La política exterior del cardenal Cisneros se corresponde con las orientaciones iniciadas en tiempo de los Reyes Católicos, tanto en lo que se refiere a Europa como a África e incluso a las Indias. Estas orientaciones parecieron a punto de cambiar de rumbo en 1516 con la llegada al trono de la nueva dinastía austriaca. Reanudando la tendencia ya señalada durante el breve reinado de su padre Felipe I, el nuevo monarca don Carlos dio la impresión de querer acercarse a Francia. A Cisneros le preocupaban seriamente las intenciones que suponía en la política francesa y así lo escribió a la corte de Flandes el 16 de agosto de 1516: «Su Alteza no se debe fiar de los franceses, aunque haya paz con ellos, porque nunca los franceses la guardan estándoles otra cosa mejor[246]». Pero la corte no le hizo caso y se firmó el tratado de Noyon, por el que se declaraban terminadas las hostilidades y rivalidades entre las dos naciones. El principal artículo estipulaba la boda de Carlos con la hija de Francisco I; este se comprometía a ceder como dote los derechos que Francia pretendía tener sobre Nápoles. La boda nunca se celebró y Cisneros siguió preocupado por los que él juzgaba objetivos principales de Francia: Italia y Navarra. En Italia, Francisco I se había hecho dueño del Milanesado después de la victoria alcanzada en Mariñán (13-14 de septiembre de 1515) sobre los suizos. De momento, Francia no prosiguió su avance hacia el sur de la península italiana.
El frente de Navarra constituía otra causa de inquietud para Cisneros. Hubo un intento serio de devolver el trono a Juan de Albret; a él se opusieron las tropas castellanas al mando del capitán Fernando de Villalba, que desbarataron el ejército enemigo en las gargantas de los Pirineos (25 de marzo de 1516). Como medida de precaución, el cardenal decidió demoler las principales fortalezas del reino que hubieran podido servir de baluarte para futuros levantamientos. El duque de Nájera pasó a ocupar el cargo de virrey de Navarra.
Ahora bien, en los años primeros del siglo XVI, la política exterior de Castilla se centró en dos objetivos: el uno tradicional, África; el otro, nuevo y, hasta cierto punto, antagónico con el primero: las Indias. En ambos casos, tuvo Cisneros que intervenir de modo directo y personal.
CISNEROS Y LA CRUZADA
Se cuenta que Cisneros, mientras realizaba una visita a los conventos franciscanos de Andalucía, llegó un día a Gibraltar y se quedó pensativo divisando la tierra de África; sentía ganas de cruzar el Estrecho para predicar el evangelio y, si hacía falta, morir como mártir a manos de los infieles; pero una beata que vivía allí cerca le disuadió: la Providencia tenía para él otros proyectos; estaba destinado a emprender hazañas mucho más gloriosas e importantes que las que podía acometer entre las gentes bárbaras de África[247]. La anécdota es significativa: Cisneros comparte la ilusión de muchos de sus contemporáneos, que soñaban con irse «a tierra de moros» y morir por la fe y por la conversión de los infieles en una campaña que culminaría con la liberación de la Tierra Santa y de Jerusalén[248]. Aquel sueño tiene sus raíces en el mito de la Cruzada, vigente desde finales del siglo XI: había que rescatar los Santos Lugares, injustamente ocupados por los turcos, y, de un modo general, recobrar todas aquellas tierras que fueron cristianas y que en la actualidad se encontraban en poder de infieles[249]. Aquella esperanza en un mundo unificado en la fe de Cristo es la que Hernando de Acuña expresará, hacia 1550, en un conocido soneto dedicado al emperador Carlos V[250], sobre todo en aquel verso famoso: «un monarca, un imperio y una espada», palabras que, casi medio siglo antes, fueron pronunciadas casi textualmente por un admirador del cardenal Cisneros, Hernando Alonso de Herrera, en un momento tan solemne como fue el discurso de apertura, cuando se inauguró la Universidad de Alcalá de Henares[251].
A finales de la Edad Media, el mito de la Cruzada había cobrado nuevo vigor en algunos sectores religiosos, muy cercanos al franciscanismo, que se inspiraban de las ideas del mallorquín Ramón Llull (1232-1315). Este estaba convencido de la existencia, en la otra parte del mundo, de unas tierras desconocidas pobladas por hombres sin secta, es decir, por paganos que no eran idólatras y que, por lo tanto, serían más aptos para convertirse al cristianismo. En vista de aquella empresa, Llull había fundado, en su residencia de Miramar, unas escuelas en las que se enseñarían las lenguas llamadas orientales, preferentemente semíticas —el árabe y el hebreo—, porque estas eran las que hablaban los pueblos conquistados o por conquistar, o simplemente por convertir a la fe de Cristo. Llull no descuidaba, sin embargo, la obligación cristiana de convertir a los judíos y de rescatar las tierras que, después de evangelizadas, habían sido conquistadas por los infieles musulmanes; este era el caso del norte de África y de la Tierra Santa; tal era el ideal de la Cruzada. Llull la propuso después de su estancia en Jerusalén, alrededor de 1302, en su viaje a Chipre y Armenia, para la conversión de los tártaros. En Bugía, en 1307, y en dos largas estancias en Túnez, la primera en 1283-1284 y la última en 1314-1315, hasta pocos meses antes de morir, Llull utilizó métodos pacíficos —la predicación y la persuasión— para conseguir sus objetivos, pero no descartó completamente la idea de una empresa militar, si no había más remedio. Las preocupaciones misioneras no eran más que una parte del ideario de Ramón Llull, que, en realidad, abarcaba toda una visión del mundo y un afán de reforma religiosa de muy gran alcance. Llull se convirtió así en un pensador e, incluso, un místico que gozó de una gran influencia y de un inmenso prestigio tanto en París —donde sus primeros discípulos, Pedro de Limoges y Tomás Le Myésier, impulsaron una intensa labor de recopilación y difusión de su pensamiento— como en toda la cristiandad. Llull realizó algo semejante a lo que hizo santo Tomás de Aquino, superando y prolongando el aristotelismo. La herencia teológica y metafísica de Llull se nota todavía a finales de la Edad Media, a través de la huella que dejó en filósofos como Nicolás de Cusa, y en los primeros años de la época moderna; ciertos humanistas parisinos, como Jacques Lefèvre d’Étaples o Charles de Bovelles, seguían siendo fieles y fervientes admiradores de Llull como filósofo, teólogo —reformador de la Iglesia— y místico.
En España, la influencia de Llull es evidente en los medios afines al franciscanismo: proyectos reformistas y preocupaciones misioneras abundan en los monasterios de la observancia. No hay más que pensar en Cristóbal Colón y en la acogida que tuvo en el monasterio de La Rábida por parte de fray Juan Pérez y fray Antonio de Marchena, entre otros, ardientes admiradores de Llull; la labor de estos dos frailes fue fundamental en el descubrimiento del Nuevo Mundo.
Cisneros compartía aquellas ideas y sentimientos: la admiración por Ramón Llull, desde luego, pero también una austeridad y una espiritualidad que rozaba con el misticismo, así como un profundo interés por la Sagrada Escritura —y una recíproca desconfianza hacia el escolasticismo— y por las lenguas —hebreo, caldeo, griego—, que eran la base imprescindible para los estudios bíblicos, el ideal de la Cruzada…
Cisneros fue quien más contribuyó a difundir la huella del lulismo en la Península. Las semejanzas entre los dos hombres son notorias. En ambos personajes, vinculados al franciscanismo más austero y observante, la preocupación principal es de orden espiritual. Ambos promovieron la reforma y la conversión de los infieles y paganos, pero Cisneros superó a Llull porque dispuso de los medios políticos y financieros necesarios para llevar a cabo los proyectos. A imagen y semejanza del Collegium Sorbonicum, Cisneros fundó el Colegio de San Ildefonso, donde iba a formarse la élite intelectual de España, adscrito a la nueva Universidad de Alcalá de Henares. En la Sorbona se dictaban entonces —principios del siglo XVI— cursos de lulismo; la Universidad de Alcalá se convirtió a su vez en foco del lulismo con la cátedra de Teología y Filosofía regida por el mallorquín Nicolás de Pax. Llull y Cisneros compartieron la misma utopía: una sola fe; una sola Iglesia universal, la católica; un solo imperio Fiet unum ovile et unus pastor. Cisneros llevó a la práctica de forma eficaz —aunque no pacífica— el ideal luliano de la conversión al cristianismo de musulmanes y hebreos dentro de los reinos de Castilla y Aragón. Y, además, alentó la idea de Cruzada y la inició.
En muchos sectores de Europa existía la convicción de que, en el momento oportuno, la cristiandad occidental no se encontraría sola frente a los infieles, concretamente frente a los musulmanes; podría esperar el auxilio de los cristianos de Asia y de África. Estos, aunque separados de Roma, no dejaban de creer en Cristo y apoyarían a sus hermanos de Occidente. En el siglo V, el monje Nestorio, obispo de Constantinopla, sostuvo que Cristo era verdaderamente hombre al mismo tiempo que hijo de Dios, escindiendo pues la persona divina de la persona humana. Aquella doctrina fue declarada herética y desterrada del Imperio romano, pero se extendió por todo el Imperio persa, luego en gran parte de Asia y de África. Así nació la creencia en unas comunidades cristianas separadas de Roma, aliadas potenciales en una empresa contra los infieles. En el siglo XIII, Marco Polo señaló la existencia de comunidades nestorianas en Oriente Medio, en la costa suroeste de la India, en Asia central, en China y Mongolia. Leyendas posteriores contribuyeron a reforzar aquellas creencias. En el siglo XV, por ejemplo, en la costa de Malabar, los portugueses se encontraron con un pueblo que llamaron cristianos de santo Tomás porque estaban convencidos de que el apóstol había predicado el evangelio en aquellas tierras; la tumba del apóstol en la costa de Coromandel se convirtió en un lugar de peregrinación muy concurrido. Todo ello dio motivo a la leyenda del Preste Juan, descendiente de los Reyes Magos que reinaba sobre un territorio muy extenso y muy rico en oro, plata, piedras preciosas, pimienta… Durante largo tiempo se pensó que aquel reino se situaba en Asia; luego se dijo que el verdadero sitio era Etiopía, donde otros cristianos disidentes se sentían amenazados por el avance del islam en Egipto.
A mediados del siglo XV se reunieron unas condiciones excepcionales para hacer de la cristiandad ibérica —Portugal, Castilla y Aragón— la base de una Cruzada contra el islam: técnicas nuevas de navegación en alta mar, dinamismo de los Estados y avances decisivos de la Reconquista, medios financieros y comerciales nuevos y eficaces, mesianismo, afán misionero, codicia del oro y de riquezas como modo de medrar en la sociedad estamental[252]… El infante Enrique el Navegante pensaba en establecer contacto con el Preste Juan. En la misma época, el papa Eugenio IV proyectaba una ofensiva general contra los turcos y pensaba también relacionarse con el Preste Juan. El emperador de Etiopía, por su parte, también procuraba entrar en contacto con la cristiandad occidental. A España había enviado varias embajadas, por ejemplo la que vino a visitar al rey de Aragón Alfonso V a Valencia, en 1427; en 1452, representantes del Negus se presentaron en Lisboa.
La leyenda del Preste Juan —asociada a la creencia de que el paraíso terrenal estaría situado en su reino— persiste a lo largo de la época moderna, pero, conforme los descubrimientos van fijando los contornos geográficos del mundo, el Preste Juan y sus dominios van adquiriendo un carácter mítico. En 1492, Colón todavía llevó consigo una carta de los Reyes Católicos que le era destinada, pero, en los años posteriores, su mención desaparece paulatinamente de los proyectos concretos, que se elaboran a partir de datos más y más precisos y conformes a la realidad geográfica. Así lo vemos en los primeros años del siglo XVI[253]. Tanto la política granadina de los Reyes Católicos —con la conversión forzosa de los musulmanes— como, a raíz del viaje de Vasco da Gama, la participación cada vez más activa y belicosa de los portugueses en el comercio del océano Índico preocupaban seriamente al sultán de Egipto. Para tranquilizarlo, ya que se veía en él un eventual aliado en una guerra contra el turco, los Reyes Católicos decidieron enviarle un embajador extraordinario, Pedro Mártir de Anghiera, humanista milanés asentado en España desde hacía varios años. Este relató su misión en una obra publicada en 1511: Legatio babylonica[254]. Anghiera salió de España en septiembre de 1501 con rumbo a Venecia, de donde partió el 2 de octubre; llegó a Alejandría el 23 de diciembre y a El Cairo el 31 de enero de 1502; allí tuvo tres entrevistas con el sultán. Pedro Mártir hace muchas alabanzas a Tangarabardino, intérprete del sultán, que le ayudó a sortear muchos obstáculos. Era este un renegado de origen valenciano o quizás un judío. En sus conversaciones con el sultán, Pedro Mártir se remontó a la invasión árabe, al rey Rodrigo y a la «pérdida de España» para justificar la posterior conquista de Granada. Negó que la conversión al cristianismo tuviera un carácter obligatorio: los mudéjares que se habían sublevado, una vez derrotados, habían pedido el bautismo para librarse del castigo que merecían. Le recordó al sultán que los mudéjares valencianos y aragoneses vivían pacíficamente, tenían sus mezquitas y se les guardaba la misma justicia que a los cristianos. Terminó por una diatriba contra la «raza abyecta» de los judíos. Al oír estas explicaciones, el sultán habría suavizado su postura. Incluso habría consentido en que reedificasen las iglesias de Jerusalén, Beirut, Ramala, Belén y otros lugares «donde queda algún recuerdo todavía de los hechos de Cristo».
Si hemos de creer a Pedro Mártir, su embajada habría sido un éxito[255]. La realidad debió de ser distinta, ya que, poco después, en 1502, los Reyes Católicos decidieron la expulsión de los mudéjares que no quisiesen recibir el bautismo, cosa que no podía ser del agrado del sultán. Este decidió entonces enviar a su vez una embajada para protestar contra la política seguida por los principales Estados de la cristiandad: Venecia, la Santa Sede, España y Portugal. La persona elegida para esta misión fue el guardián del monasterio franciscano de Montesión, fray Mauro. El sultán protestaba, en primer lugar, porque los Reyes Católicos seguían maltratando a los moros de Granada, en una clara alusión al decreto de 1502 que obligaba a los mudéjares a convertirse o a salir del reino; se quejaba además de la actuación de los portugueses en el océano Índico[256] y amenazaba con destruir los Santos Lugares si no se le daba satisfacción en ambos casos[257]. Fray Mauro fue primero a Venecia (marzo de 1504), luego, en agosto, a Roma, donde el Papa le remitió sendas misivas para los reyes de España y Portugal; llegó a Medina del Campo en septiembre u octubre de 1504; se quedó ocho meses en España y tuvo la oportunidad de hablar largamente con Cisneros, ya que estaba alojado en el mismo palacio del arzobispo de Toledo; allí dormía y comía[258]. En mayo de 1505 fray Mauro se dirigió a Portugal.
Por lo que sabemos, las advertencias del sultán tuvieron escasa repercusión. Los venecianos le dijeron a fray Mauro que a ellos también les perjudicaban las actividades de los portugueses, pero no sabían cómo reaccionar[259]. No se conoce la respuesta del rey don Fernando; Zurita se limita a escribir que «siendo la contienda entre venecianos y portugueses, el rey Cathólico disimulaba[260]», o sea, que él no se sentía aludido por las quejas y amenazas del sultán. En cambio, el rey don Manuel de Portugal, que era el más directamente interesado por el reto de Egipto, no se arredró; le escribió al papa Julio II que él no temía eventuales represalias del sultán por la actividad de los portugueses en el océano Índico; si el sultán asolaba los Santos Lugares, perdería la poca riqueza que le quedaba: el dinero que los cristianos se gastaban durante las peregrinaciones[261]. Fray Mauro regresó a Egipto y refirió al Soldán lo que había visto y practicado, el cual disimuló como prudente su indignación por no empeñar contra dos monarcas tan valerosos su poder, aunque, por no parecer liviano y por satisfacer a las quejas de los Indios, envió una armada en su favor por el Mar Rojo, con que se desvaneció todo aquel nublado sin haber hecho daño alguno en las personas ni hacienda de los cristianos de su reino ni haber intentado cosa alguna contra el Santísimo Sepulcro[262].
El sultán de Egipto fue, pues, incapaz de amedrentar a España y Portugal. Aquel fracaso alentó a los que, en la cristiandad occidental, soñaban con desalojar a los infieles de la Tierra Santa. Cundió la opinión de que había llegado el momento oportuno para emprender una nueva Cruzada con perspectivas de éxito, opinión especialmente desarrollada en la península ibérica. Da la casualidad —pero ¿fue casualidad?— de que, por aquellas fechas, 1505 o 1506, viaja a España Charles de Bovelles —el Carolo Bobillo que cita Quintanilla—, discípulo de Lefèvre d’Étaples (1450-1537), gran lector y admirador de Ramón Llull. Durante su estancia en Toledo, Bovelles estuvo alojado en el palacio arzobispal de Cisneros[263]. El tema de la Cruzada debió de ser uno de los más discutidos entre los dos hombres. Nada tiene pues de extraño que, en estas circunstancias, Cisneros tomara una iniciativa de carácter político. El arzobispo de Toledo trató de convencer a Fernando el Católico para que, con la participación de sus yernos Manuel I de Portugal y Enrique VII de Inglaterra, organizara la Cruzada que debía llevar las armas cristianas hasta Jerusalén y permitir a tres naciones —Portugal, Castilla e Inglaterra— acabar de una vez con la secta de Mahoma y convertir toda la tierra a la fe de Cristo; a Cisneros le sería confiado el papel principal en aquella empresa que el rey de Portugal calificaba de «romería». La carta de Cisneros debió de enviarse en torno a las navidades del año 1505[264]. Por lo visto, aquella carta estaba llena de informaciones concretas y precisas sobre la manera de llevar a cabo la referida expedición[265]. Y es que, aunque concebida como un objetivo religioso, la Cruzada a Tierra Santa fue cuidadosamente preparada. Cisneros procuró reunir informes y memoriales de carácter muy diverso (geográfico, económico, militar…) que le facilitaron informadores fidedignos que habían viajado por aquellas tierras y redactaron varios memoriales muy bien documentados[266]. Entre ellos estaban el veneciano Jerónimo Vianello y el franciscano fray Lucas de Gaitán, que se fue a Oriente para obtener una descripción detallada de las costas sirias, libanesas, palestinas y egipcias y de las defensas naturales y humanas que podían presentar los infieles ante un ataque de los cristianos; se describía cuidadosamente la zona por conquistar: Oriente Medio, Egipto, con su orografía, sus ríos, puertos, etcétera, así como elementos estratégicos muy detallados y objetivos militares: cortar las comunicaciones entre Turquía y Egipto para que la primera no pudiera ayudar al segundo; esperar el auxilio de las comunidades maronitas del Líbano; empezar la guerra por Trípoli o Beirut a fin de controlar la zona costera; el éxito en Alejandría y El Cairo sería decisivo, pero se consideraba difícil; Chipre podría ser la base para la conquista de Palestina. Esta información es la que Cisneros comunicó al rey Manuel de Portugal y que tanto impresionó a este[267]. Leibniz se inspirará de aquel proyecto cuando, en 1671, trate de convencer al rey de Francia Luis XIV de la oportunidad de conquistar Egipto[268].
A las consideraciones de Cisneros, el monarca portugués añade sus propias observaciones: el sultán ha perdido gran parte de sus recursos financieros desde que los portugueses han llegado al océano Índico; para conservar su poderío sobre las tierras y las gentes sometidas, necesita dinero, y este dinero se lo están quitando los portugueses; para estos últimos, no se trata solo de negocio, sino de algo mucho más trascendente: la extensión del cristianismo[269]; por este motivo, el poderío del sultán ya no es lo que fue. En la guerra que piensan hacer al sultán, los cristianos pueden esperar el auxilio de varias comunidades que viven sometidas a aquel tirano[270]; ahí viene una clara referencia —que no podía faltar— al Preste Juan[271]. Por todos estos motivos el rey don Manuel auguraba el éxito de la Cruzada proyectada entre los reyes de Portugal, España e Inglaterra; él confiaba en que «muy presto todos tres podamos recibir el cuerpo de Nuestro Señor Iesu Christo de vuestras manos [las de Cisneros] en la Casa Santa».
Por las mismas fechas en las que Manuel el Afortunado expresaba su entusiasmo y su confianza en el éxito de la Cruzada proyectada, Felipe el Hermoso llegaba a España con ganas de echar de Castilla a su suegro don Fernando y reinar en nombre de su esposa, Juana la Loca. El Rey Católico tuvo que marchar a Aragón, luego a Nápoles. Cuando regresa a Castilla el año siguiente, muerto ya Felipe I, tiene que hacer frente a una situación política crítica: ambiente de guerra civil, problemas planteados por el rey de Francia en Italia, etcétera. La Cruzada contra Egipto pasa a segundo plano y se abandona. Quedó como elemento mítico en la conciencia colectiva de Portugal. Debió de recordarla el rey don Sebastián cuando emprendió su desgraciada empresa de Marruecos, que terminó con el desastre de Alcazarquivir, el 4 de agosto de 1578, dando lugar a otro mito: el deseado retorno del Rey Encubierto[272]…
LA CONQUISTA DE ORÁN
Cisneros quedó tan defraudado como Manuel el Afortunado al ver que ya era imposible organizar la Cruzada tal como se había previsto, pero él no renuncia del todo; opina que, por lo menos, sería conveniente desembarcar en el norte de África y recobrar unas tierras que, antes de ser islamizadas, fueron un foco de la civilización romana y del cristianismo; nada menos que la patria de san Agustín…
Desde los orígenes, África forma parte de los objetivos geopolíticos de Castilla. A finales del siglo XVI, dos factores contribuyen a recordárselo a los gobernantes. Primero, la bula Ineffabilis et summi (1495), por la que el papa Alejandro VI da a los reyes de Castilla la investidura sobre el reino de Tremecén —el de Fez queda en principio reservado a Portugal[273]— con el compromiso de favorecer su evangelización; este documento viene a ser el complemento de la bula Inter caetera (1493), que organizaba la partición del mundo después de los descubrimientos de Colón. En segundo lugar, la cláusula del testamento de la Reina Católica, el 26 de noviembre de 1504: «Que no cesen de la conquista de África»; esta ha sido la última voluntad de doña Isabel.
No era pues únicamente el entusiasmo religioso el que animaba a los españoles a cruzar el Estrecho para establecer su autoridad sobre el norte de África; a ello concurrían también consideraciones de geopolítica que se remontaban a las raíces mismas de la Reconquista. Desde el principio, los reyes de Castilla habían apelado a razones históricas y jurídicas para reivindicar los derechos sobre la Mauritania Tingitana que pretendían haber heredado de la monarquía visigoda, de quienes eran sucesores[274]. Una larga tradición vinculaba a la política hispánica el litoral norteafricano, que estuvo unido al gobierno de la Península durante los últimos años del Imperio romano y durante la dominación de bizantinos, visigodos y musulmanes. Desde esta perspectiva, la península ibérica y el norte de África constituían una unidad geográfica, pero también política, económica y cultural.
Marruecos forma parte de los objetivos a largo plazo de la corona de Castilla. Ello explica que los monarcas castellanos siempre hubieran tenido buen cuidado de reivindicar derechos sobre las islas Canarias, aun cuando no se encontraban en condiciones de ocuparlas; y es que las Canarias constituían una de las bases de un eventual ataque sobre Marruecos, situándose la otra en el estrecho de Gibraltar; para Castilla, el archipiélago canario es anejo a Mauritania. La bula pontifical Romani pontificis, de 6 de noviembre de 1436, reconocía al rey de Castilla su derecho sobre las islas. En aquella época, la situación interior de Castilla no le permitía intervenir; Castilla tenía que limitarse a reivindicar derechos que no estaba todavía en condiciones de defender. Las perspectivas cambian cuando doña Isabel sale victoriosa de la guerra de sucesión y se ve definitivamente confirmada como reina de Castilla. Entonces, por el tratado de Alcáçovas, firmado el 4 de septiembre de 1479, Portugal renuncia a las Canarias, que quedan definitivamente asignadas a la corona de Castilla, lo mismo que el territorio situado frente al archipiélago, en el continente africano, entre los cabos de Aguer y Bojador. El tratado de Tordesillas (7 de junio de 1494) confirma los derechos de Castilla sobre la costa mediterránea del Magreb, así como sobre la costa atlántica situada frente a las Canarias. Unos años después Alejandro VI otorgó la bula Ineffabilis por la que Fernando e Isabel recibían el gobierno de las tierras que ganasen en África.
Reconquistada Granada, los reyes ponen en marcha de inmediato una serie de operaciones que deben interpretarse como preliminares para conseguir la conquista de África. Se trata de disponer de bases seguras para cualquier acción futura, y ello en tres puntos: en la zona española del Estrecho, en el litoral africano situado enfrente de Canarias y en la misma África.
Hernando de Zafra recibe el encargo de fortalecer la zona del Estrecho. Al mismo tiempo, los reyes compran a la casa de Silva los derechos que esta poseía sobre la mitad de la villa de Palos y ponen sus miradas sobre Cádiz y Gibraltar. Fernando e Isabel proyectan convertir a la primera, cuando la recobran (1493), en monopolizadora de todo el comercio africano y a la segunda en avanzada militar para la vigilancia del Estrecho. Gibraltar queda incorporada a la corona el 2 de enero de 1502. No está de más recordar que, en el testamento de 1504, Isabel la Católica recomienda que Gibraltar no vuelva nunca a ser lugar de señorío; aquel territorio debe depender exclusivamente de la Corona; la plaza se convierte así en el símbolo vivo de la empresa africana.
Fernando de Zafra es quien aconseja la ocupación de Melilla, que, además de su interés económico —«el oro que traen de la Sahara»—, ocupa una posición estratégica entre dos reinos islámicos rivales, el de Fez y el de Tremecén, y es también una posición militar de primer orden, fácil de defender y de abastecer desde Málaga. El 17 de septiembre de 1497, las tropas de don Juan de Guzmán, duque de Medina Sidonia, al mando de Pedro de Estopiñán, ocupan la plaza de Melilla.
La tercera parte de la política africana de los Reyes Católicos la constituye la instalación de una base militar y comercial en la zona de Ifni —el futuro Río de Oro— y la ocupación efectiva de las islas Canarias. En 1476, el capitán Diego García de Herrera desembarcó en la costa de África y levantó la fortaleza de Santa Cruz de Mar Pequeña, establecimiento que permaneció en manos españolas hasta 1524, cuando fue abandonado ante los ataques de los bereberes de la zona. Poco después, los reyes convencen a Inés Peraza, heredera de los primeros señores conquistadores de Canarias, para que renuncie a sus derechos sobre las grandes islas a favor de la Corona, y es a la corona de Castilla a la que se debe, entre 1478 y 1496, la conquista de Gran Canaria (1480-1483), La Palma (1492-1493) y Tenerife (1493-1496). Los puertos canarios pasan entonces a ser el punto de origen de las expediciones a África; la presencia castellana en la costa de Berbería de Poniente, como se la llamaba entonces, se convierte en una empresa canaria: Santa Cruz de Mar Pequeña queda reducida al estatuto de dependencia de Gran Canaria; los gobernadores de esta isla son, al mismo tiempo, alcaides de la Torre de Mar Pequeña, zona concebida como base de un eventual ataque sobre Marruecos, combinado con una acción desde Melilla.
En un artículo publicado en 1941, Jaime Vicens Vives ponía de relieve «el triple aspecto geopolítico español»: atlántico (a partir del Cantábrico), africano (desde el cabo de San Vicente hasta Málaga), mediterráneo (de Málaga a Barcelona[275]). Las dos primeras zonas corresponden exclusivamente a la corona de Castilla; la tercera interesa por igual a las dos coronas. Hasta la muerte de la reina Isabel (1504), es la zona africana la que constituye el objetivo prioritario de la doble monarquía; lo es menos después de 1504: América desplaza a África en las preocupaciones de los castellanos; pero también se impone la tercera zona, la que mira a Italia y a la parte de África bañada por el Mediterráneo. En 1506, la coyuntura política ha obligado a abandonar de momento el ambicioso plan de Cruzada, concebido por los reyes de Inglaterra, Portugal y Castilla-Aragón. Cisneros, sin embargo, no se conforma con aquella situación. ¿Por qué no llevar a cabo algunas expediciones en el norte de África, a la espera del momento oportuno para reanudar los planes anteriores?
La idea había surgido en 1505. Aquel año se decidió empezar ocupando Mazalquivir —el Portus Magnus de los romanos, en aquel tiempo refugio de corsarios—, enfrente de Cartagena; se creía que, desde allí, sería fácil apoderarse de todo el norte de África[276]. Don Fernando no se mostraba muy bien dispuesto; aducía carecer de fondos para los gastos de la expedición. Cisneros se ofreció a adelantar las cantidades necesarias con las rentas de la mitra de Toledo: once cuentos de maravedís para pagar 4000 o 5000 infantes; de Andalucía habían de salir los víveres y muchos soldados[277]. A Diego Fernández de Córdoba, alcaide de los Donceles, se le nombró jefe de la expedición. Esta zarpó de Cartagena a principios del mes de abril de 1505. En ella figuraban Diego de Vera, que tenía a su cargo la artillería, Gonzalo de Ayora[278] y Jerónimo Vianello, asesor de Cisneros para las cosas de la milicia. La armada se quedó unos meses en Málaga para abastecerse de lo necesario. Salió el 9 de septiembre y el 11 llegó a la vista de la costa de Mazalquivir. Los berberiscos, avisados por sus espías, habían concentrado muchas fuerzas en las inmediaciones de la plaza, pero, ante el retraso de la flota, creyeron que se dirigía a otro destino y se dispersaron. La infantería española desembarcó bajo una lluvia torrencial, tomó las alturas próximas a Mazalquivir y se atrincheró en las mismas. Los defensores del castillo propusieron una tregua hasta el día 13, comprometiéndose a rendir la plaza si no recibieran auxilio del rey de Tremecén. La tregua fue aceptada, y al no haber aparecido ninguna tropa mora el 13 de septiembre, salieron los sitiados con sus familias y posesiones, ocupando los españoles el castillo.
Mazalquivir no era más que una etapa preliminar de un objetivo mucho más ambicioso: el vecino puerto de Orán, baluarte y emporio del norte de África; tomada aquella plaza, quedaba garantizada la seguridad de la costa africana y la del levante español contra los ataques del corso berberisco. Cisneros prepara la expedición como un profesional de la milicia. Parece mentira ver a un arzobispo comportarse como un militar, escribe Alvar Gómez[279]. Hay que admitirlo: los asuntos militares le interesaban sumamente[280]. De todo lo que realizó Cisneros en su vida pública —continúa Alvar Gómez—, dos cosas quedarán para siempre en la memoria de los hombres: la Universidad Complutense y la guerra de África[281]. En Toro, durante el invierno de 1504-1505, sus asesores le suministran una amplia documentación sobre la Cruzada en la que se pensaba entonces; de aquellos años son los informes sobre Egipto comentados anteriormente. Aquella documentación incluye también, desde luego, información sobre África y más concretamente sobre la manera de apoderarse de la ciudad de Orán. El mejor conocedor del tema, el que parece haber influido más sobre el cardenal, es el veneciano Jerónimo Vianello; él es quien proporciona los datos más fidedignos y útiles, particularmente un mapa detallado del puerto de Mazalquivir y de toda la costa hasta Orán[282].
Cisneros tiene prisa por seguir adelante. Vianello le anima recordándole que la Providencia le ha confiado una misión: «Dios ha inspirado en el corazón de V. S. R. a ver terminada en esta santísima jornada la empresa de toda África y por ahora por primero y fundador principio a tomar al cibdad de Orán». Pero la situación en Castilla no es favorable; es la época en que se entabla una lucha por el poder entre el rey don Fernando y su yerno, Felipe el Hermoso. Habrá que esperar a la muerte de este último, en septiembre de 1506, y al regreso de don Fernando para que las cosas vuelvan a su curso normal; solamente entonces se podrá pensar en una nueva expedición. En 1507 ocurre una desgracia cerca de Mazalquivir que afecta mucho a Cisneros. El 4 de junio, el alcaide de los Donceles, Diego Fernández de Córdoba, sale de la fortaleza para emprender una de aquellas cabalgadas a las que los señores de Andalucía están acostumbrados, con el fin de recoger botín y esclavos. Todo transcurre con normalidad al principio, pero, cuando los españoles se disponen a regresar a su base, un fuerte contingente de moros llegados de Orán les corta el paso. En la batalla perecen más de 2000 españoles, entre los cuales figura el mismo alcaide. La aciaga noticia confirma lo que se sospechaba: la fortaleza de Mazalquivir no se puede sostener únicamente con sus recursos; todo lo que necesita —incluso el agua y los víveres— tiene que venir de fuera y, por lo tanto, es necesaria la presencia casi continua de barcos españoles para el transporte del material y de la alimentación indispensable; solo la conquista de la ciudad vecina de Orán garantizará su seguridad y su avituallamiento. La derrota da alas a la osadía de los piratas berberiscos, que visitan las costas del antiguo reino de Granada en busca de botín y de esclavos. El 23 de julio de 1508, por orden del rey don Fernando, Pedro Navarro ocupa el peñón de Vélez de la Gomera, una isla situada entre Ceuta y Melilla que servía de base para las correrías de los berberiscos.
Esta expedición precede a la conquista de Orán, única forma de alcanzar la tranquilidad en el territorio. El 11 de agosto de 1508, se firma entre el rey y Cisneros el «asiento y concierto» que va a servir de base a toda la operación. El rey se compromete a pagar los bastimentos y provisiones de la armada —dos cuentos de maravedís— pero asegura no disponer de momento del dinero necesario. Para vencer sus reticencias, el cardenal, como ya lo hizo para la empresa de Mazalquivir, ofrece los fondos cuantiosos que le proporciona la mitra de Toledo[283]. Aunque se estipula que sea resarcido posteriormente[284], se trata, en realidad, de un contrato leonino en el que todas las ganancias son para la Corona y todas las pérdidas para el arzobispo. Las fortalezas de Cartagena y Mazalquivir están puestas bajo las órdenes de Cisneros, quien, el 20 de agosto, es nombrado capitán general de la expedición[285]. El rey don Fernando se opone a que el Gran Capitán vaya como lugarteniente; prefiere nombrar para aquel puesto, con el título de maese de campo general, al conde Pedro Navarro, un soldado de fortuna que había andado siempre a las órdenes de don Gonzalo Fernández de Córdoba. Entre los jefes del ejército —los llamados coroneles— figura Gonzalo de Ayora, cronista y militar[286], que ya participó en la toma de Mazalquivir. Jerónimo Vianello es jefe de la artillería. Algunos familiares de Cisneros, como su sobrino Villarroel, adelantado de Cazorla, ofrecen su participación. En todos los pueblos de España se predica la guerra contra los infieles para que se alisten los que lo deseen. Cisneros pone a disposición de la empresa un verdadero ejército reclutado por sus propios medios; la gran masa de combatientes la formaron labradores de las tierras de Toledo y Guadalajara.
Cisneros está impaciente por salir cuanto antes. No así sus colaboradores Pedro Navarro y Diego de Vera, quienes buscan dilaciones e invocan toda clase de pretextos para retrasar la marcha. El argumento más empleado es que el otoño y el invierno son malos para navegar; es preferible esperar hasta la primavera[287]. Cisneros está que rabia: «el año pasado, todos eran de parecer que para África no convenía yr en los meses de calor, antes era mejor tiempo este[288]»; además —observa el cardenal— «tan brava anda la mar en la primavera como en invierno[289]». A estas excusas teóricamente técnicas, se añade el comportamiento sospechoso de algunos jefes militares y del mismo Vianello, que se aprovechan de la situación para cometer fraudes en detrimento de la hacienda pública; quieren, por ejemplo, hacer lo que suelen hacer siempre: cobrar ellos mismos la paga global para repartirla luego entre los soldados alistados, lo cual autoriza toda clase de abusos: declaran más soldados de los que están en filas y se quedan con la soldada correspondiente a los que faltan. Para evitar esta clase de estafa, Cisneros decide que se pague directamente a los soldados sin intervención de sus jefes, lo cual, desde luego, no es del gusto de los interesados y da lugar a incidentes más o menos graves, incluso a pequeños motines que justifican el envío de auditores militares para castigar aquellos delitos.
Por fin, en la primavera de 1509, se reúne en Cartagena una armada de 10 galeras, 80 naos y otras muchas embarcaciones menores para transporte de un ejército de 10 000 piqueros, 8000 escopeteros y ballesteros, 2000 jinetes de caballería pesada y ligera. A Cartagena llega «nuestro cardenal de España, calzado con sus sandalias[290]». Le acompañan dos canónigos, en representación del cabildo de Toledo: el maestrescuela Francisco Álvarez y don Carlos Mendoza, abad de Santa Leocadia. Están también presentes en la expedición por lo menos tres obispos: Antonio de Acuña —futuro comunero—, Juan de Cazalla —obispo titular de Verissa, que luego se haría famoso como alumbrado—, y Bustamante, obispo titular de Hipona. La empresa se concibió como una verdadera Cruzada. La cruz estuvo visible desde el principio. Corrieron rumores de que habían sucedido hechos extraordinarios que presagiaban la victoria. Cuando zarparon las naves camino de África, algunos vieron una cruz formada en el cielo; al contemplarla, el obispo Cazalla se dirigió a los soldados: «Con esta señal venceremos», clara alusión a la cruz que, según una leyenda piadosa, divisó Constantino I en el cielo poco antes de la batalla del puente Milvius (312): «in hoc signo vinces». Y añadió el obispo: «Cuando el día tres de mayo me oísteis predicar en la catedral de Toledo y os decía que nosotros íbamos al África a rescatar la cruz que de aquellos lugares habían arrojado impíamente los árabes, siendo su guía Mahoma, he aquí que se nos presenta en el mismo sitio y nos augura una victoria cierta».
La armada zarpa de Cartagena el 16 de mayo con rumbo a Mazalquivir. Una vez allí desembarcó el ejército e inició la marcha hacia la ciudad de Orán. Pronto se formalizó el sitio, mientras la armada iniciaba el bombardeo contra las fortificaciones. Se produjo entonces algo extraordinario e incluso milagroso: el día se prolongó más que de costumbre, como cuando Dios, a petición de Josué, detuvo el sol en medio del cielo y retrasó el anochecer, permitiendo así a los hebreos vencer a sus enemigos en la batalla de Gabaón (Josué, 10-12/13[291]). Gracias a la labor de la artillería, a las minas y a las escalas, las tropas españolas dieron el asalto, que terminó con una violenta lucha por las calles y un gran saqueo de la ciudad. En menos de dos horas, Orán cayó en poder de los españoles. Durante el ataque final los moros perdieron más de 4000 hombres. En la entrada a la ciudad conquistada, lucía el estandarte del cardenal, que de una parte llevaba un santo crucifijo y de otra las armas de los Cisneros; luego iba el arzobispo montado en una yegua blanca, ceñida la espada al cinto sobre el hábito franciscano, precedido en todo momento por la misma cruz de plata que tiempo atrás había sido colocada por su predecesor, don Pedro González de Mendoza, sobre las torres de la Alhambra, en señal de que la ciudad se había rendido a los Reyes Católicos, y cantando, con voz fuerte para que todos oyesen, el salmo 115: «Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam». Le acompañaban muchos sacerdotes y religiosos, con espada ceñida como todos los que aquel día tomaron las armas por orden del cardenal, todos cantando el himno Vexilla regis[292]. Muchos cristianos cautivos fueron liberados, y varias mezquitas se convirtieron en iglesias cristianas[293].
Quedó en manos de los vencedores un botín fabuloso: sedas, tapices, monedas, oro, plata, joyas, esclavos, etcétera[294]. Parte de aquel despojo se llevó a Alcalá cuando Cisneros regresó a su arzobispado, viaje que revistió la forma de un verdadero triunfo al estilo romano: el cardenal fue recibido como un héroe conquistador tanto en Alcalá como en Toledo. Iban delante del prelado moros cautivos y camellos cargados de plata y oro, cerrojos de la alcazaba y de las puertas de la ciudad, clavos, candeleras, barreños de las mezquitas que usaban los árabes para sus abluciones, cuernos de caza… y también una colección riquísima de libros arábigos de astronomía, medicina y ciencias para la Universidad Complutense. Muchas de estas cosas se colgaron en la bóveda de la iglesia de San Ildefonso.
A los pocos días de alcanzar la victoria, el 23 de mayo de 1509, Cisneros ya estaba de vuelta a Cartagena. Dos motivos principales tuvo para regresar tan pronto a la Península: primero, sus desavenencias con Pedro Navarro; luego, el deseo de dejar las cosas de Orán en orden, de manera que la nueva plaza pudiera convertirse en base para futuras operaciones en África, objetivo que requería su presencia en España[295].
Sobre el primer punto, una carta del cardenal, fechada el 12 de junio de 1509, no deja ninguna duda: «Después que el conde Pedro Navarro y yo nos juntamos allí en Cartagena, nunca hasta hoy […] nos pudimos conformar en cosa del mando[296]». En la misma carta, Cisneros expone en breves palabras el motivo del desacuerdo: al fin y al cabo, Navarro es un mercenario que busca en la guerra oportunidades para sacar provecho, aunque sea con medios poco o nada recomendables —el pillaje, el saqueo, la venta de esclavos…—; él y sus hombres lo que quieren es comportarse «como almogávares, andar por aquella costa a saquear y robar lo más fácil que hallasen y como yo estaba determinado a otra cosa, no podía haber conformidad[297]». Comportarse «como almogávares», es decir, como aquellos mercenarios que, a principios del siglo XIV, se pusieron al servicio de la corona de Aragón y que, después de intervenir en Sicilia, se fueron a Bizancio a luchar contra los turcos, dedicándose principalmente a la devastación y al saqueo[298]. Ya hemos visto el juicio severo del cardenal sobre aquel tipo de comportamiento. Pero se adivina algo más: la conquista de Orán es el principio de desavenencias serias entre el Rey Católico y Cisneros. Este, imbuido por el espíritu de cruzada, pero también inspirado por la tradición geopolítica de Castilla, quiere explotar la victoria y adentrarse en el continente africano; en cambio, Pedro Navarro, cumpliendo órdenes del soberano, está preocupado por otros objetivos: Navarra, Nápoles e Italia, en general.
A ello se añaden motivos personales de desavenencia entre el cardenal y el rey de Aragón. Parece que este le escribió a Pedro Navarro una carta que cayó en manos de Cisneros; don Fernando le rogaba a Navarro que entretuviese al cardenal de cualquier manera para que no volviera de inmediato a la Península. ¿Tendría celos el Rey Católico de la gloria que rodeaba al arzobispo de Toledo? Lo que sí es cierto es que el monarca no le agradeció al prelado sus victorias africanas, sino todo lo contrario: no solo se negó a resarcirlo del dinero adelantado con los fondos de la mitra de Toledo, sino que además exigió su parte del botín obtenido en Orán: como era costumbre y ley, pidió para el fisco real la quinta parte de lo que había sido tomado. Ahora bien, Cisneros, personalmente, solo se había reservado libros árabes y algunas cosas más vistosas que útiles que pensaba regalar a la Universidad de Alcalá como recuerdo de la victoria. A pesar de ello, el rey envió a un ejecutor para que registrase el ajuar de Cisneros y de todos los que participaron en el botín, operación que se llevó a cabo en cada uno de los pueblos del arzobispado de Toledo en que se habían reclutado soldados, cosa que a Cisneros le pareció sumamente enojosa, injusta e indigna, ya que la mayor parte del ejército se había quedado en África con el botín más rico y espléndido. Resultaron vejados los pobres labradores, que, por haber estado ausentes de sus casas y de sus labores en el campo, perdieron más de lo que ganaron con el botín.
Quedaba por determinar lo que se pensaba hacer con la nueva conquista. Desde el punto de visto administrativo, Cisneros quiso integrar el territorio en la jurisdicción del arzobispado de Toledo, pero chocó con un tal fray Luis Guillén, franciscano, que, unos años antes, había obtenido una bula papal que le confería el título de obispo auriense in partibus infidelium, o sea, según él, obispo de Orán. Aquella pretensión dio lugar a una enojosa disputa que acabó con la victoria de Cisneros: el territorio de Orán fue vinculado a la diócesis de Toledo; el adelantamiento de Cazorla, que pertenecía a la misma, se convirtió en el patrono del Oranesado.
Para defender la ciudad, Cisneros opinaba que eran necesarios por lo menos 2000 infantes y 300 jinetes. Pensaba que lo mejor sería enviar comendadores de las órdenes militares para vigilar las costas. Pero, para afianzar la presencia española en la región, creía oportuno establecer colonos castellanos en las tierras conquistadas; dada la fertilidad del suelo y la clemencia del clima, sería fácil atraerlos; estos colonos tendrían la obligación de permanecer al menos dos años en las tierras que les fuesen atribuidas; cultivarían los campos y, si hiciera falta, como si fuesen ya naturales de la tierra, morirían en la defensa de sus hogares[299]. Este plan tampoco agradó al Rey Católico, quien no pensaba en colonizar la zona, sino solamente en ocupar la costa, sin adentrarse en la tierra de África.
Aquella victoria produjo en España un entusiasmo extraordinario. Fue celebrada con alegrías públicas al grito de «¡África por don Fernando!». El Rey Católico y Cisneros decidieron explotarla a fondo. Una fuerza naval, a las órdenes de Pedro Navarro, se concentró discretamente en las islas Baleares. El objetivo era Bugía, especie de república autónoma en el litoral africano, arsenal y refugio de corsarios. El ataque se produjo a los ocho meses de la toma de Orán, en enero de 1510. Sorprendidos, los moros hicieron salir de la ciudad a la gente inútil para la defensa —ancianos, mujeres y niños—; su artillería no logró hacer daño en las naves ni impedir el desembarco; en menos de tres horas, los soldados de Pedro Navarro ganaron la plaza, liberando a muchos cristianos cautivos y llevándose un cuantioso botín.
Impresionado por aquel éxito, los corsarios de Argel se ofrecieron a España, reconociendo su autoridad y permitiendo la edificación de algunas fortificaciones en un pequeño islote frente al puerto —el peñón de Argel—, y la instalación de una pequeña guarnición que vigilara los movimientos del fondeadero[300]. Túnez hizo otro tanto y aceptó el vasallaje de España.
Más alcance todavía tuvo la conquista de Trípoli, a finales del mes de julio de 1510. El asalto no se pareció a los de Orán y de Bugía; fue mucho más difícil y costó mucho más esfuerzos. La plaza era de suma importancia estratégica, ya que desde allí se podían vigilar los movimientos de las galeras turcas; de ella dependía, pues, la seguridad de Sicilia, motivo por el cual, desde el principio, el presidio fue puesto bajo la autoridad del virrey de Sicilia, quien tenía la obligación de suministrar los víveres y bastimentos necesarios, ya que, al carecer de todo apoyo en el continente africano, la plaza solo se podía sostener con lo que le llegaba por vía marítima[301].
La conquista de Trípoli fue tanto o más celebrada que la de Orán; en Roma y en Sicilia aplaudieron el éxito de las armas españolas, pero la fiesta se aguó poco después con la derrota que se sufrió en la isla de Djerba (los Gelves), el 28 de agosto de 1510. Aquella isla, situada frente a Túnez, tan próxima al continente que se comunicaba con él por un puente de madera, era famosa por su clima y su belleza desde la Antigüedad[302]; todavía hoy es destino predilecto del turismo internacional. Desde el punto de vista estratégico, la isla permitía, junto con Malta, controlar el estrecho de Mesina. Su conquista se decidió a mediados de agosto de 1510. El conde Pedro Navarro cedió el mando al joven don García de Toledo, no muy experimentado en los asuntos de la guerra, pero miembro de una ilustre familia nobiliaria, como primogénito que era del duque de Alba —y padre del que había de ser el famosísimo tercer duque del mismo nombre—. Como la isla estaba rodeada de arrecifes, las naves fondearon a cierta distancia de la costa y los soldados llegaron hasta la playa en embarcaciones menores. Era el 29 de agosto y hacía un calor espantoso; la tropa se dispersó en busca de agua potable sin que los jefes pudieran impedírselo. Los moros, que estaban a la mira en una arboleda vecina, aprovecharon la circunstancia para cargar con vocerío y estrépito, sembrando el pánico en el campo español. El desastre fue tremendo; hubo unos 4000 muertos, entre ellos el mismo don García de Toledo. Muchos años después, calificaría Alvar Gómez aquella jornada como «triste y aciaga todavía para los nuestros», hasta tal punto que aquella tierra fue «considerada infame por la derrota de los españoles, execrada y llena de imprecaciones como nefasta para los nuestros[303]». Poco después, Jerónimo Vianello pereció con todos sus hombres —unos quinientos— en las islas Querquenas, no muy lejos de los Gelves[304].
La derrota de los Gelves habría de marcar la conciencia colectiva española en el futuro. De inmediato, sin embargo, no arredró a Fernando ni a Cisneros. Inmediatamente se puso en marcha la preparación de una gran armada, destinada a vengar el desastre. Fernando pensó pasar él mismo a África con un poderosísimo ejército. Se trataba de reanudar la Cruzada que se había aplazado en 1506, conquistar Túnez y luego Egipto. Pero los castellanos se mostraron reacios ante la que les pareció una empresa heroica, desde luego, pero muy alejada de los objetivos concretos que ellos esperaban. Así han de entenderse las reservas expresadas por los ayuntamientos de Córdoba y Sevilla, que manifiestan sus reticencias ante el proyecto[305]. Los castellanos declaran su adhesión a los temas mesiánicos de la Cruzada cuando se trata de conquistar el Magreb occidental, pero no están dispuestos a mirar con entusiasmo la segunda fase del plan fernandino: conquista del reino de Túnez y de Egipto; estas zonas quedaban demasiado lejos del horizonte geopolítico de Castilla[306]. Finalmente, Fernando desistió de su proyecto; el ejército que tenía preparado con este fin se envió a Nápoles. Otra vez Italia venía a intervenir en la política africana.
Así y todo, los resultados obtenidos son impresionantes: en menos de cinco años, entre 1505 y 1510, toda la costa norteafricana, desde Melilla hasta Trípoli, se halla bajo la órbita española. En realidad, era un éxito todavía frágil, como se vio en Argel apenas unos años más adelante. En abril de 1516, el pirata Horuc Barbarroja, que poco después será uno de los hombres más temidos del Mediterráneo, toma el poder en Argel. Desde allí, él y sus aliados turcos constituyen una terrible amenaza para Orán y para el levante español. Cisneros decide reaccionar enérgicamente de inmediato. Sueña con una expedición que expulse a Barbarroja de Argel y continúe rumbo a Egipto y a la Casa Santa de Jerusalén. Reúne una armada poderosa —unos 60 barcos y cerca de 15 000 soldados— que pone bajo el mando de Diego de Vera. Este llega a Argel el 29 de septiembre y desembarca, pero la tentativa termina con un desastre rotundo: se perdió toda la armada y murieron miles de soldados, dejando mal parado el nombre de España y el de Diego de Vera[307]. El mismo Cisneros, al recibir la noticia, quiso desentenderse de la suerte de aquellos soldados de fortuna, que debían de parecerle semejantes a los almogávares de la Edad Media, soldadesca poco recomendable que solo se preocupaba por el pillaje y el saqueo[308].
¿Qué es lo que le queda hoy a España de la ambiciosa política africana que proyectara Isabel la Católica después de reconquistar Granada? Poco: las islas Canarias, que en fecha muy temprana dejaron de ser la base para la eventual invasión de Marruecos para convertirse en puente hacia las Indias. Quedan también los antiguos presidios de Ceuta —que, al principio, fue portuguesa— y Melilla. Las demás plazas fueron abandonadas progresivamente. A finales del siglo XVIII, cincuenta años antes de que Francia, en 1830, decida conquistar Argelia, España se retira de Orán. Argelia se convierte entonces en la colonia preferida de una Francia ansiosa por devolver a la civilización una tierra que había sido romana y luego cristiana antes de ser sometida al islam. La misión de Francia —se decía en los medios oficiales— era recuperar aquel pasado cultural, establecer una paz francesa que recordara la paz romana.
Se veía en el Mediterráneo un mar latino y un lugar de encuentro entre civilizaciones distintas: la grecolatina, la cristiana y la judeocristiana, con notable excepción de la musulmana; la latinidad que se ensalzaba debía ser el baluarte de la civilización cristiana contra las influencias orientales. Esta fue la teoría que desarrollaron, en el primer tercio del siglo XX, eminentes universitarios franceses que ocuparon cátedras en la Facultad de Letras de Argel, por ejemplo, el arabista Georges Marçais y el geógrafo Émile-Felix Gautier. Para ellos, el norte de África era la prolongación natural de Andalucía. Fernand Braudel —que pasó unos diez años, entre 1923 y 1932, en Argelia— siguió muy de cerca el desarrollo de aquellas corrientes, pero estaba lejos de comulgar con la ideología que las inspiraba. Estuvo impresionado por aquellas teorías mientras iniciaba sus primeras investigaciones sobre la que iba a ser su obra maestra: El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II. En aquel libro desarrollará Braudel la idea de que España, después de la toma de Granada, falló en su misión histórica al no continuar la reconquista al otro lado del Estrecho. Braudel conservará la idea de que España se limitó a ocupar unos presidios en el litoral sin decidirse a conquistar y poblar el interior, o sea, que, en este sentido, admitió en parte lo que se enseñaba entonces en Argel: después de 1492, España se apartó de su misión histórica, la conquista del norte de África; fue entonces cuando el estrecho de Gibraltar, barrera geográfica, se convirtió en frontera política y cultural entre dos mundos, el católico y el musulmán, caracterizados el uno y el otro por la negativa o impermeabilidad a determinados préstamos culturales («refus d’emprunter»), un concepto asociado a la capacidad de resistencia («force de résistance») de ciertos grupos sociales, por ejemplo los moriscos en la España del siglo XVI.
CISNEROS Y LAS INDIAS
Contra lo que esperaba Cisneros, la toma de Orán no fue, pues, el preludio de la conquista de África ni de la Cruzada en Tierra Santa. Para Fernando, en efecto, la prioridad seguía siendo Nápoles. Además de Italia, hay que contar con la creciente importancia de los descubrimientos realizados por Colón para entender por qué se truncaron las ambiciones africanas de España. Para la expansión africana, el año de 1504 representa un hito negativo con la creación de la Casa de la Contratación. Las Indias pasan a primer plano en las preocupaciones políticas. Desde luego, todavía no se sospecha que el Nuevo Mundo atesora riquezas inmensas, pero lo poco que se conoce de él invita a interesarse más y más por aquella área. A partir de 1504, América se interpone en las prioridades de la monarquía, junto con la preocupación por Italia. Colón contribuyó a truncar la expansión de Castilla en África y orientarla en otra dirección. Rumeu de Armas sostiene acertadamente: «Si afirmamos que el África islámica se salvó por el descubrimiento de América, las campañas de Italia y el desarrollo vertiginoso e insospechado que tuvo la política europea, creemos no andar muy descaminados en descubrir la verdadera causa del fracaso[309]». El mismo Cisneros se vio envuelto pronto en los intricados negocios de las Indias, a petición de Las Casas.
Las Indias, en tiempos de Cisneros, se reducen a cuatro islas del Caribe —La Española, Puerto Rico, Jamaica y Cuba— que, desde que Colón las descubriera, han sido sometidas a una explotación brutal; se ha obligado a trabajar a los indios como si fuesen esclavos para sacar mayor rendimiento a las minas de oro y plata, a las pesquerías de perlas, a la agricultura, además de en el servicio doméstico y —como si fuesen jumentos— en el transporte. A los españoles, siempre más numerosos, que salían de los puertos andaluces con rumbo a América les empujaba, desde luego, el deseo de ver mundo, pero sobre todo la codicia, «la insaciable codicia y ambición» que no cesará de censurar Las Casas, la «negra codicia desordenada del oro» que denunciará Motolinía, otro misionero. Pronto, en la sociedad castellana, conquistadores y colonos van a ser infamados de criminales[310]. Los malos tratos y la explotación despiadada a la que fueron sometidos los naturales no fue la causa única, ni tal vez principal, del bajón tremendo que sufrió la población del nuevo continente —las epidemias y el trauma biológico provocaron miles y miles de muertos—, pero sí la más llamativa para los contemporáneos y para los hombres del siglo XXI.
A las Indias se preocuparon los reyes, desde el principio, de enviar misioneros que predicasen el evangelio y convirtiesen a los naturales a la fe de Cristo. Era su obligación, como contrapartida de la investidura que el papa Alejandro VI les había conferido sobre las nuevas tierras descubiertas: el privilegio de España se justificaba en teoría por el deber de cristianizar a los indios. Al regresar de su primer viaje, Cristóbal Colón se dirigió a la corte, que, a la sazón, se encontraba en Barcelona, para dar cuenta de lo que había ocurrido en la expedición y preparar otra en la que pareció conveniente que figuraran misioneros. El 20 de mayo de 1493, los reyes designan a fray Bernardo Boil, que había sido ermitaño en Montserrat y gozaba de la confianza de Fernando el Católico, para salir con el almirante, y solicitan del Papa que le otorgue facultades episcopales como vicario apostólico en las tierras que se acaban de descubrir. Boil embarcó en la expedición que zarpó de Cádiz en septiembre de 1493. Con él iban varios misioneros, entre ellos dos franciscanos legos —no eran sacerdotes— belgas. Boil estuvo poco tiempo en La Española, ya que pronto se indispuso con Colón, incorporándose al grupo de descontentos que regresaron a España en 1494; sus quejas y acusaciones iniciaron el ambiente de descrédito en que fue cayendo el almirante.
Cuando se decidió enviar a Boil a las Indias, Cisneros se encontraba en Barcelona. ¿Le consultaron los reyes? Es probable: Cisneros era entonces confesor de la reina; además, como franciscano preocupado por las cosas de la fe, Cisneros debió de estar al tanto de todo lo que se refería a aquel tema, tanto más cuanto que casi todos los misioneros que salían para las Indias —hubo una nueva expedición en 1497— eran franciscanos de la observancia. Cisneros, como franciscano observante él mismo y reformador de la orden, debió de implicarse desde el primer momento en la labor misionera. Fue en Granada, al parecer en 1499, donde Cisneros se metió de lleno en aquella tarea. Con su acuerdo, se decidió enviar a las Indias a seis franciscanos de la observancia que eran de su confianza; entre ellos estaban Juan de Trasierra, Francisco Ruiz —uno de los primeros compañeros de Cisneros[311]— y Juan de Robles. Esta expedición salió a finales de junio de 1500. Los frailes tenían como encargo el acompañar a su tierra natal a los indios que Colón había enviado a la Península, pensando venderlos como esclavos, y a quienes la reina doña Isabel devolvió la libertad.
Los misioneros no dejaron de informar a las autoridades de la metrópoli y al mismo Cisneros de lo que pasaba en las Indias, concretamente en La Española, que era entonces la colonia más señalada. Sugirieron dos clases de medidas urgentes:
1) liberar La Española «del poderío de Faraón», o sea, de Cristóbal Colón, de sus familiares y de sus hechuras;
2) enviar más misioneros a las Indias.
Aquellas dos recomendaciones fueron debidamente atendidas. Cristóbal Colón fue sustituido como gobernador; primero, en 1500, por Francisco de Bobadilla, que lo envió preso a España[312], luego, en 1502, por Nicolás de Ovando; en el verano de 1509, Diego Colón, hijo del almirante, asumió el gobierno de La Española. También se enviaron nuevos misioneros; por ejemplo, en la armada que llevaba a Nicolás de Ovando y que zarpó el 13 de febrero de 1502, iban diecisiete franciscanos —trece sacerdotes y cuatro legos—, encabezados por fray Alonso de Espinar; en años posteriores llegaron más.
Ahora bien, ¿mejoró la situación de los indios con la llegada de nuevos administradores? ¿Llevaron a cabo los misioneros una seria evangelización de los aborígenes? A las dos preguntas se debe contestar que no.
En aquellos primeros años, la labor misionera fue confiada casi exclusivamente a la Orden de San Francisco. En teoría, los franciscanos van a evangelizar a los indios, pero no muestran gran entusiasmo a la hora de poner manos a la obra. Leyendo la Historia de las Indias del padre Las Casas, uno tiene la impresión de que los franciscanos procuraron ante todo fundar una provincia autónoma en las Antillas[313]. Por lo demás, comenta Las Casas, los frailes «eran buenas personas»; «ninguna cosa hicieron ni pretendieron sino vivir en su casa […] religiosamente». No parece que se tomaran muy en serio la instrucción religiosa de los indios, con excepción de la forma de educar a algunos hijos de caciques —«pero pocos, dos o cuatro»— a quienes enseñaban a leer y escribir; eso sí, daban a todos «muy buen ejemplo porque eran buenos y vivían bien». El rey don Fernando confirma la crítica de Las Casas en 1511-1512, cuando pide que no se haga en Puerto Rico lo que se estaba haciendo en La Española: «los indios sean christianos, asy de obras como de nombre, y que no sean como en esta ysla Española que no tienen más de christianos sino de nombre, salvo los muchachos que crian los frayles, que aquellos diz que lo hazen bien[314]».
No mejoró la suerte de los indios, sino, al contrario, se agravó con las medidas que tomó Ovando para el beneficio de las minas y el cultivo de la tierra: intensificó y codificó el trabajo forzado que ya había impuesto Colón. Para justificar el trabajo forzado, se suelen invocar dos clases de argumentos: la condición de los indios y la utilidad pública. En la colonia, desde luego, se necesita mano de obra. Ahora bien, se dice que a los indios les repugnan las labores pesadas y las largas jornadas en las minas o en los campos; ni siquiera cuando se les ofrecen buenos salarios aceptan acudir al trabajo: «En los indios comúnmente no hay codicia todavía», dirá, en la segunda mitad del siglo XVI, Toledo, virrey del Perú. Otros opinan que los indios son naturalmente propensos a la pereza[315]. En estas condiciones, la utilidad pública justifica que las autoridades obliguen a los indios a trabajar, mal que les pese. Esto es lo que empezó a poner en obra Cristóbal Colón; esto es lo que Ovando generalizó, a partir de 1502, con el nombre de repartimientos de indios: la Corona —y el gobernador de La Española en su nombre— reparte una determinada cantidad de indios entre los españoles dueños de minas o de tierras de labor; se trata de una merced real que puede hacerse a favor del mismo rey —en la persona de determinados privilegiados—, de los conquistadores o de los españoles que han venido a poblar la tierra, después de terminada la conquista. No es preciso residir en la colonia para gozar de los tales repartimientos; varios cortesanos o funcionarios que viven en la Península tienen repartimientos de este tipo y, desde la colonia, les envían el fruto del trabajo de los indios; el obispo de Burgos, Fonseca, máximo responsable de los negocios de Indias en España, y el secretario Conchillos, entre otros, tienen así muchos indios de repartimiento.
Por lo visto, a los misioneros —franciscanos los más— los repartimientos y los malos tratos dados a los indios les traen sin cuidado. Lo que más parece preocuparles es la mala vida que llevan los españoles amancebados con mujeres indias… Los franciscanos presentes en el Caribe hacen, pues, la vista gorda ante lo que está pasando en la colonia. Todo cambia cuando, en los últimos días del mes de septiembre de 1511, arriba a La Española un grupo de cuatro dominicos encabezados por fray Pedro de Córdoba. Aquellos frailes llevan consigo dos elementos culturales revolucionarios:
1) Algo del idealismo utópico con el que Savonarola intentó transformar Florencia, en la década de 1480, en república teocrática y puritana.
2) El jusnaturalismo de la doctrina tomista, es decir, una teoría que afirma la existencia de un derecho natural universal —válido para todos los hombres, por el mero hecho de ser hombres— e ineludible porque está directamente apoyado en la ley de Dios; a diferencia del derecho positivo o del derecho de gentes (jus gentium), que es fruto de una convención entre los hombres —por lo tanto, lo que unos hombres han decidido, lo pueden cambiar otros hombres mediante otra convención—, el derecho natural se impone a todos generalmente y a todas las sociedades humanas; no se puede alterar, porque es la misma ley de Dios.
Con este bagaje cultural e intelectual —del que, por lo visto, carecen los franciscanos presentes en el Caribe[316]— analizan los dominicos la situación en La Española. En pocas semanas ellos descubren lo que los franciscanos no pudieron —o no quisieron— ver en quince años de presencia en la colonia. El cuarto domingo de Adviento del año de 1511, se sube al púlpito, en la iglesia mayor de Santo Domingo, fray Antonio de Montesino, uno de los cuatro dominicos llegados poco antes. Su sermón es de una tremenda violencia:
¿Con qué derecho, con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansos y pacíficos, donde tan infinitos de ellos, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados sin dalles de comer y sin curallos de sus enfermedades? ¿Estos no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico? Tened por cierto que en el estado en que estáis no os podéis salvar más que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe de Cristo.
Sentados en la primera fila de la iglesia están la flor y nata de la sociedad colonial: el mismísimo gobernador, Diego Colón, los oficiales reales, letrados y gran número de encomenderos. Asombrados y atónitos, no se lo pueden creer: ¿cómo se atreve un simple monje a increpar de esta manera a las autoridades y la buena sociedad colonial? García Oro habla acertadamente de «terremoto moral[317]». Los oyentes opinan que el dominico se ha pasado; esperan que se vaya a retractar. Nada de eso. El domingo siguiente, fray Antonio de Montesino vuelve a insistir en los mismos temas: «Tornaré a referir desde su principio mi conciencia y verdad que el domingo pasado os prediqué, y aquellas mis palabras, que así os amargaron, mostraré ser verdaderas». Las autoridades acuden entonces al prior, fray Pedro de Córdoba, pero este confirma lo dicho por su compañero y añade comentarios aclaratorios: no se trata de una iniciativa personal de fray Antonio, sino de la opinión colectiva de la comunidad dominicana, que ha pensado bien lo que se iba a predicar:
Que lo que había dicho aquel padre había sido de parecer, voluntad y consentimiento suyo y de todos…, y con mucho consejo y madura deliberación se había determinado que se predicase como verdad evangélica y cosa necesaria a la salvación de todos los españoles y los indios de esta isla…, que eran predicadores de la verdad y que no creían deservir al Rey, sino que pensaban que les daría las gracias.
El rey —don Fernando, que gobernaba en nombre de su hija doña Juana— no dio las gracias, pero no pudo menos que intervenir, ya que a él apelaron las autoridades y los colonos de La Española, indignados por las acusaciones de los dominicos. Estos decidieron enviar a la corte, para defender sus intereses, al superior de los franciscanos, fray Alonso de Espinar, buena persona —según Las Casas—, pero de escasas luces; de él esperaban los encomenderos que justificara la política seguida hasta la fecha, política que habría permitido el desarrollo económico de las islas, además de fuertes ingresos para el fisco real[318]. En otras palabras, como comenta Las Casas:
[los encomenderos] trabajaron enviar frailes contra frailes por meter el juego, como dicen, a barato[319]. El bueno del padre francisco, fray Alonso del Espinal, con su ignorancia no chica, aceptó el cargo de la embajada, no advirtiendo que lo enviaban a detener en captiverio e injusta servidumbre, en la cual era cierto perecer tantos millares y cuentos de hombres […]. No sé yo cómo la ignorancia del padre dicho lo podrá excusar de no ser partícipe de todos aquellos tan calificados pecados mortales.
Las Casas insinúa que los franciscanos se aprovechaban también de la explotación de los indios y que, tal vez por ello, fray Alonso aceptó servir de defensor de los intereses coloniales[320].
Se celebró en Burgos, en 1512, una disputa en la que altos funcionarios, letrados y teólogos examinaron el problema planteado por el trabajo forzado y los malos tratos dados a los indígenas. Los participantes estuvieron de acuerdo sobre la necesidad de someter a los indios a la tutela de los europeos; se les consideraba, en efecto, incapaces de regirse por sí mismos y nada dispuestos a trabajar; la utilidad pública exigía, pues, que se les forzase a servir de mano de obra con el fin de desarrollar las tierras recién descubiertas y conquistadas; por otra parte, se admitió que no siempre se les trató como los seres libres que eran en teoría, sino que, además de someterlos a tratos indignos, se descuidó la tarea evangelizadora. El resultado de aquellas discusiones fueron las ordenanzas de 1512-1513, que crearon la llamada encomienda, figura jurídica con la que se pretendían tres objetivos:
1) respetar la condición legal del indio como vasallo libre del rey: los indios encomendados no eran esclavos, por lo menos en teoría;
2) desarrollar la economía de la colonia, obligando a los indios encomendados a trabajar bajo las órdenes de los encomenderos;
3) en contrapartida, exigir de los mismos encomenderos que dieran a los indios encomendados una educación religiosa que les convertiría en cristianos.
En la práctica, nada cambió sustancialmente: los repartimientos siguieron como antes, solo que ahora se pretendía evitar los abusos y educar a los indios. La encomienda consistía en la asignación, por parte de la Corona, de una determinada cantidad de aborígenes a un súbdito español, llamado encomendero, quien se hacía responsable de los nativos puestos a su cargo, los evangelizaba y percibía los beneficios obtenidos del trabajo que realizaban. La concesión de indios en encomienda era una merced del rey; el encomendero podía transmitir sus derechos a la persona que designara por testamento o acto notariado. Dicho de otra forma: las ordenanzas de 1512-1513 no suprimieron el trabajo forzado, sino que le dieron apariencia de legalidad; además, había algo de tristemente irrisorio y contradictorio en confiar a los encomenderos la labor evangelizadora.
Desde luego, a los dominicos, que ahora llegaban a las Indias siempre en mayor número, les parecieron insuficientes y aun escandalosas aquellas leyes. Ya en junio de 1513, estaban convencidos de que solo podría dar frutos la misión en tierras «no alborotadas o escandalizadas de cristianos»; por lo tanto, en las zonas asignadas a los misioneros, no tendrían derecho a entrar los españoles. Esto es lo que trataron de experimentar en la Tierra Firme, en Cumaná, pero pronto se enfrentaron con muchos adversarios: los caribes antropófagos, los españoles de las Antillas, los mismos indígenas, que les echaban la culpa de los abusos cometidos por los españoles. Cisneros no parece haber rechazado del todo las encomiendas: confiaba en las ventajas de una progresiva amalgama de indios y colonos[321]; en 1516, ya gobernador, incitó a algunos franciscanos a ir a su vez a Cumaná.
Pero muchos eran ahora, en las Indias y en España, los que empezaban a tener dudas sobre la legitimidad de las conquistas y sobre la manera de explotar las tierras descubiertas. Entre los que entonces sintieron escrúpulos ante lo que ocurría había un modesto clérigo, Bartolomé de Las Casas, que había salido de Sanlúcar de Barrameda el 2 de febrero de 1502 con la armada que llevaba a las Indias al nuevo gobernador, Nicolás de Ovando, el mismo que introdujo los repartimientos a gran escala[322]. Las Casas se ordenó de sacerdote en Cuba; fue el primer misacantano que hubo en el Nuevo Mundo. Las autoridades le concedieron una mediana propiedad con varios indios de repartimiento para que la trabajaran y le permitieran a él vivir de manera holgada, situación que no le planteó ningún problema de conciencia hasta que llegaran hasta él los ecos del sermón que fray Antonio de Montesino pronunciara en Santo Domingo, a finales de diciembre de 1511. Las Casas comprendió entonces que llevaba una vida muy contraria a las exigencias de la ley divina. Quedó definitivamente convencido de que había que acabar con los abusos vigentes y encontrar unos modos de desarrollar la colonia más conformes con el cristianismo. Decidió emprender por su cuenta una campaña contra las encomiendas.
A finales de 1515, ya estaba Las Casas en España. El mismo ha contado, en su Historia de las Indias, lo que pasó entonces y en los años siguientes[323]:
Pues como el clérigo Casas se dispusiese, oida la muerte del rey [don Fernando] en Sevilla, para ir a Flandes, vínose por Madrid para dar cuenta de los males destas Indias y de su intento al cardenal y al embajador Adriano […], diciéndoles que si podían poner remedio en ellos, quedaríase allí, pero si no, que pasaría adelante. Para lo cual hizo en latín una relación a Adriano de todo lo que en estas islas pasaba en crueldad contra estas gentes, porque no entendía el Adriano cosa de nuestra lengua, sino en latín con él se negociaba. Hizo en romance la misma relación al cardenal.
Adriano se quedó atónito; Cisneros, menos: «ya sabía muchas cosas dellas [las Indias] por relación de religiosos de su orden». «Respondió finalmente al clérigo el cardenal, que no tenía necesidad de pasar adelante, porque allí se le daría el remedio que venía a buscar». Cisneros le pidió a Las Casas que expusiera el problema ante un grupo de expertos compuesto por el embajador Adriano, el licenciado Zapata, el doctor Carvajal, el doctor Palacios Rubios, el obispo de Ávila —fray Francisco Ruiz— y por algunos otros, pero se cuidó bien Cisneros de invitar a Fonseca, es decir, al que, desde el principio, dirigía la política indiana y, como tal, era el principal responsable de lo que ocurría[324]. Cisneros fue más lejos: destituyó de sus oficios y prebendas a los que, desde finales del siglo XV, habían tenido cargo de los negocios de Indias, entre otros el obispo de Burgos, Fonseca, y el secretario Conchillos; estos se marcharon entonces a Flandes a procurar su reintegración.
Cisneros le pidió a Las Casas que se juntase con el doctor Palacios Rubios, «y que ambos tractasen y ordenasen la libertad de los indios y la manera como debían ser gobernados, pero el doctor Palacios Rubios, cognosciendo la experiencia del dicho clérigo […], cometióselo todo a él para que en su posada lo escribiese». «Y porque a la sazón era ya venido a la corte el susodicho padre fray Antón Montesino, pidió licencia el dicho clérigo al cardenal para que se juntase también con el doctor y con el clérigo para que juntos lo ordenasen». Este fue el origen del llamado Memorial de abril de 1516, que redactó Las Casas y que firmaron Palacios Rubios y Montesino, con alguna que otra rectificación que el primero sugirió para darle al documento su carácter jurídico[325]. Se trataba, al fin y al cabo, de «ponellos [los Indios] en libertad, sacándolos de poder de los españoles».
¿A quién fiarse para poner en obra aquel plan? Cisneros opinaba que era preferible encargar aquella misión a frailes, que actuarían como se lo dictara su conciencia, sin tener en cuenta los intereses creados de funcionarios y encomenderos. Ahora bien, como los franciscanos siempre se habían callado, no parecía conveniente darles tamaña responsabilidad como era la de rectificar la política seguida desde 1493. Por otra parte, los dominicos habían tomado una posición muy comprometida; las autoridades coloniales y los encomenderos no estarían dispuestos a acatar sus decisiones. Para salir de aquel dilema, a Cisneros se le ocurrió entonces acudir a la Orden de San Jerónimo, pensando que sería neutral entre las posiciones opuestas de dominicos y franciscanos; además los jerónimos tenían fama de gran religiosidad y de mucha experiencia en la administración de bienes terrestres[326]. Se pidió al general de los jerónimos que recomendara a doce frailes, «para que, de los doce, tomase el cardenal cuantos le pluguiese, y que fuesen cuatro priores señalados con este recaudo»; luego, Las Casas elegiría a tres. Así se hizo, pero los procuradores de los encomenderos, presentes en España, se enteraron y llamaron la atención de los tres jerónimos, recomendándoles que no se fiaran demasiado de lo que les dijera Las Casas, que, en este asunto, nunca se había mostrado imparcial.
Por lo visto, aquellas advertencias alcanzaron en parte su objetivo; los jerónimos empezaron a desconfiar de lo que les contaba Las Casas. No obstante, Cisneros no quiso dar marcha atrás; siguió dando apoyo a los jerónimos y les otorgó poderes para que pudieran cumplir su misión: «lo primero se despachó cédulas para que, en llegando, se quitasen los indios a los del Consejo del Rey, y a todos los que residían en Castilla, como fue el secretario Conchillos que tenía, según era público, 1100 indios y el obispo de Burgos [Fonseca] 800». «Proveyóse otra cédula, que luego en allegando los frailes, se quitasen los indios que tenían muchos los jueces y oficiales del rey». Muchas de aquellas cédulas habían sido redactadas según los criterios de Las Casas, pero Cisneros no siguió al clérigo en todas sus propuestas; tuvo también en cuenta algunas observaciones que le hicieron «los españoles que a la sazón en la corte se hallaron y contra el clérigo y contra los indios blasfemaban rabiando». Se dispuso, por ejemplo, que, contra el parecer de Las Casas, «se estuviesen los repartimientos y encomiendas como se estaban en poder de los españoles, con que se moderasen las leyes y ordenanzas inicuas que en Burgos el año de 12 se hicieron», lo que equivalía a moderar en gran medida la censura total que hicieran los dominicos. «Proveyóse también que a todos estos [funcionarios y jueces] se les tomase residencia, porque habían vivido como moro sin rey, como dicen»; el licenciado Zuazo era el que debía de proceder como juez de residencia. Por cierto, al licenciado Zapata y al doctor Carvajal les parecieron aquellos poderes «exorbitantes, alegando que no se debía dar tan grandes poderes ni fiar tanto de un hombre», pero Cisneros no hizo caso y mantuvo su posición. Cisneros y Adriano nombraron a Las Casas «procurador e protector universal de todos los indios de las Indias», con un salario de cien pesos de oro cada año.
En España, en el círculo de los colaboradores de Cisneros, la opinión general era que se iba a poner orden en justicia en las cosas de Indias. Así lo dice el secretario Varacaldo en carta a Diego López de Ayala, fechada en Madrid, a 31 de octubre de 1516:
En lo de las Indias, sabrá y. m. que, segund fuimos informados, andava el mayor robo y la mayor maldad que nunca fue, y el cardenal, para el remedio desto, escogió de todo el reino tres religiosos, los que le parecieron ser de más prudencia y religión, los quales son de la orden de Sant Jerónimo, y con muy grandes instrucciones se enbiaron. Tenemos por muy cierto, y todo el mundo lo cree así, que reformarán así lo de la justicia como lo de la hacienda del rey, y que han de hacer muy grand fruto. Plega a Dios que así sea, que harta necesidad tienen aquellas partes dello, según lo que nos dicen. Con ellos fue un juez de residencia, que se dice el licenciado Zuazo, para que generalmente tome residencia a los unos oficios y otros. Muy gran bien les ha venido así a los naturales indios como a los otros españoles que acá estaban[327].
Las instrucciones que Cisneros les dio a los jerónimos, que resume García Oro[328], eran en gran medida utópicas. Los jerónimos debían empezar por consultar a la población —españoles e indios—; el objetivo era «poner los indios en policía», o sea, convencerles de vivir en municipios al estilo español y llevar una vida en todo conforme a la que llevaban los españoles en la Península; se trataba de lo que, en el siglo XIX, se llamará civilizar; en los nuevos municipios vivirían unos trescientos vecinos y estarían dotados de su alfoz y de tierras comunales; en ellos se edificarían, en torno a la plaza mayor, la iglesia, el hospital, la residencia del cacique; cada familia tendría casa propia; los municipios estarían dirigidos por un concejo bajo la autoridad del cacique y la supervisión de un administrador español; un maestro enseñaría a los niños a leer y escribir; se pondría en marcha un régimen laboral para la extracción y la fundición del oro y para el fomento de la agricultura; un mínimo de bienes comunales (pastos, tierras, animales domésticos, ganado, herramientas, etcétera) garantizaría la economía del municipio; desde luego, la educación religiosa y el culto serían objeto de especial atención; los diezmos permitirían el mantenimiento del clero. De lo que se trataba era de asimilar a los indios y acostumbrarlos a vivir y gobernarse como los españoles, todo ello manteniendo el régimen de encomienda tal como lo habían configurado las leyes de Burgos.
Las cosas no se desarrollaron como estaba pensado. Las Casas pronto tuvo sus dudas sobre las intenciones de los jerónimos, como lo declaró al cardenal: «estos frailes […] han dado muestra que no han de hacer cosa buena, antes mucho mal». Estaba previsto que él viajara con los jerónimos[329], pero estos se negaron rotundamente a ir en el mismo barco que Las Casas, el 11 de noviembre de 1516. Llegaron antes que él a La Española y actuaron sin tener en cuenta su opinión. Llevaron a cabo una investigación para averiguar si los indios eran capaces de gobernarse por sí mismos, de hacer vida social y cuidar de las labores del campo[330] y, en vista de las respuestas, todas negativas, no quisieron restituirles la libertad; se limitaron a quitar los indios a las personas que residían en Castilla, lo que no desagradó a los españoles de la isla; en cambio, ni despojaron de los suyos a los jueces y oficiales a quienes se habían encomendado indios como parte de la remuneración de sus salarios, ni a los colonos españoles. A los indios que todavía no habían sido encomendados, decidieron reunirlos en pueblos bajo la dirección de administradores y frailes; era una anticipación de las que iban a llamarse, andando el tiempo, reducciones. No era, ni mucho menos, lo que esperaban los dominicos y Las Casas. Desilusionado, este decidió regresar a España para dar cuenta a Cisneros de los hechos. Salió de La Española en mayo de 1517. Nada más llegar a la Península, se dirigió a Aranda de Duero, «donde ya estaba el cardenal enfermo. Besóle las manos, y en palabras que le dijo sintió estar mal informado, y porque le arreció la enfermedad y murió en breves días della, no tuvo el clérigo tiempo de dalle cuenta de lo que acá pasaba y satisfacelle».
Muerto el cardenal, la política indiana volvió a los cauces anteriores. Fonseca y Conchillos fueron reintegrados en sus oficios; continuaron otorgándose encomiendas; se introdujeron, además, esclavos negros; los abusos y los malos tratos no cesaron. Cisneros pudo cambiar el curso de la historia. Su error fue, tal vez, confiar demasiado en los jerónimos, creyendo que serían imparciales y bien intencionados, lo que desde luego eran, pero la política indiana, en 1516-1517, necesitaba algo más que buenas intenciones; exigía una seria preparación intelectual y una determinación política de las que, en aquellos años, solo parecía disponer la orden dominicana. Desde el principio se consideró que el indio no estaba dispuesto a trabajar; la utilidad pública parecía, pues, exigir que se le obligara a hacerlo. Pero ¿cómo justificar en razón tal obligación? Las controversias se van a prolongar durante todo el siglo XVI y parte del XVII. En el III Concilio de Méjico (1585), se debatió largamente aquel tema: el trabajo forzado puede justificarse «en casos y cosas conforme a la necesidad pública y necesaria con suficiente estipendio[331]», pero lo que chocaba era que a aquella obligación estaban sometidos los indios «solo por ser indios»; quedaban exentos de ella «tanta chusma como hay en esta ciudad [Méjico] y reino de españoles vagamundos[332]». Además, ¿era cierto que todos los indios fuesen ociosos y vagabundos?, ¿debía siempre imponerse la utilidad pública, cualesquiera que fuesen las circunstancias? En 1613, el franciscano padre Silva, en un memorial que es uno de los últimos ecos de la polémica iniciada por fray Antonio de Montesino en 1511, tiene sus dudas:
cuando lo fueren [ociosos y vagabundos], no hay ley ninguna, divina ni humana, que fuerce ni obligue a que uno trabaje para otro sino para sustentarse a sí y a su familia y república. Luego, dar al indio un real solo cada día y que dél se sustente y coma, y ganar el español diez, veinte o treinta con el trabajo del indio, bien se ve claro que ni es porque es ocioso ni vagamundo, ni por aprovecharlo, sino por enriquecer al español con el trabajo, sudor y sangre del indio[333].
«Vale más la vida que la plata[334]». Esta frase, ¡cómo nos gustaría que Cisneros la hubiera pronunciado en 1517! Pero Cisneros no la pronunció y, cuando los dominicos lo hicieron a finales del siglo XVI, ya era tarde.