Cisneros siempre tuvo que bregar con la corte de Bruselas para que se aprobasen y aceptasen sus decisiones; en ningún momento tuvo las manos libres; a pesar de sus muchas peticiones, nunca dispuso de plenos poderes, sino todo lo contrario: lo que el gobernador decidía en Madrid, la corte de Bruselas podía desautorizarlo. Esta fue una situación que, desde luego, vino a complicarlo todo al extremo.
El problema venía de lejos, desde antes de que muriera el Rey Católico. En Flandes, se temía que este declarara en su testamento que dejaba como gobernador no al príncipe don Carlos, sino a su hermano menor, el infante don Fernando. Esto fue lo que motivó el envío a España de Adriano de Utrecht, deán de Lovaina, preceptor del príncipe (octubre de 1515), con la misión de velar por los intereses de este. Como se ha visto, finalmente el Rey Católico nombró al príncipe como gobernador de la corona de Castilla, pero con una condición: mientras el príncipe no llegase a España, sería el cardenal Cisneros quien estaría encargado de la gobernación. Esta disposición no fue del agrado de los flamencos. Ellos exigieron que fuese Adriano quien gobernase en nombre de don Carlos. Efectivamente, el deán de Lovaina presentó en este sentido un documento firmado por el príncipe; como Cisneros todavía no había llegado a Guadalupe, Adriano se creyó autorizado para actuar como gobernador[103]. Aquella pretensión fue rechazada por el Consejo Real y por un grupo de magnates, presentes en Guadalupe, encabezado por el almirante, quienes declararon que para el bien del reino y para el servicio del príncipe convenía que Cisneros fuese el único gobernador. Dos eran los argumentos principales que esgrimieron los nobles: los poderes de Adriano emanaban de don Carlos, quien, cuando los otorgó, no tenía capacidad para hacerlo: ni era rey ni gobernador; por ser extranjero, Adriano no debía entrar en el gobierno del reino. Para evitar cualquier conflicto, Cisneros procuró asociar a Adriano a todas las decisiones, pero quedó claro que él era el que decidía en última instancia. En Bruselas, don Carlos entendió el problema: el 24 de febrero de 1516, confirmó la autoridad del cardenal Cisneros de la forma más amplia, mientras se hablaba de Adriano solamente como de un embajador; don Carlos añadía, sin embargo, que Adriano gozaba de toda su confianza. Cisneros se mostró respetuoso en la forma sin abandonar ninguna de sus prerrogativas y tomando las precauciones que le parecieron oportunas[104]. Adriano recibió, en junio de 1516, el obispado de Tortosa y el puesto de gran inquisidor de Aragón. Cisneros siempre le trataba muy bien, pero era él quien decidía en los asuntos importantes; Adriano se limitaba a aprobar lo que ya había mandado el cardenal. Esto se sabía en Bruselas[105]. Al darse cuenta de que Adriano no lograba imponerse frente a Cisneros[106], la corte de Bruselas decidió enviar a España personas que juzgaba más aptas. El primero, en diciembre de 1516, fue La Chaux —el Laxao de las crónicas españolas—, que había sido embajador de Felipe I en 1506; luego vino Amerstoff. Ambos fueron muy bien acogidos y tratados por Cisneros, que los alojó en su propio palacio, más bien para vigilar sus pasos y controlar sus visitas que por hacerles cortesía. Pero el resultado fue nulo; Cisneros siguió gobernando solo, prescindiendo de sus tres presuntos colaboradores. A estos, en una ocasión, se les ocurrió firmar primero una provisión y enviarla luego al cardenal para que también estampara su firma, pero después de la suya. Cisneros rasgó el documento y mandó al secretario hacer otro que firmó él solo. Más que nada, Cisneros se impuso por su autoridad natural, que nadie se atrevió a discutir. Una anécdota que relata Quintanilla dice mucho al respeto: en 1516, el rey de Portugal, convencido de que la situación interior no permitiría a Castilla reaccionar correctamente, habría pensado aliarse con Francia e incluso declarar la guerra; unos agentes castellanos se enteraron, lograron apoderarse de documentos al respeto y, como Cisneros estaba todavía en la cama —«porque llegó a deshora el correo»—, entregaron las cartas a Adriano, quien, asustado, acudió a Cisneros y le despertó; el cardenal «leyó sus cartas y respondió al criado del embajador [Adriano]: Decid a vuestro amo que si tiene miedo se buelva a Flandes y vosotros dexadme descansar». Tiene mucha razón Quintanilla cuando escribe que, en 1516-1517, en Castilla no hubo más que un gobernador: Cisneros; Adriano, La Chaux y Amerstoff eran embajadores del rey, sin poder efectivo.
En Flandes tenía Cisneros algunos amigos: Pedro Ruiz de la Mota —que fue nombrado obispo de Badajoz el 22 de agosto de 1516—, Gonzalo de Segovia, Alonso Manrique de Lara —obispo de Badajoz, luego de Palencia—, pero estos parecían tener menos influencia que los consejeros flamencos Juan Le Sauvage, gran canciller de Borgoña, y, sobre todo, Guillermo de Croy, señor de Chievres, que había sido ayo del joven don Carlos y se comportaba como el verdadero jefe del gobierno en Bruselas. Por eso, Cisneros creyó oportuno enviar a Bruselas a un representante personal que gozara de su entera confianza y, para ello, eligió a Diego López de Ayala, hermano del conde de Fuensalida, canónigo de la catedral de Toledo, que había sido su camarero mayor y su secretario, provisor y vicario general del arzobispado entre 1509 y 1515, mientras Cisneros andaba ocupado por las obras de la Universidad de Alcalá[107]. Ayala tenía como misión principal convencer a Chievres de que era más que conveniente que los dos —Cisneros y Chievres— actuaran en plena conformidad[108]. En Flandes, se habían proveído muchas acciones contra el dictamen del cardenal gobernador; Ayala tenía la misión de llamar la atención de Chievres sobre este aspecto[109].
Poco después de que don Carlos se hubiera proclamado rey, Cisneros pidió que se le dieran plenos poderes para ejercer la gobernación[110]. El 4 de junio, se le dio efectivamente un «poder en forma de gobernación», pero no tan amplio, ni mucho menos, como él lo deseaba; entre otras trabas, Cisneros no tenía el derecho ni de despedir ni de nombrar a nadie en ningún oficio, situación que dio lugar a numerosos enfrentamientos entre Madrid y Bruselas[111]. En alguna que otra ocasión, Cisneros se salía con la suya, como en el caso del corregimiento de Toledo[112]. Pero por lo general tuvo que conformarse, mal que le pesara, con las decisiones de Bruselas.
En Flandes, en torno al nuevo monarca, menudeaban los exiliados y los emigrantes en busca de mercedes y plazas. Desde 1506 se habían instalado en Bruselas los españoles, que fueron los más acérrimos partidarios de Felipe el Hermoso; formaban allí un partido activo, en torno a don Juan Manuel. En 1516, muerto el Rey Católico y proclamado rey don Carlos, creyeron llegada la hora de la revancha, pero pronto arribaron los llamados «aragoneses», descontentos de Cisneros, situación que les desconcertó. Estos eran los que, a veces desde 1497, pero sobre todo desde 1507, ocupaban los cargos más influyentes y lucrativos del Estado; se habían aprovechado de sus oficios para enriquecerse sin escrúpulos; así se explican las enormes fortunas de hombres como Lope de Conchillos, Juan Rodríguez de Fonseca o Francisco de los Cobos[113], en quienes Las Casas veía a los responsables de todos los desafueros y cohechos en torno a la explotación de las Indias. Cisneros destituyó a varios de aquellos funcionarios, que enseguida se fueron a Flandes a buscar fortuna en la corte del nuevo rey. Poco a poco fueron escalando posiciones. Sus consejos eran escuchados con interés y finalmente consiguieron una influencia decisiva sobre Chievres, quien, desde agosto de 1516, dio la impresión de alejarse de Cisneros. Giménez Fernández atribuye el cambio de coyuntura a la corrupción y al espíritu de lucro de Chievres: los «aragoneses» supieron excitar la codicia de los flamencos describiéndoles las ganancias que podían sacar de América y de Castilla, y estos se dejaron seducir y convencer por aquellos hombres sin escrúpulos, que estaban muy al tanto de la situación en Castilla y en las Indias. Este fue un motivo más para que Cisneros desconfiara de los «aragoneses[114]». En vano, trataba López de Ayala de llamar la atención de Chievres, advirtiéndole de los peligros que podían resultar de una corrupción tan abierta y general[115]. En los primeros meses de 1517, Cisneros se sintió profundamente desanimado al enterarse de que Fonseca había sido nombrado receptor de la Cruzada; el 3 de mayo de 1517, pensó en ofrecer su dimisión; el rey pudo por fin convencerle de que siguiera en el puesto.
La tirantez entre Cisneros y la corte, entre Madrid y Bruselas, se comprende: como regente, Cisneros necesitaba poderes amplísimos para gobernar e imponerse a grandes díscolos, ciudades inquietas, poblaciones no siempre dispuestas a acatar las leyes; pero aquellos poderes que pedía hacían de aquel simple fraile una especie de monarca sin título, lo cual debía de disgustar al rey y a los que le rodeaban; la repugnancia de don Carlos a la hora de otorgar a Cisneros amplios poderes era lógica: le desagradaba tener que renunciar, por causa de las circunstancias, a algunas de sus prerrogativas. Pero, por otra parte, don Carlos y sus consejeros no podían prescindir del arzobispo de Toledo; sabían que él era, a todas luces, el único capaz de imponerse en ausencia del rey y conservarle el trono. Entre Madrid y Bruselas se creó así un ambiente de tensión recíproca: «El cardenal necesitaba de Carlos para legitimar su gobernación. El príncipe, en cambio, precisaba del poder fáctico de Cisneros aunque, al mismo tiempo, intentara limitarlo[116]».
Cuestión dinástica, alborotos nobiliarios, alteraciones del orden público, trabas que, desde Bruselas, se ponían al gobierno de Cisneros, manejos y cohechos de los flamencos, todos aquellos motivos acabaron creando en Castilla una situación de crisis; se echaba de menos un poder fuerte, respetado, capaz de poner fin a los abusos y restaurar la confianza; solo la llegada del rey parecía una solución adecuada. Así lo entendió el Consejo Real en carta que dirigió al monarca a principios del año 1517: «Todos vuestros súbditos […] se tienen […] por desamparados y casi huérfanos, careciendo de la presencia real de vuestra alteza». El Consejo añade esta observación: «ponen mala fama en el reino, diciendo que Vuestra Alteza manda sobreseer la justicia, que es la cosa que más los pueblos comúnmente sienten y de que las gentes reciben mayor quebranto[117]».
El Consejo se limitaba a repetir lo que Cisneros pedía desde hacía meses: que el rey viniese cuanto antes. En febrero de 1517, la situación tomó un cariz netamente político e incluso revolucionario: las ciudades con voz y voto en Cortes pensaron en reunirse para hacer frente a la crisis. La iniciativa partió de Burgos: para convencer al rey de que era urgente que viniera en persona, sería conveniente enviarle una embajada «con personas de gran autoridad […] para que manifestasen a Su Alteza los grandes y peligrosos inconvenientes que pueden suceder de su ausencia», y, para darle mayor solemnidad a aquella embajada, la ciudad de Burgos sugirió una reunión extraordinaria de las Cortes. La sugerencia venía formulada en una carta a Cisneros[118], pero Burgos no esperó la respuesta del cardenal gobernador: sin tener en cuenta la oposición del corregidor, Burgos mandó convocatorias a las ciudades con voz y voto en Cortes para que enviaran sus procuradores a Segovia. Se trataba de una iniciativa ilegal —solo el rey tenía poder para convocar Cortes— y de un esbozo de revolución. Así lo entendió Cisneros y así también lo interpretaron los ministros de Bruselas: por cédula del 21 de abril prometieron que el rey vendría antes de finalizar el año. Pero ni las amenazas ni las promesas convencieron a Burgos para que renunciara a su proyecto[119].
Algunas ciudades se mostraron reacias a la hora de salir de la legalidad. Este fue el caso de Toledo, que, el 27 de marzo, manifestó su desacuerdo. Salamanca, después de declararse a favor de la reunión, desistió al recibir la noticia de que el rey no tardaría en llegar. Finalmente, solo cuatro ciudades fueron representadas en junio, en la junta que se celebró en Burgos: Burgos, León, Valladolid y Zamora. Aquella junta tomó dos decisiones:
1) redactó una carta al rey para que la firmaran las ciudades no representadas.
2) anunció que, si la súplica dirigida al rey no lograba los efectos deseados, las Cortes se reunirían el día 1 de octubre.
La primera propuesta fue acogida favorablemente por las ciudades con voz y voto en Cortes, con alguna que otra excepción —Ávila y Toledo—. La carta que se envió al rey contenía una amenaza apenas velada: el reino —o sea: las Cortes— no protestó cuando don Carlos se proclamó rey juntamente con su madre doña Juana, pero convenía reunir las Cortes cuanto antes para regularizar la situación; además, la carta protestaba contra el dinero que salía de Castilla hacia Flandes y exigía que los oficios públicos fuesen reservados a naturales del reino. La segunda propuesta —la reunión de las Cortes— suscitó reservas: para quitarle en parte a la reunión proyectada su aspecto revolucionario, Segovia sugirió que se celebrara en presencia de Cisneros y del Consejo Real[120]. Esta era también la opinión de Cisneros: estorbar la reunión «no es posible en ninguna manera»; el rey debía pues mandar que «los pueblos hagan el ayuntamiento y Cortes donde estuviere el cardenal»; de esta forma se podría controlar la reunión y evitar que se produzca algún desconcierto; pero «la mejor medicina sería la venida del rey[121]». Aquellas iniciativas de las ciudades con voz y voto en Cortes se anticipan a lo que iba a ser, tres años después, la revolución comunera. Al ver que Cisneros era incapaz de impedir la proyectada reunión de procuradores, la corte de Bruselas se tomó en serio la situación y juzgó que no se podía aplazar más la llegada del rey[122].