La vida pública y la carrera política de Cisneros empiezan en 1495 al ser nombrado arzobispo de Toledo; continúan con su elevación al cargo de inquisidor general y luego con la gobernación del reino, que ejerce en dos ocasiones. En 1495 Cisneros todavía no ha cumplido los sesenta años. En el libro VII de su biografía Alvar Gómez de Castro ha dejado un retrato del personaje que entra ahora en la historia. Era un hombre alto de estatura y fuerte, que gozaba aparentemente de buena salud[34]. Su cutis era cetrino; la cara, alargada y muy delgada; la frente, ancha, despejada y sin arrugas; las orejas, pequeñas; los ojos pequeños, más bien hundidos, penetrantes y vivos, pero húmedos como suelen tenerlos los lacrimosos; la nariz, alargada y aguileña; los labios eran un poco abultados y el superior se proyectaba sobre el inferior; tenía los dientes bien apretados, con dos colmillos salientes, lo cual daba motivo a los malintencionados para motejarlo de elefante[35]; la expresión de sus facciones era algo severa. La voz era clara, varonil y firme, «como la que los poetas alaban en los héroes»; su pronunciación, medida y precisa. Daba su opinión con toda franqueza y contestaba sin rodeos a las preguntas; era hombre de pocas palabras incluso cuando llegaba a enfadarse. Solía citar aquel dicho de Cicerón: «la naturaleza ha creado al hombre no para que se divierta, sino para que se dedique a cosas serias», lo cual no le impedía de vez en cuando gastar bromas con algunos amigos. No le disgustaban las chanzas y pullas que decía un bufón de la corte[36]. En su casa, mantenía a un retrasado mental («hominem mente lapsum») que había estudiado Teología y sabía de memoria muchas cosas que citaba de manera confusa; aquellas ocurrencias a Cisneros le divertían. Raramente dormía más de cuatro horas. Se afeitaba por la noche, mientras oía alguna lectura edificante —hacía lo mismo en las comidas— o escuchaba los argumentos de alguno de sus hermanos de religión sobre cuestiones de teología. Este era su único entretenimiento. Tenía tan poca afición como tiempo para distracciones más ligeras y elegantes. Acostumbraba tener un libro abierto ante él en la mesa y, cuando una visita permanecía demasiado tiempo o decía cosas livianas o frívolas, mostraba su insatisfacción y reanudaba la lectura, de forma que daba a entender al interlocutor que tenía que marcharse.
Desde luego, no deja Quintanilla de apuntar que Cisneros fue irreprochable en su conducta y que se conformaba con las exigencias de la fe y de la moral cristiana y también con la regla franciscana, tanto en la corte como en el claustro. Sin embargo, no era formalista ni adepto de observar rigurosamente y sin miramientos las normas, ni siquiera en aspectos que parecían preceptivos. Se cuenta, por ejemplo, que el jueves 24 de septiembre de 1506 se prolongó mucho una discusión que tuvo con los nobles sobre lo que convenía emprender a consecuencia de la muerte repentina de Felipe el Hermoso y, cuando todos se sentaban a la mesa para comer, se le acercó el maestresala y le dijo disimuladamente: «Señor, vea Vuestra Señoría que ya son más de las XII de la noche y es viernes», dando a entender que, si se quería respetar el ayuno eucarístico, ya no era hora de probar bocado. «Su Señoría respondió entonces, como si no hubiera oído lo que le decían: tráenos de cenar, que en verdad no pueden ser sino las once horas» (Vallejo).
En lo que se refiere al trato con las mujeres, tuvo gran cuidado en apartarse de la conducta de varios de sus compañeros de Iglesia. Fue sobrio, moderado y casto. Procuró evitar cualquier sospecha de libertinaje. En una ocasión, durante un viaje, fue invitado a pasar la noche en casa de la duquesa de Maqueda, porque le habían dicho que ella estaba ausente, pero no era cierto; la duquesa estaba en casa y entró en la estancia antes de que él se retirara a descansar. «Me habéis engañado, señora», dijo Cisneros airado, «si tiene algún asunto conmigo, mañana me encontrará en el confesionario». Y, diciendo esto, salió del palacio.
Este era el hombre que iba a dirigir la Iglesia y el gobierno de España durante unos veinte años.
ARZOBISPO DE TOLEDO
El 11 de enero de 1495 muere el cardenal don Pedro González de Mendoza, arzobispo de Toledo. Darle un sucesor es asunto delicado y plantea un serio problema político. Desde el principio de su reinado, los Reyes Católicos han exigido de los papas que estos no nombrasen a nadie en ningún beneficio eclesiástico importante —tal como un arzobispado o un obispado— sin su acuerdo. Lo han conseguido. En el plano estrictamente jurídico, el derecho de presentación (patronato) solamente era válido para los obispados de Canarias y Granada[37], pero en la práctica, desde la década de 1480, todos los obispos de España eran designados previo consentimiento de los monarcas. Esta reivindicación se explica por el doble carácter de los obispos, que son pastores y señores, a un tiempo investidos de obligaciones espirituales y de responsabilidades temporales. Para los reyes, se trataba de contrarrestar los efectos de lo que Azcona ha llamado el «feudalismo episcopal[38]».
Dicho feudalismo se aprecia de manera llamativa precisamente en el caso de la mitra de Toledo, la primera —su titular es primado de España[39]— la más prestigiosa de la Península por ser, con creces, la más extensa y la más rica. El arzobispo de Toledo administraba un vasto territorio que iba desde el norte de la actual provincia de Madrid hasta Cazorla, en Andalucía, poblado por unos 20 000 vasallos, o sea, unos 100 000 habitantes. Sobre aquel territorio el arzobispo ejercía poderes administrativos, judiciales e incluso militares. Desde el punto de vista eclesiástico, constaba de una catedral —Toledo—, dos colegiatas —Alcalá de Henares y Talavera—, más de doscientos beneficios —entre canonjías y otras dignidades—, veinte arciprestazgos, cuatro vicarías, cerca de trescientos beneficios curados —o parroquias—, casi cuatrocientos beneficios simples, unos trescientos cincuenta préstamos, cuatrocientas cincuenta capellanías…, sin contar varias fortalezas, con sus armas y sus tropas de seguridad[40]. Era el arzobispo quien nombraba a los regidores, alcaldes, fiscales, gobernadores militares de muchas ciudades y aldeas. Aquellos oficios y beneficios representaban unas rentas muy elevadas que se repartían el arzobispo y los demás miembros de una clerecía privilegiada. Todo ello hacía del arzobispo de Toledo un señor feudal cuya influencia política, social y militar podía representar un peligro para la Corona[41].
Para ocupar un puesto tan elevado se solía acudir a un vástago de una familia de alta estirpe, cuando no de sangre real, con la condición de que se tuviera plena confianza en su lealtad hacia el trono. ¿Se barajó aquella eventualidad en 1495, a la muerte del cardenal Mendoza? Se dijo que don Fernando hubiera querido que su hijo natural Alfonso de Aragón —un muchacho de veinticinco años, a la sazón arzobispo de Zaragoza— pasara a la mitra de Toledo[42]. También se habló de Diego Hurtado de Mendoza (1444-1502), sobrino del cardenal Mendoza, en aquel tiempo arzobispo de Sevilla, y de Pedro de Oropesa, colegial de San Bartolomé, pero no existen pruebas documentales de aquellas supuestas candidaturas. Conforme a la concordia para la gobernación del reino firmada en Segovia, en enero de 1475, era a la reina Isabel a quien estaba reservado el derecho de proponer a la Santa Sede el nombre de los prelados. Esta se decidió a favor de su confesor, Cisneros. Todo parece indicar que no hubo vacilación. Las fechas así lo demuestran: Mendoza muere el 11 de enero; el 20 de febrero ya está aprobado por el Papa el nombramiento de Cisneros; teniendo en cuenta lo que eran los viajes en aquella época, tan corto plazo no da lugar a intrigas o discusiones; nada más enterarse de la muerte de Mendoza, la reina debió enviar un emisario a Roma para pedir que se nombrara a Cisneros; es posible también que la reina se anticipara y hubiera decidido desde algún tiempo antes que así convenía, probablemente a sugerencia del mismo Mendoza[43].
Por lo visto, la noticia sorprendió a todos en la corte, y, en primer lugar, al mismo Cisneros. Es muy conocido el relato —tal vez embellecido por la leyenda— que hacen los cronistas del caso. Nada más recibir la bula del Papa, la reina llamó a su confesor y le dijo: «Ha venido correo de Roma y vienen ciertas cartas para vos». Al decir estas palabras le entregó la carta. Tras leer la suscripción —«Venerabili fratri nostri Francisco Ximenez, electo toletano», Cisneros le devolvió el pliego a la reina con la excusa de que debía de haber alguna equivocación e inmediatamente salió de Madrid camino de Ocaña, donde pensaba pasar la Semana Santa, como solía hacerlo, en un convento de su orden. La reina ordenó a unos señores que fuesen detrás de él y tratasen de convencerle de que no podía sustraerse a la misión que se le confiaba. Cisneros se mantuvo en su negativa durante seis meses, y solo consintió finalmente aceptar el cargo obedeciendo el pedido expreso del Papa. Así se cumplió el principio de jurisprudencia que utiliza el derecho canónico: nolentibus datur; entre los que no ambicionan cargos es donde se debe buscar a las personas que los merecen.
¿Hubo, por parte de la reina, segundas intenciones al nombrar a Cisneros arzobispo de Toledo? Es posible. Vallejo da a entender que, de esta forma, se quitaba de encima un problema: nombrar a un noble como sucesor de Mendoza era descontentar a todos los demás[44]; ahora bien, nombrar a un plebeyo para dignidad tan alta era correr el riesgo de disgustar a todos los próceres del reino. Más plausibles son las afirmaciones de varios cronistas e historiadores que sostienen que los reyes vieron en la muerte del cardenal Mendoza una oportunidad para quitarle al arzobispado de Toledo parte de su territorio y de sus rentas; el arzobispado sería desmembrado en dos o tres diócesis y, de esta forma, perdería mucho de su poderío temporal y de su influencia política y social[45]. Vallejo y Quintanilla apuntan una alternativa: no se desmembraría el arzobispado, pero los reyes decidirían darle al nuevo titular —Cisneros— una renta de dos o tres cuentos al año y que «toda la otra renta se les quedase [a los reyes] para gastos y provisión de sus reynos; y ansimismo de tomarle todas las fortalezas y adelantamiento de Cazorla, y con esto tenerlo a él y a todo el arzobispado debaxo de su mano y mando» (Vallejo). Finalmente, el proyecto no prosperó: el arzobispado de Toledo se quedó tal como era; no fue desmembrado ni sus rentas fueron intervenidas en parte. Según Alonso Fernández de Madrid, no hubo unanimidad a la hora de tomar una decisión[46]. Vallejo y Quintanilla afirman que fue el mismo Cisneros quien se opuso a que la autoridad y las rentas del arzobispado quedasen mermadas; se negó rotundamente a aceptar el trato: él no había pedido nada, pero «si aceptava el favor, que sin merecerlo, [la reina] le avía hecho, era con que su iglesia avía de ser libre, assí en lo espiritual como en lo temporal, pues él avía de dar quenta a Dios muy estrecha de sus bienes y rentas que le encomendava, y pobres de que era mero administrador». (Quintanilla). «Los Reyes —añade Quintanilla— no se tuvieron por ofendidos de la condición que puso el arçobispo, antes ellos y los grandes se alegraron y tuvieron por bien que no dejase ser entre los principales del reyno el más aventaxado en riqueza como lo era en dignidad y autoridad […]. Quán cierta verdad es la que dicen los sabios que las honras y dignidades tienen la propriedad y condición de la sombra, la qual sigue al mismo que la huye y quanto más se aparta de su sombra más le busca». De hecho, las rentas del arzobispado le sirvieron a Cisneros para financiar grandes obras —iglesias, hospitales, ediciones humanísticas, escriturarias o místicas— y dos empresas ambiciosas y fuera de lo común: la expedición a Orán y la Universidad de Alcalá.
Cisneros acaba pues aceptando su nombramiento como arzobispo de Toledo. Es consagrado el 11 de octubre de 1495, en la pequeña ciudad de Tarazona, no en la catedral, sino en un modesto convento de la orden franciscana; fue una ceremonia sencilla, casi clandestina, aunque estuvieron presentes los reyes y algún que otro grande; no ha quedado ningún documento que dé fe de lo ocurrido; ni siquiera se sabe quién fue el prelado que procedió a la consagración. Terminado el acto, Cisneros sigue con sus ocupaciones acostumbradas, acompañando a la corte, como es ahora su obligación. Por lo visto, no tiene ninguna prisa por acudir a Toledo, tomar posesión de su cargo, sentarse en el trono que le corresponde en la catedral. Solo se decide a dar aquel paso casi dos años después, el 20 de septiembre de 1497. ¿Cómo entender una demora tan larga? La humildad no lo explica todo, sin contar que era ahora obligación de Cisneros atender a las responsabilidades de prelado de la mayor diócesis del reino. Uno no puede menos de pensar que Cisneros tuvo que vencer algunas dificultades que le salieron al paso. Su nombramiento defraudó las esperanzas de los que aspiraban a la dignidad de arzobispo de Toledo. También debió suscitar el rencor y el resentimiento de muchos grandes señores disgustados al ver a un plebeyo, un pobre fraile mendicante, ascendido a la mayor dignidad de la Iglesia de España. Durante toda su vida, como tendremos la oportunidad de comprobarlo, Cisneros tuvo que hacer frente a un importante sector del estamento nobiliario que no admitía fácilmente su autoridad. Se sabe por lo menos de un incidente serio en las semanas que siguieron al nombramiento a propósito del adelantamiento de Cazorla, el distrito militar más importante de la mitra, el que también daba las mayores rentas. Parece que antes de morir, el cardenal Mendoza le había prometido el oficio a su hermano menor, don Pedro Hurtado de Mendoza, pero no le dio tiempo de proceder al nombramiento. Varios señores de la corte le pidieron a Cisneros que confirmara la decisión: esta era casi una obligación, una forma de agradecerle al gran cardenal los favores que había hecho al fraile, incluso, tal vez, al recomendarle a la reina para la mitra de Toledo. Se dice que la misma reina intervino en este sentido. Pero Cisneros no hizo caso a nadie; quizás para conformarse a la regla canónica nolentibus datur, no quería ceder a ninguna presión, a ninguna recomendación. Pero algún tiempo después, cuando ya estuvo claro que con él no valían enchufes de ninguna clase, Cisneros se acercó al joven Mendoza y le saludó con el título de adelantado, dando a entender que ahora se lo daba porque lo merecía y no por otro motivo.
La misma ciudad de Toledo debía de plantearle problemas a Cisneros: ¿cómo iban a recibirlo en una metrópoli muy satisfecha de sí misma, que pretendía ser capital de la monarquía y sede de las Cortes?; ¿cómo iba a reaccionar una nobleza en permanente bandería, dividida desde hacía mucho tiempo en clanes rivales: los Silva —condes de Cifuentes— y los Ayala —condes de Fuensalida—, que se disputaban el poder y la influencia? Pasado el primer momento de expectativa, Cisneros pudo contar siempre con el apoyo de los Ayala, pero en 1495 la cosa no estaba todavía muy clara. Cisneros tardó, pues, casi dos años en presentarse en Toledo. Pensó primero en hacerlo de noche y con la mayor discreción, cosa que a todas luces pareció inaceptable. Tuvo que ceder ante las observaciones que se le hicieron. El 20 de septiembre de 1497, la entrada fue solemne y señalada; hubo alfombras, palio, iluminación, música, magnificencia, concurso de pueblo…; desde luego, los reyes estaban presentes, así como muchos grandes y prelados. Sin embargo, el nuevo arzobispo no dejó de llamar la atención por su indumentaria inhabitual: llegó «con çapatos guirnaladados, sobresolados, cortados, paresciéndole todos los dedos de los pies, imitando su profesión, regla e orden», refiere Vallejo.
Cisneros no mostró ningún entusiasmo —sino todo lo contrario: disgusto— al enterarse de la decisión de la reina de nombrarle arzobispo. Primero trató de eludir algunas de las obligaciones sociales que ello suponía. No era solo una cuestión de humildad, sino una reacción mucho más seria. La vida de arzobispo debió de parecerle —y con toda la razón— incompatible con la que había decidido llevar al hacerse franciscano de la rama más rigurosa de la orden, la de la observancia. Por otra parte, el alto clero distaba mucho de ser un modelo de virtud cristiana e incluso de honestidad. Los tres prelados más destacados en la época de los Reyes Católicos (Carrillo en Toledo, Mendoza en Sevilla y Fonseca en Santiago) llevaban una vida escandalosa para un sacerdote y no lo ocultaban. Los tres tenían amantes, hijos e hijas naturales que trataban de situar lo mejor posible. El arzobispado de Santiago estuvo ocupado sucesivamente por tres miembros de la misma familia que se sucedían de padre a hijo; los tres se llamaron Alfonso de Fonseca. La última transmisión tuvo lugar en 1507. Fernando el Católico no se atrevió a oponerse a ella, lo cual le mereció la siguiente pregunta de Cisneros, que no tenía pelos en la lengua: «Señor, según parece, ha hecho Vuestra Alteza mayorazgo del arzobispado de Santiago y querría saber si ha excluido de él a las hembras». Tampoco debía de hacerle ninguna gracia a Cisneros tener que compartir el boato que era propio de los prelados, con todo lo que ello suponía. Aquella vida debió de parecerle —y con razón— incompatible con la conversión que le había llevado, pocos años antes, a renunciar a sus pingües beneficios de la diócesis de Sigüenza para adoptar la austeridad de la orden franciscana en su rama observante: aquello era, efectivamente, otro mundo. Cisneros primero intentó encontrar una vía media: declaró que no quería cambiar nada en su modo de vida; seguiría fiel a la pobreza que había prometido guardar al ingresar en la orden franciscana, tanto en su comida como en su vestido. Aquella pretensión no gustó a los cortesanos, ni tampoco a los reyes. Se enviaron cartas a Roma y, a la vista de los informes recibidos, el papa Alejandro VI, por breve fechado en 15 de diciembre de 1495, le amonestó por descuidar el esplendor externo que correspondía a su rango[47]. Cisneros acató el mandato pero solo en los aspectos exteriores. Se rodeó de una verdadera corte en la que figuraban destacados miembros de la nobleza más alta, tales como don Juan de Velasco, sobrino del condestable de Castilla, Francisco de Aguayo, veinticuatro de Córdoba, don Carlos de Castro, hermano del conde de Castro, don Enrique de Quiñones, hijo del conde de Luna, etcétera. Sin embargo, apunta Juan de Vergara, «nunca quiso tener capilla de cantores».
Su mesa tenía fama de ser la mejor de Castilla, pues a ella concurrían ordinariamente los grandes del reino. En ella se comía de manera espléndida; no faltaban los mejores manjares de Castilla. Pero el arzobispo, aunque aparentaba tener buen apetito, casi siempre comía a pan y agua; «tal vez unas yervas con un poco de azeyte», refiere Quintanilla, o bien verduras y frutas que le enviaban sus amigos.
En su vestir, pasaba lo mismo. Debajo de los ricos atavíos del prelado se disimulaba el atuendo del pobre religioso: una túnica de paño grosero y el hábito y cuerda, que remendaba él mismo cuando hacía falta. «Nunca usó lienço ni sábanas […] sino, como queda dicho, una cama humilde de religioso que tenía debaxo de la de arçobispo en que dormía, deshaziendo la superior […]. Siempre durmió vestido con su hábito, sin desnudarse, sino para mudarse la túnica» (Quintanilla). «Le acontecía dormir en el suelo, deshaciendo la cama de propósito, fingiendo haber dormido en ella. Cuando se quería acostar cerraba la puerta y sacaba la camilla que era como un carretoncillo; y cuando se levantaba, tenía gran cuidado de tornarla a entrar donde primero estaba porque no lo viesen los criados y por esta razón se vestía y desnudaba a puerta cerrada, no permitiendo le hiciese nadie la cama» (Quintanilla). Dormía poco; «a prima noche se retirava un poco a orar, o estudiar, luego avía tres horas de conferencias con los dotores, cenava después, retíravase a su oratorio y en orando un poco se acostava, pero a las dos de la noche ya estava en pie» (Quintanilla). Un memorial inédito que compuso el que fue su secretario, el humanista Juan de Vergara, deja bien claro su estilo de vida después de su conversión a la espiritualidad franciscana:
Ningún rato de pasatiempo tomaba si no era salir alguna vez cabalgando al campo. Todo el tiempo empleaba en orar, estudiar y negociar y para cada cosa destas tenía también repartidas sus horas, que lo uno no estorbaba a lo otro. Despachaba en dos palabras los negociantes. Era enemigo de visitaciones oficiosas y, cuando alguna persona que no fuese de mucha cuenta se detenía en pláticas con él, con volverse un poco a un libro que tenía siempre cabe sí abierto le despedía. Quando le hazían la barba oía lectura de la Sagrada Escritura. Mientras comía oya disputa de theólogos que duraba toda la comida, y para este efecto trayan siempre en su casa cuatro o cinco singulares letrados dellos, con los quales, en el tiempo de la gobernación del reino, tenía cada día tres horas de conferencia a prima noche[48].
En los viajes largos que le tocó hacer, «no llevava más recámara que una litera y pocos criados a mula». «Fue señor de grandes rentas —observa Quintanilla—, sin ser señor más que del recado de coser, agujas, y del hilo y algunos pedazos de sayal q tenía para remendar sus túnicas y hábito, que hazía siempre a puerta cerrada».
El 31 de mayo de 1517, el Papa tuvo que enviarle otro breve para recomendarle «que dexe de aiunar todos los días, mientras viviere, que aiune solo los viernes del año y Semana Santa, los demás días pueda comer carne, gûevos, leche, y le obliga a que no coma pescado ni aiune, con condición que el día que fuere de precepto dé de comer a tres pobres; suave es la obligación, que avía veintidos años que todos los días dava de comer a treinta y muchas vezes por su mano». También le pidió el Papa que dejase de llevar un hábito grosero de sayal para usar vestidos de lino («linea dumtaxat túnica»); que durmiese en cama blanda, con sábanas de delgado lino, almohadas y cabezales[49]… Esta fue la vida que llevó durante veinte años el primado de España, una vida edificante que, sin embargo, no fue la única de la que se tiene ejemplo en aquella época. El que fue confesor de la reina antes que Cisneros, Talavera, se le parece mucho en esto: «se pensó que al ser consagrado obispo [de Ávila] dejaría, aunque solo fuera en las formas externas, su austeridad, humildad y en especial su pobreza […]. Él, coherente con toda su vida, no solo no cambió sino que, al contrario, acentuó aún más si cabe su talante humilde[50]».
La vida cotidiana del cardenal Cisneros, cuando se halló en la cumbre del poder, presenta así dos aspectos muy distintos dependiendo de si ejerce como hombre público o como simple fraile descalzo. El hombre público se conforma con lo que se espera de él: un príncipe de la Iglesia, un responsable político con rango y atribuciones de ministro o de jefe de Estado tiene que someterse a las exigencias de un protocolo riguroso: vestir, comer, vivir de la manera que corresponde a su rango. Pero no debe olvidar sin embargo que, como persona privada, él no es de una naturaleza distinta de las demás criaturas de Dios; solo que la Providencia divina le ha designado para desempeñar en este mundo y en esta vida un papel determinado. Según la teoría que venía resonando como un eco desde las Epístolas morales de Séneca o, por una vía paralela, desde los sermones de san Agustín y del Crisóstomo, el mundo no es más que un gran teatro en el que los mortales encarnan un papel; esta es la base sobre la cual Calderón construyó un célebre auto sacramental. En el auto de Calderón, entran de inmediato en escena el Rey y el Labrador, el Rico y el Pobre, la Hermosura y la Discreción, y un Niño. Y el Autor les dirá que «en la representación / igualmente satisface / el que bien al pobre hace, / con afecto, alma y acción, / como el que hace al Rey, y son / iguales este y aquel / en acabando el papel: / haz tú bien el tuyo, y piensa / que para la recompensa / yo te igualaré con él». Consistirá el premio en sentarse a su lado en la cena eterna prefigurada en la eucaristía. Conforme a esta teoría, cada uno, en esta vida, tiene que desempeñar un papel determinado, el que le ha asignado la Providencia: rey, campesino, artesano, etcétera; aquel papel lo debe desempeñar con toda conciencia, de la manera más escrupulosa; es lo que, en la crítica literaria del Siglo de Oro, se llamó «guardar el decoro[51]».
Así se comprende la doble personalidad de un rey, por ejemplo. En toda Europa se nota la tendencia a establecer una distancia cada día más rigurosa entre la persona del rey y sus súbditos. En su afán por afirmar su superioridad, dentro de su reino y frente a los demás reinos, los reyes echan mano de un «trasfondo religioso y carismático»; se colocan en «una plataforma transcendente» para estar considerados como totalmente soberanos y procuran entroncar, en cierto modo, con la divinidad, «proclamando el origen divino de su poder y el derecho divino que le[s] asiste a detentar la soberanía». Los tratadistas —los cronistas y los juristas más que los teólogos— elaboran la teoría según la cual el rey «es vicario [de Dios] e tiene su logar en la tierra[52]». A pesar de una leyenda falsa, los Reyes Católicos no se conformaron con la pretendida austeridad castellana. Dada su preocupación por ensalzar la institución monárquica, procuraron impresionar las imaginaciones mediante el fasto de las ceremonias oficiales, un fasto que provocó, en 1493, las críticas respetuosas de fray Hernando de Talavera, pero que el cronista Pulgar justifica:
Era [la reina Isabel] mujer muy ceremoniosa en los vestidos y arreos y en sus estrados y asientos y en el servicio de su persona; y quería ser servida de hombres grandes y nobles y con grande acatamiento y humillación. No se lee de ningún rey de los pasados que tan grandes hombres tuviese por oficiales.
Como quiera que por esta condición le era imputado algún vicio, diciendo ser pompa demasiada, pero entendemos que ninguna ceremonia en esta vida se puede hacer tan por extremo a los reyes que mucho más no requiera el estado real; el cual, así como es uno y superior en los reinos, así debe mucho extremarse y resplandecer sobre los otros estados, pues tiene autoridad divina en las tierras.
La reina Isabel buscó pues deliberadamente dar esplendor a la corte a fin de marcar la distancia que separa a los reyes de los demás poderes y de los súbditos.
Cisneros no hizo más que conformarse con unas teorías políticas y sociales que, desde luego, no tenían nada de progresista, sino que eran de las más tradicionales y conservadoras. Ya Platón, en la República, opinaba que, en la ciudad, cada uno tenía la obligación de conformarse con el puesto que la naturaleza le había asignado. Aristóteles lo confirma: en este mundo, los seres distan mucho de ser iguales; los unos han nacido para mandar, los otros para obedecer; todos tienen que conformarse con su destino. El organicismo de la sociedad tradicional desarrolla aquellas ideas que se ilustran con la imagen del cuerpo místico: la sociedad forma un todo orgánico, regido por una cabeza —el rey— a quien los miembros deben obedecer; Dios ha creado unas jerarquías naturales que es preciso respetar: ricos y pobres, nobles y plebeyos, etcétera; los más débiles e inferiores del cuerpo social tienen que conformarse con su suerte; su único consuelo es pensar que, después de la muerte, en la vida eterna y el paraíso, todos serán iguales y gozarán de los mismos privilegios; mientras tanto, no tienen más remedio que resignarse al destino que la Providencia les ha dado. Como estadista y príncipe de la Iglesia, a Cisneros le correspondía vivir con gran boato e incluso con lujo[53]; pero nunca se olvidó que él era un fraile que había prometido vivir con arreglo a unas normas de austeridad, pobreza y humildad; su problema fue compaginar lo uno con lo otro. La verdad es que no lo hizo tan mal.
LA CUESTIÓN SUCESORIA
Sus nuevas responsabilidades explican en parte la tardanza de Cisneros en tomar solemnemente posesión del arzobispado de Toledo. Antes, cuando era confesor de la reina, acudía a la corte solo cuando doña Isabel lo llamaba; se le había dado autorización para no residir continuamente en ella. Como arzobispo de Toledo esto ya no era posible. Cisneros se había convertido en un magnate, primado de España, y, como tal, se le solía consultar sobre los grandes problemas que acontecían en la gobernación del reino. Precisamente por aquellas fechas (1495-1497) se está gestionando la «gran alianza occidental» —como dijo Jaime Vicens Vives—, que tanta trascendencia iba a tener en el destino de Europa: el doble matrimonio destinado a unir estrechamente España y la casa de Austria. El hijo del emperador Maximiliano, Felipe el Hermoso, heredero del ducado de Borgoña y de la casa de Austria, casaría con la infanta doña Juana, hija de los Reyes Católicos, mientras su hermana, Margarita de Austria, casaría con el príncipe don Juan, heredero de las coronas de Castilla y Aragón. En tales circunstancias, Cisneros acude a Burgos, donde, a la sazón, reside la corte.
Él es quien, el 19 de marzo de 1497, bendice el segundo matrimonio[54]. Nada más regresar a Alcalá, en el verano del mismo año, Cisneros recibe una noticia que va a cambiar de modo radical el destino de España y, en parte, también el suyo: la muerte repentina del príncipe don Juan.
Los historiadores no han dejado de observar que, en los años finales del siglo XV e iniciales del XVI, la reina y sus colaboradores habituales —en primerísimo lugar, Talavera— desempeñan un papel relativamente secundario, dejando el protagonismo al rey don Fernando y a sus consejeros aragoneses, y así siguen las cosas hasta la muerte de la reina (1504). Parece como si, con la prematura desaparición del príncipe heredero, don Juan, en 1497, doña Isabel hubiera perdido gran parte de la determinación, del ánimo y de la energía que había manifestado hasta la fecha. Aquella impresión viene confirmada por la frase, tan comentada, del cronista Andrés Bernáldez sobre los «cuchillos de dolor» de la reina:
El primer cuchillo de dolor que traspasó el ánima de la reina doña Isabel fue la muerte del príncipe. El segundo fue la muerte de doña Isabel, su primera hija, reina de Portugal. El tercero cuchillo de dolor fue la muerte de don Miguel, su nieto, que ya con él se consolaban. E desde estos tiempos bivió sin plazer la dicha reina doña Isabel, muy nescesaria en Castilla, y se acortó su vida e salud[55].
El príncipe don Juan, nacido en 1478, había recibido una educación esmerada como heredero que era de los reyes: él iba a ser el primer monarca en recoger las dos coronas, de Castilla y Aragón, y dar de esta forma un carácter irreversible a la que hasta entonces no había sido sino una unión personal. Se casó con Margarita de Austria, heredera del ducado de Borgoña. Las bodas se celebraron en Burgos el 19 de marzo de 1497, pero la luna de miel fue brevísima: el príncipe cayó enfermo en septiembre del mismo año, en Salamanca, y allí murió pocos días después, el 4 de octubre. El cadáver fue llevado a enterrar a Santo Tomé de Ávila. «Aquí queda enterrada la esperanza de España», escribió entonces el humanista Pedro Mártir de Anghiera[56]. Con su muerte, Isabel —la hija mayor de los reyes, nacida en 1470— se convierte en heredera de las coronas de Castilla y Aragón; estaba casada con el príncipe heredero de Portugal, don Alfonso. Por desgracia, don Alfonso murió menos de un año después —el 12 de julio de 1491—, a consecuencia de un infortunado accidente. La princesa volvió a casarse, en 1496, con el nuevo rey de Portugal, Manuel el Afortunado, con quien tuvo un hijo, el infante don Miguel. La madre muere en el parto. Don Miguel, en aquel momento, es heredero de las tres coronas —Castilla, Aragón y Portugal— y como tal es proclamado en 1499; la unidad de la Península parece estar muy cerca de realizarse. Desafortunadamente, el infeliz príncipe don Miguel muere en Granada el 20 de julio de 1500.
La desaparición en pocos años del príncipe don Juan, de la infanta doña Isabel y del príncipe don Miguel introduce un cambio radical en la sucesión de los Reyes Católicos: la infanta doña Juana se convierte de manera inesperada en heredera de las coronas de Castilla y Aragón. Ahora bien, doña Juana está casada con Felipe el Hermoso, hijo primogénito de Maximiliano de Habsburgo y de María de Borgoña; los reyes de España ven con disgusto la perspectiva de que un príncipe extranjero recoja su sucesión. Se comprende mejor, en este contexto, la frase de Bernáldez sobre los cuchillos que se clavaron en el corazón de la reina doña Isabel: era la obra de instauración de una monarquía fuerte en la península ibérica la que corría peligro de venirse abajo.
Aquella inquietud se ve reforzada por los rumores alarmantes que, desde algún tiempo antes, corren sobre el estado mental de doña Juana[57]. Todo había empezado, al parecer, poco después de la boda, celebrada en 1496, cuando la infanta fue a reunirse con su marido en Flandes. Por lo visto, doña Juana no soportaba los amoríos de este con varias damas de la corte. Las cosas tomaron un cariz mucho más preocupante unos años después, con motivo del viaje que ella y su esposo hicieron a España, en 1502, con el fin de ser reconocidos como herederos del trono. Felipe el Hermoso y doña Juana llegaron a Fuenterrabía el 3 de enero de 1502 y enseguida se dirigieron a Toledo, donde estaban reunidas las Cortes de Castilla. Doña Juana fue jurada heredera del trono el 22 de mayo de 1502. Luego, ella y su marido marcharon a Aragón, donde también recibieron el juramento de las Cortes, siendo doña Juana la primera mujer reconocida heredera de aquellos estados. Felipe regresó a Flandes casi inmediatamente después, el 14 de diciembre. Doña Juana, que estaba embarazada en ese momento, se quedó en Alcalá de Henares; en aquella villa nació el infante don Fernando, el 10 de marzo de 1503. Doña Juana no tuvo entonces más deseo que ir a reunirse cuanto antes con su marido, pero sus padres no lo consintieron: España estaba a la sazón en guerra con Francia a propósito de la posesión del reino de Nápoles y no era recomendable realizar un viaje por tierra; la travesía por mar suponía la preparación de la armada correspondiente y la espera de una estación favorable para la navegación. Ello dio motivo a doña Juana para quejarse amargamente de sus padres, que, según ella, no querían dejarla marchar. Su comportamiento se volvió a partir de entonces cada día más alarmante. Desde Medina del Campo, donde residía en aquel tiempo la reina Isabel, doña Juana intentó en diversas ocasiones emprender el viaje hacia los puertos del norte. El obispo Juan Rodríguez de Fonseca tuvo orden de detenerla a las puertas del castillo, donde una vez se pasó la noche entera, en pleno invierno, agarrada a las rejas. Doña Isabel no tuvo más remedio que autorizar el viaje y doña Juana embarcó para Flandes, en Laredo, en la primavera de 1504. Ya no volvería a ver a su madre. En Flandes, se reanudaron las desavenencias entre los esposos, y sus padres, en España, estuvieron informados de lo que pasaba[58].
La reina Isabel tiene en cuenta todos aquellos datos —el comportamiento de su hija, tal como lo ha presenciado en Medina del Campo, lo mismo que los informes que le llegan de Flandes— a la hora de redactar su testamento en Medina del Campo, el 12 de octubre de 1504, un mes antes de morir. Este documento es de una claridad meridiana:
1) Primero, deja sentado que su heredera legítima es su hija doña Juana; ella sola puede intitularse reina[59]; Felipe el Hermoso es simplemente designado como «su marido».
2) Doña Isabel examina luego lo que puede ocurrir en tres casos: si doña Juana se encuentra fuera del reino; si, estando presente en el reino, no quiere gobernar; si, también estando presente en el reino, no puede gobernar.
En estos tres casos —ausencia, falta de voluntad, incapacidad—, será don Fernando el que se hará cargo de la gobernación en nombre de su hija, la reina, hasta que el hijo primogénito de esta, don Carlos, llegue a la edad de veinte años[60]; el marido de doña Juana, Felipe el Hermoso, ni siquiera es nombrado[61]; queda excluido de la gobernación como ya lo estaba de la dignidad real. Lo que llama la atención en este testamento es la distinción reinar/gobernar. Doña Juana es la reina legítima de Castilla y lo seguirá siendo hasta su muerte en 1555; en ningún momento se piensa en quitarle el título de reina. Otra cosa es la gobernación: si está fuera del reino, si no quiere ejercer la gobernación o si no puede ejercerla, será su padre, don Fernando, el que gobernará en su nombre.
La reina Isabel muere el 26 de noviembre de 1504. Conforme a su testamento, su hija doña Juana es proclamada reina de Castilla, pero ¿quién va a gobernar el reino? Esta pregunta implica otra: ¿está doña Juana en condiciones de gobernar o no? De la respuesta depende la evolución política de Castilla. Desde Flandes, Felipe el Hermoso afirma ahora que su esposa no está loca[62]; le interesa mantener aquella postura, ya que, en este caso, doña Juana está capacitada para gobernar, y él también, conjuntamente con ella[63]. En el caso contrario —si se declara que doña Juana está incapacitada para gobernar—, es el rey don Fernando quien, conforme al testamento de la reina Isabel, asume la gobernación en nombre de su hija; don Fernando tiene, pues, interés en que se declare loca a su hija; es la única manera de que Felipe el Hermoso pierda toda posibilidad de desempeñar un papel en la política castellana. La disputa entre Fernando el Católico y Felipe el Hermoso en torno a la salud mental de doña Juana no es más que la parte visible de un enfrentamiento político; se trata en realidad de una lucha por el poder que empieza al día siguiente de la muerte de la reina Isabel y que se desarrolla durante todo el año 1505 y parte del año siguiente.
Desde el primer momento, Cisneros se ve implicado directamente y aparece como el hombre clave, el que puede orientar la solución del conflicto hacia una dirección u otra, situación totalmente imprevista, ya que, por lo menos desde 1500, el arzobispo de Toledo parece haber sido apartado de los centros de poder. No olvidemos que Cisneros debe su dignidad y fortuna a la reina Isabel; ella es quien le eligió como confesor, primero, y como arzobispo de Toledo, luego. Ahora bien, como ya hemos apuntado, desde la muerte prematura del príncipe don Juan (1497), la reina Isabel da la impresión de que ha renunciado a todo protagonismo en los asuntos políticos; ahora es don Fernando quien dirige casi exclusivamente la política castellana. Ello explicaría que, desde 1497 y, sobre todo, desde 1499 —intervención en Granada—, Cisneros haya perdido mucha influencia política. De 1500 en adelante, se le ve poco en la corte. En mayo de 1502, está presente en las Cortes, reunidas en Toledo para jurar a los príncipes doña Juana y don Felipe como herederos de los reinos de Castilla, pero no parece que acompañara al Rey Católico y a los mismos príncipes a las Cortes de Zaragoza (octubre de 1502). Sí aparece en Alcalá de Henares cuando los reyes visitan aquella ciudad en enero de 1503. En dicha ciudad nace, el 10 de marzo, el infante don Fernando, segundo hijo de doña Juana y de don Felipe; Cisneros celebra el bautismo del niño en la colegiata de los Santos Justo y Pastor, pero no acompaña a la reina Isabel cuando esta sale de Alcalá en julio de 1503 para dirigirse primero a Madrid, luego a Segovia y finalmente a Medina del Campo, donde llega el 28 de noviembre. Cisneros hace una breve aparición en Medina del Campo, a finales del año 1503, pero vuelve enseguida a Alcalá y Toledo y ya no se mueve de allí hasta diciembre de 1504. Llama especialmente la atención el que Cisneros no estuviera presente para atender a la reina doña Isabel —que, al fin y al cabo, era su penitenta— durante su larga enfermedad hasta la muerte. ¿Por qué no estuvo presente? Probablemente porque no se lo pidieron o le pidieron que no fuese. Hay que admitir los hechos sin rodeos: la reina no llamó a Cisneros, ni cuando dictó su testamento[64] y luego su codicilo, ni cuando se sintió a punto de morir[65]. Mientras la reina Isabel agonizaba en Medina del Campo, Cisneros se afanaba en tareas que le iban a llenar de gloria: la creación de la Universidad de Alcalá, el proyecto de edición de la Biblia Políglota, la restauración del rito mozárabe en la catedral de Toledo, la reforma de las órdenes religiosas… Los negocios políticos quedan entonces fuera de su alcance.
La paradoja es que sea don Fernando quien, al comunicarle la noticia de la muerte de la reina, le pida a Cisneros que deje todo lo que tenga entre manos —«luego se desembarazase» (Vallejo)— y vaya urgentemente a reunirse con él en Toro. El arzobispo de Toledo sale inmediatamente y a toda prisa —«luego a mucha furia» (Vallejo)—. Cisneros interviene, pues, en la contienda sucesoria a petición del rey don Fernando el Católico. La cosa no deja de extrañar. Cisneros no tuvo nunca especial simpatía por el rey don Fernando, por el hombre, sus métodos, sus consejeros —muchos de ellos aragoneses y conversos—. Por su parte, don Fernando desconfiaba de Cisneros; no es ningún secreto que hubiera preferido otro arzobispo para Toledo; no le gustó nada su comportamiento en Granada, en 1499: por su culpa, por poco se produce un levantamiento general de la población mora. Sin embargo, los dos hombres sienten respeto y estimación mutua. Cuenta Juan de Vergara que el Rey Católico siempre tuvo atenciones especiales con Cisneros: «demás de la cortesía de bonete [quitarse el bonete cuando se acercaba] y de levantarse a él, ninguna vez entrava el cardenal en la Corte que él no saliese gran trecho fuera del pueblo a recibirle y recibido no le dexaba hasta ponerle en su posada[66]».
Ambos son ante todo hombres de Estado. Ambos ponen el interés superior del reino y del trono por encima de los intereses particulares. Cisneros sabe que don Fernando es el único capaz de mantener la justicia y la paz civil en el interior y, en las relaciones internacionales, defender las posiciones de la monarquía. Por su parte, don Fernando sabe que Cisneros se sitúa por encima de los bandos y que es partidario incondicional del poder real. Entre los dos hombres hay, pues, muchas afinidades, fruto no de una simpatía mutua, que no existe, sino de una estimación recíproca.
Nada más llegar a Toro, Cisneros mantiene una larga conversación a solas con el rey don Fernando[67]. ¿Qué se dijo durante aquella charla? Por los comportamientos y dichos posteriores de los dos hombres, se pueden deducir los puntos principales de la discusión:
1) En primer lugar, Fernando y Cisneros han debido ponerse de acuerdo para declarar que doña Juana era incapaz de gobernar. Admitir lo contrario equivalía a entregar la gobernación a su marido, Felipe el Hermoso, lo cual presentaba serias amenazas para la política exterior de la monarquía y para la paz interior del reino.
2) El conflicto sucesorio tiene repercusiones fuera de España. El forcejeo entre suegro y yerno no deja de interesar a los demás soberanos europeos, particularmente al rey de Francia, Luis XII, que se opone a España en tres sectores geográficos: Navarra, el Rosellón y Nápoles. Felipe el Hermoso siempre había mantenido buenas relaciones con Francia y con Luis XII. Se puede pensar que, si dispone del poder supremo, sea propenso a sacrificar los intereses internacionales de Castilla.
3) Gran parte de la nobleza castellana es contraria al Rey Católico; está resentida porque este, de acuerdo con su esposa, la reina Isabel, ha mermado sus privilegios; espera recobrar el terreno perdido desde 1474, confiando en el agradecimiento de Felipe el Hermoso si le ayuda a hacerse dueño del poder supremo. Entregar la gobernación a Felipe el Hermoso sería volver a los tiempos de Enrique IV, cuando los bandos nobiliarios, ávidos de feudos y de mercedes, le disputaban el poder a la monarquía; sería correr el riesgo de que las guerras civiles volvieran a destrozar el reino[68].
Fernando y Cisneros debieron de coincidir en el análisis de la situación: había que impedir que Felipe el Hermoso gobernase en nombre de su esposa, pero ¿cómo llegar a aquel resultado? Las Cortes reunidas en Toro aceptan, el 11 de enero de 1505, que don Fernando se haga cargo de la gobernación, pero nada garantiza que aquella solución sea definitiva; la amenaza sigue en pie. En lo que se refiere a las relaciones internacionales, Fernando encuentra en el otoño siguiente una réplica fulminante: se casa con la sobrina del rey de Francia, Germana de Foix (19 de octubre de 1505). Germana de Foix tenía a la sazón dieciocho años, Fernando el Católico cincuenta y tres; el hijo varón nacido de aquella unión heredaría los derechos de Francia y de España sobre Nápoles; además, sería rey de Aragón; la unión personal entre las coronas de Castilla y Aragón, realizada por el matrimonio de Fernando e Isabel, quedaría de esta forma rota. A Cisneros no debió de gustarle aquella solución, pero se podía entonces esperar que Fernando no tendría sucesión, lo cual dejaría sin efecto el acuerdo firmado[69]. Tratándose de la situación interior —la oposición de la nobleza—, Cisneros le sugirió a don Fernando dos cosas. La primera, que saliera de Castilla la Vieja, donde la influencia de los nobles era muy fuerte, y se dirigiera a Castilla la Nueva, que, según el arzobispo, era mucho más segura: allí, podría considerar como suyos Toledo y Madrid; además, Cisneros le mandaría entregar todos los lugares y fortalezas que dependían de la mitra de Toledo. La segunda, que ordenara formar una tropa para sofocar inmediatamente cualquier intento de rebelión.
De esta forma, don Fernando podría resistir la presión de los nobles y esperar que los partidarios de Felipe el Hermoso se fueran convenciendo de que les era imposible mantenerse en el país, teniendo en cuenta la enemistad que se conocía entre castellanos y flamencos y el odio que les tenían los pueblos.
Por lo visto, don Fernando no creyó oportuno seguir los consejos de Cisneros. Los dos contrincantes —don Fernando y Felipe el Hermoso— llegaron a un acuerdo, la llamada Concordia de Salamanca (24 de noviembre de 1505): doña Juana sería proclamada reina junto con su marido, Felipe el Hermoso; este y Fernando el Católico ejercerían conjuntamente la gobernación. Aquella solución era a todas luces inviable, como pronto se comprobaría.
La Concordia se proclamó en el reino el 6 de enero de 1506, pero el frente antifernandino siguió ampliándose a varios sectores sociales. Con la entrada de los nuevos reyes en Castilla el cuadro legal saltó en pedazos, como lo demostró la deserción general de la nobleza castellana en mayo. Al enterarse de que Felipe el Hermoso y doña Juana habían desembarcado en La Coruña —26 de abril de 1506—, don Fernando, que a la sazón estaba en Segovia, se dirige a Valladolid, luego hacia Galicia. Cisneros sale unos días después y se reúne con don Fernando en Molina. Los nobles ya no guardan ningún miramiento. Uno tras otro, abandonan al Rey Católico para rendir homenaje al nuevo monarca. Hay entonces en Castilla un ambiente de guerra civil, como lo muestran los hechos siguientes: para ir a entrevistarse con Felipe, don Fernando tiene que cruzar por tierras de señorío, los feudos del marqués de Astorga y del conde de Benavente; estos magnates hacen pregonar órdenes tajantes, equivalentes a una declaración de guerra, para que nadie abra sus puertas a los partidarios del viejo rey de Aragón ni le suministre alimentos[70]. El Rey Católico, hasta poco antes casi omnipotente, se ve ahora forzado a ir de villorio en aldea, acompañado por los escasos amigos que le quedan, como si estuviera en tierra enemiga.
Don Fernando le pide entonces a Cisneros que se entreviste con Felipe el Hermoso y se cerciore de sus intenciones. El encuentro tiene lugar en Orense, en mayo. Después de dos horas de discusión, Cisneros saca la conclusión de que Felipe no está de ningún modo dispuesto a renunciar al poder, sobre todo ahora, cuando sabe que puede contar con casi toda la nobleza de Castilla. Cisneros solo puede obtener compensaciones financieras: don Fernando recibirá la renta de los maestrazgos, la mitad de lo que renten las Indias y las rentas de la seda de Granada. Cisneros se queda en el cortejo de los nuevos monarcas, que se dirigen hacia Astorga[71]. La corte para en Sanabria. Felipe se adelanta para ir a saludar al Rey Católico, que viene a su encuentro; lleva consigo un verdadero ejército: caballería, 3000 infantes alemanes, más las mesnadas que los nobles han puesto a su disposición. Enfrente, don Fernando va acompañado por un reducido grupo de fieles servidores, como el duque de Alba y algún que otro más. El encuentro entre el suegro y el yerno —a don Fernando ni siquiera le dejan ver a su hija, doña Juana[72]— se realiza el 27 de junio, en una ermita «que estava cerca de allí» (Vallejo). Solo cuatro personas están presentes: los dos reyes, Cisneros y don Juan Manuel, el consejero de Felipe el Hermoso, pero Cisneros opina que los reyes preferirán hablarse sin testigos y don Juan Manuel se queda fuera… Una nueva entrevista se celebra unos días después, en Villafáfila. Nada positivo sale de aquellos encuentros[73]. Don Fernando ha perdido la partida. Emprende enseguida la marcha hacia Aragón, «syn parar», mientras Cisneros se queda con la nueva corte, que se dirige a Valladolid, donde se van a reunir las Cortes. En aquella sesión, Felipe el Hermoso propone que se encierre a doña Juana en una fortaleza. La idea se comprende: Felipe el Hermoso se las ha arreglado para que Fernando el Católico salga de Castilla; ahora tiene las manos libres; puede prescindir de la reina doña Juana, reinar y gobernar, no ya conjuntamente con ella, sino sin ella; no tiene, pues, ahora ningún inconveniente en que se la considere como loca; sin embargo, la reina todavía puede suponer una amenaza para él; por eso, le interesa que esté encerrada en una fortaleza. Varios grandes —entre ellos el almirante de Castilla[74]— y procuradores, como Pedro López de Padilla, que ejercía en Toledo, padre del futuro comunero, reaccionan con indignación contra aquella sugerencia. En la sesión del 12 de julio, las Cortes se niegan a que doña Juana esté presa y encerrada. Es interesante observar que, en aquella circunstancia, Cisneros fue de los pocos que aprobaron el proyecto de prisión; esta era ya su opinión cuando se vio con el rey don Fernando, en Toro[75].
Quintanilla ha resumido perfectamente la situación en aquellos meses de 1506:
los motivos [de crisis] eran de mucha importancia; el principal era desear todos reynar, porque el rey suegro quisiera quedarse con todo el poder y gobernar como si no huvieran venido los hijos; el rey archiduque y el que le aconsejava, que era D. Juan Manuel, no solo pretendía reynar sin suegro, sino sin muger, y para esso altercavan que estava algo imprudente D. Juana y a la verdad lo parecía.
Los flamencos y los castellanos partidarios de Felipe el Hermoso empezaron a repartirse las prebendas y las sinecuras. Los antiguos oficiales de la corte fueron desposeídos de sus empleos: los marqueses de Moya tuvieron que abandonar el alcázar de Segovia; los sustituyó don Juan Manuel; en Toledo, se reanudaron las luchas de bandos —Silvas contra Ayalas—, etcétera. Toda Castilla ardía en rencillas, peleas, rivalidades, luchas intestinas… La corte se dirigió a Burgos para presenciar las fiestas con que el gran favorito, don Juan Manuel, celebraba la toma de posesión del castillo. El rey hizo aquellos días mucho ejercicio, montó a caballo, cazó, jugó a la pelota, comió y bebió abundantemente… A consecuencia de aquellos excesos, enfermó y, seis días después, el 25 de septiembre, moría. Aquella desgracia reavivó la discusión en torno a la salud mental de doña Juana y provocó una serie de disturbios en el reino.
PRIMERA REGENCIA DE CISNEROS
Alarmados, ya el 24 de septiembre —es decir, un día antes de que muera Felipe—, los nobles se reúnen en torno a Cisneros con la intención de dar orden «para la buena governación, pacificación e sosiego destos reynos». En aquella coyuntura, algunos —el condestable, el almirante, el duque de Alba, entre otros— opinan que conviene pedirle a don Fernando que vuelva a hacerse cargo del gobierno. Cisneros hace como que no se toma en serio la sugerencia: bastante ha hecho ya don Fernando con gobernar el reino desde 1474; que lo dejen ahora descansar… Es entonces cuando los nobles se ponen de acuerdo para que Cisneros sea nombrado gobernador; este acepta, pero se niega a cobrar los tres cuentos de maravedís que pensaban concederle como salario: se contenta con las rentas de su arzobispado… Inmediatamente después de aquella reunión, Cisneros le escribe secretamente a don Fernando; espera que todavía no se haya embarcado para Italia y le ruega que vuelva enseguida a Castilla:
no mirando a las cosas pasadas y pasiones de los grandes, que vistas, pospuestas todas las cosas, su alteza viniese, lo más brevemente que ser pudiese, a los gobernar [los reinos de Castilla ] y anparar […] porque otro que su alteza, después de Dios, no era bastante para poner remedio a tan grandísima pérdida y desventura, y que entretanto él entretendría a todos los grandes de Castilla y le hazía [¿haría?] estos reynos tan llanos y para su servicio como los tuvo su alteza en la mayor prosperidad que estuvo en ellos. (Vallejo).
Llama también la atención que, en esta circunstancia, al llamar a don Fernando, Cisneros no tiene en cuenta los derechos de doña Juana; ni siquiera la nombra; es como si no existiera. Cisneros procede sin apoyo legal, sin fundamento jurídico; cuenta solo con su fuerza moral y su prestigio, ya por aquellas fechas patente. Ahora bien, es tarde para que don Fernando cambie sus planes; lo están esperando en Nápoles; pero promete volver cuanto antes y, mientras tanto, confía en Cisneros para velar por los intereses del reino.
Alguien, sin embargo, debió de protestar contra las decisiones unilaterales de Cisneros. Se preparó una provisión real para nombrar oficialmente al arzobispo de Toledo gobernador del reino, pero doña Juana se negó a firmarla[76]. Tampoco quiso la reina convocar las Cortes como se lo pidieron. Cisneros —que nunca vio las Cortes con buenos ojos— no insistió; no hubo convocatoria ni reunión. Hubo, no obstante, por parte de la reina, un amago de ejercer su autoridad. El 19 de diciembre de 1506, mandó cancelar todas las pensiones concedidas durante el breve reinado de su marido, al mismo tiempo que destituía a los miembros del Consejo Real que este nombrara, sustituyéndolos por los que antes estaban. Por ser estas resoluciones tan conformes con el parecer de Cisneros, se cree con frecuencia que fueron sugeridas por él. A continuación, doña Juana volvió a caer en una especie de apatía y se negó totalmente a estampar su firma en cualquier documento. A todas las peticiones en este sentido, no hacía más que repetir: «Cuando vuelva mi padre».
Un poco antes de las Navidades, la reina —que estaba punto de parir: la infanta Catalina nace el 14 de enero de 1507— habló con Cisneros para quejarse; estaba cansada de vivir en Burgos y quería salir de la ciudad. Fue entonces cuando doña Juana inauguró una serie de episodios que, deformados por la imaginación de algunos biógrafos, han acabado de configurar la leyenda de la locura: la reina hundida, postrada, abriendo en varias ocasiones el féretro de su esposo, el largo cortejo fúnebre por toda Castilla, de noche, a la luz de las antorchas, evitando los conventos masculinos… Fue entonces cuando doña Juana dio la impresión de hundirse en una lenta decadencia física y moral.
Mientras se desarrollaban aquellas escenas, en el reino estaba a punto de estallar una guerra civil. Para congraciarse con los nobles, Felipe el Hermoso había otorgado muchas mercedes a sus partidarios, sinecuras, oficios públicos, cargos, etcétera; algunos nobles se vieron dueños de ciudades como Segovia o Toledo. La muerte del rey vino a complicarlo todo. Los vencidos de la víspera volvieron a levantar cabeza. En Toledo, los Silvas desencadenaron sangrientas represalias contra sus enemigos; en todo el reino, la anarquía triunfaba, las facciones se entregaban a una lucha despiadada. Los más comprometidos con el rey difunto, como don Juan Manuel, prefirieron marchar fuera de España precipitadamente. Otros se agruparon y consideraron la posibilidad de acudir al emperador Maximiliano. Otros, por fin, aprovecharon la situación para saldar cuentas atrasadas: el duque de Medina Sidonia puso sitio a Gibraltar, plaza fuerte que Enrique IV había cedido a su familia, pero que los Reyes Católicos le habían obligado a devolver a la Corona; el conde de Lemos se apoderó de Ponferrada. Fernando el Católico resumió la situación, en noviembre de 1507, en una frase: «en cada parte del reino el que más podía tomaba y hacía el daño que quería». Uno tenía la impresión de que se había vuelto a los tiempos de Enrique IV, cuando la guerra civil destrozaba el país y cuando la autoridad real estaba desacatada por todas partes.
Durante los pocos meses —desde octubre de 1506 hasta julio de 1507— que le tocó ejercer la gobernación en el reino de Castilla, Cisneros procuró evitar que la situación empeorara; trató de convencer a los grandes para que sometieran sus diferencias a la justicia real; un buen ejemplo de aquella labor pacificadora fue la concordia que, el 12 de diciembre de 1506, firmaron los bandos rivales de Toledo, Silvas y Ayalas. La preocupación principal de Cisneros en aquel tiempo fue mantener la paz interior a la espera del regreso del rey don Fernando el Católico. Como se fiaba poco de los nobles, Cisneros tomó la precaución de formar una pequeña tropa que estuviese siempre preparada para intervenir en caso de emergencia y cuando surgiera cualquier alboroto. Este era ya el consejo que le había dado a don Fernando en Toro, pero el rey no quiso oírle y por eso no pudo sofocar a tiempo la oposición nobiliaria. En octubre de 1506, Cisneros volvió a pensarlo y lo puso en obra. Escribe Vallejo: «Para tener en paz y sosiego estos reinos […] paresció a su señoría reverendísima que, porque algunos señores y grandes no se levantasen y alborotasen el reyno, sería bien de hazer alguna gente de guerra». Llamó a un veneciano, Jerónimo Vianelo, que consideraba como un gran experto en los asuntos de la milicia, le mandó reclutar un cuerpo de unos quinientos infantes y le nombró capitán de aquella tropa. Ordenó además comprar armas en Vizcaya: coseletes, picas, alabardas, escopetas, «todo a costa de su señoría reverendísima» (Vallejo). Parte de aquella tropa sirvió para la guardia de la reina doña Juana, de manera que nadie pudiese utilizarla con fines políticos. «Y ansy su señoría, con su grandísima prudencia, con los señores del muy alto Consejo de su alteza, entendía de cada día en governar, proveer y asentar y pacificar todas las cosas y negocios destos reynos» (Vallejo).
REGENCIA DE DON FERNANDO EL CATÓLICO
Don Fernando, que ha salido de Nápoles el 4 de julio de 1507, desembarca tres semanas después en las costas del reino de Valencia. A finales del mes de agosto, se encuentra otra vez en tierras de Castilla. Un año escaso antes, había sido expulsado, por así decirlo, del reino que había gobernado, conjuntamente con la reina doña Isabel, desde 1475 hasta 1504. Para él, estos son días de triunfo que saborea. Ahora bien, don Fernando no se olvida de nada, ni de sus enemigos ni de los pocos que le han sido fieles y que han contribuido a su victoria final. Entre estos últimos figura de manera especial Cisneros. Ya hemos dicho que entre los dos hombres no había mucha simpatía, pero sí una gran estimación mutua. El rey de Aragón sabe que puede contar con la lealtad del arzobispo de Toledo y viene dispuesto a darle el galardón que merece su comportamiento ejemplar. Poco antes de salir de Castilla y de España, don Fernando había pedido para Cisneros el capelo cardenalicio, petición que reitera el 30 de octubre de 1506. Con este nombramiento pretende don Fernando dos cosas: la una es, desde luego, recompensar los méritos intrínsecos del arzobispo de Toledo; la otra tiene un carácter político: se trata de darle más autoridad al que ya es gobernador del reino y se va a convertir en colaborador del rey de Aragón, regente de Castilla[77]. El 17 de mayo de 1507 Cisneros es nombrado cardenal de Santa Balbina. Hasta su muerte, se convierte en «cardenal de España», no porque en aquella época fuera el único español que ostentase aquella dignidad[78], sino porque sus contemporáneos quisieron ver en él un hombre fuera de lo común, el cardenal de España por antonomasia; así van firmadas muchas de las cartas publicadas por Pascual Gayangos y Vicente de la Fuente: «el cardenal de España, arzobispo de Toledo». Ser cardenal es ser un príncipe de la Iglesia. Cisneros ya lo era como arzobispo. La nueva dignidad que asume ahora implica, sin embargo, mucho más: cambios en el modo de vida y en el protocolo, un vestido especial, una sortija de piedras preciosas y oro para sellar las cartas, un personal nuevo y numeroso —una corte o una casa; hoy diríamos «un gabinete»—, con mayordomos, secretarios, tesoreros, maestresalas, limosneros, cantores, cocineros, caballerizos, pajes, etcétera. ¿Se conformó Cisneros con aquellas honras y aquellas exigencias protocolarias? Parece que sí, por lo menos en lo exterior, como lo había hecho hasta entonces, preservando en la medida de lo posible la austeridad franciscana. El 5 de junio de 1507, recibe Cisneros otra responsabilidad —más que dignidad—: Don Fernando lo nombra inquisidor general para Castilla y León, en sustitución de Diego de Deza, arzobispo de Sevilla. Cisneros se ve de esta forma asociado a la gobernación del reino, en este sector, como en otros no menos esenciales para el bien común.
Dos problemas requieren la atención de don Fernando al regresar a Castilla, problemas cuya resolución es imprescindible si quiere intervenir de nuevo, de forma activa, en los asuntos de Europa: restablecer el orden en el reino y apartar definitivamente la amenaza que la salud mental de su hija doña Juana representa para la vida política.
La primera tarea le ocupa durante varios meses. Los que más se habían comprometido a favor de Felipe el Hermoso no han esperado el regreso de don Fernando para salir de España, siguiendo el ejemplo de su jefe, don Juan Manuel; estos acuden ahora a Flandes, donde forman un grupo de presión contrario al Rey Católico; sueñan con hacerse otra vez con el poder y las prebendas el día en que muera «el Aragonés» y su nieto don Carlos sea proclamado rey. Sobre los que siguen viviendo en la Península descarga don Fernando su venganza, repitiendo algunas de las actuaciones de los años 1475-1479; así, organiza expediciones de castigo contra los señores alborotadores: en Córdoba, el marqués de Priego es fuertemente multado —veinte millones de maravedís— y varios de sus secuaces sentenciados a muerte; la ciudad de Niebla, propiedad del duque de Medina Sidonia, es asaltada por las tropas reales; un castigo parecido espera a otros señores comprometidos, aunque no tan encumbrados.
Don Fernando achacaba a la salud mental de su hija la responsabilidad de lo ocurrido en Castilla después de la muerte de la reina Isabel y estaba decidido a acabar con la amenaza permanente que doña Juana representaba; no vaciló en hacer prevalecer la razón de Estado sobre los sentimientos que, como padre, podía tener. Desde finales de 1506, doña Juana residía en Hornillos de Cerrato. El 29 de agosto de 1507, pocos días después de entrar en Castilla, don Fernando se reúne con ella en Tórtoles, a orillas del Esgueva. Doña Juana pasa luego a residir a Arcos, llevando siempre consigo el féretro de su difunto esposo. Don Fernando sigue preocupado por la situación. Tiene buen cuidado en precaverse contra toda amenaza que pudiera representar la persona de su hija. Rechazó hábil pero tenazmente las peticiones del rey Enrique VII, quien, en 1508, pretendía casarse con ella. Para mayor seguridad, decidió encerrarla en Tordesillas, bajo la custodia de un hombre de confianza, el aragonés mosén Luis Ferrer. El secuestro tuvo lugar en Arcos, el 14 de febrero de 1509, a las tres de la mañana, hora intempestiva, pero que convenía, dadas las circunstancias, ya que doña Juana se negaba a caminar de día; solo lo hacía de noche. La desdichada reina ya no saldrá del monasterio de Santa Clara de Tordesillas —antiguo palacio construido en tiempos de Alfonso XI, en el siglo XIV, y transformado en convento en tiempos de Pedro el Cruel—, como no sea durante algunas semanas del otoño de 1520, cuando los comuneros trataron de restituirle sus prerrogativas reales para oponerse mejor a su hijo don Carlos.
Al verse libre de preocupaciones en el interior del reino, don Fernando volvió a acometer grandes empresas para hacer de España una potencia europea y aun mundial. En los primeros años del siglo XVI, las Indias todavía no representan un factor decisivo en la política internacional; el territorio conquistado se limita a las Antillas; sin embargo, su colonización plantea problemas económicos, sociales y humanos que examinaremos más adelante y en los que Cisneros tuvo que intervenir de manera muy personal y significativa. Por aquellos años, dos frentes constituyen el panorama de la política exterior de España: África e Italia.
La expansión en el norte de África parece la continuación lógica de la Reconquista: después de la toma de Granada, todo invita a los soberanos a pasar al otro lado del estrecho de Gibraltar. Así lo había recomendado la reina Isabel en su testamento y así se empieza a realizar por medio de una serie de expediciones que tienen como objetivo transformar el Mediterráneo occidental en una zona segura para la península ibérica, eliminando la amenaza permanente que representa la piratería. Esto es lo que evidencian las operaciones y desembarcos en Mazalquivir (1505), el peñón de Vélez de la Gomera (1508), Orán (1509), el peñón de Argel, Bugía, Trípoli… Cisneros no solo apoyó las iniciativas del Rey Católico en aquella dirección, sino que contribuyó, con los fondos del arzobispado de Toledo, a financiarlas y aun, en el caso de Orán, corrió con todos los gastos y desembarcó personalmente, al frente de las tropas, en territorio africano. Volveremos más adelante sobre aquella orientación tan significativa de la política cisneriana.
Fue la situación en Italia la que obligó a don Fernando, asesorado por Cisneros, a no dedicar de momento más esfuerzos a los asuntos de África. En Italia, desde finales del siglo XV, España se enfrentaba con Francia, cuyos monarcas soñaban con adueñarse del reino de Nápoles, que los aragoneses consideraban casi como su feudo. Antes de la muerte de la reina doña Isabel, las victorias del Gran Capitán habían dado como resultado la eliminación de Francia, pero el éxito no era completo para España, ya que faltaba conseguir la investidura del Papa. En 1508, el rey de Francia Luis XII volvió a las andadas; esta vez era el norte de la península italiana el que había sido invadido por el ejército francés, que entró victoriosamente en Rávena. Ante aquella amenaza, el papa Julio II pidió socorro a Venecia, a España, luego a Inglaterra, tratando de formar la llamada Liga Santa, destinada teóricamente a luchar contra los enemigos de la cristiandad —los turcos; era el mito de la cruzada el que volvía a surgir—, pero que, de modo mucho más concreto, tenía como objetivo echar a los franceses de Italia. Francia reaccionó animando a una docena de cardenales, capitaneados por un español —Bernardino López de Carvajal—, a oponerse públicamente a Julio II, acusándole de haber perturbado la paz de Europa, de haber llegado al papado por medios corruptos y de no haber mantenido su promesa de convocar un concilio general de la Iglesia; para obligarle a rendir cuentas, exigían que compareciese ante un concilio —el llamado Conciliábulo de Pisa— al amparo del rey de Francia, asamblea que fue inaugurada el primero de noviembre de 1511. Julio contestó convocando a su vez el V Concilio de Letrán para la primavera de 1512 y proclamando que sería el anhelado concilio de reforma. Fernando el Católico pensó enviar dos embajadas: la una en representación de la corona de Aragón y de los reinos de Sicilia y Nápoles; la otra, de la corona de Castilla; de hecho, Fernando fue representado por su embajador ante la Santa Sede, Jerónimo Vich. Cuando el nuncio pontificio anunció solemnemente la convocación del concilio, en la catedral de Burgos, el 16 de noviembre de 1511, se dirigió a Cisneros, que estaba presente, para animarle personalmente, en nombre del Papa, a participar de forma activa en el concilio[79]; «Su Santidad […] os llama», le escribe el mismo nuncio tres meses después, el 23 de febrero de 1512.
Cisneros no fue a Roma. El concilio fracasó. Pero la crisis italiana de aquellos años tuvo dos consecuencias indirectas favorables para la política de España. Dio primero a don Fernando la oportunidad de obtener del papa Julio II la investidura sobre el reino de Nápoles, condición previa que puso el Rey Católico para entrar en la Liga Santa. En segundo lugar, la crisis le sirvió a don Fernando para intervenir en Navarra. Dada la circunstancia de que Francia y España estaban en guerra, el Rey Católico exigió de los reyes de Navarra que se mantuviesen neutrales en caso de conflicto armado. Al no obtener dicha garantía, se dirigió a Julio II para que declarase cismático al rey de Navarra, como aliado que era del rey de Francia, él mismo cismático por haber favorecido la reunión del Conciliábulo de Pisa. Sin esperar la respuesta del Papa —que vino más tarde, cuando ya todo estaba terminado—, don Fernando dio orden al duque de Alba de que entrase poderosamente en Navarra (julio de 1512), lo que hizo casi sin encontrar resistencia. Al año siguiente, las Cortes de Navarra juraron ser leales al rey don Fernando y, en las Cortes de Burgos (1515), el reino de Navarra fue oficialmente incorporado a la corona de Castilla, conservando sus instituciones y sus Cortes, como reino asociado.
Durante todo el tiempo que duró la gobernación de don Fernando, Cisneros se mostró siempre conforme con las grandes orientaciones políticas del momento, tanto en lo que se refiere al orden público o al peligro que suponía la enfermedad de la reina doña Juana, como a la política africana e italiana seguida por el monarca aragonés, lo cual no le impidió seguir con la labor que ya había empezado a realizar y que le entusiasmaba: la reforma de la Iglesia, la Universidad de Alcalá, la Biblia Políglota.
SEGUNDA REGENCIA DE CISNEROS
Don Fernando muere en Madrigalejo el 23 de enero de 1516. En su testamento, dictado el día anterior teniendo en cuenta la incapacidad de doña Juana, había nombrado a su hijo don Alonso, arzobispo de Zaragoza, gobernador de la corona de Aragón y al cardenal Cisneros gobernador de la corona de Castilla[80] hasta que el heredero legal —el príncipe don Carlos, su nieto, que, a la sazón, residía en Flandes— viniera a España y dispusiera otra cosa[81]. El nombramiento de Cisneros como gobernador de la corona de Castilla confirma el aprecio que de él tenía el Rey Católico: no le resultaba nada simpático, pero lo consideraba un estadista de primer orden, únicamente preocupado por servir a la monarquía y por el bien común del reino, sin ningún miramiento para los diversos partidos y clanes que había en el país. Así lo entendieron también, por lo menos en un primer momento, los grandes presentes en Guadalupe cuando murió don Fernando: el almirante, el condestable, el duque del Infantado, entre otros. La única personalidad que mostró disgusto por la elección de Cisneros fue Antonio de Rojas, arzobispo de Granada y presidente del Consejo Real[82].
Cisneros estaba en Alcalá cuando se produjo la muerte de don Fernando. Al enterarse de que este le nombraba gobernador acudió inmediatamente a Guadalupe y, el 23 de enero, tomaba posesión de su cargo. Solo permaneció allí una semana. Ya el 1 de febrero, él y la pequeña corte que le rodeaba ahora se trasladaron a Madrid, ciudad que el cardenal consideraba más libre de la influencia de los nobles[83]. Al infante don Fernando y a la reina viuda, Germana de Foix, les dieron como residencia el alcázar, mientras el cardenal se alojó en las casas de don Pero Laso de Castilla.
Durante su segunda regencia, tres problemas mayores requirieron toda la atención del cardenal Cisneros:
1) La cuestión dinástica, que, a su vez, comprende dos aspectos distintos: la decisión de don Carlos de proclamarse rey y las intrigas en torno al infante don Fernando.
2) La necesidad de mantener el orden público y la justicia en el reino, ambas cosas seriamente amenazadas por las ambiciones y la codicia de los nobles, así como de las ciudades principales.
3) Las difíciles relaciones que tuvo con la corte flamenca de Bruselas, que le impidieron actuar con plena libertad y con la serenidad deseable.