A principios de agosto de 1517, al enterarse del próximo viaje del rey, Cisneros se dispone a ir a su encuentro. Sale de Madrid, acompañado por un séquito numeroso: el infante don Fernando y los miembros de su casa, el obispo de Tortosa, Adriano de Utrecht y Amerstoff, el Consejo Real. El día 11, la comitiva para en Torrelaguna, el lugar en el que nació el cardenal. En torno al 15, llega a Aranda de Duero y se queda allí unos días. Cisneros es entonces un hombre gastado por los años y enfermo, rodeado de gentes que tienen prisa en dejarle para ir cuanto antes a ofrecer sus servicios al nuevo soberano, y que ya le vuelven la espalda porque saben que su poder y su vida van a terminar pronto. En Aranda se teme una epidemia de peste. Es preciso salir de la ciudad sin esperar más e ir a Roa, lugar que parece más sano. A Cisneros, cansado y enfermo, le llevan en una litera muy abrigada; con una ropa de martas vieja le han hecho unos botines y unos guantes para abrigarle los pies y las manos; dentro de la litera han encendido lumbre y preparado una bola caliente que el cardenal trae entre las manos (Quintanilla). El 23, al llegar al monasterio de La Aguilera, Cisneros recibe la noticia de que don Carlos, que había salido de Flandes el 7 de septiembre de 1517, ha tocado tierra en Tazones y desembarcado en Villaviciosa el día 19. Inmediatamente, a pesar de lo que había ordenado el mismo rey, el Consejo Real y su presidente Antonio de Rojas abandonan al gobernador para ir a saludar al nuevo monarca[123]; este, indignado, les ordena volverse atrás y seguir acompañando al regente. Don Carlos se adentra lentamente en tierra castellana, siguiendo itinerarios tortuosos, pero siempre afirmando que la meta es Valladolid. Los días pasan y la comitiva no parece tener prisa. Se conoce que los flamencos veían con mucha aprensión una reunión con el cardenal; tenían miedo a la ascendencia que este pudiera ejercer sobre el joven soberano cuando tuviera contacto directo con él; por eso, retrasaron esta posibilidad manteniendo a Carlos en el norte de España tanto como pudieron. El martes 4 de noviembre, el rey visita a su madre, la reina doña Juana, en Tordesillas. El cardenal está preocupado por la tardanza. Por fin le informan que el encuentro será en el pueblo de Mojados, cerca de Olmedo. Cisneros no llegará a conocer al monarca cuya corona había salvaguardado; murió el 8 de noviembre de 1517, rodeado, nos dice Quintanilla, por algunos de los teólogos y letrados que andaban siempre en su casa para las disputas y ejercicios escolásticos: los doctores Pedro de Lerma, Hernando de Balbás, Nicolás de Pax, Hernando de Valdés —futuro inquisidor general—, el licenciado Juan de Frías… Su último intento parece que fue escribir una carta al rey para recomendarle la Universidad de Alcalá, pero ya no tuvo fuerzas para hacerlo.
¿Fue la muerte de Cisneros provocada deliberadamente por quienes temían que su autoridad pudiera tener alguna influencia en el joven rey? Dos son las hipótesis que se han sugerido en este sentido: el veneno y el disgusto causado por la carta en la que don Carlos le despedía sin miramientos.
La tesis del veneno la expone Alvar Gómez de Castro a mediados del siglo XVI, recogiendo un rumor muy difundido en Alcalá —«fama constans apud nostros»—: Cuando se dirigía a Aranda, Cisneros paró, el 12 de agosto, en Boceguillas: allí, aquel mismo día, un misterioso jinete enmascarado habría avisado a unos monjes que recomendasen al cardenal que no se comiera la trucha que le estaban guisando porque le habían puesto un veneno violento —«venenum praesentaneum»—; un criado probó la comida y, enseguida, enfermó —«vehementer aegrotavit»—; Cisneros no hizo caso y se comió la trucha; enseguida empezó a sentirse mal, más que de costumbre: unos días después le empezó a salir pus de las orejas y de las uñas, como si fuera un panadizo; el mal continuó hasta que murió. En el siglo XVII, Quintanilla repite aquel relato y añade algunos detalles:
Huvo fama que le avían dado una confección, por orden de los privados del rey, que le fuesse poco a poco abreviando la vida. Y quando se lo dijo [a Cisneros] el Padre Marquina, respondió el inocente gobernador que le parecía que, en una carta que recivió de Flandes en Madrid, venía con la misma malicia, porque desde entonces se avía sentido malo, con poca salud y vista. Pero que no lo tenía por verisimil, sino antes por falsedad y dichos del pueblo.
Tanto Alvar Gómez como Quintanilla dan a entender que fueron algunos flamencos los que cometieron aquel asesinato, con la complicidad de uno de los más antiguos servidores de Cisneros, el secretario Jorge de Varacaldo. La tesis del veneno parece muy poco verosímil, y esto por un motivo determinante: si Cisneros hubiera tomado el veneno el 12 de agosto, ¿cómo explicar que muriera casi tres meses después?
Más convincente parece la otra tesis: el disgusto causado en Cisneros por una carta de don Carlos. No cabe duda de que, en la corte del nuevo rey, eran muchos —flamencos, castellanos, «aragoneses»…— los que desconfiaban del cardenal gobernador; temían con razón su rigor y su alto concepto del bien común; Cisneros había sabido imponerse a los magnates del reino y los familiares del rey —Adriano de Utrecht, La Chaux, Amerstoff—; si llegara a hablar con el rey, muchos opinaban que le abriría los ojos sobre la corrupción y los cohechos que había en la corte. Para ellos Cisneros representaba un peligro. Se sabía que era viejo y estaba enfermo y que no tardaría en morirse; era cuestión de semanas, tal vez de días; a este cálculo se debe probablemente el itinerario complejo que siguió la corte después de llegar a Asturias: mes y medio para ir de Villaviciosa a Tordesillas, sin que, en ningún momento, en ningún lugar, llegaran a cruzarse los pasos del rey y los del gobernador que iba a su encuentro[124]… El caso es que Cisneros se estaba muriendo, pero que no se moría… De ahí pudo surgir la idea de un golpe para poner fin a tan larga espera: la carta del rey, fechada el 4 de noviembre, escrita o inspirada, según era fama en la época, por el obispo Mota. En aquella carta, don Carlos le informa a Cisneros que ha decidido ir a Tordesillas para saludar a su madre; desde Tordesillas, piensa dirigirse a Mojados; allí podrá Cisneros presentarse ante el rey y darle cuenta tanto de la gobernación pasada como de los asuntos pendientes; terminada la entrevista, Cisneros tendrá permiso para retirarse a su casa a descansar —«domum quieti suae consulturus discederet» (Alvar Gómez de Castro)—. Era una forma poco elegante de despedir al viejo cardenal y así lo comprendió Cisneros, a juicio de Alvar Gómez: al leer la carta, le dio una fiebre letal de la que murió —«his litteris a Carolo acceptis, Ximenius se plane rejici repellique sentiens, febri lethali (ut ferunt) correptus fuit».
La hipótesis es plausible, pero carece de toda base documental: nadie ha visto la carta de don Carlos; Alvar Gómez se limita a glosar lo que escribe Galíndez de Carvajal en sus Anales, quien alude a la carta pero no la publica. Por otra parte, hay que tener en cuenta lo que dice Francisco Ruiz, obispo de Ávila y viejo servidor y compañero de Cisneros: el cardenal no habría llegado a leer la carta, de suponer que la recibiera; la habrían entregado al Consejo Real, porque el gobernador ya no estaba en condiciones de leer ningún documento. O sea —y esto parece lo más probable—, que Cisneros murió de vejez; no hubo necesidad de matarlo.
¿Precipitó la muerte de Cisneros la carta que le envió el rey para despedirle? No se sabe a punto fijo. En aquella circunstancia, don Carlos no se portó tan mal como lo sugiere una tradición malévola[125]; no pretendió hacerse con todos los bienes del difunto arzobispo, sino que, cumpliendo una de sus últimas voluntades, trató de poner su herencia a salvo de las pretensiones de la curia romana, que tenía derecho a exigir los expolios, es decir, el dinero, alhajas, créditos y bienes muebles, inmuebles y semovientes que los obispos dejan a su muerte, así como las rentas de su dignidad correspondientes al tiempo que medie desde el fallecimiento hasta el día en que se nombre su sucesor[126]. Para evitar aquella eventualidad, Cisneros le había pedido a León X autorización para poder testar en favor de la Universidad de Alcalá y de algunos familiares[127]. Dicha autorización le había llegado en octubre de 1517. El mismo día de la muerte del cardenal, el 8 de noviembre, Francisco Ruiz llama la atención de Diego López de Ayala —que acompañaba a la corte como representante de Cisneros—: «Si los nuncios se quisiesen poner en entrometerse en la hacienda del cardenal […], haréis que su alteza los hable… y que den las provisiones necesarias[128]». Así se hizo: a Francisco Ruiz se le nombró «tenedor» de los bienes de Cisneros, pero el nuncio Juan Ruffo de Calabria no le hizo caso; exigió los expolios. Don Carlos tardó dos años antes de convencer a León X. Por fin, en 1520, se llegó a un acuerdo: las tres partes interesadas, «el rey, la Cámara pontificia y los testamentarios», recibirían cada una 20 000 ducados sobre la herencia de Cisneros.
Sus servidores mandaron embalsamar el cadáver. «Luego le pusieron su hábito de sayal, cuerda y capilla de religioso […]; sobre el hábito le vistieron de pontifical […]; sacaron al varón de Dios a una sala muy espaciosa y asentado en una silla le hizo la barba Silvestro, un barbero suyo que tenía más de noventa años» (Quintanilla). Al enterarse de su muerte, mucha gente de los alrededores acudió a Roa a rendir homenaje al difunto cardenal, cuyo cuerpo había sido depositado en la iglesia. Cisneros quería ser enterrado en Alcalá. Se emprendió, pues, un viaje penoso de varios días, con etapas en Robregordo y Torrelaguna. No paró de llover durante todo el recorrido.
Dize el doctor Juan de Vergara, canónigo de Toledo, que era tanta la deuoción que tenían al siervo de Dios Fr. Francisco Ximénez de Cisneros que ya no podían gozarle los lugares, salían por los caminos la gente dellos a tocar y besar la litera donde venía […]. La segunda jornada fue a la noble villa de Tordelaguna, patria del bendito prelado, y no se puede dezir el sentimiento común desta villa, las lágrimas y el desconsuelo de todos; todo el lugar salió a rescibirle por aquellos caminos, niños, mugeres, sin quedar un alma que no fuese a besar el ataúd. (Quintanilla).
«Miércoles 11 de noviembre entró el penitente cuerpo en esta villa de Alcalá». La villa entera salió a recibirle.
En primer lugar estaban las cruces de las parrochias, con los niños de la doctrina; luego todas las comunidades de todas las religiones, sin faltar un fraile, a quien seguían los Colegios menores por su antigüedad; después los sacerdotes desta villa e inmediatamente toda la Escuela en forma de universidad; proseguía la Iglesia mayor con sobrepellices y capa y, en último lugar, el señor rector Don Miguel Carrasco, con el corregidor a su mano izquierda, que llevaban delante este colegio y regidores entreverados. (Quintanilla).
Ahora bien, a la entrada de Alcalá se armó una disputa entre los colegiales y los canónigos sobre si el cadáver sería llevado a la universidad o a la colegiata. Durante cuatro días no se habló de otra cosa, por lo cual se retrasó el entierro solemne. Tuvo que intervenir enérgicamente fray Francisco Ruiz, quien recordó lo que mandaba el cardenal en su testamento: quería ser enterrado en el Colegio de San Ildefonso. El funeral se celebró el 15 de noviembre. Fue Pedro Ciruelo, catedrático de Prima de Santo Tomás, quien pronunció la oración fúnebre. El tema era un comentario del salmo LXVII de David: «Increpa feras arúndinis»; llamad a las bestias de las cañas para que echen fuera a los que están corrompidos por la plata, palabras en las que muchos vieron una clara alusión a la codicia de los flamencos. Pocos años después, la universidad mandó edificar un sepulcro de mármol —el que está todavía hoy en la capilla del Colegio de San Ildefonso—, cuyo epigrama, obra de Juan de Vergara, rezaba: «Yazco ahora en este exiguo sarcófago. Uní la púrpura al sayal, el casco al sombrero. Fraile, Caudillo, Ministro, Cardenal, junté sin merecerlo la corona a la cogulla cuando España me obedeció como a Rey[129]».