6 CISNEROS INQUISIDOR

Antes de estudiar la actividad de Cisneros como inquisidor general, a partir de 1507, es preciso examinar su posición en lo que se refiere a la defensa de la ortodoxia católica frente a los cristianos nuevos —cualquiera que sea su procedencia: judaica o musulmana—, de cuya conversión se sospechaba que no había sido sincera, y frente a las disidencias dogmáticas —asomos de heterodoxia de tipo protestante o primeras manifestaciones de iluminismo.

CISNEROS Y LOS MOROS

La verdadera entrada de Cisneros en la vida política se produce en el otoño de 1499 con su intervención en el recién conquistado reino de Granada. El 25 de noviembre de 1491, los reyes habían firmado un acuerdo con el emir Boabdil. Este se comprometía a entregar la capital del emirato —lo que hizo el 2 de enero de 1492—; a cambio, los reyes prometieron respetar el culto musulmán y dejar a los moros la libre disposición de sus mezquitas. Eran condiciones muy favorables a los vencidos. Desde luego, los reyes querían convertir y asimilar cuanto antes a la población mora. Para ello confiaban en el nuevo arzobispo, Hernando de Talavera, quien pretendía regirse con espíritu evangélico y persuasión; su punto de vista era que lo que se obtiene por la violencia no puede durar mucho; en cambio, lo que se hace con amor y caridad dura siempre. Talavera aprendió el árabe y pidió que el clero lo aprendiese también; redactó catecismos en árabe; utilizó el árabe como lengua litúrgica. De esta forma consiguió la estima y la simpatía de la población, que veía en él a un hombre santo, un alfaquí cristiano. Aquellos métodos exigían tiempo y paciencia; dieron muy pocos resultados inmediatos. Cuando los reyes volvieron a Granada, en el verano de 1499, se quedaron perplejos: no había cambiado casi nada; seguía siendo una ciudad mora, con sus calles estrechas llenas de gentes vestidas a la moda mora, sus mezquitas, sus alminares y sus almuédanos, que invitaban a los fieles a rezar sus oraciones… Esta ya fue la impresión que se llevó el alemán Jerónimo Münzer cuando visitó la ciudad en 1494.

Fue entonces, en octubre, antes de regresar a Sevilla, cuando los reyes le pidieron a Cisneros que fuese a Granada. Este llegó rodeado de un grupo de capellanes y catequistas de la diócesis de Toledo y, sobre todo, con poderes que le había delegado el inquisidor general, Diego de Deza. Al arzobispo de Toledo le llamó inmediatamente la atención el problema de los elches, es decir, el de aquellos cristianos —casi todos cautivos o descendientes de cautivos— que se habían convertido al islam. Conforme al derecho canónico, el bautismo constituye un acto indeleble e irreversible, aunque haya sido administrado sin consentimiento; un bautizado ya no es libre de volverse atrás; pertenece definitivamente a la Iglesia, lo quiera o no; si reniega de su fe y se convierte a otra religión, incurre en el delito de herejía y la Iglesia puede exigir el apoyo del Estado para castigarlo. La Inquisición había sido creada precisamente con este objetivo: castigar la «herética pravedad», la herejía de aquellos —los conversos— que, después de bautizados, judaizaban, es decir, volvían a practicar ritos judaicos. Desde el punto de vista del derecho canónico, los elches eran herejes y merecían ser castigados. Ahora bien, lo que querían los reyes, en noviembre de 1491, era acabar cuanto antes la guerra de Granada; pactaron con el emir Boabdil y prometieron que, en aquel caso concreto, el derecho canónico no se aplicaría a los elches. Al decidir que se iba a proceder contra ellos ocho años después, Cisneros hacía, pues, caso omiso de aquella promesa: consideraba que el derecho canónico debía de anteponerse a la razón de Estado. Como delegado que era del inquisidor general, Diego de Deza, empezó por bautizar a varios hijos de elches sin el consentimiento de sus padres. Luego procedió contra los mismos elches y, con el fin de convertirlos, usó de métodos nada limpios: a los que aceptaban la conversión, daba mercedes y favores; a los que se negaban, castigaba con la cárcel; o sea, que, si la persuasión y las atenciones no daban los resultados esperados, Cisneros no dudaba en utilizar la intimidación e incluso la violencia[335]. Empleó los mismos procedimientos para convertir a las élites musulmanas, los alfaquíes, ya que —como escribirá en el siglo XVII Francisco Bermúdez de Pedraza— «rendidas las cabezas, es fácil sujetar el cuerpo de la plebe[336]». Fueron entonces miles y miles los musulmanes convertidos oficialmente al cristianismo[337]. Contra lo que se dice a veces, no hubo bautismos por aspersión. «Conocemos la relación nominal de más de 9000 bautizados —escribe Miguel Ángel Ladero Quesada—, pero está incompleta, pues hubo muchos más»; los eclesiásticos tomaban nota del nombre musulmán, del cristiano nuevamente tomado, así como de los padrinos y otras circunstancias familiares del neófito[338]. Desde luego, aquellas conversiones masivas no fueron sinceras; nadie se llamó a engaño; pero se pensó que, con el tiempo, aquellos moros o sus hijos o nietos acabarían asimilándose a los cristianos.

Cisneros mandó además transformar en iglesias cristianas varias mezquitas, entre ellas la mezquita del Albaicín, que se denominó, desde el 18 de diciembre de 1499, Nuestra Señora de la O. Para colmo, hizo quemar en la plaza de Bibarrambla muchísimos alcoranes y libros sobre la religión musulmana. Algunos autores han tratado de negar aquella quema o de minimizarla. No se conoce la fecha exacta[339] ni el número de libros quemados —se habla de 5000[340]—, pero el hecho está bien documentado; los primeros biógrafos, admiradores y apologistas de Cisneros, lo admiten y relatan. La descripción más antigua es la de Vallejo:

Para desarraigarles del todo de la sobredicha su perversa y mala secta, les mandó a los dichos alfaquís tomar todos sus alcoranes y todos los otros libros particulares, cuantos se pudieron haber, los cuales fueron más de 4 ó 5 mil volúmenes, entre grandes y pequeños, y hacer muy grandes fuegos y quemarlos todos; en que había entre ellos infinitos que las encuadernaciones que tenían de plata y otras cosas moriscas, puestas en ellos, valían 8 y 10 ducados, y otros de allí abajo. Y aunque algunos hacían mancilla para los tomar y aprovecharse de los pergaminos y papel y encuadernaciones, su señoría reverendísima mandó expresamente que no se tomase ni ninguno lo hiciese. Y así se quemaron todos, sin quedar memoria, como dicho es, excepto los libros de medicina, que había muchos y se hallaron, que estos mandó que se quedasen; de los cuales su señoría mandó traer bien 30 ó 40 volúmenes de libros, y están hoy en día puestos en la librería de su insigne colegio y universidad de Alcalá[341].

Alvar Gómez de Castro ofrece algunos detalles nuevos:

Alegre por el éxito Jiménez y estimando que debía aprovecharse una ocasión tan favorable y extirpar radicalmente de sus almas todo el error mahometano, no se detenía ante el parecer de quienes juzgaban más prudente ir quitando poco a poco una costumbre inveterada; pues pensaba que este método era aplicable en asuntos de poca importancia, y en los que no se ventile la salvación de las almas. Así que, con facilidad, sin dar un decreto y sin coacción, logró que los Alfaquíes, dispuestos en aquella época a hacer todo tipo de favores, sacasen a la calle los ejemplares de AlCorán, es decir, el libro más importante de su superstición, y todos los libros de la impiedad mahometana, de cualquier autor y calidad que fuesen. Se reunieron cerca de cinco mil volúmenes, adornados con los palos de enrollar; los cuales eran también de plata y oro, sin contar su admirable labor artística. Estos volúmenes cautivaban ojos y ánimos de los espectadores. Pidieron a Jiménez que les regalase muchos de ellos; pero a nadie se le concedió nada. En una hoguera pública fueron quemados todos los volúmenes juntos, a excepción de algunos libros de Medicina, a la que aquella raza fue siempre y con gran provecho muy aficionada. Tales libros, librados de la quema por el mérito de arte tan saludable, se conservan actualmente en la Biblioteca de Alcalá[342].

Todo ello creó en Granada y en toda la comarca un sentimiento de profunda indignación y de cólera. Muchos opinaban que lo que se hacía era contrario a los acuerdos de 1491. Un incidente ocurrido en la noche del 18 de diciembre de 1499 provocó un primer motín en el Albaicín; el mismo Cisneros se vio en peligro de muerte. En tres días, el conde de Tendilla logró restablecer el orden. Este había recibido del rey don Fernando una carta, fechada en 22 de diciembre, en la que le recomendaba usar de «seso» más que de «rigor», lo cual se debe interpretar como una clara desaprobación del comportamiento de Cisneros. Sofocada en Granada, la rebelión estalló casi simultáneamente en las inmediaciones de la ciudad; tuvieron que acudir con fuerzas el conde de Tendilla y el Gran Capitán. Luego fueron las Alpujarras, en enero de 1500, las que se sublevaron, motivando la intervención del mismo rey don Fernando, que se puso al frente de las tropas. A principios del año siguiente —1501— la serranía de Ronda entró a su vez en rebelión. Así las cosas, los reyes consideraron que, al sublevarse, los moros habían violado las capitulaciones de 1491; se les podía ahora obligar a convertirse o a salir del reino. El rey y la reina parece que estuvieron de acuerdo en este punto y, el 11 de febrero de 1502, firmaron un decreto en este sentido, semejante al decreto de expulsión de los judíos de 1492[343]. En realidad, los rebeldes interpretaron el mandato real de una manera mucho más drástica: la conversión o la muerte. La mayor parte de los musulmanes eligió la primera solución, dando así inicio a la cuestión morisca, que tantas dificultades iba a crear durante el siglo XVI, hasta que Felipe III, en 1609, decidiera expulsar a los mudéjares que, en 1502, se habían visto obligados a convertirse (llamados moriscos).

La primera intervención de Cisneros en la vida política se traduce, pues, por una catástrofe; su actuación provoca la rebelión de la población mora del reino de Granada y obliga a los reyes a cambiar los planes que concibieran al respeto. Este acontecimiento sugiere dos observaciones:

1) Lo ocurrido en 1499-1500 no puede sin más interpretarse como una iniciativa personal del arzobispo de Toledo. Cisneros va a Granada a petición de la reina, con el respaldo del inquisidor general Deza, acompañado por un grupo de intérpretes[344]. ¿Qué esperaba doña Isabel de su confesor? Desde luego que diera un paso adelante en la conversión y la asimilación de los musulmanes, pero probablemente no quería un giro tan fuerte como el que promovió Cisneros, cuyas iniciativas, a todas luces, fueron acogidas con disgusto, tal vez con irritación, cuando se supo en Sevilla lo que estaba ocurriendo en Granada[345]. En aquella circunstancia, Cisneros, hombre de la Meseta, sin experiencia en tales materias[346], se comportó como un doctrinario, incluso como un fanático o sectario, más que como un político responsable y consciente de lo que se podía hacer o no en asunto tan delicado. Dicho de otra forma, Cisneros se pasó; la violencia de su comportamiento provocó una conmoción que estuvo a punto de desencadenar una nueva guerra menos de diez años después de la rendición de Granada. Ahora bien, los reyes, pasada la sorpresa y la irritación inicial, al ver como la rebelión fue aplastada con relativa facilidad y en poco tiempo, no pudieron menos de aceptar los hechos consumados. Al fin y al cabo, Cisneros les facilitó la tarea. Ellos habían pactado con el emir, en noviembre de 1491, porque tenían prisa en terminar cuanto antes una guerra larga y costosa, pero su objetivo no era solo entrar en Granada; querían además convertir y asimilar a los habitantes del emirato. No iban a consentir en Granada lo que sus antecesores nunca admitieron: que numerosos mudéjares permaneciesen en los territorios reconquistados. En el valle del Guadalquivir, en la segunda mitad del siglo XIII, ya no quedaban casi mudéjares[347]. En Granada, la política seguida por los hombres de confianza de los reyes —el arzobispo Talavera, el capitán general Mendoza, Hernando de Zafra— se encaminaba hacia el mismo objetivo: convertir a los mudéjares o expulsarlos, a pesar de las garantías que se les dieran. Esto es lo que se desprende de las medidas tomadas después del 2 de enero de 1492: a Boabdil, le convencen —¿o le obligan?— para que se marche a Marruecos en septiembre de 1493; se recomienda la introducción de colonos cristianos y de culturas como la de la vid; se lleva a cabo una segregación sistemática[348].

Se trataba, en teoría, de separar a los musulmanes de los cristianos para evitar «malas vezindades y enojos[349]»; en realidad, de borrar todo lo que recordara lo árabe y lo islámico. Nada más alejado de la verdad —apuntaba Antonio Domínguez Ortiz— que la «seudohistoria de cuño andalucista, o más bien andalusí, islamizante», de los que se esfuerzan por «poner al descubierto el primitivo fondo islámico recubierto durante siglos por el barniz de la cristianización y la castellanización forzosa[350]». En la España de la Reconquista, la cultura árabe era considerada poco menos que como bárbara, con una excepción aparente —la llamada maurofilia— y una excepción real: la admiración por la Alhambra.

La maurofilia es propia de una élite literaria: el romancero, la novela de tipo morisco —la del Abencerraje, por ejemplo, que figura en las primeras ediciones de la Diana de Montemayor—, la historia novelada —las Guerras civiles de Granada— exaltan una sociedad mora mítica e idealizada, orientalista avant la lettre, en la que predominan los sentimientos elevados: el heroísmo caballeresco, la generosidad, la galantería, el amor cortés… El género triunfó primero en España, en el siglo XVI, y de España pasó al resto de Europa, particularmente a los salones de la aristocracia francesa de París, en tiempos de Luis XIII. Desde luego, aquellos refinamientos de la sensibilidad y del lenguaje no implican una valoración positiva de lo árabe e islámico.

La Alhambra sí que suscitó en los vencedores una admiración profunda. Fue, desde el 2 de enero de 1492, residencia del conde de Tendilla, Íñigo López de Mendoza, capitán general del antiguo reino. ¿Hubo, por parte de los Reyes Católicos, un intento de transformarla en una especie de monumento nacional, posesión de la Corona? Esto es lo que Darío Cabanelas Rodríguez aseguraba en el Ideal de Granada del 2 de enero de 1992, recordando además la provisión de doña Juana, fechada en Segovia el 13 de septiembre de 1515, por la que se asigna a la Alhambra el importe de las penas de cámara y fisco de la ciudad para la conservación de sus muros, torres y palacios, porque «la Casa Real, que es tan suntuoso y excelente edificio, e la voluntad de los dichos reyes D. Fernando e D. Isabel e mía siempre ha sido e es que la dicha Alhambra e Casa Real esté muy bien reparada e se sostenga porque quede para siempre perpetua memoria». Los primeros viajeros europeos que visitaron la Alhambra después de la conquista quedaron todos impresionados por la magnificencia, la delicadeza del decorado, la belleza de los patios, jardines y fuentes. En 1494, escribe el alemán Jerónimo Münzer: «es todo tan magnífico, tan majestuoso, tan exquisitamente obrado, que ni el que lo contempla puede cerciorarse de que no está en un paraíso, ni a mí me sería posible hacer una relación exacta de cuanto vi… No creo, en fin, que en Europa se halle nada semejante[351]».

La tónica general, sin embargo, es muy distinta. El rechazo de lo árabe y de lo islámico fue total. «El Islam […] no solo fue arrancado de raíz sino que se formó en el alma popular una verdadera obsesión antimusulmana, un rechazo del pasado, reforzado por recuerdos de luchas, permanencia del peligro morisco…»[352]. En la segunda mitad del siglo XVI, el arzobispo de Valencia, Ribera, no era el único que veía como particular enemiga todo lo relativo a la lengua arábiga, para él sinónimo de herejía[353]. Desde este punto de vista, hay que reconocer que Cisneros no llegó a tales extremos. Del pasado árabe quiso borrar todo lo que se refería a la religión; mandó quemar los alcoranes y los libros que trataban de temas religiosos, pero conservó aquellos otros en los que la cultura de al-Ándalus, en su fase de esplendor, produjo obras —en matemáticas, geografía, medicina, etcétera— de un alto nivel científico; aquellas obras las mandó recoger para que fueran depositadas en la futura Universidad de Alcalá. Lo mismo hará, en 1509, con los libros que se encontraron en Orán; puso aparte los que versaban sobre temas científicos y los envió también a Alcalá.

En este aspecto, Cisneros se mostró, pues, menos fanático de lo que se dice a veces y de lo que fueron muchos de sus contemporáneos. Por lo general, sin embargo, la cultura musulmana se juzgó inferior, en todo, a la cristiana[354]. Lo que se intentó fue cerrar el paréntesis abierto en 711 por la invasión árabe y enlazar con la civilización romana. Andalucía no quiso ser ya recuerdo de al-Ándalus, sino volver a ser otra vez la Bética romana. Sevilla-Hispalis se mostraba orgullosa de haber sido fundada por Hércules. Granada pretendió asimismo tener orígenes prerromanos y haber sido «una de las [ciudades] más antiguas de la península, que ya encontramos citada en el siglo V antes de Cristo con el nombre de Elibyrge». De ahí vendría el patrónimo romano Iliber; Plinio llama la ciudad Ileberri y Ptolomeo Illiberris; Granada habría sido evangelizada por san Cecilio[355]. Después de la conquista, los vencedores procuraron borrar las huellas del pasado islámico. A esta intención responde el plan de urbanismo con fines a modificar el callejero musulmán para abrir vías nuevas, ampliar las casas y las plazas. Antes de morir, en 1504, la reina Isabel ordena dos fundaciones decisivas: la Capilla Real y el Hospital Real, ambas encomendadas al mismo arquitecto: Enrique Egas. Se trata, pues, de hacer de Granada una ciudad cuyo modelo urbanístico y arquitectónico sea decididamente renacentista y clásico. Vendrán después la catedral, obra de Diego de Siloé, y, frente a la catedral, la universidad, creada en 1531. En el diseño general de una Granada clasicista entran, desde luego, el palacio de Carlos V, obra de Pedro Machuca, en el mismo recinto de la Alhambra, y la Real Chancillería, terminada durante el reinado de Felipe II[356].

El rechazo de lo árabe en la España del siglo XVI coincide con el triunfo del estilo renacentista. Ya a finales del siglo XV, el sobrino del cardenal Mendoza, don Íñigo López de Mendoza, conde de Tendilla, al regresar de su embajada en Roma, declaraba así sus gustos arquitectónicos para los monumentos que pensaba edificar: «no se mezcle con la otra obra ninguna cosa francesa ni alemana ni morisca, sino que todo sea romano». La censura de la barbarie árabe y la adhesión al clasicismo se aúnan en la estética que Felipe II impone en El Escorial en la segunda mitad del siglo XVI; recordemos lo que dice a propósito José Sigüenza, cronista de la Orden de San Jerónimo:

Luego en poniendo los pies en los umbrales de la puerta principal, se comienza a descubrir una majestad grande y desusada en los edificios de España, que había tantos siglos que estaba sepultada en la barbarie o grosería de los godos y árabes, que, enseñoreándose de ella por nuestros pecados, apenas nos dejaron luz de cosa buena ni de primor ni en las letras ni en las artes. Hemos hecho harto en sacudir de nuestros cuellos el yugo pesado con que nos oprimían, y por lo menos impedían que no se cultivasen los ingenios[357].

Como estaba en España perdido el uso de las buenas artes con la fiereza y rusticidad de la guerra contra los moros, bárbaros, enemigos de todas ellas, o inhábiles por ley o naturaleza, herencia del maldito Cam, no tenían lugar los buenos ingenios de advertir a la razón que en ellas se encierra, y así les hizo admiración ver guardar aquí tanta correspondencia en el arquitectura[358]

En su rechazo del islamismo, Cisneros se muestra como hombre de su tiempo; comparte las opiniones y los gustos de sus contemporáneos y ve en la rendición de Granada la oportunidad para España de enlazar con sus orígenes romanos.

2) ¿Qué opinaba el arzobispo de Granada, Talavera, de la actuación de Cisneros en su diócesis? Se suele oponer a los dos arzobispos, el de Granada y el de Toledo, como si el primero se caracterizara por su tolerancia con la población del antiguo emirato y el segundo por su intransigencia. Nada más opuesto a la realidad. Hemos visto que la fobia antiislámica de Cisneros no le hacía rechazar todo el legado cultural de los árabes, por lo menos su aspecto científico. En cuanto a Talavera, es todo lo que se quiera menos tolerante. Desde este punto de vista, son muy instructivas las recomendaciones que hace el arzobispo de Granada a los nuevos convertidos en fecha tan reciente como 1492:

para que vuestra conversación sea sin escándalo de los cristianos de nación, y no piensen que aun tenéis la secta de Mahoma en el coraçón, es menester que vos conforméis en todo y por todo a la buena y honesta conversación de los buenos y honestos cristianos y cristianas en vestir y calçar y afeitar y en comer y en mesas y en viandas guisadas como comúnmente las guisan, y en vuestro andar y en vuestro dar y tomar y, más que mucho, en vuestro hablar, olvidando cuanto pudiéredes la lengua arábiga, y haciéndola olvidar y que nunca se hable en vuestras casas[359].

Talavera está anticipando medidas posteriores: las recomendaciones de la Capilla Real (1526[360]) y, sobre todo, la Pragmática del 17 de noviembre de 1566, que iba a provocar la rebelión de las Alpujarras, pragmática que el abogado de los moriscos Francisco Núñez Muley intentó vanamente discutir, argumentando que no existía conexión necesaria entre lengua y religión; daba como ejemplo el que los moriscos castellanos y aragoneses no hablaban árabe y, sin embargo, eran indiscutiblemente musulmanes. «La cristiandad —comenta Núñez Muley— no va en el hábito ni en el calzado[361]». Esto es precisamente lo que pretende Talavera: una estrecha imbricación de vida civil y religiosa; él considera que el cristianismo no es solo una fe; supone y exige que, en la lengua, el vestido, la comida, las diversiones, etcétera, los moriscos sinceramente convertidos sigan las costumbres de los cristianos viejos; o sea, que Talavera confunde fe y sociología, y en esto se muestra particularmente intolerante. Poco después —en 1493 o 1494— Talavera compone para los recién convertidos de Granada un oficio divino: In festo deditionis nominatissimae urbis Granatae, que ha sido traducido con el título de Oficio de la toma de Granada. En aquel escrito, Talavera describe a los musulmanes como jabalíes salvajes («velut apri quidem silvestres») que han arruinado y destrozado España, y afirma que es hora de continuar la guerra de reconquista más allá del estrecho de Gibraltar. El texto es de una violencia antiislámica feroz[362].

Talavera y Cisneros comparten, pues, la misma intolerancia hacia el islam; ambos quieren lo mismo: que los mudéjares dejen de ser musulmanes para convertirse no solo en cristianos, sino en españoles, es decir, que se conformen en todo con el modo de vivir y con la cultura de los cristianos viejos. De creer a Alvar Gómez de Castro, en Granada, Cisneros procedió en estrecha colaboración y en plena conformidad con Talavera[363]: los dos arzobispos, de común acuerdo, discutieron entre sí del modo más apto para convertir a los mudéjares y, después de pensarlo bien, les pareció que lo más indicado era dirigirse a los alfaquís, tener con ellos conversaciones frecuentes y, con suavidad y mansedumbre, nunca por la fuerza, pero sí haciéndoles muchos y costosos regalos, convencerlos de pedir el bautismo, lo cual, al verse así tratados y honrados, acabaron por hacer; luego, a su imitación y ejemplo, el pueblo hizo lo mismo[364]. Esta era también, en el siglo XVII, la opinión de Bermúdez de Pedraza:

[los reyes] embiaron a llamar al arçobispo de Toledo don fray Francisco Ximénez, que estava en Alcalá de Henares divertido en la fábrica de su colegio mayor, para q, juntamente con el arçobispo de Granada, diessen principio a la conversión. Buen par de frailes, estos prelados de Dios siempre a estas iglesias. […] Llamaron a los alfaquís y morabitos, maestros de la seta de Mahoma, y les predicaron la fe de Christo, y enseñaron la religión christiana. Persuadiéronles mucho la conversión, porque rendidas las cabeças, es fácil de sugetar el cuerpo de la plebe. Tratavan y conversaban familiarmente con ellos y con regalos y caricias vinieron al conocimiento de Dios y se bautizaron. Desengañados estos del error de su fe ya desengañaron ellos al pueblo[365].

Según Alvar Gómez, Cisneros solo empleó la fuerza cuando vio que la población del Albaicín se rebelaba, a instigación de algunos alborotadores; entonces fue cuando se ofreció a los mudéjares la alternativa: la muerte o el bautismo. Está claro que el cronista trata de disculpar a su biografiado de los aspectos discutibles de su actuación granadina.

Sin embargo, en lo que sí discrepan los dos arzobispos es en los procedimientos que conviene aplicar. Talavera es un apóstol que usa de métodos evangélicos —la persuasión, la predicación, el ejemplo—; opina que la conversión debe ser un acto libre de la voluntad; por eso, ya antes de 1492, desaprobaba los procedimientos inquisitoriales[366]. Cisneros, en cambio, actúa de manera brutal. Festina lente podría ser la divisa del primero; compelle intrare diría más bien el segundo[367]. Talavera —nos dice Alvar Gómez— se preocupa por instruir a los mudéjares en las verdades del cristianismo; para ello no duda en traducir al árabe fragmentos de los dos Testamentos; admite también que aquellas traducciones se impriman. Esto, Cisneros lo desaprueba rotundamente: le parece que es una especie de impiedad y de sacrilegio; era como echar margaritas a los puercos: «margaritas ante porcos projicere».

Los dos arzobispos procuran cumplir órdenes de la Corona, ansiosa por asimilar a los mudéjares; al fin y al cabo, ambos fueron confesores de la reina. En un primer momento, la Corona confió en Talavera; al darse cuenta de que los resultados no eran los que se esperaban, llamó a Cisneros para ver si sus métodos resultaban más eficaces. Talavera debió, probablemente, de sentirse amargado por aquella decisión, que venía a ser una censura de su comportamiento. Por aquellos años está perdiendo la confianza de los reyes, especialmente la de la reina, que, después de la muerte prematura del príncipe heredero don Juan (1497), ya no pone el mismo interés que antes en los temas políticos. Pronto Talavera va a estar sometido a una injusta persecución por parte de la Inquisición y la protección de los reyes ya no le vale para nada. En cuanto a Cisneros, tendrá en los años siguientes la oportunidad de rectificar lo que su conducta en Granada pudo tener de inquietante y de sectaria; va a demostrar sus dotes políticas y transformarse en verdadero hombre de Estado.

Volviendo al tema principal, ¿cuál es el verdadero Cisneros? ¿El fraile fanático que dio orden de quemar miles de libros árabes, legado cultural de inestimable valor?, ¿el restaurador del rito mozárabe en la catedral de Toledo; el mecenas, fundador de una universidad prestigiosa, foco de humanismo; el hombre que no dudó en invitar a Erasmo, príncipe de los humanistas, para que formara parte de un grupo selecto de sabios —algunos de ellos convertidos del judaísmo— especializados en lenguas clásicas y orientales, con el objetivo de publicar una nueva edición de la Biblia en varios idiomas? ¿Cuál es el Cisneros auténtico?, ¿el de Granada o el de Alcalá? En realidad, estamos frente a dos facetas de la misma personalidad. En Granada, Cisneros se enfrenta al moro, que durante siglos fue dueño de la península ibérica y sigue ocupando en África tierras que fueron romanas y cristianas, al representante de una religión y de una civilización —en aquella época, los dos términos son más o menos sinónimos— extrañas con las que un cristiano no puede ni debe mostrarse complaciente: la única manera de comportarse con el islam y con el Corán es el rechazo. En Alcalá, en cambio, Cisneros se encuentra con judíos y convertidos del judaísmo. Con estos sí que tienen mucho en común los cristianos: la Biblia, más exactamente el Antiguo Testamento, que constituye la base cultural de unos y de otros, solo que los judíos se han quedado en aquella etapa; se niegan a admitir que Cristo ha venido a cumplir las promesas que Dios le hizo a Israel y que el Evangelio es la continuación del Antiguo Testamento. Desde este punto de vista, judíos y cristianos son como hermanos enemigos; los segundos esperan que los primeros acaben reconociendo su error y convirtiéndose a la fe de Cristo. Mientras tanto, cuando se trata de editar y traducir la Biblia, a Cisneros le parece natural acudir a rabinos o exrabinos para que aclaren la significación de términos o frases oscuras del libro sagrado. Aunque parezca una paradoja, hay, pues, en Cisneros respeto hacia unos hombres —judíos y convertidos del judaísmo— que, al fin y al cabo, beben en las mismas fuentes culturales que los cristianos. Cisneros no es antisemita. Esto permite comprender que el mismo personaje se muestre intransigente —e incluso fanático, si se quiere— con los musulmanes y relativamente benévolo —no tolerante— con los judíos y conversos.

EL CASO LUCERO

El 5 de junio de 1507, a petición de don Fernando, a la sazón gobernador de los reinos de Castilla, Cisneros es nombrado inquisidor general para la corona de Castilla[368]. Don Fernando nunca tuvo mucha simpatía por el arzobispo de Toledo, pero apreciaba su honestidad y sus dotes de estadista. Si, en aquel momento, acude a él para confiarle la máxima autoridad en la institución inquisitorial es porque la coyuntura política lo exige.

Desde algunos años antes, la actuación del inquisidor de Córdoba, Lucero, está suscitando revuelo en toda Andalucía. Su comportamiento escandaloso no se limita a la persecución que inició contra fray Hernando de Talavera y su familia, acusados de judaizar secretamente; el caso de Talavera no fue más que un ejemplo —el más llamativo, desde luego— de la conducta de Lucero en Córdoba, conducta que no se puede aislar del contexto político de aquellos años.

El 7 de septiembre de 1499, Diego Rodríguez de Lucero había sido nombrado inquisidor de Córdoba, ciudad en la que, en aquel tiempo, había un ambiente especial: en los medios conversos y criptojudíos se rumoreaba que se aproximaba el fin del mundo y que este acontecimiento se produciría en el año 1500. Las perspectivas milenaristas se acompañaron de nuevos brotes de criptojudaísmo. Al enterarse, la Inquisición abrió una investigación y Lucero, presa de una furia delirante, procedió a la detención de numerosas personas, por lo general bien situadas, algunas de las cuales creyeron salvarse del peligro que se les venía encima denunciando a otras[369]. Lucero espera a que muera la reina doña Isabel para involucrar al arzobispo de Granada en un supuesto caso de herejía. En realidad, Lucero era una hechura del inquisidor general, Deza, quien lo nombró, lo protegió y tal vez dictó su conducta, ya que tenía cuentas que saldar con Talavera. La crisis de los años 1504-1507 es, pues, la que le permite a Lucero y, detrás de Lucero, a Deza, ensañarse con Talavera, aprovechando las ambigüedades del momento y las rivalidades que oponían partidarios y adversarios de Felipe el Hermoso y Fernando el Católico.

Cuando se reconquistó Granada, Talavera, nuevo arzobispo, no quiso que se creara un tribunal de la Inquisición en su distrito eclesiástico. Por lo visto, los reyes accedieron a aquella petición[370]. No olvidemos que, en aquellas fechas, el Santo Oficio tenía como objetivo, si no exclusivo por lo menos prioritario, acabar con los judaizantes, es decir, con los judíos convertidos que seguían clandestinamente practicando ritos judaicos. Judíos y conversos, en el antiguo emirato, había pocos, de modo que el hecho de no haber Inquisición en Granada solo podía interesar a los mudéjares convertidos al cristianismo, que, de este modo, quedaban a salvo de toda persecución. Al primer inquisidor general, Torquemada, por lo visto, no le chocó aquella exención.

Las cosas cambiaron en 1498, cuando Diego de Deza, a la sazón obispo de Jaén[371], ocupó el cargo de inquisidor general. Poco después llega Cisneros a Granada por orden de los reyes. Enseguida arremete contra los elches, aquellos mudéjares que eran cristianos convertidos al islam; lo mismo que los judaizantes, eran considerados herejes por el derecho canónico, solo que las capitulaciones de noviembre de 1491 les habían garantizado la impunidad. Como hemos visto, Cisneros no hace caso de las capitulaciones; opina que el derecho canónico es superior a cualquier texto político o diplomático. Tradicionalmente, se dice que aquella fue una iniciativa personal del arzobispo de Toledo, señal, si no de fanatismo, por lo menos de intransigencia, pero ¿y si no fuera así?, ¿y si fuera el inquisidor general, Deza, quien hubiera sugerido el cambio de criterio y hubiera convencido a Cisneros? Según varios historiadores, el 13 de noviembre de 1499 a Cisneros se le nombra inquisidor delegado en Granada —se sobreentiende que para el problema de los elches—; el 4 de febrero de 1500 se pone fin a aquella delegación. Se vuelve, pues, a la situación anterior a la llegada del arzobispo de Toledo: Granada se queda sin Inquisición y sin inquisidores delegados[372]. Entonces entra en escena Lucero en Córdoba. ¡Qué casualidad!

De aquella cronología se desprenden dos hechos:

1) Hubo, al parecer, por parte de Deza, un intento para introducir la Inquisición en Granada.

2) Cisneros debió de prestarse a ello, pero solo durante unas semanas y para tratar exclusivamente del caso de los elches; luego dejó de ser inquisidor delegado. ¿Quién puso fin a la delegación? Si fue Deza, ¿por qué? ¿No sería más bien el mismo Cisneros quien, considerando resuelto el problema de los elches, opinara que ya no se justificaba la presencia de inquisidores en Granada, opinión que era, desde el principio, la de Talavera? O sea, que Cisneros debió de apoyar a Talavera cuando este se opuso a que el Santo Oficio instalara un tribunal en Granada. Una vez más, se confirma lo que decíamos antes: Talavera y Cisneros eran mucho más solidarios entre sí de lo que dice la historiografía tradicional. De ser cierta esta hipótesis, se comprendería por qué, unos años después, Deza considera a Cisneros como un adversario de la Inquisición.

¿Habrían aprovechado varios judaizantes la circunstancia de que no había Inquisición en Granada para irse a vivir a aquella ciudad y evitar así ser procesados? Esto es lo que afirmaba el italiano Andrés Navagero, que visitara Granada en 1526[373], y es lo que daba a entender Lucero cuando definía a Granada como «Judea la pequeña[374]». Lo cierto es que, apartados de Granada, los inquisidores se dieron rienda suelta en Córdoba bajo la dirección de Diego Rodríguez de Lucero[375], con el apoyo del inquisidor general, Deza, y el respaldo tácito del propio Rey Católico[376]. Lucero y los demás inquisidores dirigieron sus investigaciones en torno a tres hechos:

1) Un brote de milenarismo iniciado en casa del jurado Juan de Córdoba, cristiano nuevo: una esclava musulmana, convertida al judaísmo, habría sido consagrada como profetisa; las propias hijas del jurado habrían sido ungidas también como profetisas para anunciar la próxima llegada del profeta Elías.

2) Se habrían descubierto en Córdoba unas sinagogas clandestinas en las que se realizaban ceremonias judaicas animadas por Antonio de Córdoba —alias Bachiller Membreque—, sobrino del citado Juan de Córdoba; se comentaba que la casa de Antonio había sido convertida en sinagoga.

3) Se habrían cometido profanaciones y sacrilegios contra imágenes cristianas, crucifijos y hostias consagradas, acusación tradicional en el antijudaísmo medieval.

Lucero involucró en aquellas acusaciones a muchos vecinos de Córdoba que pertenecían a las élites sociales y que se vieron de esta forma deshonrados y expuestos a la vergüenza[377]. En la actuación de Lucero, respaldado por Deza y, detrás de Deza, por el mismísimo rey don Fernando, se adivinan rencores de tipo político, odios y rivalidades en torno a intereses económicos concretos, no solo en Córdoba, sino también en Granada. Antonio Domínguez Ortiz ha llamado la atención sobre el hecho de que muchos de los conversos de Córdoba ejecutados o perseguidos por orden de Lucero eran enemigos de don Fernando[378]. Hasta cierto punto, lo que ocurrió entonces en Córdoba fue, pues, un episodio más de los enfrentamientos políticos de la época; la «causa de la fe» sirvió de pretexto para un feroz ajuste de cuentas.

La implicación tardía del arzobispo Talavera no debe ocultarnos otras motivaciones: los resentimientos de algunos grupos contra el conde de Tendilla y su clientela —en gran parte compuesta por cristianos nuevos—, de modo que uno se pregunta «hasta qué punto el objetivo de la campaña inquisitorial no sería tanto Talavera como Tendilla»; este último no escatimó las críticas contra «esta inquisición que a todos ha destruido general y particularmente[379]». Se abrió proceso contra Talavera, contra su hermana María Suárez y los hijos de esta, entre ellos don Francisco Herrera, deán de la metropolitana de Granada[380]. La implicación de Talavera no es casual. El exconfesor de la reina doña Isabel era un político que había participado activa y directamente en la reorganización del reino ordenada en las Cortes de 1480; él fue quien llevó a cabo una política drástica cuyo alcance fue considerable: la alta aristocracia castellana tuvo que restituir al patrimonio real todas las mercedes —feudos, tierras, pensiones…— que había sonsacado al débil Enrique IV durante la guerra civil iniciada en 1464; muchos nobles no se lo perdonarían. A tales resentimientos conviene añadir rencillas de otra clase: el odio que se siente hacia determinadas personas; la oportunidad que se ofrece de denunciar a tal o cual rival en la vida profesional y de esta forma quitárselo de encima; finalmente, la envidia, la «sangre de Caín» que evocara Unamuno, mejor dicho, aquella forma de envidia típica de los medios intelectuales que, en la Edad Media, se conocía bajo el nombre de odium theologicum. Deza no debía de estar exento de semejantes pasiones. Además de la rivalidad que pudo oponer un jerónimo como Talavera a un dominico como Deza, estaba el éxito del primero frente a la frustración del segundo, postergado después de la muerte repentina de su pupilo, el príncipe heredero don Juan. Deza vio en las circunstancias de Córdoba y en la actuación de Lucero la oportunidad de saldar cuentas atrasadas, tanto más cuanto que la muerte de la reina doña Isabel, en 1504, dejó a Talavera sin protección oficial en la corte. Talavera, sin embargo, encontró un defensor en la persona de Cisneros. Deza encargó a este último que investigara sobre las acusaciones contra Talavera, pero Cisneros informó al papa Julio II, quien prohibió a los inquisidores de Córdoba ir adelante en el proceso y evocó la causa en corte romana. El Papa absolvió a Talavera, pero este, agotado y disgustado, murió el 14 de mayo de 1507. La actitud de Cisneros en aquellas circunstancias viene a ser, de hecho, una defensa y rehabilitación de Talavera, lo que confirma lo que decíamos en páginas anteriores: Talavera y Cisneros son personalidades muy distintas, desde luego, pero no antagónicas sino complementarias. Deza debió de interpretarlo así; este fue para él un argumento más para afirmar, como lo hizo a principios de 1507, que el arzobispo de Toledo era un enemigo de la Inquisición.

Fue después de la muerte de la reina doña Isabel cuando la persecución tomó proporciones alarmantes. Más de 100 personas sospechosas de judaizar fueron llevadas al quemadero a consecuencia del auto de fe del 22 de diciembre de 1504, el más cruento de todos los celebrados en Córdoba; en el solo mes de junio de 1506 fueron quemadas otras 160 personas; decenas fueron encarceladas, varias de ellas sometidas a tormento y, a veces, a desmanes de toda clase[381]; muchas quedaron arruinadas a consecuencia de las confiscaciones de bienes.

Aquellos excesos y atropellos acabaron suscitando protestas que protagonizaron representantes destacados del regimiento, del cabildo catedralicio, de la nobleza —entre ellos el marqués de Priego y el conde de Cabra—. Estos le pidieron a Deza que trasladara a Lucero, pero el inquisidor general no les hizo caso. Los mismos llevaron entonces la demanda a la corte, precisamente en el momento en que los nuevos reyes —doña Juana y Felipe el Hermoso— acababan de desembarcar en España[382]. Sus quejas fueron atendidas por los monarcas. Felipe el Hermoso estuvo a punto de cesar a Deza. Su muerte repentina, en septiembre de 1506, impidió que estas intenciones prosperasen; Deza reasumió toda su autoridad y siguió protegiendo a Lucero[383]. El regimiento de la ciudad volvió a quejarse, denunciando los excesos que cometía, su corrupción, sus abusos[384], y presentando a Deza como cómplice y fautor de los hechos por negarse a poner fin al escándalo. En octubre de 1506, aprovechando la confusión que siguió a la muerte de Felipe el Hermoso, las cosas tomaron un cariz netamente subversivo. Córdoba se levantó en armas contra Lucero a iniciativa del marqués de Priego, don Pedro Fernández de Córdoba. Este envió a gentes armadas a irrumpir en las cárceles de la Inquisición; 400 presos que se encontraban dentro recobraron la libertad. Lucero se vio obligado a escapar por la puerta trasera del alcázar[385].

La situación se estaba volviendo preocupante, tanto para Deza —que había perdido gran parte de su autoridad— como para el rey don Fernando, que se disponía a regresar a Castilla para hacerse cargo de la gobernación. Es muy probable que Cisneros —a la sazón gobernador interino— le informara a este último de lo que ocurría. A don Fernando, que había puesto toda su confianza en Deza, ya no se le podía ocultar la gravedad del problema: había que encontrar una solución drástica y Cisneros parecía el único capaz de salir de aquel paso. Eso es lo que se desprende del relato de Alvar Gómez de Castro; y eso es lo que motiva la doble petición de don Fernando en junio de 1507: al mismo tiempo que le pide al Papa que se dé a Cisneros el capelo de cardenal propone que se le nombre inquisidor general. Don Fernando lo escribe él mismo al arzobispo de Toledo en una carta autógrafa fechada en Nápoles, el 15 de junio de 1507[386]. El mero hecho de que las dos dignidades —la de cardenal y la de inquisidor general— se confieran al mismo tiempo sugiere la trascendencia de la decisión: el cardenalato le va a dar a Cisneros más fuerza todavía para actuar de inquisidor general en un asunto tan delicado como el de Córdoba.

Don Fernando le pide dos cosas a Cisneros en el caso de Córdoba: actuar con piedad y religión («pietati & religioni consulas») y resolver el conflicto sin menoscabar la autoridad del arzobispo de Sevilla, es decir, de Deza («Ne quid archiepiscopi Hispalensis authoritate detrahatur caveas»). La última frase muestra a las claras que, para don Fernando, el responsable de los sucesos de Córdoba no era Lucero, sino Deza, aunque el primero estuviera gravemente implicado. Ahora bien, ¿cómo condenar a Lucero sin comprometer a Deza? Ya en septiembre de 1507, los procuradores de las ciudades de Toledo, Granada y Córdoba fueron a gestionarlo en la corte. Las víctimas esperaban ser rehabilitadas y resarcidas. A pesar de todo, Cisneros procedió sin prisas. La congregación reunida para examinar los sucesos de Córdoba solo empezó sus sesiones en el mes de junio de 1508. Era mucho tiempo para tratar un asunto tan comprometido; la tardanza puede significar que Cisneros prefirió pensarlo muy bien, ya que se trataba de un problema de Estado en el que el mismo Rey Católico tenía alguna responsabilidad por haber respaldado a Deza casi hasta el final. Se tiene, efectivamente, la impresión de que, si se tardó tanto tiempo —¡un año!— en dar satisfacción a las víctimas y enjuiciar —¡con inmensa benevolencia!— el comportamiento de Lucero, es porque se quería poner a salvo la responsabilidad del monarca y de su hechura Deza. Los secretarios reales Juan Ruiz de Calcena y Juan de Aguirre procuraron dar con la solución adecuada. De hecho, la llamada Congregación Católica que se reunió en Burgos el 1 de junio de 1508 tuvo todos los visos de una asamblea extraordinaria cuya composición daba a entender que en ella se iban a enfocar los sucesos de Córdoba para evitar cualquier sorpresa. Formaban parte de aquella congregación de veinticuatro miembros no solo inquisidores, como era lógico —estos, en realidad, fueron muy pocos—, sino, además, altos funcionarios —miembros del Consejo Real, de las chancillerías, del clero, etcétera—. Las sesiones tuvieron lugar de forma ininterrumpida hasta el 10 de julio, sin respetar descansos ni fiestas. Se llegó a la conclusión de que algunas de las acusaciones parecían fundadas —por ejemplo, las supuestas reuniones por la venida del profeta Elías— y merecían castigo, pero que otras muchas —las reuniones en monasterios, cabildos y casas de nobles…— eran falsas y debían ser borradas de los libros y registros de la Inquisición para que los supuestos implicados en ellas no quedasen infamados. En conclusión, la asamblea declaró que había habido irregularidades en el tribunal cordobés. Por ello, se ordenó desagraviar y resarcir a las víctimas, entre ellas a Gonzalo de Baeza, que había sido tesorero de la reina Isabel, y que se redactaran criterios con el fin de evitar una nueva crisis de este tipo. En cuanto al gran responsable, Lucero, la congregación no encontró motivo suficiente para condenarlo; se le puso en libertad y pudo retirarse tranquilamente a Sevilla como canónigo que era de la catedral… Es decir, que el mismo Cisneros tuvo que acatar en este caso la razón de Estado.

CISNEROS Y LOS CONVERSOS

Desde la muerte de Felipe el Hermoso, Deza sabía que no podía seguir en el cargo de inquisidor general; don Fernando, que siempre le había apoyado, tenía que dar una satisfacción a los descontentos, cada día más numerosos, y destituirle. Deza se resignó, pero, ante los rumores de un posible nombramiento de Cisneros —que, hasta entonces, casi no había intervenido en las tareas del Santo Oficio[387]—, no pudo menos de manifestar su desagrado. En carta a don Fernando, el 11 de enero de 1507, le suplicó que no nombrase a Cisneros: «Vuestra Alteza conoce bien que la provisión será en gran ofensa de Dios y para destruyción de la Inquisición […]. La impugnación que él ha hecho y hace a este Santo Oficio sale de odio y enemiga que le tiene[388]».

¿Hay que dar fe a lo que escribe Deza y considerar a Cisneros como hostil al Santo Oficio? Aquella afirmación es muy discutible. No parece que Cisneros se haya opuesto a la Inquisición como institución[389]. Todo demuestra lo contrario.

Durante todo el tiempo en el que estuvo de inquisidor general, Cisneros mantuvo sobre el Santo Oficio los criterios establecidos desde su fundación, particularmente el que más preocupaba a los conversos: la prohibición de hacer públicos los nombres de los testigos que iban a denunciar a los supuestos judaizantes o a deponer contra ellos. En dos ocasiones, por lo menos, los conversos intentaron convencer a los monarcas para que autorizaran la publicación de los testigos. La primera vez fue en 1512, cuando don Fernando se preparaba a entrar en guerra en Navarra; los cristianos nuevos le ofrecieron entonces una gran suma de dinero si mandaba que los procesos inquisitoriales se celebraran de la misma forma que en los tribunales ordinarios, donde el acusador era confrontado con el defensor. Cisneros combatió la propuesta: en este caso, dijo, nadie se atrevería a denunciar a nadie. Los cristianos nuevos trataron de llegar al mismo resultado, y por los mismos medios —ofrecimiento de gran cantidad de dinero—, con el nuevo rey don Carlos. El 8 de marzo de 1516, el obispo de Badajoz —don Alonso Manrique, que residía en Flandes, con la corte— llamó la atención a Cisneros: «Acá hay algunos españoles que ha días que vinieron que hablan muy mal de la Inquisición, alegando muchas exorbitancias que dicen que en ella se han hecho, y que a esta causa ese reyno está destruido, de manera que encomenzarán a procurar que la Inquisición se quite o a lo menos que se desfavorezca[390]». En esta ocasión también, Cisneros hizo que se rechazara la propuesta[391].

Mientras Cisneros estuvo de inquisidor general, los conversos de origen judío siguieron siendo sospechosos y procesados por el Santo Oficio con abrumadora preferencia sobre las otras categorías de supuestos herejes. Cisneros comparte, pues, los recelos que se tenían entonces a propósito de los conversos; se pensaba que, entre ellos, debía de ser muy fuerte la tentación de judaizar, es decir, de volver de manera más o menos solapada a las prácticas y creencias de sus antepasados. Esto se puede comprobar en las cartas que le envían sus secretarios y familiares, cartas en las que nunca se oculta que la condición de converso de tal o cual individuo representa una circunstancia agravante a la hora de formar un juicio sobre él[392]. Entre los familiares de Cisneros, Jorge de Varacaldo es tal vez el que más desconfía de los conversos; ve su influencia en muchos episodios[393].

Por estos motivos, no se debe interpretar al pie de la letra la afirmación de Deza, quien veía en Cisneros un enemigo de la Inquisición. Aquella afirmación alude sin lugar a dudas a la conformidad de pareceres entre Talavera y Cisneros sobre la oportunidad de crear un tribunal inquisitorial en Granada. Cisneros discrepa de Talavera en la manera de proceder contra los elches, pero en lo demás está de acuerdo con él: el problema prioritario es el que plantean los conversos judaizantes, no los mudéjares ni los moriscos; por lo tanto, como casi no hay judíos ni conversos en Granada, no se justifica la presencia allí de inquisidores. No hace falta añadir que Cisneros considera a Talavera como un cristiano perfecto, tal vez como un santo; la imputación que le hizo Lucero —probablemente a instigación de Deza— por el delito de herejía debió de indignarle, y fue Cisneros quien sustrajo al arzobispo de Granada de las garras de Deza. Este no debió de perdonárselo.

Lo que sí es cierto es que, como se ha dicho acertadamente, «Cisneros estaba más interesado en la renovación intelectual de la fe que en la purificación, por medios inquisitoriales, de su práctica[394]». No se nota en él ni fobia antijudía ni obsesión por la limpieza de sangre. Al fundar la Universidad de Alcalá y emprender la edición de la Biblia Políglota, contrató a profesores y editores sin tener en cuenta sus antecedentes familiares, como se puede comprobar por el número de cristianos nuevos que fueron admitidos: Alonso de Zamora, catedrático de Hebreo, Siriaco y Árabe; Pablo Coronel, que pertenecía a la ilustre familia segoviana de Abraham Seneor, que fue rabí mayor de Castilla y bautizado en 1492, en el monasterio de Guadalupe, siendo sus padrinos los mismos Reyes Católicos; Juan de Vergara, secretario del cardenal y catedrático de Griego, etcétera. Estos cristianos nuevos tuvieron completa libertad para trabajar. Es más: muchas veces, fueron reclutados precisamente por eso, porque, dados sus antecedentes familiares, se suponía que sabrían hebreo más que otros y, por lo tanto, estarían más cualificados para desentrañar el sentido exacto de tal o cual vocablo. ¡Cuán distinta fue la actitud posterior de teólogos e inquisidores, por ejemplo, los que se escandalizaron al ver a fray Luis de León y a los biblistas de Salamanca acudir a las fuentes hebraicas para interpretar los textos del Antiguo Testamento! Esto, para ellos, equivalía a judaizar[395].

CISNEROS Y EL HUMANISMO

Aquella actitud viene confirmada por el caso de los humanistas, muy instructivo del temperamento del cardenal de España.

El mismo concepto que los humanistas tenían de su actividad no podía menos que suscitar los recelos de los inquisidores. Ellos pretendían cultivar las letras humanas[396]. El humanismo se distinguía así de la teología escolástica como lo profano de lo sagrado. Pero el humanismo iba más lejos; pretendía aplicar a los textos sagrados, a la Biblia, los mismos métodos críticos que la filología utilizaba para depurar el texto de un poema o de un autor de la Antigüedad clásica. El humanismo proclamaba así la emancipación de la ciencia, que se convertía en un valor autónomo, distinto de la religión, aunque no forzosamente opuesto a ella. Es este afán por restituir a los textos de la Antigüedad grecorromana y también a la Sagrada Escritura su prístina pureza y por buscar ante todo su sentido exacto y literal el que de manera temprana llamó la atención de los inquisidores y permite comprender las persecuciones ulteriores. Los escolásticos acabarán sosteniendo que no hace falta ser filólogo para ser buen teólogo; incluso, que lo primero puede perjudicar lo segundo. Cuando le preguntaron al teólogo Domingo Báñez «qué se sabía en leer la gramática hebrea», este contestó que era cosa inútil y dañosa[397], o sea, que la crítica lleva a la herejía[398].

Fue, al parecer, Nebrija el primer humanista en enfrentarse a los inquisidores. Hacia 1505, mientras estaba preparando unos comentarios a la Biblia, el inquisidor general Deza mandó recoger su trabajo, «no tanto para aprobarlo o condenarlo —le escribe Nebrija a Cisneros— cuanto para hacer que el autor dejara de escribir[399]». «Me acusaban de impío —escribe Nebrija en 1516— ante el Inquisidor general [Deza], diciendo que no sabiendo yo Sagrada Escritura me atrevía con sola la gramática a hablar de lo que no conocía[400]». Continúa así Nebrija:

Si me acomodara a la actitud de mis amigos y empleara mis vigilias en las fábulas y ficciones de los poetas, si me dedicara a escribir historias y, como dice el poeta, todo lo viera de color de rosas, me querrían bien, me alabarían, me darían mil parabienes. Pero como […] investigo en la tierra aquellas cosas cuyo conocimiento persevera en el cielo, me llaman temerario, sacrílego y falsario y no falta nada para que […] me hagan comparecer ante los jueces cargado de cadenas […]. ¿Qué hacer en un país donde se premia a los que corrompen las sagradas letras y, al contrario, los que corrigen lo defectuoso, restituyen lo falsificado y enmiendan lo falso y erróneo se ven infamados y anatematizados y aun condenados a muerte indigna si tratan de defender su manera de pensar[401]?

Nos encontramos con el clásico —y temprano— recelo de los escolásticos ante los gramáticos.

Nebrija no llegó a ser procesado porque Cisneros salió en su defensa. El cardenal parece haber tenido una gran admiración por el que se consideraba a sí mismo como el «debelador de la barbarie» en España. Es lo que se desprende de varias anécdotas muy celebradas en su tiempo. Cuando, en julio de 1513, Nebrija se ve rechazado de la Universidad de Salamanca y humillado por lo que juzgó como una afrenta, Cisneros no duda en ofrecerle la cátedra de Retórica de Alcalá, recomendando además al rector que le dé un salario muy superior al que se solía dar a un profesor «para que leyese[402] lo que él quisiese y si no quisiese leer que no leyese», ya que «esto no se lo mandaba dar porque trabajase, sino por pagarle lo que le debía España[403]». En Alcalá, Nebrija vivía cerca de la imprenta y, siempre que el cardenal pasaba por ahí cerca, solía pararse durante un rato a la ventana para cambiar impresiones e ideas con el humanista. Incluso, en una ocasión, el arzobispo le aclaró al humanista un punto oscuro de la Escritura[404].

LA INQUISICIÓN EN TIEMPOS DE CISNEROS

Los humanistas no fueron los únicos que se beneficiaron de aquella benevolencia relativa del Santo Oficio mientras lo dirigió Cisneros. Otro grupo también quedó a salvo de la persecución, como veremos al examinar la labor del cardenal como reformador de la Iglesia: los devotos que comenzaban a pulular en Castilla, aquellos que, unos diez años más tarde, serán tachados de alumbrados y perseguidos como tales. Nebrija y la Beata de Piedrahíta podrían ser los símbolos de este talante más admirativo que crítico del inquisidor general de aquellos años[405]. Para Cisneros, la «herética pravedad» seguía siendo prioritariamente la de los judaizantes, cuyo número había disminuido mucho después de las tremendas persecuciones llevadas a cabo en los primeros años de funcionamiento de la Inquisición, cuando Torquemada la dirigía. García Oro opina que, durante la presidencia de Cisneros, la actividad del Santo Oficio fue más bien limitada y relativamente moderada[406]. Efectivamente, Cisneros no ha dejado el recuerdo de un inquisidor excesivamente riguroso[407].

Cisneros dispone sobre el aparato inquisitorial de una amplia autoridad, pero tiene la obligación de contar con las opiniones del rey don Fernando. Como se ha visto, este ha limitado las responsabilidades del arzobispo de Toledo a la sola corona de Castilla; le ha recomendado además, en el caso Lucero, —y una recomendación del rey equivale a una orden solapada— mostrarse relativamente benévolo con Deza; el resultado ha sido que Deza y el mismo Lucero salieran casi absueltos de toda culpa; no se les impone ningún castigo, ni siquiera moderado… Ahí no paran las intromisiones de don Fernando en el gobierno de la Inquisición castellana. El 20 de febrero de 1509, con el pretexto de que Cisneros va a tener que tomar el mando de la próxima expedición a Orán, el arzobispo de Granada, Antonio de Rojas, es nombrado, a petición del Rey Católico, presidente del Consejo de la Inquisición —la Suprema—. Ahora bien, lo lógico es que el inquisidor general presida al mismo tiempo la Suprema; separar los dos cargos y nombrar para uno de ellos a un hombre cuya antipatía hacia Cisneros era notoria no deja de llamar la atención; es como si el rey-gobernador quisiera controlar las iniciativas del inquisidor general. Confirman aquellas dudas varios nombramientos en la cúpula del Santo Oficio a favor de hechuras del rey, como los de Ruiz de Calcena y de Ortún Ibáñez de Aguirre, dos individuos que Cisneros, libre ya de la tutela del rey de Aragón, despedirá el 24 de octubre de 1516[408].

A pesar de aquellas limitaciones, Cisneros procedió a varias innovaciones en la organización y el funcionamiento del Santo Oficio. En primer lugar, procuró dar más eficacia a la institución remodelando los distritos. En vez de los diecisiete que entonces existían, solo dejó ocho: Sevilla, Córdoba, Jaén, Cuenca, Toledo, Llerena, Murcia y Valladolid, repartición que deja bien clara cuál sigue siendo la finalidad del Santo Oficio: la extirpación del judaísmo. Lo demuestra el mapa inquisitorial, con una concentración de los distritos en la mitad meridional de la Península, es decir, allí donde los conversos eran más numerosos y sobre todo más recientes, por lo que se podía suponer que se habían asimilado menos a los cristianos. En cambio, el enorme distrito de Valladolid cubría toda la mitad septentrional, o sea, las zonas en las que las conversiones del judaísmo al cristianismo habían sido más tempranas y por lo tanto se creía que más sinceras. Se nota la ausencia de tribunal en Granada —cuya diócesis sigue perteneciendo al distrito de Sevilla—, con lo cual se confirma la voluntad política de someter a los moriscos a un tratamiento más benévolo. Canarias figuraba como distrito en una lista elaborada en 1507, pero, de hecho, las islas dependían del tribunal de Sevilla. Después de la incorporación de Navarra a la corona de Castilla, se creó un distrito para aquel reino, pero curiosamente la sede del tribunal correspondiente estaba en Calahorra —más tarde se trasladó a Logroño—, es decir, fuera de los límites del territorio navarro. En marzo de 1516, se nombró un inquisidor para Orán, pero sin sueldo; en realidad, la ciudad recién conquistada dependía del distrito de Murcia. En 1516, Las Casas le pidió a Cisneros que enviase inquisidores a las Indias, con lo cual se ve que el fraile dominico, muy atento a la situación de los indios, era mucho más severo tratándose de supuestos judaizantes: «ya allá se han hallado y quemado dos herejes, y por ventura quedarán más de catorce […], porque puede ser que muchos herejes se hayan huido de estos reinos y, pensando de salvarse, se hubiesen pasado allá». Cisneros se limitó, por decreto de 21 de julio de 1517, a constituir a los prelados de La Española y del Darén en inquisidores apostólicos[409].

En lo que se refiere al personal, se tiene la impresión de que, salvo durante su ausencia, debida a la expedición a Orán, Cisneros quiso controlarlo directamente. En 1510, la Suprema obtuvo sus primeras rentas fijas: seis juros; en 1512, tres juros más, y lo mismo en 1513. Por otra parte, Cisneros dispuso que los cargos de contador y receptor general fueran separados. En 1514, una provisión de la Suprema estableció nuevas normas para el reclutamiento de los familiares: debían ser cristianos viejos, casados, de buena vida…; además, se les confirmaba el privilegio de llevar armas. Parece que a Cisneros se debe el nuevo modelo de sambenito que debían llevar en adelante los reos y condenados: una cruz en forma de aspa en vez de las cruces tradicionales.