En el siglo XIX, Menéndez Pelayo elogiaba a Cisneros por haber reformado la Iglesia en España y, de esta forma, haber preservado la Península del protestantismo[410]. En 1937, el libro clásico de Marcel Bataillon sobre Erasmo y España se abría con un amplio capítulo de 75 páginas que llevaba un título elocuente: «Cisneros y la prerreforma española». Estas afirmaciones suponen unas cuestiones previas: ¿estaban reunidas en España las condiciones que permiten comprender la reacción revolucionaria de Lutero, en 1517? ¿Fue la política de Cisneros la que explica la situación original de España en el conjunto de la cristiandad occidental?
España no se quedó al margen del movimiento europeo de renovación religiosa que cundió en toda Europa a finales de la Edad Media. Aquí también se conoció entonces una oleada de mesianismo y de milenarismo, acentuada por los grandes acontecimientos y las grandes figuras de la época: la toma de Granada, el descubrimiento de América, las victorias militares en Italia, todo ello dirigido por personajes prestigiosos que parecen fuera del común y llamados a iniciar una nueva era: los Reyes Católicos, Cisneros…; mesianismo que no se explica única ni principalmente por la presencia de conversos, sino que tiene una larga tradición, enriquecida en el siglo XV por los franciscanos joaquinistas[450]. También se percibe la búsqueda de formas de vida religiosa más apropiadas a las inquietudes del momento: menos formalismo y más interioridad, deseo de salvarse por medio de una fe intensa, apoyada en la Biblia y lecturas espirituales. En aquella época de profundas inquietudes religiosas, la espiritualidad deja de ser una preocupación exclusiva de una élite de frailes y monjas; fuera de los claustros, interesa a muchos laicos que, hasta entonces, tenían poca relación con problemas de esta índole. No todo se explica por la propaganda de autores subversivos.
Precisamente por las mismas fechas la imprenta empieza a poner a disposición de los que saben leer, y muchas veces en romance y no ya en latín, textos que hasta entonces solo tenían escasa difusión en los medios universitarios y clericales. No conviene exagerar el alcance de aquella extensión cultural, frenada por tres límites: el grado elevado de analfabetismo; la modestia de las tiradas, que raras veces pasaban de los 2000 ejemplares, y el precio relativamente elevado del libro, que lo convertía en objeto de lujo; pero tampoco hay motivos para subestimarla: los que sabían leer explicaban a los que no sabían el contenido de una obra y el libro, por otra parte, circulaba entonces quizás más que ahora: se prestaba y se copiaba fácilmente, con lo cual se suplían en parte los inconvenientes de unas tiradas limitadas y caras. Por fin, contribuye a propagar aquellas preocupaciones el afianzamiento de la lengua vulgar como medio de comunicación que hace competencia al latín, lengua de la Iglesia y de los doctos.
El éxito de los movimientos de renovación espiritual responde, pues, a una auténtica demanda social que no encuentra una respuesta adecuada por parte de la Iglesia oficial. A esta demanda trata de responder Cisneros. Él ha captado más que nadie las aspiraciones de sus contemporáneos y ha querido corresponder tratando de realizar un doble objetivo:
1) exigir del clero que llevase una vida digna;
2) satisfacer el anhelo del pueblo cristiano, ansioso por practicar una religión más sentida y vivida que pensada y rutinaria. Estas son las dos características del afán reformador de Cisneros. El problema es determinar el alcance de las realizaciones concretas. En este sentido parece adecuado examinar varios aspectos:
a) las reformas que Cisneros impulsó en las órdenes religiosas antes de llegar al episcopado y prosiguió después;
b) las que introdujo en su diócesis de Toledo al ser nombrado arzobispo;
c) las realizaciones que patrocinó para elevar el nivel cultural del clero: la Universidad Complutense y la Biblia Políglota;
d) la difusión de la espiritualidad en las élites y en el pueblo;
e) la protección dada a las formas populares de la espiritualidad: visionarios y beatas;
f) las esperanzas que puso en una reforma de la Iglesia universal.
En toda esta labor reformadora, Cisneros se mostró fiel discípulo y continuador de dos personalidades excepcionales: el catalán Ramón Llull y el florentino Savonarola.
CONVENTUALES Y OBSERVANTES[412]
A mediados del siglo XIV, la peste negra causó, en toda Europa, miles de muertes, arruinó la economía, trastornó la sociedad. Una de las consecuencias de tan drásticas perturbaciones fue que, en las órdenes mendicantes —franciscanos y dominicos—, muchos conventos quedaron casi desiertos; las vocaciones escasearon; dadas las circunstancias, los prelados no siempre se mostraron exigentes con los frailes que quedaban y con los que querían entrar en los claustros: hicieron la vista gorda ante los defectos colectivos e individuales; la regla dejó de aplicarse en su rigor primitivo, sobre todo en lo que se refería a la pobreza, que teóricamente debía ser la norma; al contrario, muchos conventos se enriquecieron, acumulando bienes y propiedades; sus frailes se acostumbraron a vivir bien[413]. A estos se empezó a llamar conventuales o claustrales.
Contra esta relajación de la regla y de las costumbres, se produjo una reacción de los que pretendían atenerse a la regla primitiva y observarla en todo su rigor; por eso se les llamó observantes. Estos se mostraban sobre todo escrupulosos en exigir de los frailes que no poseyesen bien alguno y vivieran con pobreza, contentándose con lo que les daban los fieles de limosna. Entre los franciscanos de Castilla, el movimiento reformador se inició a finales del siglo XIV. Fray Pedro de Villacreces (? — 1422) fue uno de sus promotores más eficaces, junto con su discípulo fray Lope de Salazar. La zona central de la Meseta fue una de las más cuidadas por Villacreces, con sus conventos y casas de recolección de Santa María de la Salceda, Aguilera, La Cabrera, el Abrojo…, centros de vida espiritual intensa que, andando el tiempo, lograron emanciparse de los conventuales con la venia de los papas.
Es precisamente en una de aquellas casas —la Salceda— en la que Cisneros ingresó cuando decidió retirarse del mundo y meterse monje. La elección llevaba implícita la opción de un modo de vida conforme a la regla primitiva de la orden franciscana: pobreza, austeridad, vida retirada, espiritualidad. A poco de ingresar, Cisneros fue elegido guardián del monasterio de la Salceda, luego —en la primavera de 1494— vicario provincial de la Orden de San Francisco en Castilla. Este cargo le dio la oportunidad de visitar los conventos de la orden y convencerse de la necesidad de una reforma seria. En esto coincidía con la voluntad de los reyes, quienes, ya en 1479, nada más terminada la guerra de sucesión, enviaron una embajada a Roma para solicitar la facultad de reformar los monasterios de todos sus reinos. Parece que en aquella fecha ya tenían «un programa completo y bien elaborado de reformas monásticas[414]». El papa Sixto IV se negó a conceder esta bula. Pero los reyes no renunciaron a sus proyectos. Desde 1485, es Talavera, a la sazón confesor de la reina, quien los impulsa desde la corte, a pesar de las reticencias del papa Inocencio VIII, que, lo mismo que su antecesor, se resistía a dejar en mano de los reyes la dirección de la reforma; muchos, en la curia romana, tenían intereses económicos en la posesión de los monasterios.
La reforma de las órdenes empezó, pues, por lo menos cinco años antes de que los reyes conocieran a Cisneros. Este, en 1492, tomó el relevo de Talavera como confesor de la reina y, lógicamente, quedó encargado de los problemas que se planteaban en el seno de las órdenes mendicantes, asunto que ya conocía por las responsabilidades que adquirió en la orden franciscana. Da la casualidad de que, aquel mismo año de 1492, la tiara pontificia fue ceñida por un súbdito de los reyes, Rodrigo de Borja, que decidió llamarse Alejandro VI. El 27 de marzo de 1493, este dio facultad a Fernando e Isabel para nombrar visitadores y reformadores de las religiosas[415]; se trataba de restablecer, en los conventos femeninos, la clausura total, el cumplimiento de los tres votos —obediencia, pobreza y castidad—, la vida común (en el refectorio y en el dormitorio)… El 20 de julio de 1494 los reyes hicieron uso de aquella facultad al nombrar a Cisneros visitador y reformador de las clarisas de Castilla, que pretendían formar una congregación aparte. Las comunidades femeninas, excepto once, eran todas conventuales, unas porque estaban sometidas a la regla de santa Clara —«que tan mal guardaban», comenta Quintanilla—, otras porque dependían de los ordinarios: «como estos no estudian sus reglas, constituciones ni observancias, son mucha parte para desflaquecer el rigor y la virtud, y más cuando hay tanta ignorancia en los sacerdotes destos tiempos». (Quintanilla); ninguno de estos conventos tenía clausura, «daño tan considerable, viviendo sin orden, ni religión, una simple vida de beatas». Los que tenían clausura, Cisneros los entregó a la observancia; a los que no la tenían por falta de rentas, les dio parte de las rentas que quitó a los claustrales con tal que se hicieran observantes.
A Cisneros le pareció que ya era hora de que los monasterios femeninos abandonasen su carácter señorial para convertirse en focos de vida religiosa. A este propósito responde la fundación, en 1509, en Alcalá de Henares, del monasterio de San Juan de la Penitencia[416]; dentro del monasterio se creó el Colegio de Doncellas Santa Isabel, cuya finalidad era acoger jóvenes para que fuesen «instruidas e informadas en conversación y honestidad de vida hasta que Nuestro Señor inspirase en vosotras el modo de vivir que eligiésedes, o en religión o en estado conyugal[417]».
Antes de 1495 no aparece documentada la intervención personal de Cisneros en la reforma de los franciscanos conventuales. «No poseía, en realidad, título alguno que lo autorizase a reformar por sí mismo casas de la Orden fuera de las de los observantes, sus súbditos». Al ser elegido arzobispo de Toledo, Cisneros adquiere una autoridad de la que carecía hasta entonces y se convierte en uno de los personajes más poderosos del reino. Esto explica que se le confíen nuevas e importantes misiones. Ahora, el papa Alejandro VI le remite la ejecución de la bula Quanta in Dei Ecclesia, de 1493, para cuanto se refiera a la orden franciscana[418]. Una bula de 5 de julio de 1495 le autoriza a visitar y reformar todos los monasterios de su diócesis. Otra, de 21 de mayo de 1496, le nombra, a petición de los reyes, comisario general para visitar y reformar todas las casas franciscanas de la observancia en Castilla y Aragón. El 26 de noviembre de 1496, el Papa da un paso más adelante: una bula autoriza a Cisneros a reformar la orden franciscana y a Deza a reformar la dominica. Desde entonces puede decirse que la reforma de los franciscanos se realiza bajo la inmediata dirección de Cisneros.
Con estos apoyos pudo Cisneros acometer la empresa de reformar la orden franciscana, una orden que, a finales de la Edad Media, conocía una gran expansión: con 156 conventos en Castilla y 34 en Aragón, los franciscanos españoles representaban la tercera parte de todos los franciscanos de Europa[419]. Pero la observancia solo tenía cuatro provincias, con muy pocos conventos, que vivían perseguidos por los padres conventuales; todos los demás eran claustrales[420]. El objetivo de Cisneros era invertir aquellas proporciones. Quintanilla nos ha dejado un cuadro sintético del método seguido:
la forma y manera que tenía este santo prelado en ella [la reforma] era: visitar los monasterios; hacíales una plática de sus primeras reglas, obligaciones y estatutos, de su relajación y quebrantamientos; ponía toda instancia en que renunciasen todos los privilegios que eran contra su primera perfección; traíalos a su presencia y los quemaba como Alcorán pésima de vida ancha. Si eran de la orden de su padre Francisco, quitábales todas las rentas, heredades y tributos que daba a monjas pobres con condición que luego habían de votar encerramiento y clausura; parte de aquellas rentas (que eran muy gruesas) dio a parroquias necesitadas, hospitales de harta necesidad; en materia de hábitos, quitó los que traían de estameña y les hizo vestir de paño áspero y grosero […]. Hízoles seguir el coro y andar descalzos[421].
De un modo general, como no era posible suprimir de un plumazo la categoría de los conventuales, la acción reformadora de Cisneros se esforzó por impulsarlos a abrazar la observancia, prohibiendo además a los conventuales admitir en sus conventos frailes observantes que hubieran huido de sus casas para sustraerse a sus obligaciones.
A estas reformas, los claustrales opusieron una fuerte resistencia. Cisneros tuvo que mostrarse vigilante y enérgico para imponer sus decisiones. Uno de los casos más serios de oposición a la reforma fue el del prior del monasterio del Espíritu Santo de Segovia, Lorenzo Vaca; preso por orden de Cisneros, logró escaparse de su cárcel y se presentó en Roma, pidiendo protección al cardenal Ascanio Sforza; este le escribió a su amigo Pedro Mártir para que interviniera cerca del arzobispo de Toledo; pero todo fue en vano. Algunos conventos —Jaén, Alcalá de Guadaira, Gibraltar, entre otros— quedaron como último refugio de los que no querían renunciar a sus privilegios. Incluso hubo frailes franciscanos que prefirieron marchar a África y hacerse musulmanes antes de reformarse como lo deseaba Cisneros[422].
Ahora bien, los claustrales, más numerosos y más ricos, disponían de apoyos en España y Roma, donde los superiores generales de la orden juzgaban peligrosa la intromisión de un visitador; querían ser ellos mismos los reformadores. La ayuda de los claustrales italianos obtuvo resultados. Un breve de 9 de noviembre de 1497 suspendió la reforma. Pero Cisneros tenía el respaldo de los reyes, quienes convencieron al Papa para que anulara el breve; el 1 de septiembre de 1499, se autorizó otra vez a Cisneros a reformar, decisión confirmada por Julio II el 26 de noviembre de 1503. La victoria, sin embargo, no era definitiva. En 1500, Egidio Delfini es elegido general de los franciscanos. Para él, la reforma consistía en la unión de conventuales y observantes, no en la absorción de los primeros por los segundos, a lo cual los observantes replicaban que lo esencial era la reforma: realizada esta, la unión seguiría naturalmente. Delfini decide ir en persona a España en el verano de 1502. No tiene problemas en Aragón, donde consigue el apoyo del rey y de varios dignatarios —Diego de Deza, Miguel de Almazán, Juan Ruiz de Calcena…—, logrando así encontrar una solución aceptable para todos, pero los observantes de Castilla se niegan a acudir a la congregación que propone Delfini. Aunque este decide entonces trasladarse a Castilla, la reina Isabel pretende impedírselo. Finalmente, Fernando logra convencer a su esposa y Delfini recibe la autorización para entrar en Castilla. Alvar Gómez y Quintanilla refieren un altercado violento entre la reina y el general de los franciscanos cuando este arremetió en su presencia contra Cisneros[423]. Doña Isabel no se inmutó y no cambió nada en sus proyectos; ella quería mantener la unidad de la orden, pero con la condición de que los claustrales se sometiesen a los observantes. Bajo la autoridad de Cisneros, toda la provincia franciscana de Castilla pasa a la observancia. Fue, sin embargo, imposible reunir en un solo grupo a conventuales y observantes. En 1506, una bula papal vino a confirmar a las dos ramas en la posesión de sus respectivos conventos, llegándose así a cierto equilibrio. En 1517, León X zanjó el debate por la bula Ite vos: la orden franciscana quedó dividida en dos órdenes diferentes, con ministros generales cada una: los Hermanos Menores de la Regular Observancia y los Hermanos Menores Conventuales; la bula estableció la alternancia y la colaboración entre los dos grupos mayoritarios de la misma: a un ministro general de procedencia cismontana, debía suceder otro ultramontano, y viceversa, y cada ministro debía estar asistido por un comisario general del otro grupo; quedaba de este modo alterada la originaria y simple denominación de «Hermanos Menores».
¿Recibió Cisneros poderes de la Santa Sede para reformar todas las órdenes religiosas de España, y no solamente la franciscana? Marcel Bataillon tiene sus dudas a pesar de lo que afirma Quintanilla: en 1493 —apunta este último— los reyes «escribieron a Su Santidad les diese facultad para poder reformar todas las religiones de sus reinos, mendicantes o monacales, frailes o monjas»; Alejandro VI aprobó aquella voluntad —y Julio II la confirmó— pero «sin nombrar ningún ejecutor de ella, sino en favor de los reyes y a su voluntad el nombramiento». Fueron los reyes los que encomendaron la reforma a Cisneros. Concluye Quintanilla: «el siervo de Dios fue reformador general de todas las religiones [es decir: órdenes religiosas] de España». No podemos, sin embargo, fiarnos de Quintanilla. Este, en su afán por exaltar la figura de su biografiado, no duda en presentarlo como el reformador general y casi único de todas las órdenes religiosas de España. Sabemos que no fue así. Sin ir más lejos, Quintanilla sostiene, citando a Pedro de Alcocer[424], que Cisneros reformó la Orden del Carmen en fecha tan temprana como 1501[425]. De ser cierto lo que se nos dice, la reforma carmelitana emprendida por Teresa de Ávila en la segunda mitad del siglo XVI no tendría ningún sentido… El resultado del esfuerzo reformador fue, pues, desigual. Dentro de la orden franciscana, surgió una oposición declarada, pero los dominicos[426] y los agustinos opusieron, al parecer, poca resistencia a la reforma. Cisneros desempeñó un papel determinante para los cambios que se produjeron en su propia orden —la franciscana—, mucho más modesto en las otras comunidades.
LAS REFORMAS EN LA DIÓCESIS DE TOLEDO
La labor reformadora, iniciada cuando era un simple franciscano de la observancia, la prosiguió Cisneros al ser elegido arzobispo de Toledo. Desde este punto de vista, conviene examinar varios aspectos:
a) los esfuerzos por convencer al clero —empezando por el elemento superior: el cabildo catedral— de la necesidad de cumplir con sus obligaciones;
b) la determinación de velar por que los fieles estén correctamente informados de las verdades elementales del dogma cristiano e invitados a practicar devotamente la religión;
c) la preocupación por rescatar aquello ritos —como el mozárabe— que estaban a punto de caer en el olvido.
Cisneros trató de sustraerse al honor que le hizo la reina doña Isabel, en 1495, al ofrecerle el arzobispado de Toledo. Esta resistencia se explica como una manifestación de humildad por parte de quien había optado, unos años antes, por la austeridad de la orden franciscana, en su rama observante; debió de sentir escrúpulos al verse elevado de repente a la dignidad de príncipe de la Iglesia. No le hacía ninguna gracia tener que participar del boato habitual de los prelados, con todo lo que ello suponía. El clero, en general, en aquella época, distaba mucho de ser modélico y edificante: en lo alto de la jerarquía eclesiástica, todo era lujo, fasto, esplendor y vida alegre, muchas veces disoluta y libertina; en los estratos inferiores, incultura, ignorancia y, otra vez, vida disoluta. Basta pensar en la vida que llevó nada menos que el predecesor de Cisneros, el cardenal Mendoza, típico prelado del Renacimiento, mecenas y protector de las artes, que no se ocultaba de mantener amores ilícitos con damas de la aristocracia y no dudaba en presentar a la reina doña Isabel los hijos naturales, frutos de aquellos amoríos, con aquellas palabras: «Estos son mis pecados…». O sea, que el clero, en estos años, no era ejemplar, ni mucho menos; por lo general, llevaba una vida escandalosa, no cumpliendo ni con sus obligaciones morales ni con sus responsabilidades pastorales. Nada más llegar a la mitra de Toledo, Cisneros se propuso cambiar las cosas: mejorar la religión del pueblo cristiano suponía primero contar con un clero culto y ejemplar.
En la misma catedral de Toledo, había una élite eclesiástica —la que integraba el cabildo— linajuda, rica y engreída[427]. ¿Cómo iba a recibir al pobre fraile mendicante que, por la gracia de la reina Isabel, tendría que admitir como superior? Todos aquellos dignatarios pertenecían a familias nobles y encopetadas, de las más encumbradas de la comarca; estaban convencidos de su superioridad y obsesionados por la idea de su autonomía, y desconfiaban de sus prelados. Con aquellos orgullosos canónigos se iba a enfrentar Cisneros desde el principio. Teóricamente, aquellos dignatarios tenían la obligación de asistir al coro en determinados momentos: sesenta días alternos o continuos para las dignidades y noventa para los demás prebendados. En la práctica, la obligación no se cumplía. Cisneros lo sabía. Como su intención era reformar las órdenes religiosas —ya había empezado a hacerlo con los franciscanos— y la Iglesia, le pareció legítimo y natural exigir de los canónigos de Toledo que cumplieran con sus obligaciones claustrales; quería que los canónigos llevaran una vida de comunidad, conforme a la regla de San Agustín. Así lo dijo al maestrescuela Francisco Álvarez y a Juan Quintanapalla, que, en nombre del cabildo, fueron a felicitarle en Aragón y a asistir a su consagración:
era su intento restituirles a su antiguo estado, pues era justo que assí los canónigos como los racioneros viviessen en comunidad dentro de su claustra […] y que no era razón se tratasen como seculares […]. A lo menos sería bueno que todos los semaneros y ministros del altar, en aquellos días, estuviesen recojidos dentro de la Iglesia para con más decencia celebrar los oficios divinos y que él daría orden cómo para este efeto se labrassen aposentos y cuartos acomodados.
Quintanilla, de quien son estas palabras, añade que los canónigos se escandalizaron al oír tales propósitos y más todavía al ver que, desde Aragón, sin más esperar, el nuevo arzobispo mandaba «hazer el claustro alto de la Iglesia, y mandava fabricar más cuartos y casas que para los semaneros solos[428]». Al enterarse, el cabildo decidió enviar un emisario a Roma con el fin de impedir que la cosa fuese adelante. Aquel emisario —el canónigo Alfonso de Albornoz, capellán mayor— embarcó con mucho sigilo, pero Cisneros se enteró y, enseguida, dio orden al embajador en Roma, Garcilaso de la Vega, para que lo detuviese antes de que llegara a la ciudad y lo devolviese a España; por algo era ahora Cisneros un alto dignatario no solo de la Iglesia, sino del gobierno del reino. Garcilaso hizo lo que se le pedía. Alfonso de Albornoz volvió a España, donde le esperaban agentes de Cisneros que le mandaron de inmediato a la cárcel. El arzobispo se dio cuenta, sin embargo, de que iba a tener serios problemas con los canónigos. Prefirió renunciar: «como varón tan prudente, consideró muy despacio el acuerdo que había tomado de reducir a los canónigos a vida regular en comunidad y desistió maduramente de su pensamiento y no trató más deste negocio, contentándose con lo que había hecho con Albornoz y los aposentos recién labrados se quedaron por palacios arzobispales[429]».
Las obras que se hicieron en aquella época en el claustro de la catedral ¿estaban destinadas a ser cuartos y dormitorios para los canónigos? Quintanilla lo niega. Le dedica todo un capítulo a este problema[430] y confiesa que le ha costado mucho trabajo escribirlo:
el capítulo más dificultoso de toda la historia del siervo de Dios es este, no por lo principal que contiene, que ninguna duda hay que hizo a su costa y espensas proprias el claustro alto de la Iglesia de Toledo, sino por lo que se infiere en él, y por dezir que se labró con otra intención, y que no era la del arçobispo el ornato de aquella santa casa, sino pretender viviesen como religiosos sus canónigos, en comunidad, como canónigos regulares.
Afirma Quintanilla que esto último es un bulo sin ningún fundamento; la prueba es que, en la documentación conservada, no se encuentra nada que lo confirme[431]; hubo, sí —prosigue—, obras en el claustro, pero para servir de alojamiento a personas ilustres cuando vinieran a Toledo. Quintanilla se refiere a un libro del doctor Blas Ortiz, canónigo magistral, impreso en 1649, en el que se lee: «todo lo alto lo labró a su costa el señor arçobispo Fr. Francisco Ximénez de Cisneros, con todos los cuartos que tiene al rededor de los corredores, y que le fabricó para que viniesse en ellos la católica reina doña Isabel con todas sus damas y para que más cómodamente pudiese gozar de los santos oficios de la dicha S. Iglesia». Ni que decir tiene que semejante explicación es absurda: ¿cómo iban la reina Isabel y sus damas a alojarse en el claustro de la catedral? Lo cierto es que, en aquella circunstancia, Cisneros no pudo imponer su voluntad al cabildo; no tuvo más remedio que renunciar.
«¿Quijotismo reformador?», como escribió Marcel Bataillon[432]. Nada de esto; se trata de algo mucho más serio, de una cuestión que opone el clero regular al secular y, más allá de los aspectos eclesiásticos, la plebe a la aristocracia. En dos ocasiones más, Cisneros va a tener que enfrentarse con los orgullosos canónigos de Toledo. La primera fue en 1498, cuando decidió dotar a la catedral de una capilla mayor digna de la sede del primado de las Españas, precisamente en el lugar en el que estaba previsto que se pusiera el mausoleo del cardenal Mendoza, el cual tendría que colocarse en otro sitio. Los canónigos —«hechuras del cardenal Mendoza», comenta Quintanilla—, no lo admitieron; consideraron aquel proyecto de Cisneros casi como una afrenta personal; y es que, a diferencia de Cisneros —que, al fin y al cabo, no era más que un plebeyo—, Mendoza pertenecía como ellos a la clase privilegiada; su sepulcro debía estar en un puesto de prestigio y no en un rincón cualquiera. La reina Isabel tuvo que intervenir; dio la razón al arzobispo; los canónigos se callaron y se hizo la actual capilla mayor. Poco después, en 1504, Cisneros dio poder al provisor de la diócesis, Villalpando, y al canónigo Fernando de Fonseca para que, en su nombre, realizasen una visita de la catedral y del cabildo. Este se negó rotundamente, afirmando que solo el arzobispo podía realizar la visita y fiscalizar si acaso el comportamiento de los prebendados, pero no podía delegar este cometido a nadie. El forcejeo duró varias semanas. En este caso no logró Cisneros imponer su autoridad ni su voluntad. En 1504, como en 1495 y en 1498, se trataba, más que de una oposición a cualquier reforma, de un enfrentamiento de tipo social: los canónigos pertenecían a la aristocracia —eran nobles y adinerados— y no admitían que un plebeyo, aunque fuera arzobispo, se entrometiese en sus negocios. La verdad es que los prebendados de Toledo hubieran preferido otro prelado, por ejemplo, Diego Hurtado de Mendoza, a la sazón arzobispo de Sevilla, sobrino del difunto cardenal, pues él sí que formaba parte de la misma casta que los canónigos. Esta desavenencia entre el arzobispo y el cabildo debió de ser la que obligó a Cisneros a esperar tanto tiempo —casi dos años— antes de presentarse en Toledo. No será esta la única circunstancia en la que vemos un arzobispo plebeyo enfrentarse con los orgullosos canónigos de Toledo, ufanos por ser ricos y parientes de las más nobles familias. Unos cincuenta años después, semejante conflicto se producirá otra vez cuando llegue a Toledo el arzobispo Siliceo, hombre de muchos méritos, por cierto, pero, al fin y al cabo plebeyo. Ahora bien, Siliceo no se arredró como Cisneros; su respuesta fue fulminante: decretó un estatuto de limpieza de sangre que sacó de quicio a los canónigos: ¡serían todo lo nobles que quisieran, pero no eran de sangre limpia como el arzobispo! Este es un aspecto que nunca se tiene en cuenta cuando se examina el problema del estatuto de la catedral de Toledo, en 1547. A Alvar Gómez, biógrafo de Cisneros y contemporáneo de Siliceo, no se le escapó la semejanza que había en los dos casos[433].
En su enfrentamiento con los canónigos de Toledo, Cisneros fracasó; no pudo obligarles a cambiar sus costumbres y a conformarse con la regla. ¿Tuvieron más éxito sus iniciativas para enmendar la vida del clero secular, la catequesis y la práctica cotidiana en el pueblo? Inmoralidad e incultura eran, en efecto, las taras principales de gran parte del bajo clero, que, por lo general, llevaba una vida muy poco edificante. Deza, cuando era obispo de Palencia, exhortaba a los sacerdotes de su diócesis a que no jugaran ni participaran en corridas de toros, ni cantaran ni bailaran en público, recomendaciones que dan a entender que todo ello se practicaba abiertamente. Regularmente, las Cortes denunciaban el escándalo de los curas que vivían en concubinato. En 1500, la reina Isabel observaba que la mayor parte de los curas de Vizcaya estaban amancebados y no lo disimulaban en nada. En el año anterior, los reyes habían obtenido del Papa unas normas para que los obispos procurasen despedir a los clérigos inhábiles; de su cumplimiento fueron encargados dos comisarios: Cisneros y Deza, pero no se sabe el resultado que obtuvieron.
Poco después de ser elegido arzobispo, Cisneros convocó dos sínodos, uno en Alcalá de Henares (1497), otro en Talavera de la Reina (1498), cuyos objetivos eran tratar de desarraigar los más llamativos de aquellos abusos e introducir mejoras en la vida religiosa, tanto del clero como de los fieles. Fruto de ambos sínodos fueron las Constituciones del arzobispado de Toledo e tabla de lo que han de enseñar a los niños, impresas en Salamanca (1498), que, en parte, anticipan el Concilio de Trento. Se recomienda la instrucción religiosa de los niños y adultos: «saberse santiguar y signar, y el Pater Noster y el Ave María y el Credo y la Salve Regina y los Diez Mandamientos de la Iglesia y las obras de misericordia». Los párrocos deberán enseñar el catecismo a los niños todos los domingos después de completas y el Evangelio al pueblo entero. Tendrán que explicar lo que significa el Santísimo Sacramento. Se prohíben los matrimonios clandestinos. Deberán, además, los curas llevar un registro de los bautizados con el nombre de los padrinos, una lista de todas las familias que viven en la parroquia con todos los habitantes; anotarán los nombres de los que no cumplen con el precepto pascual. Se dice también que a Cisneros se debe la costumbre de colocar pilas de agua bendita a la entrada de los templos. Por otra parte, se renuevan las penas contra los clérigos concubinarios; las constituciones obligan a los curas a residir en sus parroquias y a confesarse periódicamente. ¿Se cumplieron aquellas recomendaciones? Cualquiera que tenga un mínimo conocimiento de la vida en la España del Antiguo Régimen tendrá que contestar que no; leyendo las Fundaciones de santa Teresa, por ejemplo, uno se da cuenta de que la incultura del bajo clero seguía siendo la norma y que la instrucción religiosa del pueblo cristiano dejaba mucho que desear; pululaban los hechiceros; prosperaban las supersticiones; muchos eran los fieles que no creían pecar cuando se acostaban con una mujer soltera o con una prostituta…; la Inquisición se encargaba de recordarles que aquello era herético, pero ¿cuántos escarmentaban?
Más trascendencia tiene la restauración del rito mozárabe en la catedral de Toledo, oficio que se remontaba a san Isidro y a la época de la monarquía visigoda[434]; había sido abandonado paulatinamente después de la reconquista de la ciudad (1085) y sustituido por el rito romano[435]. Se dice que fue pura casualidad, que Cisneros, un día que estaba de visita en la catedral, topó con unos misales viejos y otros libros referentes al rito mozárabe. La liturgia mozárabe solo se había conservado en algunas parroquias de Toledo, pero cada una celebraba la misa y los oficios de manera diferente. Ya el cardenal Mendoza se había preocupado por mantener y salvaguardar el rito en la catedral, pero faltaban libros litúrgicos correctos y la tradición oral que sustentaba el canto se iba perdiendo. Cisneros decidió volver a imprimir los libros, tarea que encomendó al canónigo Alonso Ortiz. A partir de los antiguos códices mozárabes, se reconstruyeron de manera aproximada los textos litúrgicos, que culminarían con la impresión de un nuevo misal, de un breviario[436] y de los llamados Cantorales de Cisneros, es decir, tres libros de facistol o grandes cantorales. Además, en 1504, Cisneros quiso que hubiera en la catedral una capilla especial dedicada a aquel oficio, estableciendo para su celebración y su servicio un colegio de trece capellanes, un sacristán y dos clerizones (monaguillos). El nombre original de la Capilla Mozárabe fue Capilla del Corpus Christi. Fue construida por Enrique Egas. Cisneros dispuso que Juan de Borgoña, a imitación de las pinturas sobre las conquistas de los Reyes Católicos, recogiera en su interior pinturas que recordasen la conquista de Orán. Para realizar la obra, Cisneros tuvo que pagar al cabildo catedralicio la elevada suma de 4000 florines de oro.
No hay que interpretar aquella iniciativa como un prurito folclorista. Parece más acertado ver en ella una señal más de la voluntad del cardenal y de sus contemporáneos de cerrar el paréntesis abierto en 711 por la invasión árabe; reconquistada Granada, España volvía a sus raíces históricas y culturales: el legado romano y visigodo.
LA UNIVERSIDAD DE ALCALÁ DE HENARES
La Universidad de Alcalá es la más representativa institución del mecenazgo ejercido por Cisneros; en ella se invirtió gran parte de las rentas ingentes de la mitra de Toledo. Conviene, sin embargo, valorar exactamente la significación que tuvo aquella realización en la mente de su fundador y en la España de su tiempo. Como apunta Alvar Gómez, muchos magnates —grandes o prelados—, en aquella época, se dedicaron a la noble tarea de crear centros de enseñanza superior; los animaba una especie de inspiración divina («divinus ardor»), efecto de la paz recobrada con el final de las guerras civiles y sobre todo del deseo de desterrar la barbarie y la ignorancia[437].
Este celo fue, en parte, el que impulsó a Cisneros a crear un centro universitario en Alcalá, pequeña ciudad que era una de las residencias preferidas de los arzobispos de Toledo[438]. No se trataba de una fundación ex nihilo, sino de desarrollar en toda su amplitud algo en que se estaba pensando desde hacía muchísimo tiempo, concretamente desde finales del siglo XIII. En 1292, en efecto, el arzobispo Gonzalo García Gudiel había instituido en Alcalá un centro de enseñanza superior que el rey Sancho IV había elevado a la categoría de escuelas generales con los mismos privilegios que los que disfrutaba el Estudio —es decir, la universidad— de Valladolid. El proyecto no prosperó hasta que, a mediados del siglo XV, lo retoma el arzobispo Carrillo. Se dotaron en Alcalá tres cátedras de Latín y Artes Liberales, confiadas a frailes franciscanos; es probablemente en aquel centro elemental en el que Cisneros recibió su primera formación antes de trasladarse a Salamanca. El cardenal Mendoza, sucesor de Carrillo, pensó en desarrollar las clases de Teología y Derecho que se daban en el convento franciscano de Alcalá, confiando al guardián del mismo la provisión de los maestros y la dirección académica, con derecho a otorgar idénticos grados universitarios que Salamanca. El Papa dio su aprobación al proyecto el 28 de marzo de 1487, pero ya no se volvió a hablar más de él; se conoce que Mendoza dejó de interesarse en el asunto para dedicarse a otras tareas que debieron de parecerle más urgentes.
A poco de ser elevado al arzobispado, Cisneros decidió llevar el proyecto adelante y transformar Alcalá en centro universitario de gran categoría, tomando como modelo nada menos que lo que se hacía entonces en París, sede de las escuelas universitarias más afamadas de la cristiandad. La bula papal que autorizaba la creación es del 13 de abril de 1499; el 14 de marzo del año siguiente de 1500 se colocó la primera piedra de la nueva universidad, siendo maestro de obras Pedro de Gumiel, vecino de Alcalá. El día de la fiesta de santa Ana (26 de julio) del año 1508 se inauguraron las clases con gran solemnidad. En menos de diez años, pues, Cisneros realizó lo que varios de sus antecesores, desde finales del siglo XIII, habían intentado sin llevarlo a cabo. Desde el principio, la empresa fue pensada como una obra de gran envergadura, con edificios dignos, incluso suntuosos, lo que no dejó de criticarse; se hablaba de gastos excesivos[439]. Cisneros puso la misma atención en la selección del profesorado. Él quería que los maestros gozasen de prestigio internacional y fuesen bien remunerados no solo durante su vida activa, sino también al llegarles la hora de la jubilación[440].
Tal como estaba previsto en las constituciones promulgadas en enero de 1510, el núcleo de la universidad era el Colegio Mayor de San Ildefonso, que constaba de 33 colegiales, es decir, más que los colegios mayores de Salamanca[441] y el de Santa Cruz de Valladolid[442]. Solo podían aspirar a una prebenda los mayores de veintisiete años, solteros y no vecinos de Alcalá, que ya habían cursado las clases de Súmulas (lógica). La prebenda era por ocho años y suponía vivienda, comida, vestido y asistencia médica. El colegio estaba dirigido por un rector[443] y un claustro, bajo el control de los cabildos de la colegiata de los Santos Justo y Pastor y de la catedral de Toledo. Al canciller vitalicio le incumbía otorgar los grados. A Nebrija le pareció peligrosa la tutela de los cabildos citados por los conflictos de jurisdicción que pudieran surgir[444]. Para preservar la autonomía de la universidad, Cisneros decidió colocarla bajo la protección de eminentes personalidades: el rey («Hispaniarum regem»); el cardenal de Santa Balbina[445]; el arzobispo de Toledo, el duque del Infantado y el conde de Coruña («cluniensem comitem[446]»).
Además del Colegio de San Ildefonso, parte central y rectora de la universidad, Cisneros quiso fundar otros: uno para estudiantes pobres —«en los cuales moren 72 escolares pobres, número que recuerda el de los primeros discípulos de Cristo» y seis más. En realidad, en vida de Cisneros, solo se construyeron siete edificios, entre los cuales uno —el Colegio de San Pedro y San Pablo— estaba reservado a trece franciscanos y otro destinado a los enfermos[447].
En Alcalá, a diferencia de lo que ocurría en Salamanca y en Valladolid, los regentes —o catedráticos— no eran vitalicios, sino nombrados —mejor dicho: elegidos por los estudiantes— para cuatro años. Estos profesores explicaban dos lecciones por la mañana y otra por la tarde; en pleno verano —desde el 29 de julio al 25 de agosto— se suprimía una de las lecciones de la mañana. En cuanto a los alumnos, tenían que levantarse dos horas antes de que amaneciera para estudiar a la luz de una vela o de un candil. Las clases comenzaban a las siete de la mañana y, con varios descansos, continuaban hasta las seis de la tarde. Los alumnos volvían luego a estudiar hasta las nueve, antes de acostarse. Desde luego, no escaseaban los días festivos en los que no había clase[448]. Esta organización está inspirada por la que existía en París: dos clases por la mañana, una por la tarde y, entre las clases, ejercicios y disputaciones públicas. Al cabo de cuatro años como mínimo, se examinaban los estudiantes para los grados de bachiller, licenciado y magisterio o doctorado.
Mucho se ha escrito sobre la Universidad de Alcalá, considerada como una genial creación representativa de la corriente humanística que, por las mismas fechas, se desarrolla en toda Europa. En realidad, no es principalmente una sede del humanismo. Al crear aquella universidad, Cisneros pensaba en algo que solo en parte se relacionaba con la erudición. Su propósito era elevar el nivel cultural del clero. Como acertadamente señalara Marcel Bataillon, la Universidad de Alcalá no es un centro de enseñanza más; no viene a hacer competencia a las universidades de Salamanca o de Valladolid; no es tampoco, a pesar de las apariencias, un foco de humanismo, como lo será, en París, unos años más tarde, el Colegio de Francia[449]; está concebida para servir a la formación del clero; por eso, se da en ella la preferencia a la teología y a la Biblia, a las lenguas antiguas también —griego y hebreo—, precisamente porque sirven para entender la Biblia[450].
Conviene insistir sobre este aspecto que los historiadores no suelen tener en cuenta. Se equivocan los que consideran la Universidad de Alcalá principalmente como un foco de humanismo parecido a los que nacieron entonces en la Europa del Renacimiento y a su fundador como un protector de aquel movimiento. Es preciso matizar mucho esta perspectiva y destacar esta idea básica: Cisneros no es un humanista; el humanismo —es decir: el estudio de la Antigüedad grecorromana— le interesa solo como un medio adecuado para entender mejor la Sagrada Escritura y la teología positiva —la que apoya sus conclusiones con los principios, hechos y monumentos de la revelación y de la Biblia, no la que descansa en las disquisiciones y abstracciones de los doctores escolásticos—; para Cisneros es imprescindible conocer las lenguas orientales —caldeo, hebreo, árabe— y el griego para sacar todo el fruto que se encierra en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Dicho de otra forma: para Cisneros, los maestros que representan un modelo no son Lorenzo Valla ni Antonio de Nebrija —aunque admire a este último—, son Ramón Llull y Savonarola, quienes, como Cisneros, han procurado desarrollar el estudio de las lenguas orientales como tarea previa a la predicación del evangelio y a la conversión de los infieles. Llull quiso fundar en Mallorca un colegio que tendría esta finalidad. A finales del siglo XV, en Florencia, Savonarola intentó hacer del monasterio de San Marco un centro de estudios parecido; allí depositó la rica biblioteca de Cosme y Lorenzo el Magnífico de Médicis; allí daba clases de hebreo un judío convertido como lo harán otros conversos en Alcalá; aquella actividad académica tenía un objetivo misionero, más que científico: la conversión de los infieles. Esto es lo que Cisneros quiso desarrollar en Alcalá; Llull y Savonarola lo soñaron; Cisneros lo realizó.
Además, Cisneros no es precisamente un doctor; es lo que se llamaba entonces un contemplativo[451]. La observancia que abraza en 1484 es un movimiento de reforma y de espiritualidad que se inspira de las directrices de los reformadores franciscanos de la Baja Edad Media. Ahora bien, estos veían en los estudios y en los libros un estorbo para la espiritualidad auténtica. Contraponían a la teología escolástica —la que procedía por razonamientos y disputas, una teología que hincha y desvanece—, la teología mística y la ciencia de los santos. A finales del siglo XIV, fray Pedro de Villacreces y sus seguidores menospreciaban las actividades intelectuales y los privilegios de los letrados; ensalzaban la «santa simpleza» frente a la «ciencia mundanal». «Más aprendí en la celda llorando en tiniebla que en Salamanca o en Tolosa o en París estudiando a la candela», solía decir Villacreces. Estimaba más a los «santos necios» que a los «santos letrados»; según él, los frailes de la observancia deberían presumir de ser llamados burros con dos pies («asini bipedales»). A mediados del siglo XV, otro reformador de la observancia franciscana, fray Lope de Salazar y Santos, alababa también la «santa necedad» y aconsejaba a sus discípulos que, en vez de leer las obras estériles de los doctores escolásticos[452], se dedicaran más bien a meditar los escritos de san Francisco de Asís, santa Clara, san Agustín…
Cisneros se forma en aquel ambiente, propio de los eremitorios y casas de recogimiento que tenían los franciscanos observantes en la Alcarria y otras zonas de Castilla. Desde luego, Cisneros es hombre capaz de matizar aquellas directrices generales. Él no desprecia la ciencia —lo va a demostrar con creces— y es un gran sabio, aunque no haya dejado ningún escrito. Pero sitúa la ciencia —incluso la ciencia de Dios, la teología— en su lugar, después de la vida espiritual.
Así se entiende mejor la peculiaridad de Alcalá en el mapa universitario de Castilla a principios del siglo XVI. Las disciplinas fundamentales son:
1) las artes liberales —latín, filosofía natural, lógica—, concebidas como propedéutica y preparación necesaria para emprender estudios especializados de teología.
2) los idiomas —griego, hebreo—, imprescindibles para interpretar la Biblia.
3) la teología.
En Alcalá, se trata de formar no humanistas ni eruditos, sino clérigos capaces de entender y explicar el dogma cristiano y sus fuentes, concretamente, la Biblia[453]. Para la teología, la novedad de Alcalá son las «tres vías» entre las cuales los estudiantes pueden elegir: el tomismo —o sea, el sistema filosófico y teológico de santo Tomás de Aquino, que es el sistema preferido por la orden dominicana, pero que todavía no es la doctrina oficial de la Iglesia católica—, el escotismo —sistema de Duns Escoto, más bien propio de la orden franciscana— y el nominalismo, cuyo principal exponente había sido, en el siglo XIV, Guillermo de Ockham: según aquella teoría, las ideas o conceptos no tenían existencia real; lo que existía eran voces, palabras, nombres que se referían a cosas individuales, no colectivas. Al disponer que los estudiantes pudieran elegir libremente el sistema filosófico y teológico, lo que quería Cisneros era desterrar el dogmatismo, no imponer de manera autoritaria una escuela determinada, sino admitir cierto pluralismo doctrinal. A principios del siglo XVI, el nominalismo no era exactamente una novedad, ya que llevaba siglo y medio de existencia en varias universidades europeas, pero todavía no se había introducido en España; de ahí el interés con el que, desde el principio, se recibió la iniciativa de Cisneros. Por eso, gozó de gran prestigio en Alcalá, con centenares de estudiantes frente a los trece oyentes de santo Tomás o los quince de Escoto[454]. A partir de 1508, la moda del nominalismo se extendió a toda España y Salamanca no tuvo más remedio que seguir la corriente[455]. No deja, sin embargo, de llamar la atención la contradicción que supone la introducción simultánea en la Universidad de Alcalá del griego y del nominalismo; como observa Francisco Rico, se trata de dos orientaciones opuestas: el griego como expresión del humanismo renacentista y el nominalismo, muy discutido y criticado, como expresión típica del escolasticismo decadente; era la doctrina que suscitaba los mayores recelos por parte de los espirituales y la criticaban también los humanistas, por abstracta, abstrusa, inútil e incluso ineficaz: era incapaz de ayudar a los estudiosos en la búsqueda de la verdad; los «pseudodialécticos» contra los que arremete Luis Vives en torno a 1510 son precisamente los doctores nominalistas de París[456]… A pesar de todo, Cisneros admite el nominalismo como una de las tres vías que los estudiantes de Alcalá pueden elegir, señal de que el arzobispo de Toledo es todo menos un fanático; tolera lo que a todas luces él mismo debía censurar.
Tanto interés como las prioridades tienen las exclusiones. Por decisión personal de Cisneros, en Alcalá las constituciones recomiendan que no se admita en el Colegio Mayor de San Ildefonso a ningún estudiante que quiera cursar las carreras de Medicina y de Derecho, ya que esta no es la vocación de un centro universitario destinado a fomentar las artes liberales y la teología[457]; como máximo, se podrá tolerar que, una vez obtenido el bachillerato de Teología —lo que supone por lo menos cuatro años de estudios—, uno pueda dedicarse al derecho o a la medicina, con tal de que lo haga en sus horas libres y nunca de manera seguida o principal[458]. Este rechazo del derecho y de la medicina se explica por el motivo ya indicado: en la Universidad de Alcalá se trata de formar a la élite clerical del reino, no de preparar para una determinada carrera más o menos lucrativa. Para ello, en Castilla, ya existen dos universidades prestigiosas —las de Salamanca y Valladolid—; no es el objetivo contemplado por Cisneros el hacerles competencia en aquellos dos campos.
En lo que se refiere concretamente al derecho, pueden aducirse otros dos motivos que permiten explicar su exclusión de las disciplinas estudiadas en Alcalá. El primero es de orden personal. Desde sus años de estudiante, Cisneros sentía una profunda aversión por aquella disciplina que le había permitido abrirse camino en la vida, pero le había dejado insatisfecho. Recién instalado en Sigüenza, se dedicó con entusiasmo a las «letras divinas» («divinarum literarum studium») y, para ello, empezó a estudiar hebreo y caldeo; en cuanto al derecho, era tal el asco que le tenía que declaró a varios interlocutores que, de ser posible, vomitara todo lo que había ingurgitado de aquella disciplina[459].
Conviene añadir a aquella reacción personal una dimensión más amplia: en el rechazo del derecho se adivina además el eco de debates contemporáneos: la doble rivalidad, por una parte, de letrados y caballeros, y, por otra, la de juristas y teólogos. Ya comentamos la primera al evocar la querella de las armas y las letras: para los cargos de justicia, Cisneros confiaba en los letrados, pero, tratándose de la gobernación de ciudades y distritos, prefería los caballeros de capa y espada.
El recelo de Cisneros hacia los letrados es también, en buena parte, el que sienten los teólogos. Para estos, el letrado es el abogado dispuesto a defender cualquier causa con tal de recibir el salario correspondiente, o bien el funcionario acostumbrado a acatar los deseos de los reyes; está pagado para ejecutar órdenes y suministrar argumentos jurídicos a favor de la política oficial. En cambio, el teólogo se preocupa solo —al menos, en teoría— de averiguar la verdad. Recuérdense, al respeto, las palabras preliminares del profesor Francisco de Vitoria al pronunciar, en 1538, desde su cátedra de Salamanca, su famosa relección sobre la política colonial de España (De Indis): si alguien saliese al paso diciendo: ¿a qué viene ahora examinar la justicia de lo que se ha llevado a cabo en las Indias desde 1492? El asunto ya ha sido tratado y resuelto por los expertos, en este caso, por los letrados. Precisamente, contesta Vitoria: este asunto no les corresponde a los letrados, porque ellos no son competentes en aquellos temas que interesan a las leyes divinas más que las humanas; en un asunto de tanta trascendencia como el de la política colonial, tratándose del fuero de la conciencia, a los teólogos y no a los letrados les corresponde terciar.
El recelo de los teólogos no se limita a los letrados laicos, sino que se extiende a los eclesiásticos que se han especializado en el derecho canónico. Estos últimos tampoco son de fiar, a juicio de los teólogos. El enfrentamiento existe en el seno de una institución como la Inquisición. En 1545, el inquisidor Diego de Simancas afirmaba que, por experiencia, en España se había llegado a la conclusión de que «es más útil elegir inquisidores juristas que teólogos». Tratándose de cuestiones de dogma, y concretamente de situar a partir de qué momento un reo se apartaba de la ortodoxia, parecería lógico, sin embargo, apoyarse en teólogos más que en canonistas. Pero, desde el principio, se prefirió nombrar a juristas para las plazas de inquisidores. Esta es la razón por la cual los tribunales tenían que acudir a las calificaciones de los teólogos para determinar la importancia y el alcance de las delaciones por herejía. La tendencia no hizo sino acentuarse a lo largo del siglo XVI, a pesar de la opinión de algunos, como Carranza, que abogaban por los teólogos, alegando que se requería finura teológica para juzgar con rectitud en materias de fe. Pero, ya en aquella época, la Inquisición se inclinaba decididamente hacia los juristas. El inquisidor general Valdés, por ejemplo, favorecía abiertamente a los canonistas, insistiendo en que era menester la pericia procesal de los juristas. Después de Valdés, la tendencia a nombrar inquisidores juristas y no teólogos llegó a ser abrumadoramente mayoritaria, lo cual tuvo por lo menos dos consecuencias graves: la primera, que los procesos se alargaron de una manera considerable; la segunda, que casi todos aquellos procesos terminaron con condenas a los reos; como se decía en la época, «si una vez prendían a un hombre, aunque no hubiese hecho por qué, le habían de levantar algo porque no pareciese que lo habían prendido livianamente[460]».
En cambio, se llegó a pensar, en el siglo XVI, que los canonistas no eran precisamente los más indicados para ser nombrados arzobispos u obispos y desempeñar labores apostólicas. Esta era, por ejemplo, la opinión de un Miguel de Medina (De recta in Deum fide) y nada menos que la de un Domingo de Soto, quien llegó a pensar que un zapatero sería preferible a un jurista en un obispado. Diego de Simancas, canonista, se vio en la obligación de añadir una segunda parte a su tratado De catholicis institutionibus a fin de defender el honor de sus colegas juristas[461].
Al rechazar el derecho, Cisneros se mostraba, pues, muy representativo de una corriente que se iba a confirmar después de su muerte en algunos sectores de la sociedad castellana. No pudo, sin embargo, imponer completamente su punto de vista; la presión social fue tal que no tuvo más remedio que volverse atrás en parte. No transigió en la exclusión del derecho civil —disciplina que solo tendrá cabida en Alcalá después de la muerte del cardenal—, pero, con el pretexto de atender a las necesidades de la diócesis de Toledo, accedió a que se crearan dos cátedras de Derecho Canónico («professores sacrorum canonum»). También acabó Cisneros por consentir que se crearan dos cátedras de Medicina. En definitiva, en las llamadas antiguas constituciones (las de 1510), se autorizó la creación de las siguientes cátedras: tres de Teología (nominales, Escoto, santo Tomás[462]); dos de Lógica y Filosofía Natural[463]; dos de Medicina; una de Griego[464]; una de Hebreo[465]; una de Retórica[466]; dos de Derecho Canónico.
Cisneros quiso también dejar en Alcalá una cátedra dedicada al ideario de Ramón Llull, «como doctrina singular, que la tenía por escuela particular[467]». Ya sabemos que el cardenal era gran lector y admirador de la obra del mallorquín en sus tres vertientes principales: el mesianismo de la Cruzada, el pensamiento místico-filosófico y el conocimiento de los idiomas —hebreo, caldeo, griego…— como preparación imprescindible para el estudio de la Sagrada Escritura. Nicolás de Pax fue el encargado de enseñar la doctrina de Llull en Alcalá[468].
Muerto Cisneros, la Universidad de Alcalá estuvo a punto de ser trasladada a otro lugar[469], dada la hostilidad que, desde el principio, manifestaran el municipio y el vecindario; varios incidentes ocurridos en 1518 contribuyeron a aquel proyecto[470]. Madrid y Guadalajara estaban dispuestas a acoger la universidad[471]. Madrid renunció: se temía que el bullicio estudiantil causara aprensión y que, por ello, dejara la corte de acudir como solía. La revolución comunera dividió hondamente a profesores y estudiantes. Los dos bandos enfrentados correspondían, más o menos, a orígenes geográficos: los ultramontanos (andaluces) eran más bien anticomuneros; los cismontanos (castellanos), comuneros[472]. Aquellas divisiones afectaron la vida de la universidad; algunos de los que colaboraran con Cisneros fueron apartados; Pedro de Lerma, que fue el primer chanciller, tuvo que dimitir de su cargo; se fue a París y ya no volvió a España; Hernán Núñez —el «comendador griego[473]»—, que se había comprometido con el obispo Acuña, se fue a Salamanca… Aquel ambiente impidió que se realizara el traslado a Guadalajara. La universidad se quedó en Alcalá, pero ya sin las características que había diseñado su fundador; se convirtió en una universidad más de las que existían en Castilla, una de las tres principales, junto con las de Salamanca y Valladolid. En 1836, la universidad sufrió los efectos de la desamortización de Mendizábal. Los prestigiosos edificios labrados a costa del cardenal Cisneros se vendieron al mejor postor. Afortunadamente, una reacción cívica se opuso a su desaparición. Los vecinos de Alcalá formaron una sociedad que compró, por 60 000 reales, unos edificios universitarios que se habían vendido por 12 000, una primera vez[474]… En 1975, la Universidad de Alcalá volvió a su destino, reanudando sus tareas pedagógicas y científicas, recogiendo dignamente el ilustre legado de su fundador.
LA BIBLIA POLÍGLOTA
La Universidad de Alcalá tenía como fin elevar el nivel cultural del clero, dándole una formación superior en teología y en la Sagrada Escritura. Cisneros quiso ofrecer a la Iglesia católica el instrumento apropiado para favorecer este segundo objetivo, publicando una Biblia que estuviera conforme con los avances de la ciencia escrituraria. Ya hemos visto que, desde sus años de Sigüenza, él gustaba de profundizar sus conocimientos bíblicos y, para ello, estudiaba hebreo, caldeo y griego. En Toledo, en 1502, nos dice Vallejo que solía reunirse con unos sabios hebraístas y helenistas para comentar algún pasaje de la Biblia[475]. En estas reuniones toledanas se empezó a «entender en la traducción de la Biblia», como dice Vallejo. En la carta al papa León X que figura al comienzo del primer volumen de la Biblia Complutense, Cisneros expuso cuáles eran los motivos que le empujaron a emprender una edición en la que vendrían los textos originales y su traducción en griego y en latín. ¿Por qué publicar los originales? Porque ninguna traducción —comenta Cisneros— es capaz de transmitir fielmente la fuerza y las características del original, y esto, que es cierto para cualquier lengua, lo es aún más tratándose de la lengua en la que habló Cristo; conviene, pues, oír la palabra de Cristo sin pasar por la mediación de un intérprete. Esta opinión de Cisneros, cualquier humanista de su tiempo pudo hacerla suya: nada puede suplir el texto original; las traducciones y las glosas son útiles, desde luego, pero siempre es preferible acudir a los textos originales. Quienes desean dedicarse al estudio de la Biblia, continúa Cisneros, solo disponen, por lo general, de traducciones, que son como arroyuelos, pero no pueden satisfacer su sed bebiendo de la fuente misma de la que surge la verdad; por eso él ha decidido imprimir los textos originales acompañados de traducciones.
El objetivo es, pues, dar nueva vida a los estudios bíblicos. ¿Cómo realizar aquel propósito? Cisneros constata que los manuscritos latinos de la Biblia presentan entre sí numerosas variantes; existen buenas razones para creer que la ignorancia o la negligencia de los copistas alteró muchas veces los textos. Cisneros pide a los editores de la Políglota que corrijan los libros del Antiguo Testamento según el texto hebreo y los del Nuevo según el texto griego, pero sin cambiar nada en las lecciones comúnmente aceptadas en los manuscritos más antiguos. Esto resuelve el problema de las traducciones que se usaban en la Iglesia: la traducción griega del Antiguo Testamento, llamada «de los Setenta», y la traducción latina de san Jerónimo —la Vulgata—[476]; lo que quiere Cisneros es ofrecer una edición crítica fiándose de los mejores manuscritos, no realizar una nueva traducción griega o latina.
Este punto de vista no era el de los humanistas. Nebrija, encargado de revisar la Vulgata, pretendía dirimir las discrepancias entre los códices latinos, cotejándolos con los textos hebraico, caldaico y griego[477] y, de esta manera, elaborar una nueva traducción latina, como hará Erasmo en 1516 al publicar su edición bilingüe —en griego y en latín— del Nuevo Testamento. Cisneros se opuso a este propósito: Nebrija debía limitarse a corregir lo que estaba viciado en la Vulgata a partir de los mejores manuscritos existentes, pero conservando la Vulgata tal como la Iglesia católica la había admitido a lo largo de los siglos[478]; la Vulgata era, en efecto, por así decirlo, la versión oficial de la Iglesia; había que considerarla como la sola «auténtica», entendiendo esta palabra, no en el sentido que tiene ahora —«verdadero, exacto»—, sino como sinónimo de «versión autorizada[479]». Nebrija, en desacuerdo con Cisneros, prefirió retirar su colaboración a la Biblia Políglota.
El incidente permite aclarar las intenciones del cardenal. El no se sitúa en una perspectiva estrictamente científica: publicar una edición crítica conforme a los criterios del humanismo. Su intención es distinta; quiere que la ciencia de los humanistas sirva para fines pedagógicos: ofrecer a los lectores cultos un instrumento serio para estudiar, comentar y meditar la Sagrada Escritura. Desde este punto de vista, se comprende su voluntad de acatar la autoridad de la Vulgata, que la Iglesia católica siempre ha visto como un texto digno de respeto; hay que seguir considerándola como tal. Ello no significa que Cisneros esté reñido con el humanismo ni con Nebrija. Curiosamente, Nebrija y Cisneros tienen el mismo criterio en lo que se refiere a la edición de textos. Escribe el primero, en su Apología: «siempre que en el Nuevo Testamento haya alguna diversidad entre los libros latinos, recurramos a los griegos y siempre que en el Antiguo Testamento difieran los códices latinos entre sí o con los griegos, recurramos a los hebreos; o sea, que en las dudas siempre hay que recurrir a la lengua procedente». En el prólogo de la Políglota, Cisneros no dice otra cosa[480], solo que la traducción griega de los Setenta y la Vulgata latina merecen un tratamiento especial, por ser versiones autorizadas en la Iglesia por una larga tradición[481]. Este criterio no fue utilizado de forma sistemática salvo en contadas ocasiones. En libros como el de Jeremías los complutenses notan diferencias entre el griego y el hebreo y, sin embargo, mantienen la validez de la versión de los Setenta y advierten en el prólogo que debe respetarse el texto sin corregirlo a partir del hebreo. Este criterio dio lugar, andando el tiempo, a una larga polémica a propósito del valor científico de la Biblia Complutense. Por lo general, a pesar de la voluntad deliberada de no apartarse en lo esencial de la versión de los Setenta o de la Vulgata, se la sigue considerando como una obra de gran mérito e incluso como muy representativa del humanismo contemporáneo, pero algunos pasajes no han dejado de llamar la atención de críticos escrupulosos[482].
La empresa exigía un material de imprenta adecuado, documentos y personal capacitado. Todo ello suponía gastos elevadísimos que costearon enteramente las rentas del arzobispado de Toledo; a juicio de Quintanilla, toda la obra costó más de 50 000 escudos de oro.
De la labor material de imprenta se hizo cargo Arnao Guillén de Brocar, de origen francés, que se había instalado en España —primero en Pamplona, luego en Logroño— y que, en 1511, se trasladó a Alcalá de Henares a petición de Cisneros, precisamente para trabajar en la edición de la Biblia. Brocar fue quien fundió los elegantes caracteres griegos y hebreos, al parecer, los primeros que se conocieron en España.
Se buscaron en toda Europa los mejores manuscritos y códices de textos bíblicos, que se compraron o se copiaron sin reparar en esfuerzos ni en gastos[483]. Muchos se encontraron en la misma España, sea en alguna biblioteca pública —como la de la Universidad de Salamanca—, sea en una de las muchas sinagogas que existieron antes de la expulsión de los judíos, en 1492[484]. Cisneros hizo comprar otros en Italia o los pidió prestados a la Biblioteca Vaticana, a la Biblioteca Laurenciana de los Médicis de Florencia o al Senado de Venecia.
Para preparar, en vista de la edición, aquel material bibliográfico —códices originales, copias, manuscritos—, se requerían eruditos especialmente competentes y preparados por sus estudios anteriores. Entre los humanistas, imprescindibles para la edición de textos griegos y latinos, y su traducción al latín, estaban Hernán Núñez, Diego López de Zúñiga, Juan de Vergara, Bartolomé de Castro, el cretense Demetrio Ducas —que ya había trabajado en la academia veneciana de Aldo Manucio—… Hemos visto que Nebrija, en desacuerdo con los criterios científicos definidos por Cisneros, no quiso seguir adelante en la labor editorial. Es muy conocida y comentada la invitación que le cursó el cardenal a Erasmo para que viniera a colaborar en la Biblia Políglota[485]. Erasmo no aceptó la invitación («Non placet Hispania»), al parecer porque no le gustaba el ambiente semitizado que se respiraba en España[486].
Para los textos hebreos, caldaicos y arameos, Cisneros no dudó en pedir su colaboración a conversos tales como Alfonso de Zamora, Pablo Coronel o Alfonso de Alcalá. Consideraba que, precisamente por haber frecuentado la sinagoga antes de su conversión y estudiado los textos hebreos de la Biblia, de la Torá y del Talmud, eran mucho más competentes que otros para los pasajes de difícil interpretación. En otras palabras, Cisneros no tuvo ningún escrúpulo en recurrir a la verdad hebraica, cosa que, en la segunda mitad del siglo XVI, la Inquisición censurará con saña en fray Luis de León y en los hebraístas de Salamanca Grajal y Martínez Cantalapiedra[487]. Esta es una más de las facetas originales de Cisneros, de su amplitud de miras y de su inteligencia; una vez más se demuestra que fue todo lo contrario de un fanático.
La Biblia Políglota de Alcalá —comúnmente llamada Complutense— consta de seis volúmenes. El Antiguo Testamento ocupa los cuatro primeros. En el inicial, las tres cuartas partes superiores de cada página van divididas en tres columnas: la de la izquierda lleva el texto griego de los Setenta con una traducción latina interlineal, la del centro la versión latina de la Vulgata y la de la derecha el texto hebreo, disposición que, en el prólogo, se compara con Jesús crucificado entre dos ladrones, o sea, la Iglesia de Roma entre la Iglesia griega y la sinagoga; la parte inferior se compone de dos columnas con el texto caldeo y su traducción latina. Los tomos II, III y IV no llevan versión caldea; por lo tanto, solo quedan las tres columnas antedichas: griego, latín, hebreo. El tomo V contiene el Nuevo Testamento griego, con versión latina literal, y la Vulgata. El tomo VI es un apéndice con vocabulario hebreo y arameo y una gramática hebrea[488]. El texto de la Vulgata está en gótica en todos los volúmenes; el griego del Antiguo Testamento, en cursiva, y el del Nuevo, en minúscula. El diseño tipográfico es de una gran complejidad, ya que aparecen en una misma página distintos alfabetos con distintos cuerpos.
El primer volumen en salir de las prensas de Brocar, el 10 de enero de 1514, fue el tomo V, correspondiente al Nuevo Testamento —que contenía además versos de alabanza para Cisneros, de Demetrios Ducas y Niketas Faustu, en griego, y de Juan de Vergara, Hernán Núñez y Bartolomé de Castro, en latín—, seguido, unos meses después, por el tomo VI. A pesar de la prisa de Cisneros[489], solo el 10 de julio de 1517 se imprimió el último volumen, correspondiente al tomo IV del Antiguo Testamento. Fue Juan de Brocar, el hijo del impresor, que entonces era un niño pequeño, quien, vestido de gala («eleganter vestitum») fue a entregar el volumen a un Cisneros emocionado[490]. La tirada debió de ser de unos seiscientos ejemplares, o pocos más. Para poner los libros a la venta, se requería la aprobación del Papa. Guillén de Brocar viajó a Roma con varios ejemplares para solicitar dicha aprobación, que el Papa tardó más de dos años —no lo hizo hasta el 22 de marzo de 1520— en firmar. Mientras tanto, muerto Cisneros, la corte del joven rey don Carlos pretendió hacerse con los ejemplares de la Biblia que el arzobispo, en su testamento, destinaba al Colegio de San Ildefonso. En 1520, el cardenal Adriano, gobernador del reino en ausencia de don Carlos, zanjó el litigio a favor de la Universidad de Alcalá. Ahora bien, hacía falta que el Papa visara todos los ejemplares. Estos fueron, pues, trasladados desde Alcalá hasta Valencia, luego embarcados con destino a Roma. Quiso la mala suerte que el barco se hundiera con casi todos los ejemplares a bordo; solo se salvaron unas decenas[491]. Esto explica que la Complutense de Cisneros apenas tuviera difusión en el siglo XVI a pesar de sus méritos científicos: era la primera vez que se imprimía todo el Nuevo Testamento griego; dos años después de la impresión del tomo V, en 1516, Erasmo publicó su propia edición, a todas luces inferior[492]; el texto griego del Antiguo Testamento, tal como se imprimió en Alcalá, puede considerarse como edición príncipe de la versión de los Setenta; es anterior a la edición Aldina que se publicará en Venecia en 1518.
EL IDEARIO DE CISNEROS
La Biblia Políglota solo podía interesar a una élite de clérigos. Como hemos dicho, aquella empresa no se sitúa en una perspectiva estrictamente humanista. Con esto no se quiere insinuar que Cisneros se desentendiera de la cultura humanista tal como se estaba elaborando en su tiempo. Como prueba de lo contrario, se puede citar el proyecto que tuvo el cardenal de costear una gran edición de las obras de Aristóteles: el texto griego vendría acompañado por una traducción latina y una paráfrasis que permitiese entender el pensamiento del autor; Juan de Vergara era quien debía coordinar la empresa, pero la Políglota absorbió todas las energías de los complutenses; después de la muerte de Cisneros, el proyecto fue abandonado[493]. Ahora bien, Cisneros no era precisamente lo que hoy llamaríamos un intelectual; era un contemplativo, lo cual —como ya señalamos— no es incompatible con la actividad que llevó a cabo como estadista y como reformador. Lo mismo cabe decir de dos de los hombres que más influyeron en la formación del ideario de Cisneros: Ramón Llull y Savonarola; ambos fueron contemplativos —incluso místicos— y, sin embargo, pusieron manos a la obra para tratar de llevar a la práctica sus ideas. Más que en las élites clericales y sociales, Cisneros piensa en el pueblo cristiano, al que es preciso rescatar de su miseria material, cultural y espiritual.
Tres fueron las fuentes principales que inspiraron a Cisneros: la observancia franciscana, Ramón Llull y Savonarola. No son exclusivas, sino solidarias unas de otras, pero cada una tiene una nota dominante: al movimiento franciscano de la observancia se deben los esfuerzos de Cisneros a favor de una religión que no se limite a las formas exteriores de un culto rutinario, sino que se preocupe por desarrollar una auténtica espiritualidad popular en medios —laicos, mujeres…— habitualmente descuidados por la élite clerical. Ramón Llull es quien confirma en Cisneros el afán misionero y milenarista que culmina con el proyecto de Cruzada y la conversión de los infieles. Savonarola es el que más influyó en Cisneros a la hora de reformar la Iglesia, no solo en Roma, sino en toda la cristiandad. Conviene insistir en la idea de que aquellas tres orientaciones son solidarias: la observancia no se desentiende del mesianismo y del milenarismo; Llull es a la vez un místico y un promotor de la Cruzada; Savonarola procura reformar la Iglesia al mismo tiempo que intenta favorecer una religión popular en Florencia.
A finales de la Edad Media, en España, como en el resto de la cristiandad, se aprecia la búsqueda de formas de vida religiosa más apropiadas: menos formalismo y más interioridad, deseo de salvarse por medio de una fe intensa, apoyada en la Biblia y lecturas espirituales. Los cristianos aspiran a una religión que les ayude a bien vivir y a bien morir, que no se reduzca a unas oraciones mecánicas y a una conducta más o menos formal. Se siente la necesidad de recurrir a un cristianismo interior intensamente vivido, y no solo a un culto externo. Lo que se cuestiona entonces es la misma esencia de la vida religiosa. La religión es a la vez una fe y una ética; consiste en unas creencias, sintetizadas en dogmas, y al mismo tiempo una praxis, una exigencia moral: espíritu y obras. Había que reaccionar contra el proceso de profesionalización que tendía a reservar el saber y la vida espiritual a una élite de clérigos y de doctos, proceso que traía como consecuencia una marginación progresiva de los que no habían estudiado o, mejor dicho, de aquellos cuyos conocimientos no habían sido reconocidos por un título universitario: estos constituían la inmensa mayoría del pueblo cristiano. Reacción a dicho proceso fue primero el movimiento de la devotio moderna, en el que se puede observar un aspecto tradicional (la verdadera sabiduría no es monopolio de los doctores), pero también la intuición de que no todo se reduce a la ciencia y a las formas religiosas oficiales y recomendadas, la toma de conciencia de que la realidad es mucho más compleja y rica, y que todos pueden llegar a una vida espiritual auténtica. Los movimientos de renovación espiritual responden, pues, a una auténtica demanda social que no encuentra una respuesta adecuada por parte de la Iglesia oficial. La gente común busca una vía más directa y una comunión más personal con Dios. La espiritualidad empieza a interesar a muchos que no son ni clérigos ni frailes.
Ante aquella demanda, el mundo clerical se divide entre espirituales y doctores, como se dirá a mediados del siglo XVI. Frente a los franciscanos, que están dispuestos a favorecer las exigencias de interioridad, la mayoría de los dominicos mostrarán mucha reticencia a la hora de recomendar la oración mental. Los primeros —los espirituales— opinan que la ciencia de los teólogos es incapaz de comprender sus dudas y sus problemas; ellos oponen experiencia y especulación, privilegiando siempre la primera. Los doctores —mayoritariamente dominicos— se muestran más bien suspicaces y reacios ante la espiritualidad, la contemplación, la oración; según ellos, la sana doctrina escolástica —el tomismo— enseña que no hay amor sin conocimiento previo de lo que se ama; ¿cómo pueden, pues, pretender los espirituales amar a Dios sin conocerlo previamente? La postura de Melchor Cano en el debate no puede ser más tajante: experimentum fallax; la experiencia puede ser engaño e ilusión; no hay que fiarse de ella, sino atenerse a la especulación teológica, a la ciencia de los doctores, a la escolástica. Esto es lo que, a mediados del siglo XVI, objetará Cano a Carranza[494]. Es lo que, en su libro sobre El pensamiento de Cervantes (1925), Américo Castro describe como característico del panorama intelectual de la España de aquella época: la supremacía del docto, la fe en la cultura, el desdén por la masa ignorante, en una palabra: el despotismo de la inteligencia, que lleva, por una parte, a mantener a raya a la masa ignorante e inculta y, por otra, a mirar con recelo e inquietud todo lo que se aparta de las normas fundadas en las doctrinas aprobadas.
En este debate Cisneros se hubiera puesto del lado de Carranza contra Cano, de los espirituales contra los doctores, porque opinaba, como Llull y Savonarola, que la contemplación vale más que la ciencia. Cisneros supo captar aquella tendencia hacia una religión más vivida, hacia un cristianismo interior parecido al que recomienda Erasmo, tendencia que presenta dos vertientes: una elitista, por así decirlo, la que se expresa por medio de la reforma de las órdenes mendicantes y del clero secular, y otra, popular, que atrae a gentes —hombres y mujeres— con poca instrucción, a veces analfabetas. Ya hemos dicho algo de la primera: en los conventos, Cisneros favorece a los observantes contra los conventuales; en su diócesis procura que el clero esté a la altura de sus misiones. Pero Cisneros no descuida el otro aspecto: el movimiento de renovación que se da en la cristiandad a finales de la Edad Media; al contrario, lo protege y lo favorece.
Por las mismas fechas en las que se preparaba la ingente edición de la Biblia Políglota, el cardenal se dedicaba a fomentar otro tipo de publicaciones destinadas no a una élite de la cultura, sino a sectores sociales mucho más amplios. Se trataba nada menos que de poner al alcance de todos los que sabían leer unas obras que les permitiesen progresar en las prácticas de la religión e incluso en la vía de la espiritualidad.
Y es que, junto con el Cisneros estadista, economista, reformador, mecenas, protector de las ciencias y buenas letras, existe otro Cisneros, el adepto del mesianismo de Llull y de Savonarola, el fraile que se encuentra a gusto en el mundo de las visiones, revelaciones, profecías… Juan de Vergara, que fue su secretario, nos informa del interés de Cisneros por aquella temática: «Tenía grande espíritu de las cosas de Dios y aficionábase a personas espirituales y contemplativas y de extraña y extremada vida y conversación; y hacía mucho caso de revelaciones y transportamientos de personas devotas[495]». Cuenta Vallejo que, durante su estancia en Granada, en 1499-1500, Cisneros cayó gravemente enfermo. En aquella ocasión, no dudó en fiar su salud a una curandera morisca de ochenta años que cuidó de él «con ungüentos, sin dar purgas ni sangrías ni otras melecinas» y, en ocho días, le devolvió la salud[496]. Esto, que podría interpretarse como anécdota sin importancia, en realidad, revela una personalidad que no se arredra ante lo que, a primera vista, tiene visos de irracional. Más interés presenta la protección que da el cardenal a los grupos de devoción que pululaban en España a finales de la Edad Media, en torno a algunas beatas cuyo comportamiento no dejaba a veces de ser sospechoso.
Cabe, en primer lugar, llamar la atención sobre sor María de Santo Domingo, la Beata de Piedrahíta, probablemente devota de Savonarola más que alumbrada avant la lettre. Aquella terciaria de la orden dominicana era una mujer singular: tenía dotes de bailarina y también de jugadora de ajedrez[497]. Suscitó la admiración por sus abstinencias, sus penitencias y fenómenos sobrenaturales: arrobos, revelaciones, visiones, profecías, etcétera. Al mismo tiempo, algunas actitudes raras sorprendían e incluso escandalizaban a los que eran testigos de ellas: la beata solía recibir visitas, de noche; se quedaba en la cama y los hombres se sentaban muy cerca de ella; se hablaba de besos y abrazos públicos o solitarios con los que la asistían en sus arrobos. En 1510, el papa Julio II designó a su nuncio en España y a los obispos de Burgos y de Vich como examinadores de la beata, pero Cisneros, inquisidor general, la consideró «representación viva y material del misticismo». El 23 de marzo de 1510, por recomendación de Cisneros, la Inquisición declaró que «su persona [de sor María], vida y santidad son recomendables […], que su doctrina es muy útil y encomiable […] y que la dicha Sor María debe ser incitada a que persevere con redoblado fervor en su servicio del Señor[498]».
Un caso parecido es el de Juana Vázquez Gutiérrez (1481-1534), en religión sor Juana de la Cruz. Había nacido en Azaña —hoy: Numancia de la Sagra[499]—, localidad situada al norte de Toledo. Cuando cumplió los quince años, su familia quiso casarla con un caballero rico, pero ella, disfrazada de hombre, huyó de la casa paterna para realizar su deseo de consagrarse a Dios en el Beaterio de Santa María de la Cruz de Cubas, que convirtió en monasterio. Allí profesó al año siguiente con el nombre de Juana de la Cruz. Siempre fue algo enfermiza, pero a partir de 1505 sufrió periodos de sordera y afasia; acabó paralítica e incapaz de levantarse. Fue entonces cuando empezó a tener fama de contemplativa. Ella misma se decía alumbrada de Dios; tenía arrobos y revelaciones; predicaba sermones que luego fueron reunidos bajo el título de Conorte[500]; acudieron a escucharla grandes personajes de la época, entre ellos Cisneros; repartía rosarios que, durante sus éxtasis, llevaba su ángel de la guardia y que eran muy cotizados por sus virtudes milagrosas. Cisneros la protegió contra todos los ataques; incluso le concedió el privilegio de nombrar el párroco de Cubas; el primero que nombró fue su hermano sacerdote. Pero en agosto de 1512 una circunstancia vino a enfriar el entusiasmo del cardenal. Se presentó entonces ante la beata un fraile franciscano que le dijo «que, estando en oración, había alcanzado de Dios un mandamiento que le mandaba que engendrase un hijo en una persona santa, el cual era muy necesario que naciese en este tiempo». Tanto el custodio de Toledo como Cisneros se quedaron consternados. Sor Juana murió el 3 de mayo de 1534. Enseguida fue proclamada santa por el pueblo, llegando a recibir culto público. En el siglo XVII varios autores la tomaron como tema de sus comedias, siendo la más famosa La santa Juana, de Tirso de Molina.
Llama la atención el número relativamente elevado de mujeres que se conocen con este nombre de beatas, es decir, de personas que se ejercitaban en la virtud y llevaban hábito religioso sin vivir en comunidad, bien fuese sin someterse a regla determinada, bien observando la de alguna orden religiosa, por ejemplo la dominicana o la franciscana[501]. Aquel fenómeno forma parte del movimiento que ya señalamos como característico de los años finales de la Edad Media: inquietudes religiosas, afán por encontrar modos de vida que se aparten de la rutina habitual y estén acordes con exigencias espirituales, movimiento que nace y se desarrolla a partir de determinados conventos —franciscanos observantes, sobre todo, pero algunos también dominicanos— y se extiende fuera de los monasterios. Biblismo, inclinación a la interioridad, oración, gusto de revelaciones, estos serían los rasgos que con más frecuencia se aprecian en aquella tendencia, es decir, una serie de fenómenos que parecen anticiparse a lo que, unos diez años después, en el reino de Toledo, se llamará iluminismo, recogimiento o dejamiento[502]. El iluminismo se esboza por aquellos años en Guadalajara, en torno a la beata Isabel de la Cruz y en relación con los conventos franciscanos de la Alcarria, especialmente el de la Salceda. Isabel de la Cruz y su discípulo Pedro Ruiz de Alcaraz serán detenidos por la Inquisición en 1524[503]. Junto a Isabel de la Cruz se detuvo a María de Cazalla, hermana de Juan de Cazalla, franciscano y capellán del cardenal Cisneros, a quien acompañó en la expedición a Orán. La Alcarria, y más concretamente la Salceda, aparece, pues, como un foco del futuro movimiento alumbrado. La espiritualidad que se iba a desarrollar a partir de la década de 1520 presentará por lo menos dos facetas, la una —el recogimiento— perfectamente compatible con la ortodoxia católica, la otra —el dejamiento— mucho más discutida por las autoridades eclesiásticas y por la Inquisición.
En tiempos de Cisneros, las cosas no habían llegado todavía a tanto. El cardenal había sido guardián del monasterio de la Salceda y él mismo participaba de las preocupaciones que acabamos de señalar. Indudablemente, Cisneros favoreció las nuevas vías de espiritualidad y lo hizo de dos maneras: protegiendo, como hemos visto, a beatas y espirituales, y traduciendo y publicando libros de espiritualidad, a veces llegando a desviar su sentido explícito[504].
Esta labor de divulgación de la cultura y de la espiritualidad es una de las formas que tomó en Cisneros la vocación reformadora. Sabemos quiénes fueron sus modelos e inspiradores: Ramón Llull y Savonarola. Ahora bien, el primero destaca por sus dotes de escritor; compuso y publicó decenas de tratados sobre temas variados. Savonarola, por su parte, fue un gran orador; era capaz de convencer a las multitudes por su elocuencia. Cisneros no fue favorecido con ninguna de aquellas aptitudes; no fue escritor; no fue orador; no ha dejado ningún testimonio impreso ni manuscrito de lo que opinaba sobre el gobierno del reino, la diplomacia, la economía, la cultura, la religión… Mantuvo, desde luego, una correspondencia intensa con los reyes, con los grandes y los prelados, con sus colaboradores y sus secretarios, pero aquellas cartas se limitan a esclarecer aspectos puntuales; no tienen la pretensión de exponer una doctrina. Tampoco se distinguió Cisneros en el ministerio de la palabra. No se sabe de él que haya predicado de modo relevante como hubiera sido lógico que lo hiciese un fraile, un arzobispo, un inquisidor general. Lo suyo no fue, pues, ni la palabra escrita ni la palabra hablada. ¿Qué le quedaba para influir en la sociedad y en los destinos de su pueblo? La acción. Más que un escritor, más que un orador, Cisneros fue un hombre de acción, un hombre de mando, al mismo tiempo que un contemplativo; así fue como intervino en la vida de sus contemporáneos: por medio de decisiones seguidas de efecto, como correspondía a su vocación de estadista y de reformador. Cisneros es hombre de libros, pero libros escritos por otros, y confía en el libro para educar al pueblo; de ahí el afán por poner a disposición del vulgo una serie de obras espirituales destinadas a elevar su nivel cultural y espiritual. Además, la Providencia le ha dado los medios necesarios para llevar a cabo dicha misión: como gobernador del reino, dispone de la autoridad suprema; como arzobispo, cuenta con las rentas inmensas de la mitra de Toledo —la más rica del reino— para desarrollar su labor de difusión de la cultura; como inquisidor general, le toca a él decidir, en última instancia, lo que es conforme a la doctrina de la Iglesia y lo que se aparta de ella. Todas aquellas oportunidades le sirvieron para difundir las obras que él consideró útiles para el bien de la nación.
Alvar Gómez expone explícitamente los motivos que impulsaron al cardenal a realizar aquella labor de vulgarización, en el buen sentido de la palabra. Se trataba de apartar a la masa inculta e ignorante de las vanas ficciones o de los cuentos licenciosos («Milesiacis historiis»), siendo las unas y los otros juzgados inmorales, y ofrecerle, en cambio, para que las leyese o las oyese en lectura pública, si era analfabeta, algunas obras de piedad, aquellas mismas que Cisneros gustaba de leer en sus años de formación; el cardenal se encargaría de llevarlas a la imprenta, fuera en su lengua original, el latín, fuera por medio de traducciones en lengua vulgar que realizarían hombres cualificados; Cisneros las pondría al alcance del pueblo, cualquiera que fuese el coste[505].
No todos los libros de piedad publicados en Castilla a principios del siglo XVI lo fueron por iniciativa de Cisneros. Varios de ellos ya habían tenido mucho éxito, sobre todo aquellos cuya finalidad era mejorar la formación espiritual y doctrinal de los fieles y que eran representativos de la corriente religiosa llamada devotio moderna. Algunos estaban en la biblioteca personal de la reina Isabel. En este grupo entran obras como el Contemptus mundi o Imitación de Cristo de Tomás de Kempis, que se traduce al catalán en 1482 y al castellano hacia 1490; la Vita Christi fecha por coplas de fray Íñigo de Mendoza (1482); las Epístolas y evangelios litúrgicos de fray Ambrosio de Montesinos (1485); las Vitae patrum, atribuidas a san Jerónimo (Zaragoza, 1491), que son una recopilación de vidas de santos ermitaños; el Lucero de la vida christiana de Pero Jiménez de Préjano (Burgos, 1495); la Vita Christi del valenciano Francesc Eiximenis (Granada, 1496[506]); el Flos sanctorum de Jacobo de Vorágine, antología de la Biblia, los evangelios y epístolas y de las vidas de los santos[507]; el Exercitatorio de la vida spiritual compuesto por un primo hermano del cardenal, el benedictino Francisco García de Cisneros (1455-1510[508])… Todos estos libros se relacionan de un modo u otro con la tendencia a favorecer la vida interior más que las obras exteriores, a manifestar el primado de la oración personal sobre las formas litúrgicas, es decir, un anticipo de lo que será a partir de la década de 1520, el cristianismo interior recomendado por Erasmo, entre otros.
El movimiento de promoción de la espiritualidad es, pues, anterior a Cisneros, pero este le dio un impulso decisivo: «Hizo ansimismo nuestro venerable cardenal imprimir a su costa y divulgar, parte en latín y parte en lengua castellana, algunos libros de piedad y de devoción, con los quales el siervo de Dios se solía deleitar y aprovechar para alentar el espíritu en la oración y para seguir sus santos consejos[509]». Los libros que se publicaron a instancias del cardenal suponen, e incluso exigen, un nivel superior y constituyen una introducción a la contemplación y a la vida mística. Alvar Gómez da la lista de aquellas publicaciones: la Vida de santa Catalina de Siena, escrita por su confesor, el beato Raimundo de Capua, que el dominico fray Antonio de la Peña tradujo del latín por encargo de Cisneros (Alcalá, 1511[510]); las Epístolas y oraciones de santa Catalina de Siena, traducidas del toscano al castellano, también por mandado de Cisneros (Alcalá, 1512); el Libro de la bienaventurada Ángela de Fulgino (Liber qui dicitur Angela de Fulginio, Toledo, 1505[511]); las obras (Opuscula), entre ellas el Libro de la gracia espiritual, de Metchilde de Hackeborn, conocida en España como santa Metildis o Matilde; la Escala espiritual de san Juan Clímaco (Toledo, 1504[512]); el Tratado de la vida espiritual de san Vicente Ferrer (Toledo, 1512); la regla que estableció la Virgen Clara para las casas de recolección (1193-1253). (Clarae Virginis coenobitarum suorum vivendi instituta[513]); las Meditationes uitae Christi de Ludolfo de Sajonia, alias el Cartujano; la Vida de santo Tomás, arzobispo de Canterbury (1117-1170).
A estos libros conviene añadir los de Ramón Llull y de Savonarola de que hablaremos más adelante. Aquella literatura espiritual la repartió Cisneros por los conventos y bibliotecas en general[514], pero especialmente en los conventos femeninos[515]. Este interés por la instrucción de las mujeres no deja de llamar la atención en una sociedad en la que estas eran más bien objeto de descuido y menosprecio. Cisneros pensó en una reforma de los monasterios femeninos; estos podrían albergar tres grupos distintos de mujeres: las señoritas que no habían elegido todavía su ideal de vida; las que habían decidido ya vivir conforme a la regla conventual y habían pronunciado sus votos, y las viudas que deseasen retirarse en el convento como en un albergue.
Con estos proyectos y realizaciones, Cisneros sitúa su España ideal a una distancia inmensa de la España real que acabará imponiéndose menos de cincuenta años después de su muerte. Muchos de los libros editados y recomendados por el cardenal figurarán, en 1559, en el Índice del inquisidor general Valdés y quedarán rigurosamente prohibidos[516]. «Iban a mí con mucho miedo a decirme que andaban los tiempos recios y que podría ser me levantasen algo y fuesen a los inquisidores», escribía por las mismas fechas santa Teresa[517]. Era, en efecto, el momento en el que el teólogo Melchor Cano pretendía reservar a una minoría de clérigos la comprensión de las cosas de Dios y la vida espiritual y condenaba a la masa de los fieles a prácticas rutinarias; si había mujeres —añadía— con un apetito insaciable por las Sagradas Escrituras, había que prohibirles la lectura y poner un cuchillo de fuego entre la Biblia y el pueblo. «Estamos en tiempo en que se predica que las mujeres tomen su rueca y su rosario y no curen de más devociones», comentaba otro teólogo. Entre 1517 y 1559, el panorama espiritual de España había cambiado del todo; era un abismo el que separaba las épocas de Cisneros y Hernando de Valdés.
Desde luego, Cisneros no lo hizo todo, ni mucho menos. Pensó en reformar seriamente la Iglesia, el clero secular y las órdenes religiosas; llevó a cabo varias iniciativas en este sentido, pero el resultado no fue el que esperaba. Basta pensar en lo que sabemos de la situación de la Iglesia española en tiempos de Felipe II, por ejemplo, en la época del Concilio de Trento; nadie se atrevería a presentarla como un modelo de cultura y de moralidad. Santa Teresa tuvo que pelear mucho para lograr reformar el Carmelo y su victoria distó mucho de ser completa. La mala vida que llevaban, en la segunda mitad del siglo XVI, los alumbrados de Llerena, entre otros, es otra señal del abismo que separa la Iglesia soñada por Cisneros de la Iglesia real, la de la Contrarreforma. Así y todo, Cisneros tuvo el mérito inmenso de emprender una labor colosal y de conseguir resultados dignos de alabanza. Le faltó tiempo para ir más lejos. Como señalamos varias veces y tenemos que repetir ahora, Cisneros llegó tarde al poder y solo lo tuvo plenamente durante muy pocos años. En estas condiciones, no es de extrañar que se dejara muchas cosas por reformar.
Junto con la observancia franciscana, otra fuente de inspiración para Cisneros fue el polifacético mallorquín Ramón Llull (1233-1316), conocido en su tiempo como el Doctor Iluminado, lo cual dice mucho sobre su fama de contemplativo y místico[518]. Desde luego, todo en él parece haber interesado a Cisneros: su obra teológica, filosófica, mística, el mesianismo, el afán misionero de convertir a los infieles, el impulso para desarrollar el estudio de las lenguas orientales[519]…, pero se tiene la impresión de que fueron los afanes milenaristas y misioneros los que más llamaron su atención: la conversión de los moros de Granada, el proyecto de Cruzada de 1504, la expedición a Orán de 1509 son otras tantas manifestaciones de un temperamento de cruzado, muy en la línea de Ramón Llull. Cisneros contribuyó más que nadie a difundir las ideas de Llull en España y en Europa. De Quintanilla son estas palabras: «imprimió a su costa el siervo de Dios Fr. Francisco Ximénez de Cisneros parte de las obras del egregio doctor Raymundo Lulio, y fueron las primeras que salieron a luz, de quien fue algo aficionado; quiso dexar una cátedra en esta universidad de su Arte como doctrina singular, que la tenía por escuela particular[520]». En las prensas de Arnao Guillén de Brocar se imprimió, en 1517, una de las obras maestras de Llull, el Libro del amigo y del amado, cuya portada está adornada con las armas del cardenal[521].
Cisneros estuvo en contacto con los principales lulistas de la Europa de su tiempo, entre otros Lefèvre d’Étaples y su discípulo Charles de Bovelles, que fue a visitarle en Toledo en 1506. Bovelles fue quien, en París (1514), publicó la primera biografía de Llull. El mismo Bovelles, al parecer, incitó al cardenal, en 1508, a dar la cátedra de Filosofía y Teología Luliana a Nicolás de Pax, que Nicolás Antonio considera como el gran promotor del lulismo en España[522]. Según Quintanilla, el doctor Pax decía de Cisneros que había sido el «Benefactor amantísimo de la obra del divino Raimundo[523]». A Pax se le debe la edición del opúsculo De anima rationali, de Llull, seguida de una biografía del mismo, publicada por Arnao Guillén de Brocar, en Alcalá, después de la muerte de Cisneros, en 1519; en la portada aparecen las armas del cardenal y en la introducción unos versos latinos en alabanza de Cisneros.
Otro lulista que gozó de la confianza del cardenal fue Alonso de Proaza, mediocre humanista, poeta[524], editor de las Sergas de Esplandián (1510) y conocido sobre todo como «revisor» de una de las primeras ediciones de la Celestina, la de Toledo de 1500[525]. Durante algunos años, entre 1504 y 1507, Proaza fue profesor de retórica en Valencia. ¿Cómo llegó a entrar en contacto con Cisneros? No se sabe exactamente. Lo cierto es que el cardenal lo apreciaba como conocedor y editor de las obras de Llull. Es lo que se desprende de una carta de Cisneros a los jurados de la ciudad y reino de Mallorca, fechada en Alcalá en 1513[526]. En aquellos años, Proaza editó en Valencia varias obras de Llull[527].
Ramón Llull se había hecho franciscano. Casi todos sus seguidores fueron franciscanos, como el mismo Cisneros, o estuvieron relacionados con el franciscanismo, al modo de Alonso de Proaza. La renovación de la espiritualidad, a finales de la Edad Media, es un fenómeno que se desarrolla preferentemente en las casas franciscanas de recolección, adeptas de la observancia. Se podría pensar que el éxito de aquella tendencia, sobre todo en los sectores populares, fue una contrapartida al intelectualismo tomista de la orden dominicana. No fue exactamente lo que ocurrió, ya que, en el seno mismo de esta orden, surgió un movimiento que presentaba varios puntos comunes con la espiritualidad franciscana: el eco que despertó en toda la cristiandad la predicación de Savonarola en Florencia, en los últimos años del siglo XV; Savonarola, cuya influencia sobre Cisneros fue igual a la que tuvieron la observancia franciscana y la obra de Ramón Llull.
Fue la de Savonarola una influencia que se ejerció poderosamente en España. En 1941, Vicente Beltrán de Heredia llamó la atención sobre aquel hecho, hablando de una verdadera invasión savonaroliana en los conventos dominicanos de Castilla a finales del siglo XV y principios del XVI[528], en una clara referencia a la invasión erasmiana que comentara, cuatro años antes, Marcel Bataillon[529]. Que yo sepa, no existe hoy ningún trabajo de conjunto y de envergadura sobre el tema, fuera de los estudios —ya antiguos— que le dedicaron tanto Bataillon como Beltrán de Heredia[530]. Lo que se sabe es que varios frailes castellanos habían sido mandados a Florencia; allí se enteraron de las ideas de Savonarola y, al volver a España, las difundieron en sus conventos, a pesar de que su autor había sido condenado a morir en la hoguera en 1498. «El alma de todo este desorden era la famosa beata sor María de Santo Domingo, desde que, en 1507, salió del convento de Santa Catalina de Ávila para instalarse en Piedrahíta». Impresionados por sus predicaciones, su austeridad, sus aparentes éxtasis y revelaciones, un grupo de admiradores se formó en torno a ella; Cisneros, el duque de Alba, el Rey Católico la protegían; un grupo de dominicos observantes —incluso el mismo provincial de la orden— la consultaba en asuntos de reforma. Penitencia, rigor, austeridad, deseo de perfección, estrecha observancia y sobriedad en el comer y vestir, vigilias…, «todas estas notas —comenta Beltrán de Heredia— […] nos recuerdan de modo inequívoco al gran reformador Savonarola». ¿Fue la beata una alumbrada? Es lo que dicen Llorente, Llorca, Bataillon… Beltrán de Heredia tiene serias dudas[531]; él resalta «en sor María lo que el reformador italiano [Savonarola] tiene de más opuesto a los alumbrados, cual es la meditación de la Pasión y la austeridad de vida[532]»; ahora bien, esto es precisamente algo que, en el edicto de 1525 contra los alumbrados, se censurará duramente: su afán por apartarse del ascetismo y de la meditación de la Pasión. La misma beata admiraba a Savonarola; opinaba que se le debía canonizar. Muchas cosas en Piedrahíta —procesiones, bailes místicos, etcétera— recuerdan al fraile dominico. Más que de iluminismo, se trata, pues, de savonarolismo. En el grupo de seguidores de la beata figura fray Antonio de la Peña, que había sido vicario de la congregación de observancia de 1501 a 1504. «Él fue quien, por encargo de Cisneros, tradujo del latín […] la Vida de santa Catalina de Siena, escrita por su confesor el beato Raimundo de Capua, que se imprimió en Alcalá en 1511. Fue el cardenal Cayetano quien, en 1512, puso fin a la disidencia del convento de Piedrahíta[533]».
Cisneros estaba relacionado con los dominicos de Piedrahíta y, de esta forma, debía de estar informado de la vida y obra de Savonarola. Este es un aspecto que raras veces se señala y cuando se hace es casi siempre de paso y sin darle mayor importancia, tal vez porque el cardenal —¿a causa de la condenación de Savonarola?— nunca citó, al parecer, al fraile revolucionario de Florencia. Sin embargo, las semejanzas no dejan de llamar la atención. En primer lugar, la austeridad de vida que se nota en los dos personajes y la voluntad de volver a la observancia estricta de sus reglas respectivas. Mucho más interesante es destacar la similitud de los fines. Tanto Savonarola como Cisneros procuran contar con un clero ilustrado para reformar la Iglesia y la vida religiosa del pueblo. En ambos casos, este objetivo supone una preparación cuidadosa de los clérigos. Desde este punto de vista, la Universidad Complutense y la Biblia Políglota recuerdan los que fueron los anhelos del fraile dominico de Florencia, que quería transformar el convento de San Marco en un centro universitario dotado de tres cátedras: Sagrada Escritura, Teología, Dogma. A su vez, el estudio de la Biblia suponía un más que suficiente conocimiento de los idiomas: griego, hebreo, caldeo, árabe… En San Marco recogió y protegió Savonarola la biblioteca riquísima reunida por Cosme y Lorenzo de Médicis —la Laurenciana—, en la que se conservaban, aparte de los libros, manuscritos griegos y latinos. En tercer lugar, conviene señalar el evidente afán de reforma de la Iglesia, in capite et in membris, que se nota en los dos frailes, afán más espectacular y llamativo en el florentino que en el castellano. El mesianismo y el ideal de la Cruzada, de la conversión de los infieles, forman también parte integrante del ideario de ambos. La Exposición del salmo «Miserere mei Deus», de Savonarola, vio la luz, con las armas del cardenal, en la imprenta de Arnao Guillén de Brocar, en 1511[534]. Frente a las similitudes, no faltan las diferencias. En Cisneros, nada recuerda el puritanismo moral de Savonarola; no encontramos nada en su ideario y en su actuación que se asemeje a la censura —menos aún a la destrucción— de obras de arte, como ocurrió en Florencia con la «hoguera de las vanidades».
Tanto Cisneros como Savonarola llegaron a suscitar el entusiasmo popular, pero el éxito de Cisneros fue tal vez mayor. Savonarola murió en la hoguera en 1498, mientras Cisneros, por la década de 1510, simbolizó las esperanzas de una renovación de la Iglesia. Su afán por reformar la disciplina, las costumbres y la formación del clero fue tal que muchos en España, y el mismo rey don Fernando, hubieran deseado que Cisneros llegase a ser papa para llevar a cabo desde arriba la reforma de la Iglesia. ¿Hubiera podido Cisneros ser papa? ¿Por qué no? Unos años antes, había sido elevado a aquella dignidad un súbdito de los Reyes Católicos, el valenciano Alejandro VI, quien, por cierto, parecía muy inferior a Cisneros desde el punto de vista moral y religioso. Unos años después, otro súbdito del rey de Castilla, en este caso don Carlos, el flamenco Adriano VI, tendría el mismo honor. Cisneros valía tanto o mucho más que ellos, como hombre, como estadista, como clérigo; su prestigio era inmenso, no solo en España sino en toda la cristiandad; por su actuación como regente, por la empresa de Orán, por la fundación de la Universidad de Alcalá, por la preparación de la Biblia Políglota… gozaba de una fama merecida en Europa.
En torno a 1510, la candidatura de Cisneros al papado estuvo a punto de cuajar. Sus admiradores esperaban que fuera elegido después de la muerte de Julio II. El 23 de octubre de 1510, Fernando el Católico le escribía a Jerónimo Vich, embajador en Roma: «Lo que en caso de que muera el papa aveys de trabajar, es que sea papa el cardenal de Spaña, porque es buena persona y de buen exemplo y aficionado a mi y a mi estado […]. Y para que la elección haya efecto fareys todo lo que se pueda facer[535]». La coyuntura de aquellos años parecía favorable a estos planes. Habían surgido serias diferencias entre Julio II, por una parte, y, por otra, el emperador Maximiliano y Luis XII, rey de Francia. Estos dos últimos entraron en tratos con algunos cardenales y, «como ellos decían, por reformar la iglesia que, in capite et in membris, necesitaba reformación, convocaron concilio general y señalaron lugar en la ciudad de Pisa […] con intención de privar al papa y elegir otro[536]». Es lo que se llamó el Conciliábulo de Pisa. La reacción de Julio II, apoyado por el rey don Fernando, fue convocar otro concilio en San Juan de Letrán, en el que se condenaría por cismáticos a los cardenales que habían acudido al concilio de Pisa y se les privaría de sus capelos y rentas. En vista de este concilio, don Fernando reunió una comisión de letrados que se celebró en Burgos, el 22 de diciembre de 1511; se trataba en particular de reformar la curia romana y de celebrar periódicamente concilios. En vista del mismo concilio, en febrero de 1512, algunos animaban a Cisneros para que fuese a Roma[537]. El Concilio de Letrán se reunió efectivamente, celebrándose doce sesiones desde el 10 de mayo de 1512 al 16 de marzo de 1517, pero no tuvo los resultados esperados. Mientras se desarrollaba, murió el papa Julio II; el 11 de marzo de 1513 salió elegido como sumo pontífice un miembro de la familia de Médicis, León X. Cisneros no acudió a Roma y, por lo visto, su candidatura no prosperó; ni siquiera fue presentada.