2. El secuestro de un ministro

Yáñez vació un gran vaso de aquella pésima cerveza, sin poder evitar una mueca, luego sacó de una bellísima petaca de concha con iniciales en brillantes dos gruesos cigarros de Manila y ofreció uno al ministro, diciéndole con una sonrisa bonachona:

—Acepte este cigarro, excelencia. Me han dicho que es usted fumador, cosa más bien rara entre los indios, que prefieren ese detestable betel que estropea los dientes y la boca. Estoy seguro de que nunca ha fumado un cigarro tan delicioso como este.

—Me acostumbré a fumar en Calcuta, donde estuve algún tiempo en calidad de embajador extraordinario de mi rey —dijo el ministro, cogiendo el cigarro.

Yáñez le tendió un fósforo, encendió también su cigarro, echó al aire tres o cuatro bocanadas de humo oloroso, que por un instante velaron la luz de la lámpara y luego siguió, mirando con cierta malicia al ministro, que saboreaba como buen aficionado el delicioso aroma del tabaco filipino:

—He sido enviado aquí, como le dije, por el virrey de Bengala para obtener de usted información sobre las revueltas que están ocurriendo en la Alta Birmania. Como ustedes lindan con ese turbulento reino, que siempre nos ha dado serias preocupaciones, es seguro que están al corriente de lo que allí sucede. Le advierto ante todo, excelencia, que el gobierno de la India no sólo le quedará agradecidísimo, sino que le recompensará espléndidamente.

Al oír hablar de recompensas, el ministro —venal como todos sus compatriotas— abrió los ojos de par en par y soltó una risita de satisfacción.

—Sabemos más de lo que puede usted suponer —dijo luego—. Es cierto: en la Alta Birmania ha estallado una violentísima insurrección promovida, según parece, por un emprendedor talapón, que ha abandonado la túnica amarilla de los monjes para empuñar la cimitarra.

—¿Y contra quién?

—Contra el rey Phibau y, sobre todo, contra la reina Su-payah-Lat que, el mes pasado, hizo estrangular a dos jóvenes esposas del monarca, una de las cuales había sido escogida entre las princesas de la Alta Birmania.

—¡Qué historia tan enrevesada!

—Se la explicaré mejor, milord —dijo el ministro, entornando los ojos—. Según las leyes birmanas, el rey puede tener cuatro esposas, pero su sucesor está obligado a casarse con su propia hermana o, por lo menos, con una princesa de la familia, al objeto de que se conserve pura la sangre real. Cuando Phibau, que es el monarca actual, subió al trono, había en su familia dos hermanas dignas de compartir el trono. El rey sentía mayor inclinación por la mayor; pero a la más joven, a la princesa Su-payah-Lat, se le había metido en la cabeza ser también reina, de forma que empezó a manifestar en todas partes el más ardiente afecto hacia el soberano y llegó a inducir a la reina madre a decidir, con su profunda sabiduría, que aquel amor merecía recompensa y que el hijo debía casarse con ambas. Pero el proyecto se desbaratado por la mayor de las hermanas, la princesa Ta-bin-deing, que prefirió entrar en un monasterio budista. ¿Me sigue usted?

—Hasta aquí, perfectamente —contestó Yáñez, que encontraba muy escaso interés en aquella historia—. ¿Y después, excelencia?

—Phibau entonces se casó con Su-payah-Lat y con otras dos princesas, una de las cuales pertenecía a una noble familia de la Alta Birmania.

—¿Y la primera hizo estrangular a estas dos por despecho?

—Sí, milord.

—¿Y qué ha sucedido, después? ¿Otro estrangulamiento, ordenado por el rey esta vez?

—En absoluto, milord. Su-payah-pa… pa…

—Adelante, excelencia —dijo Yáñez, mirándole con malignidad.

—¿Dónde me he quedado…? —preguntó el ministro, que parecía hacer esfuerzos supremos para mantener abiertos los ojos.

—En el tercer estrangulamiento.

—¡Ah, sí! Su-payah-pa… pa… pa… ¿está claro?

—Clarísimo. Lo he entendido todo.

—Pa… pa… un hijo… los astrólogos de corte… ¿me comprende bien, milord?

—Perfectamente.

—Luego estranguló a las dos reinas.

—Lo sé.

—Y Su… pa…

—Me parece que ese pa… pa… se vuelve terrible para su lengua. ¡Por Júpiter! ¿Habrá bebido demasiado esta noche?

El ministro, que por vigésima vez había cerrado y vuelto a abrir los ojos, miró a Yáñez como en sueños, luego dejó caer de entre sus labios el cigarro y, de golpe, se reclinó primero sobre el respaldo de la silla y después rodó por el suelo, como si le hubiese dado un síncope.

—¡Menudo cigarro! —exclamó Yáñez, riendo—. El opio debía ser de primera calidad. Y ahora manos a la obra, puesto que todos duermen. Conque pensabas que mi imaginación se había agotado, ¿eh, Sandokán? Ya verás.

Ante todo, recogió el cigarro, que el ministro había dejado caer, y se acercó a la ventana abierta.

Aunque ya no brillaba ninguna luz —los indios sen muy parcos en cuestiones de iluminación, en parte porque las noches allí son claras y el cielo casi siempre purísimo—, descubrió en seguida a varias personas que paseaban lentamente, en grupos de tres o cuatro, como honestos ciudadanos que aprovechan un poco de fresco, fumando y charlando.

—Sandokán y los tigres —murmuró Yáñez, frotándose las manos—. Todo marcha perfectamente.

Tiró fuera la colilla del cigarro del ministro, se acercó dos dedos a los labios y emitió un silbido suavemente modulado.

Al oírlo, los paseantes se detuvieron de golpe; luego, mientras unos se dirigían a los dos extremos de la calle, para impedir que se acercara alguien, un grupo se detuvo bajo la ventana iluminada.

—Preparados —dijo una voz.

—Espera un momento —contestó Yáñez.

Arrancó los cordones de seda de la cortina, los unió, comprobó su solidez, luego aseguró un extremo al picaporte de una puerta y el otro extremo lo pasó bajo los brazos del desgraciado ministro, que mantenía una inmovilidad absoluta.

—Pesa bien poco su excelencia —dijo Yáñez, tomándolo en brazos.

Le llevó hacia la ventaría y, sujetando con fuerza el cordón, empezó a bajarlo.

Diez brazos se apresuraron a cogerlo, apenas tocó el suelo.

—Ahora, esperadme a mí —murmuró Yáñez.

Apagó la lámpara, se asió a la cuerda y en un momento se encontró en la calle.

—Eres un verdadero demonio —le dijo Sandokán—. Espero que no le hayas matado.

—Mañana estará tan bien como nosotros —contestó Yáñez, sonriendo.

—¿Qué le has hecho beber a este hombre? Parece muerto.

—¡Este hombre! Un poco más de respeto con las autoridades, hermanito. Es el primer ministro del rajá.

—¡Diantre! Tú siempre das buenos golpes.

—Vámonos aprisa, Sandokán. Puede llegar la guardia nocturna. ¿Tienes algún vehículo?

—Hay un tciopaya esperando en la esquina de la calle.

—Vamos hacia allá, sin pérdida de tiempo.

Con un silbido semejante al que había emitido poco antes Yáñez, el pirata malayo hizo regresar a los hombres que vigilaban en el extremo de la calle y todos juntos se dirigieron a un gran carro, con la caja pintada de azul, que sostenía una especie de pequeña cúpula formada con ramas, bajo la que había dos colchones.

Era uno de esos cómodos vehículos que usan los indios cuando emprenden un largo viaje, y que se llaman tciopaya; en ellos, resguardados del sol, pueden comer, fumar y dormir, ya que la caja está dividida en des partes: una que sirve de salita y otra de dormitorio.

Cuatro pares de blanquísimos cebúes, de gibas vacilantes y dorsos cubiertos de gualdrapas de tela roja, estaban uncidos al macizo vehículo.

Depositaron al ministro sobre uno de los colchones, Yáñez y Sandokán se sentaron cerca de él y, mientras sus compañeros se dispersaban para no levantar sospechas, el carro se puso en marcha, conducido por un malayo vestido de indio, que llevaba en la mano una antorcha para iluminar la calle.

—A casa directos —dijo Sandokán al cochero.

Luego, dirigiéndose a Yáñez, que estaba encendiendo un cigarro, le preguntó:

—¿Vas a hablar de una vez? No consigo entender qué idea se te ha metido en la cabeza. Creía que te mataban allá dentro.

—¡A un blanco y lord! Nunca se hubieran atrevido —contestó Yáñez, aspirando lentamente el humo y volviéndolo a echar con la misma lentitud.

—Sin embargo, has jugado una partida que podía costarte cara.

—Alguna vez hay que divertirse.

—En resumen, ¿qué quieres hacer con esta momia?

—Ya te he dicho que es una autoridad.

—Que nunca hará un buen papel en la corte del rajá.

—Yo sí que lo haré.

—¿Quieres introducirte en la corte de ese receloso tirano? Hace ocho días que nos repiten que no quiere ver a ningún europeo.

—Y yo te digo que me acogerá con grandes honores. Espera a que tenga en mis manos la piedra de salagram y el famosa cabello de Visnú, y verás cómo me recibe.

—¿Quién?

—El rajá —contestó Yáñez—. ¿Crees que voy a contentarme con contemplar el hermoso país de mi Surama, sin intentar devolverle su corona?

—Esa era nuestra idea —dijo Sandokán—. Tampoco yo habría dejado Borneo para venir a pasearme por las calles de Gauhati. Pero no consigo entender qué tienen que ver el secuestro de un ministro, el cabello de Visnú y la piedra de salagram con la conquista de un reino.

—Vasos a ver, ¿sabes dónde esconden la piedra los sacerdotes?

—Yo no.

—Tampoco yo, aunque en estos días he interrogado a no sé cuántos indios.

—¿Y quién te lo dirá?

—El ministro —contestó Yáñez.

Sandokán miró al portugués con verdadera admiración.

—¡Ah, qué diablo de hombre! —exclamó—. Serías capaz de enredar a Brahma, Siva y Visnú juntos.

—Tal vez —admitió Yáñez, riendo—. Pero en la corte del rajá encontraremos un obstáculo que será duro de pelar.

—¿Qué obstáculo?

—Un hombre.

—Si has secuestrado a un ministro, podrás hacer desaparecer a ese también.

—Se dice que goza de gran influencia en la corte, y que es él quien hace lo imposible para impedir que pongan los pies en ella los extranjeros de raza blanca.

—¿Quién es?

—Un europeo, según me han dicho.

—Algún inglés.

—No he podido saberlo. También nos lo dirá el ministro.

Una brusca parada, que por poco les hizo perder el equilibrio, interrumpió su conversación.

—Hemos llegado, jefe —dijo el conductor del carruaje.

Diez o doce hombres, los mismos que les habían ayudado a secuestrar al ministro, habían salido por una puerta, alineándose silenciosamente a los dos lados del vehículo.

—¿Os ha seguido alguien? —les preguntó Sandokán, saltando a tierra.

—No, jefe —contestaron todos a una.

—¿Nada nuevo en la pagoda?

—Calma absoluta.

—Coged al ministro y llevadlo al subterráneo de Quiscina.

El carruaje se había detenido ante una gigantesca fortaleza apoyada en parte en el Brahmaputra y que se alzaba en un lugar completamente desierto, no habiendo en torno suyo más que las antiquísimas murallas semiderruidas —que en otro tiempo debían de haber servido de protección a la ciudad— y colosales montones de escombros.

En la testera, sobre una puerta de bronce, se descubrían confusamente unas divinidades indias, de piedra negra, alineadas en una especie de cornisa sujeta por una infinidad de cabezas de elefante, excavadas en la roca y que tenían las trompas enrolladas.

Debía de tratarse de alguna pagoda subterránea, como hay tantas en la India, porque en lo alto no se veía ninguna clase de cúpula, ni semicircular ni piramidal.

Habían salido otros hombres, portadores de antorchas, que se unieron a los primeros. En apariencia, todas aquellas personas —aunque vestían los trajes del país— pertenecían a dos razas muy diversas que no tenían nada, o muy poco, de indio.

En efecto, mientras algunos eran bajos y más bien robustos, de piel oscura con reflejos oliváceos y un matiz rojo oscuro, y de ojos pequeños y muy negros, los otros eran más bien altos, de color amarillento, de facciones bellísimas, casi occidentales, y ojos grandes, de expresión muy inteligente.

Un hombre que hubiera tenido un conocimiento profundo de la región malaya, no hubiera vacilado en clasificar a los primeros como malayos auténticos y a los otros como dayaks de Borneo, dos razas que eran equivalentes en ferocidad, audacia y valor indómito.

—Coged a este hombre —les dijo Yáñez, al bajar del carruaje, mostrando al ministro dormido.

Un malayo, con el rostro rugoso, pero de cabello aún muy negro y formas casi atléticas, tomó entre sus fuertes brazos a Kaksa Pharaum y lo introdujo en la pagoda.

—Lleva el carro a su escondite —prosiguió Yáñez, dirigiéndose al conductor—. Que cuatro hombres se queden de guardia aquí fuera. Pueden habernos seguido.

Cogió del brazo a Sandokán, dio unas chupadas a su cigarro y franquearon los dos el umbral, internándose en un angosto corredor —lleno de cascotes desprendidos de la húmeda bóveda— que parecía adentrarse en las vísceras de la colosal fortaleza.

Tras recorrer cincuenta o sesenta metros, precedidos por los portadores de antorchas y seguidos por los demás, llegaron a una inmensa sala subterránea, excavada en la roca viva, de forma circular, en cuyo centro se alzaban —sobre una piedra rectangular de enormes dimensiones— las tres diosas: Parvati, Latscimi y Sarassuadi. La primera protectora de las armas, como diosa de la destrucción; la segunda, de los vehículos, barcos y animales, como diosa de la riqueza; la tercera, de los libros e instrumentos musicales, como diosa de las lenguas y de la armonía.

—Deteneos aquí —dijo Yáñez a los que le acompañaban—. Tened dispuestas las carabinas: no se sabe nunca lo que puede suceder.

Cogió una antorcha y, siempre seguido por Sandokán, entró en un segundo corredor, un poco más estrecho que el primero, y lo recorrió hasta llegar a una estancia —también subterránea—, amueblada suntuosamente e iluminada por una preciosa lámpara dorada que sostenía un globo de vidrio amarillento.

Las paredes y el pavimento estaban cubiertos por tupidos tapices del Gujerat, resplandecientes de oro, que representaban en general extrañas fieras —sólo existentes en la ardiente fantasía de los hindúes— y alrededor había cómodos y amplios divanes tapizados de seda y mesitas de metal que sostenían frascos dorados y copas.

En medio, una mesa con incrustaciones de nácar y de escamas de tortuga que formaban hermosos dibujos, y en torno varias sillas de bambú.

Sólo una parte de la pared quedaba al descubierto, y en ella estaba incrustada, en un vasto nicho, la imagen de un pastor de rostro negro: era Quiscina, el destructor de los reyes malvados y crueles, que causaban la infelicidad del pueblo indio.

Sobre uno de aquellos divanes habían depositado al ministro, que roncaba beatíficamente, como si se encontrara en su propia cama.

—Ya es hora de despertarle —dijo Yáñez, tirando el cigarro y tomando de una repisa un frasco de cuello larguísimo, cuyo vidrio rojo estaba encerrado en una especie de red de metal dorado—. Nosotros tenemos práctica de venenos y de antídotos, ¿no es cierto, Sandokán?

—No en balde hemos estado tantos años en el reino del upas —contestó el pirata—. ¿Le has hecho fumar opio?

—Bien escondido bajo la hoja del cigarro —contestó Yáñez—. Lo había cubierto de forma que podía desafiar al ojo más receloso.

—Dos gotas de ese líquido en un vaso de agua bastarán para que se ponga en pie. Su cerebro no tardará mucho en despejarse.

—Veamos —dijo el portugués. Llenó un vaso de agua, de una botella de cristal que estaba sobre la mesa, y dejó caer en él dos gotas de un líquido rojizo.

Se formó espuma y el agua tomó un tinte sangriento; luego, poco a poco, recuperó su limpidez.

—Ábrele la boca, Sandokán —dijo entonces el portugués.

El pirata se acercó al ministro con un puñal en la mano y, con la punta de este, le forzó a abrir los dientes, que tenía apretados.

—Pronto —dijo Sandokán.

Yáñez vertió en la boca de Kaksa Pharaum el contenido del vaso.

—Dentro de cinco minutos —dijo el Tigre de Malasia.

—Entonces puedes encender tu pipa.

—Creo que es lo mejor.

El pirata cogió de una repisa una espléndida pipa adornada de perlas a lo largo del cañón, la llenó de tabaco, la encendió y se tendió sobre uno de los divanes, poniéndose a fumar con estudiada lentitud.

Yáñez, inclinado sobre el ministro, lo miraba atentamente. La respiración del indio, poco antes ansiosa, se volvía regular y sus párpados tenían de vez en cuando una especie de temblor, como si hicieran esfuerzos por levantarse.

También brazos y piernas perdían su rigidez: los músculos, bajo la misteriosa influencia de aquel líquido, se relajaban.

De repente, un suspiro más largo escapó de los labios del ministro; luego, casi en seguida, se abrieron sus ojos, fijándose en Yáñez.

—Le gusta demasiado el reposo, excelencia —dijo este, irónicamente—. ¿Cómo hacen sus criados para despertarle? Le he hecho hacer un viaje de más de una hora y no ha dejado de roncar ni un momento. No sirve demasiado bien a su señor.

—Por… ¡milord! —exclamó el ministro, levantándose y lanzando en tomo una mirada maravillada.

—Sí, yo mismo.

—Pero… ¿dónde estoy?

—En mi casa.

El ministro permaneció un momento silencioso, girando los ojos en torno suyo, luego exclamó:

—¡Por Siva! Nunca había visto este salón.

—¡Lo creo! —admitió Yáñez, con su habitual flema burlona—. Nunca se ha dignado visitar mi palacio.

—¿Y quién es ese hombre? —preguntó Pharaum, indicando a Sandokán que seguía fumando plácidamente, como si al asunto no tuviera nada que ver con él.

—¡Ah! Ese, excelencia, es un hombre terrible, llamado por su ferocidad el Tigre de Malasia. Es un gran príncipe y un gran guerrero.

Pharaum no pudo evitar un estremecimiento.

—Pero no tanga miedo de él —dijo Yáñez, que se dio cuenta del espanto del ministro—. Cuando fuma es más dulce que un niño.

—¿Y qué hace en su casa?

—Viene algunas veces, a hacerme compañía.

—Se burla usted de mí —gritó Kaksa, furibundo—. ¡Basta! ¡Ya hemos bromeado bastante! ¿Se ha olvidado de que yo soy tan poderoso como el rajá del Assam? Va a pagar cara esta burla. Dígame dónde estoy y por qué me encuentro aquí en lugar de hallarme en mi palacio, o de lo contrario…

—Puede gritar todo lo que quiera, excelencia, nadie le oirá. Estamos en un subterráneo que no trasmite ningún ruido al exterior. Por otra parte, tranquilícese: no quiero hacerle ningún daño si no se obstina en callar.

—¿Qué quiere de mí? Hable, milord.

—Deje primero que le diga, excelencia, que toda resistencia por su parte sería absolutamente inútil, porque a diez pasos de nosotros hay treinta hombres a los que ni un regimiento entero de cipayos sería capaz de detener. Acomódese y escuche con paciencia una página de la historia de su país.

—¿Y me la va a contar usted?

—Sí, excelencia.

Le empujó suavemente hacia una silla, obligándole a sentarse, cogió unos vasos de cristal finísimo y un frasco, llenó aquellos de un licor de color de oro viejo, luego abrió la petaca y la ofreció al prisionero.

Al ver los gruesos cigarros de Manila, Kaksa hizo un gesto de terror.

—Puede escoger sin miedo —dijo Yáñez—. Estos no contienen ni una partícula de opio. Y si tiene algún recelo, tome un cigarrillo si quiere.

El ministro rechazó el ofrecimiento con un gesto feroz.

—Entonces, pruebe este licor —continuó Yáñez—. Fíjese en que yo también lo bebo; es excelente.

—Más tarde; hable.

Yáñez vació su vaso, encendió un cigarrillo y luego, apoyándose cómodamente contra el respaldo de la silla, dijo:

—Escúcheme, pues, excelencia. La historia que voy a contarle no será larga, pero le interesará mucho.

Sandokán, siempre tendido en el diván, fumaba en silencio, manteniendo una inmovilidad casi absoluta.