado y que quien la come sufrirá tremendas penas después de su muerte.
Sandokán y Tremal-Naik hacían esfuerzos para retener una estrepitosa carcajada. ¿Qué más podía inventar aquel demonio de portugués? ¡Hasta grasa de vaca en la cerveza inglesa!
Yáñez, maravillosamente serio, llenó un vaso de cerveza y lo tendió al ministro, diciéndole:
—Beba de todos modos, si quiere.
Kaksa hizo un gesto de horror.
—No…, nunca…, un indio…, mejor la muerte… ¡agua, milord! ¡Agua! —gritó—. Tengo fuego en el vientre.
—¡Agua! —repitió Yáñez—. ¿Dónde quiere que vayamos a buscarla? No hay ningún pozo en esta pagoda subterránea y el río está más lejos de lo que usted cree.
—¡Me muero!
—¡Bah! Nosotros no tenemos ningún interés en suprimirle. Todo lo contrario.
—Me han envenenado… ¡tengo brasas en el pecho! —aulló el desgraciado—. ¡Agua! ¡Agua!
—¿La quiere de verdad?
Kaksa Pharaum se puso en pie, oprimiéndose el vientre con las manos.
Tenía espuma en los labios y los ojos se le salían de las órbitas.
—¡Agua!…, ¡miserables! —aullaba espantosamente.
Su voz no tenía nada de humano De sus labios brotaban rugidos que impresionaban incluso al Tigre de Malasia.
Yáñez se puso ante el ministro.
—¿Hablará? —preguntó fríamente.
—¡No! —aulló el desdichado.
—Entonces, no le daremos ni una gota de agua.
—Estoy envenenado.
—Le digo que no.
—Denme de beber.
—¡Kammamuri! ¡Entra!
El maharato, que debía de estar detrás de la puerta, avanzó trayendo dos botellas de cristal llenas de agua clarísima y las depositó sobre la mesa.
Kaksa Pharaum, en el límite de sus sufrimientos, alargó las manos para cogerlas, pero Yáñez le detuvo con presteza.
—Cuando me haya dicho dónde está la piedra de salagram podrá beber todo lo que quiera —le dijo—. Pero le advierto que permanecerá en nuestro poder hasta que la hayamos encontrado, así que sería inútil engañarnos.
—¡Me quemo! Una gota de agua, una sola…
—¡Dígame dónde está la piedra!
—No lo sé…
—Lo sabe —prosiguió implacable el portugués.
—Máteme si quiere.
—No.
—Son ustedes unos miserables.
—Si lo fuéramos, ya no estaría vivo.
—¡No puedo resistir más!
Yáñez cogió un vaso y lo llenó de agua lentamente.
Kaksa seguía con ojos extraviados aquel hilo de agua, rugiendo como una fiera.
—¿Hablará? —preguntó Yáñez, cuando hubo terminado.
—Sí…, sí… —jadeó el ministro.
—¿Dónde está, entonces?
—En la pagoda de Karia.
—Eso también lo sabíamos nosotros. ¿Dónde?
—En el subterráneo que se abre bajo la estatua de Siva.
—Adelante.
—Hay una piedra…, una anilla de bronce… levántela… debajo, en un cofre…
—Jure por Siva que ha dicho la verdad.
—Lo… juro… agua…
—Un momento más. ¿Vigila alguien el subterráneo?
—Dos guardias.
—Para usted.
En lugar de coger el vaso, el ministro aferró una de las botellas y se puso a beber a chorro, como si no fuera a terminar nunca.
Vació más de la mitad, luego la dejó caer bruscamente y se desplomó, como fulminado, entre los brazos de Kammamuri, que se había colocado tras él.
—Tendámoslo en el diván —le dijo Yáñez—. ¡Por Júpiter!, ¿qué droga infernal has puesto en esa salsa? Me aseguras que no morirá, ¿verdad?
—No tema, señor Yáñez —contestó el maharato—. Sólo he puesto una hoja de serbar, una planta que crece en mi país. Mañana, este hombre estará perfectamente.
—Tú le vigilarás y pondrás en la puerta a uno de los nuestros. Si huye, estamos todos perdidos.
—¿Y nosotros qué haremos? —preguntó Sandokán.
—Esperaremos a esta noche para adueñarnos de la famosa piedra de salagram y del no menos famoso cabello de Visnú.
—Pero ¿por qué te interesa tanto conseguir esa caracola?
—Lo sabrás más tarde, hermanito. Confía en mí.