La cuestión dinástica

En teoría, la muerte del Rey Católico no cambiaba nada la situación jurídica —hoy diríamos constitucional—. Doña Juana seguía siendo, como antes, reina «propietaria»; así lo dejaba bien claro el testamento de don Fernando; lo que sí cambiaba era la gobernación: dada la situación —la incapacidad de la reina[84]—, había que organizar la regencia; esta quedaba confiada al príncipe don Carlos «en nombre de la serenísima reina, su madre» y, mientras estuviese ausente, al cardenal Cisneros. Ahora bien, pronto se supo en Castilla que, en Bruselas, la corte del príncipe veía las cosas de manera muy distinta: allí no se contentaban para don Carlos con el título de gobernador; querían que se le proclamase inmediatamente rey. Cisneros y el Consejo Real llamaron la atención de don Carlos sobre la ilegalidad de aquella iniciativa: «Por el fallecimiento del Rey Católico, vuestro abuelo, vuestra alteza no ha adquirido más derecho de lo que antes tenía»; además, «su alteza [doña Juana] no nació impedida del todo»; no se podía pues descartar la posibilidad de que recobrara la salud y, por consiguiente, la plenitud de sus prerrogativas; Cisneros y el Consejo argumentaban, por otra parte, que don Carlos no sacaría ningún provecho al llamarse rey: a título de gobernador, podría ejercer la plenitud de la autoridad real; en cambio, proclamarse rey en vida de su madre podría provocar por lo menos malestar en los reinos de Castilla, y tal vez una oposición peligrosa.

La corte de Bruselas no hizo caso de aquellas advertencias. El 14 de marzo de 1516 don Carlos fue proclamado solemnemente rey de Castilla y Aragón, «juntamente con la Católica Reina, su madre». Era un auténtico golpe de Estado. Cisneros, sin embargo, buscó una solución que, a la vez, tuviera en cuenta los hechos consumados —la proclamación de Bruselas— y evitara cualquier alteración en Castilla. Convocó una junta de grandes y prelados que se reunió el 30 de marzo. El doctor Carvajal afirmó que el derecho público castellano no se oponía a la pretensión de don Carlos, incluso sin acuerdo de las Cortes, y citó dos precedentes históricos, los casos de Alfonso VIII y Fernando III; el primero utilizó la fuerza, y el segundo obtuvo la corona por cesión voluntaria de su madre. Algunos grandes —entre ellos el almirante y el duque de Alba— no se conformaron con aquel dictamen, pero Cisneros se declaró convencido y se pronunció a favor de la fórmula: «doña Juana y don Carlos, su hijo»; añadió que iba a dar órdenes para alzar pendones en este sentido: «Castilla, Castilla, por la reina y por el rey don Carlos, su hijo, nuestros señores[85]»; Toledo y Madrid procedieron al acto, el 11 de abril; en otras ciudades parece que hubo resistencias, como en Zamora, donde la proclamación se hizo solo el 18 de mayo. Las cosas fueron menos fáciles en Aragón, donde se exigía que, antes de admitir a don Carlos como rey, este jurara que respetaría las leyes y libertades del reino[86].

No todos en Castilla se conformaron con la decisión de don Carlos, ratificada por Cisneros, de proclamarse rey en vida de su madre. Desde 1506, corría la voz de que la soberana legítima, doña Juana, había sido apartada del poder por las intrigas de su marido y luego de su padre con la complicidad de los partidarios del uno y del otro; se decía que estaba encerrada en el monasterio de Santa Clara de Tordesillas con su hija, la infanta doña Catalina, y sometida a un régimen de vida durísimo por parte del valenciano mosén Ferrer, hombre de avanzada edad y de temperamento adusto que sus enemigos describían como un carcelero más que como un mayordomo. Al enterarse de la muerte del Rey Católico, un grupo de vecinos de Tordesillas pretendieron poner en libertad a la reina y restituirle sus prerrogativas[87]. Cisneros —que tenía fama de ser hostil a la reina; nunca fue a saludarla— mandó restablecer las cosas como estaban[88]; de momento, confirmó a mosén Ferrer como mayordomo de la reina, pero, en el verano siguiente, lo sustituyó por Hernán Duque de Estrada. En Tordesillas, las cosas volvieron a su curso habitual, pero el malestar no desapareció, tal vez alimentado por lo que se contaba de la vida en el monasterio[89]. En 1518, las Cortes de Valladolid le recordaron a don Carlos que los derechos de su madre eran superiores a los suyos. En el otoño de 1520, los comuneros fueron mucho más lejos; intentaron restablecer a doña Juana como única reina legítima, privando por lo tanto a su hijo don Carlos de toda perspectiva de poder. Fue la derrota de Villalar la que zanjó definitivamente la cuestión; doña Juana fue desde entonces sometida a una estricta vigilancia, sin contacto con el exterior. Así se creó una situación insólita: don Carlos fue rey hasta que abdicara en 1555-1556, pero su madre, doña Juana, fue reina nominal de Castilla hasta su muerte, acaecida el 12 de abril de 1555; conservó el título, los honores y los emolumentos correspondientes, aunque sin poder efectivo[90].

No era solo su madre —la reina doña Juana— la que podía representar un peligro para el príncipe don Carlos, proclamado rey en marzo de 1516; también su hermano menor, el infante don Fernando, significaba un posible rival. Cuando, en la corte, reunida en el monasterio de Guadalupe el día siguiente de la muerte del Rey Católico, se leyeron las cláusulas que confiaban la regencia a don Carlos, no faltaron quienes trataron de invalidarlas, fundándose en documentos anteriores. Y es que, en un primer testamento, dictado en Burgos el 2 de mayo de 1512, el Rey Católico había dejado la gobernación de los reinos de España —las coronas de Aragón y de Castilla— a su segundo nieto, el infante don Fernando. En torno a este, nacido y educado en la Península, se había ido formando un partido que esperaba verle desempeñar un papel de primer orden en el caso de que su hermano don Carlos se negase a abandonar los Países Bajos o llegara a Castilla demasiado tarde. Formaban parte de aquel grupo don Pedro Núñez de Guzmán, clavero de Calatrava, fray Álvaro Osorio de Moscoso, obispo de Astorga, y Sancho de Paredes, camarero. Es posible que el mismo Rey Católico compartiera aquellas ideas; parece que también él estaba convencido de que el príncipe don Carlos nunca vendría a España. Nombrando gobernador al infante, ¿esperaba el Rey Católico que este acabara convirtiéndose de hecho en el verdadero monarca? Tal vez. Esto explicaría las cláusulas del testamento de Burgos. En rigor, aquellas cláusulas no afectaban los derechos del hermano mayor, don Carlos, que había sido reconocido como heredero de la corona por las Cortes de Madrid (1510) y antes por las de 1506, pero contenían un peligro de discordia; podían provocar divisiones y enfrentamientos en el reino. Algunos consejeros convencieron de ello a don Fernando, quien aceptó cambiar su testamento, nombrando gobernador al cardenal Cisneros en lugar del infante don Fernando. Pocas personas estaban al tanto de aquellas disposiciones. Tanto era así que los miembros de la casa del infante, nada más enterarse de la muerte del Rey Católico, convocaron a los miembros del Consejo Real con el propósito de hacerse cargo del gobierno, invocando el testamento de Burgos. Recibieron esta respuesta: «non habemus regem nisi Caesarem», frase en la que se ha querido ver, a posteriori, un anuncio anticipado de la dignidad imperial —cesárea, según la terminología de la época— que iba a recaer en don Carlos.

Desde el primer momento, Cisneros se tomó muy en serio la amenaza que representaba el infante don Fernando. Nada más llegar a Guadalupe, en enero de 1516, decidió someterle a estrecha vigilancia y no separarse nunca de él hasta que la corte de Bruselas tomara las medidas convenientes; Cisneros aconsejaba que se nombraran otras personas para formar la casa del infante; sugería que estas fuesen, por ejemplo, el conde palatino, como mayordomo y jefe de la guardia (cien alabarderos y cincuenta jinetes), y Adriano de Utrecht, deán de Lovaina, como maestro[91]. La corte de Bruselas no le hizo caso; las cosas siguieron como antes hasta que, en 1517, fray Álvaro Osorio, obispo de Astorga, hizo otra vez correr el rumor de que don Carlos no tenía ganas de venir a España y de que, en estas condiciones, no estaría mal que el infante don Fernando se hiciera cargo de la gobernación, por lo menos en la corona de Aragón. Entonces Cisneros reaccionó por su propia iniciativa: despidió a la casa del infante y nombró al marqués de Aguilar como mayordomo, decisión que el rey aprobó y confirmó el 7 de octubre de 1517[92].

No sería excesivo afirmar que Cisneros permitió a don Carlos convertirse en rey de Castilla sin problemas mayores a pesar de unas circunstancias —los derechos de su madre, doña Juana, las ambiciones de su hermano, el infante don Fernando— que, en 1516 y 1517, distaban mucho de serle favorables. Alfredo Alvar lo apunta acertadamente:

Si a la muerte del Rey Católico él [Cisneros] hubiera apostado por el nieto don Fernando, el más querido en Castilla, en vez de por don Carlos, el legítimo heredero, pero un perfecto desconocido, ¿cuál hubiera sido el curso de nuestra Historia? No habría sido extraño que se hubiera decantado por el que daba más tranquilidad a Castilla y Aragón, aunque no fuera el legítimo heredero. Cisneros optó por jugársela en pro de la carta de la legitimidad y entregó un reino inquieto a un rey que le fue absolutamente ingrato[93].