La gloria póstuma de Cisneros no fue inmediata. Aunque parezca mentira, no todos lloraron la desaparición del cardenal. Los primeros en manifestar su hostilidad fueron los vecinos de Alcalá, que nunca habían visto con buenos ojos la creación de la universidad, fuente de prestigio, desde luego, pero también ocasión de disturbios y bullicio, como suele ocurrir cuando se concentran en algún sitio centenares de jóvenes con ganas de desahogarse después de las horas de clase y trabajo intelectual. Ya hemos señalado como, muerto Cisneros, la Universidad de Alcalá estuvo a punto de ser trasladada a otro lugar, dada la hostilidad que, desde el principio, manifestaran el municipio y el vecindario. Por otra parte, muchos vecinos estaban hartos y descontentos de los privilegios y favores que el cardenal venía concediendo a los maestros y estudiantes, pero también, y tal vez sobre todo, a sus familiares. Nada más enterarse de la muerte de Cisneros, un grupo empezó a derribar las casas que este había mandado edificar para su sobrino Rodrigo, a pesar de la oposición de los habitantes («invitis Complutensibus[538]»). Y es que Cisneros siempre se había mostrado muy generoso con sus familiares. Ya en 1506, le había dado a su sobrino García de Villarroel nada menos que el adelantamiento de Cazorla, oficio de gran prestigio y rentas abundantes de que podían disponer libremente los arzobispos de Toledo. En Alcalá, Cisneros había atribuido a sus familiares varios solares y casas en el mismo recinto universitario. Su hermano, fray Bernardino, tenía su casa enfrente de la entrada principal del mismo Colegio de San Ildefonso y este tenía la obligación de suministrarle su aprovisionamiento. La carta de donación a favor de sus sobrinos —los tres hijos de su hermano Juan, fallecido en 1514: Juana, Benito y María— y de sus futuros descendientes, fechada en Madrid a 10 de julio de 1517, es, desde este punto de vista, elocuente: el cardenal ordena que se construyan para ellos nada menos que cinco casas en Alcalá, en plena ciudad universitaria, además de la que ya tenía asignada fray Bernardino: una casa principal de «quatro quartos principales con sus azoteas» y dos pares de casas ordinarias para estudiantes de la familia. Por otra parte, Benito Jiménez de Cisneros era titular del mayorazgo que el cardenal había instituido a favor de su familia.
Aunque cueste decirlo, todo ello sonaba a nepotismo, en el sentido estricto de la palabra: privilegios a favor de los sobrinos. En estas condiciones, se comprende la reacción del vecindario y de la misma universidad. Esta podía difícilmente aceptar la presencia en su seno de un mayorazgo familiar. Benito Jiménez de Cisneros no era vecino grato en Alcalá. El 14 de agosto de 1533 se llegó a un acuerdo: la universidad se comprometió a entregarle los 8500 ducados estipulados para la edificación de su casa principal, pero con la condición de que dicha casa se situara en Madrid, no en Alcalá. En la villa universitaria, solo quedaría la casa de fray Bernardino, que formaba parte del mayorazgo; en ella continuarán viviendo estudiantes y maestros de la familia cisneriana[539]. Como escribe García Oro, «a principios del siglo XVII el apellido Cisneros sonaba en Alcalá a parasitismo económico[540]».
No solo en Alcalá se llegó a considerar la muerte de Cisneros como un alivio, en la corte también muchos pensaron que había llegado la hora del desquite; ya no podría el riguroso fraile poner coto a la codicia y a las ambiciones de los cortesanos del séquito de don Carlos, flamencos o españoles. En este número entraban varios grandes y principales, disgustados porque Cisneros los había mantenido a raya, «de manera —escribe con evidente exageración Eugenio de Robles— que, cuando murió, apenas tenía quien le doliese[541]». Los flamencos —con el todopoderoso consejero Chievres a la cabeza— llegaban a Castilla con la intención de sacar del país los mayores beneficios. Se ha convertido en proverbial la codicia de aquellas aves de presa preocupadas por hacerse con cargos, sinecuras, prebendas: «Doblón de dos caras —la moneda de oro acuñada por los Reyes Católicos—, norabuena estedes pues con vos no topó Xevres», refrán que, todavía en el siglo XVII, viene recogido en el Vocabulario de Gonzalo Correas. Lo que más chocó, sin embargo, fue la sucesión de Cisneros en el arzobispado de Toledo. El hijo natural del rey don Fernando, Alfonso de Aragón, arzobispo de Zaragoza, creyó por fin llegado su turno para ascender a Toledo; se fue sin perder tiempo a Tordesillas a reclamar lo que consideraba como suyo, pero estaba equivocado y llegó tarde: la mitra de Toledo era para el sobrino de Chievres, Guillermo de Croy, un muchacho que, a los veinte años, ya era obispo de Cambray y cardenal. Sus méritos personales eran indudables: el alumno de Luis Vives era un buen humanista y un admirador de Erasmo, pero, así y todo, la elección fue juzgada escandalosa; ¿cómo no iban a sentirse defraudados los castellanos? El nombramiento de Guillermo de Croy no solo hería el orgullo nacional; presentaba además consecuencias económicas, ya que se sospechaba que el nuevo arzobispo nunca pondría los pies en Toledo; sus rentas irían, pues, a parar al extranjero, en vez de servir para el bien común de los pueblos, de la cultura y del Estado, como en tiempos de Cisneros.
Los emigrados de 1506 —los «felipistas», según la terminología de Giménez Fernández— y los de 1516 —los «aragoneses»—, que Cisneros echara de la administración por corruptos y prevaricadores, triunfan a partir del 9 de noviembre de 1517; se hacen con las riendas del poder y con sus provechos: beneficios, sinecuras, prebendas, rentas, incluso, desde poco antes, el tráfico de esclavos negros. Pedro Ruiz de la Mota —el «maestro Mota» de las crónicas— es el prototipo de los primeros. Había tenido que abandonar España después de la muerte de Felipe el Hermoso. En 1509 ya figuraba como limosnero en la casa del príncipe don Carlos. Se convierte en 1516 en consejero de Chievres para los asuntos de España[542]. En 1518 preside, junto con Jean Le Sauvage, las Cortes de Valladolid y en 1520, esta vez solo, las Cortes de Santiago-La Coruña, donde expone, ante unos procuradores atónitos y reacios, la que iba a ser la política imperial de Carlos V. Había sido nombrado sucesivamente obispo de Badajoz y de Palencia; cuando muere el cardenal de Croy, en 1522, estaba a punto de ser elegido arzobispo de Toledo, pero entonces —hubiera dicho Quevedo— «le tocó la hora»; el 20 —¿o el 30?— de septiembre de 1522, falleció «con dos cartas en su faltriquera, la una del pontífice, en que le hacía cardenal, y la otra del emperador que le daba el arzobispado de Toledo[544]».
Si Mota es el típico representante de los «felipistas», Francisco de los Cobos lo es de los «aragoneses»; él es la perfecta ilustración de lo que denunciaba Cisneros en su memorial sobre la necesaria reforma de la administración. Despedido por el cardenal en 1516, Cobos marcha a Flandes, logra acercarse a la corte y, en 1517, vuelve a ser, como antes, una de las piezas maestras del ajedrez administrativo. Después de la muerte de Chievres, se convierte en uno de los consejeros principales del emperador, una especie de primer ministro, y lo seguirá siendo hasta su muerte (1547). En 1522, se casa con una prima de Bernardino de Pimentel, María de Mendoza, hija de los condes de Rivadavia. En 1529, accede a la dignidad de comendador mayor de León, una de las dos únicas dignidades de este tipo que tiene la orden de Santiago. Recomienda a Tavera para el arzobispado de Toledo y este le da las gracias nombrándole adelantado de Cazorla. En 1538, su hija María Sarmiento es novia del duque de Sesa, Gonzalo Fernández de Córdoba, nieto del Gran Capitán, cuyo ducado era tenido como el más rico de España[544]. Al mismo tiempo que Cobos, vuelven a las andadas sus cómplices de siempre: Lope de Conchillos y Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos.
Como se ve, no cabe mejor ilustración de los abusos que denunciara Cisneros. La muerte de este último significó la puerta abierta a nuevos excesos. Mientras tanto, lo pierden casi todo muchos de los que fueron fieles servidores del cardenal y los complutenses. Francisco Ruiz, el compañero de siempre, había sido recompensado con el obispado de Ciudad-Rodrigo en 1514, luego, en 1515, con el de Ávila. Él es de los pocos que lograron mantenerse a flote después de la muerte del cardenal. En 1522 se fue a Italia con el nuevo papa Adriano VI; después se retiró a Toledo, donde murió en 1528. Los demás servidores, colaboradores o simples admiradores de Cisneros lo pasaron bastante mal. Gonzalo de Ayora, Juan Bravo, Hernán Núñez —el Comendador Griego—, Hernando de Balbás —que había figurado entre los primeros colegiales de San Ildefonso, en 1508, que fue rector en 1513 y 1514, más tarde abad de San Justo y Pastor y canciller de la universidad— y varios otros fueron sancionados por su participación en la revolución comunera. A casi todos los complutenses los sometió la Inquisición a rigurosas investigaciones por supuestos delitos de herejía, y varios fueron condenados.
Pedro de Lerma, abad de la iglesia de San Justo y Pastor y primer canciller de la universidad, apoyó moderadamente a Erasmo en la conferencia de Valladolid de 1527, antes de verse a su vez acusado de erasmista y luterano en 1530. Cinco años después, a la edad de setenta años, renunció a sus cargos en Alcalá y se retiró a Burgos, donde era canónigo, pero, en 1537, la Inquisición le obligó a abjurar de once proposiciones heréticas, impías y malsonantes. Se marchó entonces a Flandes, luego a París, ciudad en la que murió el 27 de octubre de 1541, siendo decano de la Facultad de Teología. Nunca quiso volver a España, donde —diría— los hombres de estudios no podían vivir en un clima de persecución. Francisco de Enzinas, su sobrino, tiene fama de haber sido el primer protestante auténtico de España.
Tres servidores de Cisneros destacan entre los que, a partir de noviembre de 1517, se ven o bien arrinconados o bien perseguidos por la Inquisición: Diego López de Ayala, Juan de Cazalla y Juan de Vergara. No se trata de tres colaboradores como tantos otros, sino de personajes que estuvieron muy próximos a Cisneros y compartieron sus actos, sus proyectos y sus sueños.
El canónigo Diego López de Ayala pertenecía a la distinguida familia toledana de los condes de Fuensalida. Mientras Cisneros estuvo ocupado, entre 1509 y 1515, en las obras de Alcalá, fue provisor y vicario general del arzobispado, o sea, que el cardenal confió en él para seguir las orientaciones principales que él había fijado. En marzo de 1516, López de Ayala marcha a Bruselas como delegado personal del cardenal, quien le recomienda mantener estrechas relaciones con la corte y, particularmente, con Chievres. Ayala es pues, durante casi dos años, el depositario del pensamiento político de Cisneros; su misión es explicar y justificar en la corte de Bruselas las decisiones que se toman en Madrid en cuestiones tan importantes como la hacienda, la administración de justicia, el mantenimiento del orden, la actitud en relación con los grandes y las ciudades… Apartar a López de Ayala, en noviembre de 1517, de toda responsabilidad política supone, para el rey, privarse de un consejero especialmente capacitado y representativo del ideario cisneriano. El nuevo gobierno prefiere regirse por otros criterios; se fía de Cobos y despide a Diego López de Ayala. De esta manera perdió España un estadista que hubiera podido serle sumamente útil por haber aprendido el oficio con Cisneros. En 1521, los comuneros de Toledo desterraron a Ayala a Ajofrín por juzgar que tenía poca simpatía por su causa. El canónigo se dedicó entonces a las humanidades y a las bellas letras. Tradujo la Arcadia, de Sannazaro. Compró un cigarral que era considerado de los mejores y más bellos[545]; allí organizó una tertulia literaria a la que concurrían representantes de la aristocracia eclesiástica toledana, como los canónigos Juan de Vergara y Alvar Gómez de Castro; el mismo Garcilaso la habría frecuentado, recitando sus poesías a los acordes de la vihuela. López de Ayala fue uno de los firmantes del Estatuto de Limpieza de Sangre promovido por el cardenal Siliceo a finales de julio de 1547.
Fray Juan de Cazalla, cristiano nuevo y franciscano, compartió el entusiasmo milenarista y misionero de Cisneros cuando este decidió conquistar Orán, en 1509. Cazalla formaba parte de la expedición, como capellán que era del cardenal, y a él se debe una detallada exposición de la toma de aquella ciudad. En 1517 fue nombrado obispo auxiliar de Ávila. Por aquellas fechas ya llevaba varios años simpatizando con el evangelismo francés de Lefèvre d’Étaples. Pronto se convirtió en ferviente admirador y discípulo de Erasmo. Además, era huésped habitual de los círculos de alumbrados que empezaban a formarse en Castilla la Vieja, en Valladolid, Guadalajara, Pastrana…, tal vez por influencia de su hermana María de Cazalla, casada con Lope de Rueda, un destacado burgués de Guadalajara. Entre sus compañeros de tertulia figuraban algunos complutenses de pro, como Bernardino Tovar, hermanastro del canónigo Juan de Vergara. El libro que publicó en 1528 —Lumbre del alma— debió de influir en el desarrollo del iluminismo castellano. Sospechoso de ser erasmista, alumbrado e incluso luterano, fray Juan de Cazalla estaba a punto de ser detenido por la Inquisición cuando murió, poco después de 1530. Sus sobrinos Agustín de Cazalla, canónigo de Salamanca, capellán y predicador del rey, Francisco de Vivero, cura de una parroquia de la diócesis de Zamora, y Beatriz de Vivero serán algunas de las víctimas del auto de fe de Valladolid celebrado el 21 de mayo de 1559; los tres fueron condenados a muerte y ejecutados.
El canónigo Juan de Vergara también era cristiano nuevo, lo que no fue un obstáculo para que Cisneros lo eligiera como secretario, cuando apenas tenía unos veinte años —nació en 1492—. Helenista muy calificado, colaboró activamente en la preparación de la Biblia Políglota. En 1520, acompañó a la corte a Flandes y a Alemania. Entonces fue cuando entró en contacto con Erasmo, a quien profesaba gran admiración y con quien, al regresar a España, en 1522, mantuvo una nutrida relación epistolar. Dos de los sucesores de Cisneros en el arzobispado de Toledo, Fonseca y Tavera, hicieron de él su secretario, lo cual parecía una garantía frente a los ataques de posibles adversarios. No fue así. Dos alumbrados —Francisca Hernández y Francisco Ortiz— lo denunciaron como erasmista, alumbrado y luterano. Fue encarcelado el 23 de junio de 1533 como sospechoso de ser uno de los alumbrados, acusación que lo sacaba de quicio: «¡yo alumbrado!, pero si son unos idiotas…», es decir, unos autodidactas que no han cursado ninguna carrera universitaria, mientras Vergara era todo un humanista, formado en las disciplinas intelectuales; «decir al doctor Vergara alumbrado es llamar al negro Juan Blanco»; «mi trato y conversación no ha sido conforme al de los que dicen alumbrados ni he andado jamás en beaterías ni extremidades de devoción ni en compañía de hombres apartados de la común conversación». Vergara fue condenado el 14 de diciembre de 1534, pero hubo de esperar un año más antes de conocer la sentencia definitiva, que fue pronunciada el 20 de diciembre de 1535. Al día siguiente, Vergara tuvo que figurar en el auto de fe que se celebró en la plaza de Zocodover de Toledo, expuesto a las miradas y a los comentarios irónicos de una plebe que le había visto ocupar cargos prestigiosos en la universidad y en el cabildo de la catedral. Fue condenado a abjurar de vehementi, a pasar un año encerrado en un monasterio y a pagar una multa de 1500 ducados. Vergara recobró la libertad el 27 de febrero de 1537. Al parecer, siguió como canónigo de Toledo hasta su muerte, acaecida en 1557. Se sabe que fue uno de los que se opusieron al Estatuto de Limpieza de Sangre que estableció el arzobispo Siliceo para el ingreso en el cabildo.
La «invasión erasmiana», a pesar de gozar de alta protección en la corte, suscitó pronto suspicacias entre los inquisidores, que no siempre distinguían —o querían distinguir— entre erasmistas, alumbrados y luteranos. No fueron solo colaboradores o servidores del difunto cardenal los que se vieron perseguidos por estos motivos. Varios maestros y estudiantes de Alcalá lo fueron también. Piénsese, en torno a 1530, en Juan de Valdés, que pudo salir a tiempo de España, y en varios otros que, como él, obtuvieron sus grados universitarios en la Universidad Complutense. Marcel Bataillon ha llamado la atención sobre los lazos que unen el erasmismo de Sevilla con el de Alcalá[546]. En Sevilla se suceden predicadores prestigiosos, todos egresados de Alcalá. Entre ellos destacan Juan Gil —el doctor Egidio— y Constantino Ponce de la Fuente. Egidio había estudiado en la Universidad de Alcalá, en la que, en 1527, ocupó la cátedra de Súmulas. Constantino Ponce de la Fuente también era complutense. En el auto de fe celebrado en Sevilla el 22 de diciembre de 1560, ambos fueron condenados a ser quemados en efigie[547].
A mediados del siglo XVI, ser complutense empieza, pues, a volverse sospechoso; es casi indicio de, al menos, erasmismo, cuando no de luteranismo, de cualquier forma de heterodoxia. Ahora bien, quien dice «complutense» piensa: «Cisneros, fundador y protector de la universidad». Este es el contexto ideológico en el que surge, en torno a 1550, el proyecto de reivindicar la figura y la obra del gran cardenal, que, a juicio de sus herederos intelectuales, se veía injustamente desconocido, cuando no asimilado a un fautor de heterodoxia; había que recordar y ensalzar al que tanto hizo por la Iglesia, por España y por la cultura. Entonces arranca la historiografía en torno a Cisneros, que se divide en tres etapas de muy distinto carácter[548]. En la primera se encuentran obras escritas por familiares o contemporáneos del gran cardenal, así como otras de tono hagiográfico. En la segunda se ensalza la personalidad de Cisneros como estadista. La tercera se presenta bajo el signo de la erudición a partir de nuevas fuentes documentales y archivos.
HISTORIOGRAFÍA COMPLUTENSE, HAGIOGRAFÍA FRANCISCANA
La Universidad Complutense le encargó a Juan de Vergara la biografía del cardenal Cisneros, pero las fuerzas le fallaron; murió antes de terminar la tarea. Le sustituyó un hombre más joven, Alvar Gómez de Castro (1515-1580[549]). Este fue quien, por encargo de la misma universidad, realizó la labor que Vergara no pudo llevar a cabo. Recogió los materiales que este había reunido[550], los completó con otros de su cosecha y con testimonios de personas que habían conocido al cardenal[551] y redactó la que sigue siendo la mejor biografía que se tiene de Cisneros: el De rebus gestis a Francisco Ximenio Cisnerio, cuidadosamente revisado por Páez de Castro[552], vio la luz en 1569 en la tipografía complutense de Juan de Angulo[553]. Escrita en un latín elegante, no tuvo en su tiempo el éxito que se merecía, aunque fue muy celebrada por los doctos y entendidos. Está considerada, junto con la que compuso Juan Ginés de Sepúlveda sobre el emperador Carlos, la mejor biografía del Renacimiento español, tanto en latín como en lengua vulgar[554].
Alvar Gómez de Castro hizo obra científica y como tal se la sigue considerando hoy en día. Los libros posteriores sobre Cisneros publicados en España tienen un carácter muy distinto; no aspiran a la objetividad, sino a la edificación del lector; muchos están escritos con miras a la beatificación del cardenal. En este ambiente vieron la luz varias obras, no siempre de calidad[555]. La más valiosa fue la que escribió Quintanilla, franciscano que fue nombrado postulador para la beatificación de Cisneros. Por aquellas fechas surge, en efecto, en los medios de la observancia franciscana, el proyecto de poner a Cisneros en los altares.
Desde el siglo anterior, muchos, en Toledo y en Alcalá, solían calificar a Cisneros de «venerable», cuando no de «santo[556]». El proceso de beatificación, sin embargo, tardó en ponerse en marcha. Se inició en 1626 a iniciativa del arzobispo de Toledo. Se elaboró un cuestionario de 73 preguntas por las que se interrogaría a varios testigos. Se sabe de 36 personas que fueron entrevistadas con este fin en Madrid a partir del 6 de octubre de 1627[557]; otras lo fueron en Alcalá, Torrelaguna, Toledo, Orán… Hacia 1632 se transmitió el expediente a Roma. El año 1635 la Santa Sede dio el decreto ut procedatur ad ulteriora, lo cual significaba que no se veía ningún inconveniente en proseguir la causa. Era papa a la sazón Urbano VIII, que no estaba muy bien dispuesto a favorecer las cosas y las peticiones de España. Por este motivo la causa se interrumpió hasta su muerte, que acaeció en 1644. Entonces fue la misma Universidad de Alcalá la que tomó la iniciativa de reanudar las gestiones. Pedro de Aranda Quintanilla y Mendoza, franciscano natural de Alcalá de Henares, fue nombrado postulador por el Colegio Mayor de San Ildefonso y por el ministro general de la Orden de San Francisco. Quintanilla viajó a Roma para llevar a cabo el proyecto en julio de 1650 y permaneció allí hasta 1659; invirtió gran parte de su vida en promover la causa, con la ayuda de una serie de colaboradores. El resultado de aquella labor fue el libro Archetypo de virtudes, espejo de prelados: el venerable Padre y siervo de Dios. F. Francisco Ximenez de Cisneros, que publicó en Palermo en 1653[558].
La obra está compuesta de cuatro libros. Los tres primeros están dedicados a la vida y obra de Cisneros, con especial énfasis en el mecenazgo y la labor reformadora —fundación de la Universidad de Alcalá, del Colegio de San Ildefonso, de la colegiata de San Justo…—. En el cuarto, se centra la atención sobre los méritos que presenta Cisneros para ser puesto en los altares. Lo dice todo el título: «Que trata de algunas profecías, revelaciones, y milagros en vida del Apostólico Varón Fr. Francisco Ximenez de Cisneros: De su última Governación: Breve de León dezimo: lo tocante a su entierro, y dicho tránsito: Milagros con que resplandece después de su muerte: veneración que tiene en España, y fuera de ella; y se da cuenta de los procesos que con autoridad ordinaria se han hecho de su Santa Vida, y milagros; y el estado que tiene su canonización». El don de profecía y gracia de revelación se pone de manifiesto por lo menos en tres ocasiones. Así, si el rey Felipe I muere en 1506, es porque no ha respetado el juramento que hizo ante Cisneros de mantener buenas relaciones con el rey don Fernando: «el primero que quebrantase la concordia jurada se avía de morir muy presto». En 1509, con ocasión de la expedición a Orán, Pedro Navarro, que dirigía el cuerpo expedicionario, estaba a punto de renunciar y de dar marcha atrás; Cisneros le ordenó que librara batalla; así fue cómo se tomó Orán. Por otra parte, Cisneros profetizó la revuelta de las Comunidades que iba a sacudir a Castilla en 1520. Entre los milagros que Quintanilla atribuye a Cisneros figura otra vez la toma de Orán: «el día q se dio la batalla de Orán se paró el sol por espacio de cuatro horas porq no impidiesse la victoria la oscuridad de la noche». Otro milagro fue curar a una mujer enferma: «Padecía una triste muger un perpetuo fluxo de sangre; acudió al siervo de Dios… y con sola la bendición se la restañó, y tocando la devota muger su vestidura».
El Archetypo de Quintanilla es la segunda gran biografía de Cisneros, pero inferior a la de Alvar Gómez. Quintanilla la elaboró en Roma, ayudado por un grupo de colaboradores, con numerosos documentos y noticias originales que solicitó del archivo del Colegio de San Ildefonso. Se apoya en las obras anteriores, la de Alvar Gómez de Castro, desde luego, pero también las de Vallejo, Zurita, Alcocer, Garibay, Ambrosio de Morales. El libro contiene numerosas noticias, pero carece de orden y método, exaltando en exceso los méritos del cardenal. Desde este último punto de vista, llama la atención la epístola proemial sobre el origen de la familia de Cisneros, a la que intenta comparar y emparentar con los Mendoza. El libro lleva también como introducción la aprobación del R. P. Gerónimo de la Llama, de la Compañía de Jesús, una epístola congratulatoria al rector de la Universidad de Alcalá y una dedicatoria a don Rodrigo de Mendoza, que a la sazón era virrey de Sicilia. Se publicó en Palermo en 1653.
A pesar de todos los esfuerzos, la causa de beatificación de Cisneros no prosperó. Una comisión especial se reunió en Roma en 1690; solo siete de los dieciséis miembros que la componían eran favorables a la petición; los otros exigieron más pruebas que las que se habían presentado. Las gestiones se reanudaron en 1744, sin ningún resultado. En 1769, fue elegido papa Clemente XIV; era franciscano, pero claustral y, como tal, el observante Cisneros le resultaba antipático. En tiempos de Pío VI (1775-1799), estaba de embajador de España en Roma Nicolás de Azara; le rogaron que volviese a gestionarla, pero Azara, a fuer de buen ilustrado, respondió «que la causa ya no era causa» y que era mejor dejarla dormida[559]. Desde entonces, no se ha avanzado nada.
CISNEROS VISTO DESDE FRANCIA: EL POLÍTICO POR ANTONOMASIA
A mediados del siglo XVII, cuando la vena española parecía en vías de agotamiento, surgen en Francia varias obras destinadas a ensalzar la figura de Cisneros, considerado preferentemente desde el punto de vista político. Los españoles no habían conseguido que Cisneros fuera reconocido por la Iglesia como beato. Ahora, en Francia, el mismo Cisneros se impone como estadista de primer plano, tal vez como el más grande que hubo en la Europa moderna, superior al cardenal de Richelieu, primer ministro de Luis XIII, lo cual no deja de extrañar. Hoy en día, es más bien en el conde-duque de Olivares en quien solemos pensar como émulo de Richelieu. Olivares (1587-1645) fue, sin lugar a dudas, un hombre de Estado de excepcional categoría, el digno rival del cardenal de Richelieu (1585-1642), quien, por las mismas fechas, dirigía la política de Francia, solo que Richelieu gobernaba un reino en plena expansión, mientras que la España que le tocó regir a Olivares ya no era la nación poderosa y dinámica de los tiempos de Carlos V y Felipe II, sino un país agotado por el esfuerzo excesivo al que se vio sometido durante más de un siglo[560].
No lo vieron así los historiadores franceses del siglo de Luis XIV[561]. Al comparar a Cisneros con Richelieu llegaron a la conclusión de que, en todos los conceptos, Cisneros era superior; el español salió vencedor del enfrentamiento póstumo con el segundo y todavía en nuestros días, en Francia, sigue en pie aquella primacía. Entre los autores que trataron el tema, tres merecen un comentario: Baudier, Fléchier y Richard, a quienes conviene añadir Fénelon, personalidad muy influyente en la corte[562]. Ninguno de ellos ha realizado investigaciones personales; los tres han utilizado fuentes ya conocidas, esencialmente la obra de Alvar Gómez de Castro[563].
La primera biografía en ver la luz, en 1645, es la de Michel Baudier (¿1589? — 1645[564]). Es indudablemente la más seria. Baudier es un verdadero historiador, autor de varios libros sobre temas muy distintos: la guerra de Flandes, la religión y el imperio de los turcos, la corte del rey de China, etcétera. En su opinión, Francia ha tenido muy buenos ministros, pero son poquísimos los que se pueden comparar con Cisneros. Baudier llama especialmente la atención sobre la actitud del cardenal de España con los grandes: procuró mantenerlos a raya y sumisos a la autoridad real, usando con ellos, cuando hacía falta, energía y rigor. En muchas cosas Richelieu trató de seguir la huella de Cisneros e imitarlo.
Como lo indica el mismo título[565], el libro del abate René Richard no pretende ser una biografía; se trata de repasar los principales acontecimientos que ocurrieron en la vida de Cisneros y de Richelieu, y de señalar cada vez en qué se parecen, en qué difieren y qué revelan de la personalidad de cada uno. Cisneros, por ejemplo, debió su ascensión a la reina doña Isabel, a la cual se mostró agradecido, respetuoso y fiel durante toda su vida, mientras Richelieu, que todo lo debía a la reina María de Médicis, llevó la ingratitud hasta obligarla a salir del reino. Para mantener el orden público y el poder absoluto del rey, Richelieu mandó ejecutar a los jefes de las facciones rebeldes; en cambio, Cisneros conservó la paz interior del reino sin matar a nadie. Y es que Cisneros solo estaba preocupado por el bien público; Richelieu, en cambio, pensaba más en sus intereses particulares que en los del rey[566]. Como Cisneros, Richelieu quiso tener su Biblia políglota; se enteró de que un erudito, Guy Michel Lejay, estaba preparando una obra de estas características con el título de Biblia hebraica, samaritana, chaldaica, grœca, syriaca, latina, arabica en nueve tomos y diez volúmenes. Richelieu se ofreció a costear la empresa con tal de que su propio nombre —en vez del de Lejay— figurara en la portada. Lejay se negó y prefirió gastar toda su fortuna y contraer deudas para llevar a cabo la edición. Por otra parte, Cisneros y Richelieu sanearon la hacienda real, pero el cardenal de España no aprovechó la oportunidad para enriquecerse ni favorecer a sus familiares, como no dudó en hacerlo el cardenal francés[567]. Incluso en lo que se refiere a la religión, el español tuvo mucha más piedad y devoción que el francés. Estos ejemplos bastan para dar idea de la tesis del abate Richard: Cisneros fue superior a Richelieu[568].
Esprit Fléchier (1632-1710), obispo de Nimes, era uno de los más célebres predicadores de la corte de Luis XIV, casi tan afamado como Bossuet. Un día, cuando bajaba del púlpito después de un sermón, se le acercó un fraile franciscano desconocido, quien le entregó unos papeles: un elogio del cardenal Cisneros con un breve resumen de su vida y obras. Fléchier nunca supo más de aquel fraile, pero el escrito le entusiasmó. Decidió escribir la biografía de Cisneros a partir de una fuente principal: Alvar Gómez. Esta obra —Histoire du cardinal Ximénès— salió a luz en 1693 y, desde el principio, tuvo gran éxito; es un excelente exponente de la admiración —que coincide con una evidente hostilidad política— que se tiene por España en la Francia de Luis XIV, concretamente por el hombre que parece ser el más fecundo genio político de la Península, Cisneros. El libro de Fléchier contó con muchas reediciones; se tradujo a varios idiomas[569]. Fléchier se fija sobre todo en el prelado, en el apóstol, casi se puede decir en el santo, más que en el político. No lo compara explícitamente a Richelieu. Así y todo, el impacto del libro ha sido inmenso hasta nuestros días. Puede decirse que, de todas las biografías de Cisneros publicadas en Francia, esta fue, sin lugar a dudas, la que más contribuyó a difundir la fama del cardenal de España, no solo en Francia, sino en toda Europa.
En aquel París de fin de siglo, cuando reinaba el Rey Sol, otro obispo de categoría intervino para proclamar su admiración por el cardenal Cisneros, nada menos que Fénelon (1651-1715). En 1689, había sido nombrado preceptor del nieto de Luis XIV, el duque Luis de Borgoña (1682-1712), quien, durante unos meses, fue heredero del trono de Francia[570]. Para la educación de su ilustre alumno e instruirlo en las cosas de la política, Fénelon compuso dos obras: las Aventuras de Telémaco (1699) y el Diálogo de los muertos (1712). Este último libro, a semejanza de lo que hizo Luciano en la Antigüedad, se compone de una serie de conversaciones que, en los infiernos, mantienen entre sí varios personajes que han desempeñado un papel importante en la historia. Uno de dichos encuentros es el de Cisneros y Richelieu, que lleva un título significativo: «la virtud vale más que el linaje». La virtud, desde luego, es la característica de Cisneros, quien, ya en la primera frase, increpa así a Richelieu: «¿es cierto lo que se dice, que usted ha pretendido imitar lo que hice?». Vienen entonces una serie de evocaciones de acciones que tienen algún paralelismo: la conquista de La Rochela y la de Orán, la conversión de los hugonotes y la de los musulmanes de Granada, la actitud frente a los grandes, la rehabilitación de la Sorbona y la fundación de la Universidad Complutense, etcétera. Richelieu se muestra arrogante y orgulloso de su estirpe: «yo no tengo nada de común con un fraile oscuro y sin apoyos que solo empieza a intervenir en los asuntos políticos cuando tiene más de sesenta años». La respuesta de Cisneros es fulminante: nunca he procurado enriquecerme; solo me ha motivado la preocupación por el bien público; esto es mucho más meritorio que haber nacido en la corte y ser hijo de parientes nobles y acomodados; siempre he actuado sin interés propio, sin ambición, sin vanidad; «¿podría Vd. decir lo mismo?». Esta pregunta pone fin al diálogo. Cisneros lleva la ventaja sobre Richelieu por su personalidad y sus méritos personales: el cardenal francés era egoísta y vanidoso; podía olvidar las ofensas al Estado, pero aquellas que le hacían contra él mismo las perseguía con implacable rigor; el español no era vanidoso; lo que le importaba era el bien común y la preeminencia del monarca. Queda, pues, manifiesta la superioridad de Cisneros sobre Richelieu.
La fama de Cisneros sigue siendo muy grande en Francia. Los ilustrados no ven en él un fraile fanático, un inquisidor, debelador de herejes e infieles, sino un genio de la política, un defensor de la «cosa pública» (res publica) contra los grandes, las banderías y los partidismos; lo presentan como el estadista por antonomasia. Pierre Bayle, precursor de los filósofos del siglo XVIII, tiene prisa por leer las biografías de Fléchier y de Marsollier: la vida de un hombre como Cisneros tiene que ser instructiva[571]. El célebre Talleyrand (1754-1838), por ser patizambo —sus enemigos le llamaban el «diablo cojuelo»—, no podía seguir la carrera militar; sus padres pensaron pues en orientarlo hacia la Iglesia, lo cual no excluía la posibilidad de triunfar en la política o la diplomacia; para prepararlo a esta perspectiva, le sugirieron leer algunas pocas biografías de estadistas ilustres; una de ellas fue la de Cisneros[572]. Cuando, en 1849, se le ocurrió a Auguste Comte la idea de un calendario positivista que ensalzara a los grandes héroes de la humanidad, incluyó a Cisneros en la lista de los políticos modernos[573].
El último destello de la fama de Cisneros en Francia es una obra de teatro, Le Cardinal d’Espagne, cuyo autor no es historiador, pero se ha interesado mucho por la figura del personaje y su significación en el mundo actual. Se trata del afamado dramaturgo Henry de Montherlant (1895-1972), que para ello se documentó con mucho cuidado, acudiendo a eruditos españoles de toda confianza, como José López de Toro, buen conocedor de la vida y de la obra de Cisneros, y de la época en la que vivió[574]. El drama describe los últimos días del gobierno del cardenal. Este se enfrenta a la reina doña Juana la Loca, mientras está esperando la llegada del joven monarca Carlos I, que, por fin, anuncia que no vendrá. En aquellas circunstancias, Cisneros se siente traicionado por todos. La obra viene así a ser una meditación sobre el poder en relación con la religión, el ascetismo, la abnegación y el sacrificio. El drama se estrenó en la Comédie Française de París el 18 de diciembre de 1960, en presencia del general De Gaulle, presidente de la República, y de su ministro de cultura, André Malraux. El general De Gaulle no solía acudir a actos meramente protocolarios[575]; si aquella tarde acudió a la función, era, desde luego, para homenajear a uno de los más prestigiosos autores de la literatura francesa contemporánea, pero también porque el drama que se iba a representar era el del hombre de Estado frente a sus responsabilidades y a la razón de Estado, solo ante su destino, obligado a sacrificarse por el bien común y el interés de la nación que él encarna. Hasta cierto punto, De Gaulle debió pensar que el drama de Cisneros era también el suyo.
El paralelismo Cisneros-Richelieu deja, pues, patentes las semejanzas y las diferencias entre los dos estadistas: ambos fueron príncipes de la Iglesia; ambos dirigieron sus respectivas naciones —Cisneros como gobernador del reino de Castilla en dos ocasiones, Richelieu como primer ministro de Luis XIII—; ambos ejercieron mandos militares —Cisneros fue el jefe de la expedición a Orán (1509), Richelieu dirigió el sitio de La Rochela (1628)—; ambos llevaron a cabo una política parecida en relación con las minorías religiosas —Cisneros procuró que los moros de Granada se asimilasen a los cristianos viejos, Richelieu trató de someter a los protestantes a la autoridad real—; ambos, por fin, fueron mecenas y protectores de las artes y de las humanidades, Cisneros como fundador de la Universidad de Alcalá, Richelieu como iniciador de la Academia Francesa. Ahora bien, los franceses, ya en el siglo XVII y posteriormente, vieron claramente lo que parece que se les escapó a los españoles de la misma época, empeñados en convertir a Cisneros en un santo; para los españoles, el político por antonomasia era entonces Fernando el Católico; veían en él al fundador de la monarquía[576]. Para los franceses, al contrario, Cisneros era ante todo un estadista, lo mismo que Richelieu: ambos quisieron reformar la administración, la fiscalidad, la economía de sus patrias respectivas; abatir la soberbia de los grandes; elevar el nivel cultural y moral del clero; hacer del soberano el jefe supremo de la nación; en una palabra: construir el Estado moderno. «Contra todos, si no contra todo, la política del cardenal [Richelieu], junto con la del rey, han sido decisivas para el futuro del país; lo han situado en la vía del Estado moderno», escribirá en nuestros días el general De Gaulle[577]. Ya en el siglo XIX, Renan veía en la monarquía absoluta el anticipo del jacobinismo revolucionario: «Richelieu y Luis XIV han sido […] los grandes revolucionarios, los que han fundado la república. Lo que se corresponde exactamente a la monarquía colosal de Luis XIV es la república de 1793[578]». Si se admite que Cisneros tenía los mismos objetivos que Richelieu, se comprende que Pierre Vilar vea en Cisneros un «progresista», en el sentido que la palabra tenía en la Francia de la Liberación: ambos quisieron crear el Estado moderno, solo que Richelieu contó con el apoyo del rey Luis XIII, que le dejó las manos libres para dirigir la política francesa a su antojo, mientras Cisneros vivió con la preocupación constante de ver sus iniciativas frenadas o, peor aún, desaprobadas por el joven Carlos I, que, además, residía en Flandes. Richelieu logró su propósito; Cisneros fracasó: la España de los Austrias no fue la que él soñara.
Si nos hemos extendido sobre la fama de Cisneros en Francia es porque creemos que este es un aspecto poco conocido, aspecto que confirma lo que escribíamos en otro lugar: la leyenda negra antiespañola procede de los anglosajones y del odio que sienten hacia las naciones latinas y católicas. Francia participó tardíamente de aquella mentalidad y, si lo hizo, fue a consecuencia de la anglomanía ambiente desde finales del siglo XVIII[579].
Aquella etapa en la historiografía cisneriana, basada exclusiva o principalmente en fuentes impresas, se cierra en 1844 con el libro del alemán Carlos José Hefele, profesor en la Universidad de Tubinga[580], libro que, a juicio de Antonio de la Torre, es la obra mejor «de cuantas ha producido el siglo XIX, digna de figurar junto a la de Alvar Gómez[581]».
Hefele se apoya en las biografías de Alvar Gómez, Quintanilla y Fléchier, que completa con informaciones sacadas de la correspondencia de Pedro Mártir de Anghiera y de las crónicas españolas del siglo XVI. Le dedica todo un capítulo —el último del libro— al paralelismo entre Cisneros y Richelieu. Hefele destaca las que estima características comunes a los dos estadistas: ambos deseaban situar la autoridad del rey por encima de todos los grupos sociales; con este objetivo procuraron que el estamento nobiliario perdiera parte de su arrogancia y de su pujanza; ambos estaban preocupados porque la justicia fuera acatada por todos, especialmente por los nobles; ahora bien, en este aspecto, Cisneros le parece a Hefele mucho más próximo al pueblo —lo califica de amigo del pueblo—, mientras Richelieu era más bien un cortesano; de ahí que el primero fuera popular y el segundo odiado[582]; tanto Cisneros como Richelieu pudieron fiarse de un colaborador devoto y competente, el primero del franciscano Francisco Ruiz, el segundo del capuchino Joseph; ambos estadistas, por fin, favorecieron la cultura, Cisneros con la creación de la Universidad de Alcalá, Richelieu con la fundación de la Academia Francesa, aunque entre los dos hubo más que matices: Cisneros estaba más a favor de la ciencia —las humanidades, el biblismo— que de las bellas letras; a Richelieu, en cambio, le gustaban la literatura y el teatro. Donde aparece claramente la superioridad de Cisneros es en las dotes personales: él era mucho más generoso, mucho menos vindicativo. Este es uno de los rasgos por los que Cisneros ha dejado en la historia el recuerdo de un ministro competente: que era, al mismo tiempo, un santo.
LA ERUDICIÓN CONTEMPORÁNEA
La tercera de las etapas que hemos señalado en la historiografía cisneriana es obra principalmente de españoles, quienes, a mediados del siglo XIX, dejan de ver en Cisneros casi exclusivamente un santo para estudiar el papel que desempeñó en la historia de España. Es la época en la que los historiadores se muestran más y más preocupados por renovar los métodos de investigación y buscar nuevas fuentes en los archivos y bibliotecas. El primer tomo de la Colección de documentos inéditos para la historia de España se publica en Madrid, en 1842; a este le seguirán otros muchos que van a arrojar nueva luz sobre la historia de la España de los siglos dorados. En el extranjero también empiezan a ver la luz importantes fuentes documentales hasta entonces poco o nada conocidas, menos aún utilizadas[583]. Los estudios cisnerianos se beneficiaron de aquel movimiento de erudición. Pascual Gayangos y Vicente de la Fuente inauguran la nueva orientación publicando parte de las cartas intercambiadas entre Cisneros y sus secretarios[584]. Por otra parte, se percibe en toda Europa un interés creciente por temas relacionados con la época cisneriana: el reinado de los Reyes Católicos, el advenimiento de la casa de Austria, la Reforma luterana y sus antecedentes, el humanismo, etcétera. Varios libros editados durante la primera mitad del siglo XX se aprovechan de una coyuntura tan favorable para una revisión a fondo de la vida y obra de Cisneros. Destaca en este sentido el libro de José López de Ayala y Álvarez de Toledo, conde de Cedillo, aunque se limita a la segunda regencia de Cisneros (1516-1517[585]). Más ambicioso, el libro de Luis Fernández de Retana está elaborado a partir de las fuentes conocidas, con poca o ninguna aportación original[586]. A finales del siglo XX, García Oro ofrece por fin un estudio completo de la personalidad y obra del gran cardenal a partir de las fuentes conocidas ahora, tanto las impresas como las manuscritas, además de una importantísima cosecha personal recogida en archivos y bibliotecas[587].