Cabría decir del cardenal Cisneros lo que se ha dicho de Sócrates: nació viejo y no tuvo infancia[6]. Cisneros llegó a la cumbre del poder: fue confesor de la reina Isabel en 1492, arzobispo de Toledo en 1495, cardenal e inquisidor general en 1507, gobernador del reino en dos ocasiones (1506 y 1516-1517), y, sin embargo, pasó las tres cuartas partes de su vida en una oscuridad casi completa. Ni siquiera se sabe en qué año nació. Se suele dar la fecha de 1436 como la más probable, pero dicha fecha la sugiere[7] un biógrafo, Alonso de Quintanilla, que escribía a mediados del siglo XVII, o sea, doscientos años después[8]. Estamos ante un «vacío documental[9]» difícil de creer tratándose de un personaje de la talla de Cisneros. El primer documento sobre Cisneros del que disponen los historiadores es una bula del papa Pablo II que le concede el arciprestazgo de Uceda, fechada el 22 de enero de 1471. Sabemos que Cisneros viajó a Roma, pero ¿cuándo?, ¿cuántas veces?, ¿una sola o dos? ¿En qué año recibió las órdenes sagradas? Tampoco se sabe. En 1484, Cisneros ingresa en la orden franciscana, pero ¿dónde hace profesión?, ¿en el célebre y recentísimo monasterio de San Juan de los Reyes de Toledo o en una modesta ermita? Si hizo profesión en una ermita, ¿cuál?, ¿la del Castañar o la de la Salceda? En 1492, la reina Isabel le elige como confesor. Se podría pensar que, a partir de este momento, va a ser fácil seguir sus huellas, ya que el confesor del monarca es un personaje oficial que debería acompañar a la corte en todas sus andanzas. Pues nada de eso: son poquísimos los datos que se poseen sobre aquellos años. Solo a partir de 1495, cuando Cisneros es nombrado arzobispo de Toledo, empezamos a tener datos concretos y documentales, pero entonces Cisneros tiene casi sesenta años; le quedan poco más de veinte años de vida, ya que muere en el otoño de 1517.
Carecemos de datos, pero disponemos de las informaciones que nos han dejado contemporáneos dignos de fe, entre los que destaca uno de los primeros biógrafos, Alvar Gómez de Castro, autor de una vida de Cisneros, en latín, publicada en 1569. Alvar Gómez no conoció al cardenal, pero, como catedrático que fue de la Universidad de Alcalá, vivió en un ambiente cisneriano y rodeado de servidores y admiradores del fundador de la universidad; pudo así recoger información de primera mano de algunos de los que fueron sus principales colaboradores, como el humanista Juan de Vergara, que había sido su secretario particular. La biografía de Alvar Gómez de Castro se recomienda como una de las más autorizadas y dignas de confianza. De ella se desprende que Cisneros nació en la villa de Torrelaguna, al norte de Madrid, y que sus padres fueron pequeños comerciantes: los Jiménez de Cisneros, por referencia a la villa de este nombre situada en la Tierra de Campos[10]. Como era frecuente en aquella época, el topónimo se convirtió muy pronto en patrónimo y los Jiménez —o Ximénez— acabaron llamándose Jiménez de Cisneros, pero con claro predominio de Jiménez sobre Cisneros: durante siglos, se habló del célebre arzobispo de Toledo como del cardenal Jiménez a secas; solo a partir del siglo XX se ha establecido la costumbre de llamarlo Cisneros.
En los alrededores de la villa de Cisneros, en una aldea llamada Villafilar, poseía la familia de Cisneros una ermita que, desde 1436, era la sede de una cofradía llamada de Santiago; allí estaba enterrado uno de los más ilustres antepasados de la familia: Gonzalo el Bueno, que luchara contra los moros en la primera mitad del siglo XIV. El mausoleo llevaba un escudo de armas —ocho monedas de oro y siete de gules—, el mismo que figurará más tarde en el pendón del cardenal de España. Ya arzobispo y cardenal, Cisneros mandará construir, en la iglesia de la Madre de Dios de Torrelaguna, una capilla patronal que servirá de panteón para su familia al mismo tiempo que de casa de estudios para la orden franciscana.
Y es que la familia pretendía ser de pequeña nobleza y emparentada con los Zapata, señores de Barajas. Parece que el mismo cardenal Cisneros se habría complacido con la idea de ser de familia noble, aunque venida a menos. En 1509, se sintió orgulloso cuando el duque del Infantado quiso casar a uno de sus sobrinos —don Pedro— con su propia sobrina Juana. El noviazgo se celebró, en enero de 1510, con grandes festividades. En aquella ocasión, se vio al cardenal, muy alegre, besar a don Pedro, «cosa tan nueva para su condición —escribe Juan de Vallejo— como ver un buey volar[11]». Poco después, el duque murió y su sucesor pretendió darle al novio una dote menor de la que estaba prevista. Cisneros se disgustó y, bajo el pretexto de que los novios eran todavía unos niños —no habían llegado a los catorce años— se echó atrás y dio por cancelado el enlace matrimonial. Finalmente, la susodicha sobrina se casó con otro noble, menos encumbrado, pero que era también un Mendoza: el primogénito del conde de Coruña, Alonso Suárez de Figueroa y Mendoza. El cardenal Cisneros veía en aquel matrimonio una manera de acrecentar el prestigio de su familia y, además, la oportunidad de dar a su querida Universidad de Alcalá unos protectores y tutores de gran autoridad y poder[12]. Efectivamente, los condes de Coruña y vizcondes de Torija serán patronos del Colegio de San Ildefonso de la Universidad de Alcalá.
Esta circunstancia es tal vez la que ha dado lugar a que algunos autores se hayan afanado por encontrar un parentesco entre los Cisneros y los Mendoza. Este es el caso de Quintanilla, que compone su biografía a mediados del siglo XVII con el fin de favorecer la causa de beatificación de Cisneros. En la epístola dedicatoria dirigida al duque del Infantado que encabeza el libro, el rector de la Universidad de Alcalá lo deja bien claro: «entre los títulos gloriosos que goza la casa de Mendoza y la de Sandoval […] es el apellido de Cisneros […]». La epístola continua ensalzando «el parentesco que la casa de V. Exc. ha tenido con la de N. Illustriss. Cardenal Cisneros». En su Nobiliario, Diego Fernández de Mendoza lo repite:
el gran cardenal de España don Pedro González de Mendoza y N. Venerable Cardenal D. Francisco Ximénez de Cisneros eran parientes; Diego Hurtado de Mendoza, almirante, casó con doña Leonor, hija de Garci Lasso y de doña Mencía de Cisneros, los cuales huvieron por hijos D. Íñigo, marqués de Santillana, el qual fue padre del cardenal D. Pedro González de Mendoza; aquella Mencía de Cisneros era parienta de Gonzalo Ximénez de Cisneros el Bueno y por lo tanto vino a ser bisabuela materna del cardenal de Mendoza,
De donde se deduce la conclusión: «está claro el parentesco de los dos eminentísimos cardenales don Pedro González de Mendoza y don fr. Francisco Ximénez de Cisneros». Desde luego, conviene recordar que en aquella época —siglo XVII— se había puesto de moda la falsificación de documentos: nobiliarios, expedientes de limpieza de sangre, cronicones, etcétera; inventar prosapias ilustres era entonces una labor lucrativa para algunos eruditos[13].
Desde finales del siglo XIV se tiene noticia de un tal don Toribio Jiménez, afincado en el solar de Villafilar. Este Toribio tuvo tres hijos: García, Álvaro y Alfonso. El primero, García, bastante ambicioso[14], heredó el solar familiar; fue padre de un varón, el benedictino fray García Jiménez de Cisneros[15], y de cuatro hijas que procuró casar en condiciones muy ventajosas[16]. El segundo hijo, Álvaro, se hizo sacerdote y se fue a ejercer su ministerio a Roa. El tercero, Alfonso —el padre del futuro cardenal—, al quedarse sin recursos, no tuvo más remedio que marcharse a Torrelaguna, villa que formaba parte del arciprestazgo de Uceda; allí se casó con una tal Marina de la Torre, bastante acomodada, ya que pertenecía a una familia de albergueros y rentistas de cierta notoriedad en la comarca; este casamiento le había dado la oportunidad de subir en la escala social; había pasado a formar parte de la élite local, convirtiéndose en regidor encargado de varios negocios del municipio, con lo cual disfrutaba de un relativo bienestar[17].
Por sus antecedentes familiares y su nacimiento, Cisneros es, pues, un hombre de la meseta, de aquella Castilla central que es, en los siglos XV y XVI, la parte más próspera y dinámica de España: allí están situados los recursos económicos —«tierras de pan llevar», pastos, talleres textiles, casas de comercio…— que son la base de la riqueza castellana. Aparentemente, es una tierra pobre; en ella no hay más que cantos y santos, reza un refrán que glosa Unamuno, pero no solo los místicos —santa Teresa, san Juan de la Cruz— y los conquistadores nacieron en la meseta en los siglos dorados; del mismo solar salieron los hombres de negocios más ricos de toda Europa: las poderosas familias burgalesas —los Maluenda, Miranda, Salamanca, Quintanadueñas, Bernuy…—, los grandes mercaderes y banqueros de Medina del Campo, cuyo más eminente representante es el famoso Simón Ruiz (1526-1597), los hacedores de paños de Segovia, los fabricantes de Cuenca, Toledo…, todos con factores y corresponsales en los principales centros comerciales de Europa, en Francia, Inglaterra, Flandes, Italia, etcétera. Esta es la patria de Cisneros, que lo fue todo o casi todo, como veremos: místico, visionario, reformador, mecenas, humanista, hombre de Estado, militar, economista.
El que entonces se llama Gonzalo Jiménez de Cisneros —sus padres le han puesto el nombre de su ilustre tatarabuelo, Gonzalo el Bueno; solo al entrar en el convento tomará el de Francisco— es el segundo de los tres hijos de una modesta familia castellana. Su hermano mayor, Juan, hereda el pequeño negocio familiar; en el otoño de 1497, casará con la madrileña Leonor de Luján, hija de don Pedro de Zapata, señor de Barajas; su hermano, que ya era arzobispo de Toledo, le regala entonces una magnífica mansión en el pueblo, la más imponente del lugar. El matrimonio tendrá tres hijos: Juana, que será, como hemos visto, condesa de Coruña; Benito, que, gracias a su tío, tendrá un hábito de Santiago[18], casas en Alcalá y un mayorazgo coronado con las armas e insignias del linaje Jiménez de Cisneros; María, que, en la década de 1540, casará con un regidor de Madrid, Juan Zapata Osorio. El otro hermano del futuro cardenal, Bernardino de Cisneros, fue un personaje repulsivo, dotado de un genio violento y atroz[19]. Se hizo religioso franciscano, pero no de la rama observante, sino de los claustrales que llevaban vida ancha y relajada[20], y fue, como dice un cronista, «el Caín de este santo Abel». Esperaba que su hermano Gonzalo, llegado a la cumbre del poder y de los honores, le ayudara a medrar. Efectivamente, Cisneros lo tomó a su servicio, pero con el tiempo las señales de deficiencia mental se fueron agravando. Las más de las veces su hermano hacía la vista gorda. Sin embargo, Bernardino se tomaba muchas libertades; no admitía que nadie gozase de la confianza del arzobispo. Llegó a sentir envidia y trató de desprestigiar a su hermano Gonzalo en la corte. Un día se retiró a Guadalajara para componer un libelo con más de cuarenta acusaciones graves contra el arzobispo, la vida privada que llevaba, su boato, su lujo, su autoritarismo…; decía que iba a entregar aquel libelo a la reina doña Isabel, cosa que no pudo soportar Cisneros. Este logró parar el golpe, pero Bernardino siguió como antes. Después de un enfrentamiento violento a propósito de una sentencia pronunciada por Cisneros, Bernardino aprovechó la circunstancia de que su hermano estaba enfermo en la cama para intentar ahogarlo con una almohada; los camareros llegaron a tiempo para salvarle la vida. Cisneros no tuvo más remedio que mandar encerrar a su hermano en una casa fuerte que el arzobispo tenía en Torrijos. Fue el rey don Fernando quien, por fin, otorgó el perdón a Bernardino; Cisneros mandó entonces que se le asignara una pensión anual de 80 000 ducados y que se le reservara una casa principal enfrente del Colegio de San Ildefonso, casa que el colegio mayor tenía la obligación de cuidar[21]; Cisneros puso una sola condición: ordenó que su hermano no apareciese nunca más ante él. Bernardino pasó el resto de su vida en aquella casa de Alcalá. De niño, Alvar Gómez recuerda haberlo visto pasear por el pueblo, ya viejo y decrépito.
Cisneros siempre procuró ayudar e incluso encumbrar a sus familiares, actitud que rayaba en el más claro nepotismo. En torno a 1506 se murmuró bastante cuando concedió a su sobrino nieto político, García de Villarroel, el adelantamiento de Cazorla, rico feudo que, a lo largo de toda la Baja Edad Media y parte de la Moderna, perteneció a la mitra de Toledo; los señores del adelantamiento eran los arzobispos de Toledo, quienes nombraban, para administrarlo, a la persona que querían favorecer[22]. Pero el ejemplo más elocuente de favoritismo lo dio Cisneros al redactar en Madrid, a 10 de julio de 1517, una carta de donación a favor de sus sobrinos —los tres hijos de su hermano Juan, fallecido en 1514: Juana, Benito y María— y de sus futuros descendientes, documento que, como veremos, provocará, después de la muerte del cardenal, una reacción violenta por parte de los vecinos de Alcalá.
Más dotado que sus hermanos desde el punto de vista intelectual, el futuro cardenal, Gonzalo, debió de recibir, por los años 1450-1460, una instrucción elemental —leer, escribir, contar, rudimentos de latín que le dio su tío Alvar, clérigo en Roa—. Este bagaje tal vez le sirvió para ganarse algunos dineros, dando clases de gramática —es decir, de latín— en Cuéllar. Luego se fue a Salamanca o, más probablemente, opina Alvar Gómez de Castro, a Alcalá para cursar la carrera de Derecho. Obtuvo el grado de bachiller en Leyes, pero no llegó a doctorarse; los títulos de licenciado y de doctor suponían gastos que un estudiante de pocos recursos como Gonzalo no podía permitirse; Cisneros siempre se hizo llamar el «bachiller Gonzalo». Fue seguramente por los consejos de su tío Alvar por lo que el joven bachiller decidió optar por una carrera eclesiástica; se hizo sacerdote y, en torno a 1460, viajó a Roma. De aquel viaje ha quedado una anécdota: en dos ocasiones, Cisneros fue víctima de unos ladrones que le asaltaron y le robaron lo poco que llevaba, una primera vez en Aragón, una segunda vez en Francia, cerca de Aix-en-Provence. Tuvo la suerte de encontrarse entonces con un italiano que había conocido de estudiante, un tal licenciado Bruneto, que le prestó el dinero suficiente para terminar su viaje. Cisneros le dará las gracias más tarde, cuando sea nombrado arzobispo[23].
¿Cuánto tiempo pasó Cisneros en Roma? ¿Qué hizo durante su estancia? No se sabe. Lo que sí parece cierto es que se dedicó con bastante éxito a cultivar relaciones en la curia papal y, a fuerza de maña, obtuvo una bula de las llamadas expectativas que le habilitaba para desempeñar el primer beneficio que quedase vacante en la diócesis de Toledo. Cisneros vuelve entonces a España y, al poco tiempo, promueve en Roma una causa contra el arcipreste de Uceda, Pedro García de Guaza, al que acusa de varias irregularidades canónicas. El caso es que un tal Pedro Encina había sido acusado de robo e iba a ser sentenciado como tal por la justicia civil. En el momento de ser detenido, pretendió eximirse, acogiéndose al fuero eclesiástico, ya que, antes de casarse, había sido tonsurado; por lo tanto, exigía ser juzgado por la justicia eclesiástica, mucho más indulgente que la civil. Este era uno de los numerosos abusos que toleraban la sociedad y la Iglesia de esa época; para acogerse al fuero eclesiástico, no era necesario haber recibido las órdenes sagradas ni pertenecer al clero, bastaba con haber recibido la tonsura; podía, pues, darse el caso de carniceros, mercaderes, notarios, etcétera, que se declaraban «eclesiásticos» a efectos judiciales y que, de esta forma, se beneficiaban de cierta impunidad o, por lo menos, indulgencia. Pedro Encina pertenecía a esta categoría. Para escapar a la justicia civil, se refugió en una iglesia. Al arcipreste de Uceda no le gustó nada aquella actitud; la consideró como lo que era en realidad: un abuso con el fin de sustraerse a un castigo justificado. El arcipreste no dudó en entregar a Pedro Encina a la justicia civil, la cual mandó inmediatamente ejecutar la sentencia de muerte contra el reo.
Esto fue lo que le sirvió de pretexto al futuro cardenal Cisneros para satisfacer sus ambiciones personales. Acusó al arcipreste, ante la curia papal, de haber violado el fuero eclesiástico al entregar a la justicia civil a un miembro del clero. Se conoce que en Roma Cisneros había sabido hacerse amigo de personas influyentes. El arcipreste de Uceda es depuesto e inmediatamente Cisneros se ve nombrado titular del beneficio, en virtud de una bula del papa Pablo II fechada el 22 de marzo de 1471, que es, como dijimos, el primer documento concreto que tenemos sobre el bachiller Gonzalo Jiménez de Cisneros. Este es ahora arcipreste de Uceda.
Ahora bien, al arzobispo de Toledo, Carrillo, no le hace ninguna gracia la maniobra de aquel desconocido; además, pensaba asignar el arciprestazgo de Uceda a uno de sus seguidores. Como Cisneros se empeña en mantener sus derechos, Carrillo lo manda encarcelar, primero en Uceda —allí quedará encerrado durante dos años—, luego en la fortaleza de Santorcaz, reservada, —escribe Gómez de Castro— a los clérigos que habían cometido delitos[24].
Cisneros fue liberado en 1480, después de seis años de confinamiento, gracias a la intervención de la condesa de Buendía, pero comprende que el arzobispo Carrillo no le perdonará nunca aquel desafío a su autoridad; por eso prefiere salir de la diócesis de Toledo; permuta su beneficio de Uceda con la capellanía mayor de la catedral de Sigüenza. En esta ocasión también es preciso ver el resultado de las intrigas de un Cisneros que puso en práctica el consejo que le dio su madre a Lazarillo de Tormes: «arrimarse a los buenos por ser uno dellos». El futuro cardenal se nos aparece en estos momentos como un hombre muy poco simpático, como un ambicioso oportunista e intrigante, dispuesto a todo para medrar. En efecto, el entonces obispo de Sigüenza es nada menos que el todopoderoso don Pedro González de Mendoza, uno de los más próximos colaboradores de los Reyes Católicos. No sabemos cómo se las arregló Cisneros para congraciarse con Mendoza, pero lo cierto es que, poco después, en 1482, es nombrado vicario general del obispado y aparece como uno de los clérigos más ricos de Castilla, todo fruto de la intriga y de maniobras oportunistas.
No deja de llamar la atención la actitud de Cisneros en aquellas circunstancias y en relación con los dos prelados más potentes de España: Carrillo, arzobispo de Toledo, y el cardenal don Pedro González de Mendoza, a la sazón obispo de Sigüenza —desde 1468—, pero también de Sevilla desde 1473. Ambos son representativos no solo de la Iglesia castellana de finales de la Edad Media, sino de los bandos políticos que se han enfrentado durante la guerra de sucesión que, entre 1475 y 1479, trató de quitarles su corona a los Reyes Católicos. Carrillo había sido, desde 1468, uno de los más eficaces partidarios de los derechos de la princesa Isabel a la sucesión al trono de Castilla, pero tenía segundas intenciones: esperaba que, una vez sentados en el trono, los nuevos reyes, muy jóvenes y sin experiencia política, le permitirían ejercer el poder real. A la hora de la verdad, al día siguiente de la proclamación de Isabel como reina de Castilla en Segovia, el 13 de diciembre de 1474, constató que se había equivocado completamente: los nuevos reyes no estaban dispuestos a compartir el poder con nadie. Defraudado, Carrillo se convirtió entonces en feroz adversario de los Reyes Católicos, especialmente de la reina: «Yo la saqué de hilar y la volveré a la rueca», llegó a exclamar. Mendoza, al contrario, comprende que los tiempos han cambiado; Castilla está harta de banderías y de guerras civiles; aspira a un poder real fuerte y respetado que esté por encima de los partidos; los reyes representan aquella esperanza. La victoria de los Reyes Católicos en la guerra de sucesión es también la victoria de Mendoza y la derrota de Carrillo. ¿Qué mejor símbolo de aquel enfrentamiento que la batalla de Peleagonzalo, en las inmediaciones de Toro, el 1 de marzo de 1476, que fue la que le dio el trono a los reyes[25]? En ella se vio una escena poco común: dos príncipes de la Iglesia, con casco y coraza, peleando el uno contra el otro: el arzobispo Carrillo en el bando portugués, el cardenal Mendoza en el otro… Unos años después, en julio de 1482, moría Carrillo. Entonces, la reina Isabel le dijo a Mendoza: «Cardenal, el arzobispo don Alonso Carrillo de Acuña os ha legado la silla de Toledo; paréceme que debéis sentaros en ella», y Mendoza se convirtió en sucesor de Carrillo y en arzobispo de Toledo; renunció a las otras diócesis que regía, pero no a la de Sigüenza. El triunfo era completo. Mendoza era el hombre de confianza de los monarcas; su influencia era inmensa, hasta el punto de que se le llamó «el tercer rey de España». Cisneros, que apostó por Mendoza y contra Carrillo, no iba a esperar mucho tiempo para cosechar los frutos de aquella postura. Este es uno de los resortes, primero, de su éxito social en el pleito por el arciprestazgo de Uceda, luego, de su extraordinaria promoción al puesto más elevado de la Iglesia española y del poder.
Sin embargo, a poco de ser transferido a la diócesis de Sigüenza y de ser nombrado gran vicario del ilustre cardenal Mendoza, se produce en Cisneros un cambio profundo que iba a tener consecuencias de enorme alcance en su vida espiritual e incluso en su destino. Tampoco estamos bien enterados de lo que ocurrió. Refiere Alvar Gómez de Castro que Cisneros renegó entonces por completo de la ciencia del derecho. De joven, como hemos visto, había estudiado la carrera de Derecho porque veía en ella la mejor preparación para ocupar beneficios eclesiásticos y oficios lucrativos. Muchos estudiantes en el Siglo de Oro harán lo mismo: considerarán el derecho como la puerta de acceso a profesiones muy bien remuneradas. Es la época en la que se abren perspectivas prometedoras para los letrados, es decir, los egresados de las universidades, especialmente para los que han estudiado Derecho Canónico o Civil. Los Reyes Católicos se apoyan desde el principio sobre esta categoría social, como lo observa, a mediados del siglo XVI, Hurtado de Mendoza, que odiaba a los letrados[26]. Después de 1484, Cisneros concibe odio a las disciplinas jurídicas. Ahora prefiere dedicar sus momentos de ocio al estudio de la teología, de la Biblia y de las humanidades: el latín, el griego, el hebreo, el caldeo…, idiomas que le parecen imprescindibles para interpretar correctamente la Biblia[27]. La Universidad de Alcalá la fundará precisamente para impulsar este tipo de ciencias: la teología, el biblismo, y las humanidades como auxiliares de aquellas disciplinas; el derecho no se enseñará en Alcalá, por lo menos en tiempos de Cisneros: las constituciones primitivas dicen que, en el Colegio Mayor de San Ildefonso, no se admitirán ni canonistas ni médicos[28].
El cambio no se limita a un simple reajuste intelectual, tomando las humanidades el relevo del derecho en las preocupaciones del vicario general. Lo que se produce en el otoño de 1484 es una auténtica conversión, en el sentido religioso que se suele dar a la palabra. Cisneros es ya un hombre maduro, hecho al sufrimiento y a la reflexión. Siente inquietud interior y da un viraje radical a su vida. Renuncia a sus pingües beneficios y entra en la orden franciscana, pero no en la rama llamada conventual, en la que la regla no se respetaba mucho, sino en la rama de la observancia, en la que se cumplía en todo su rigor y en la que se llevaba una vida de pobreza, austeridad y espiritualidad. Es entonces cuando Cisneros cambia de nombre: en vez de Gonzalo, que le pusieron sus padres, elige ahora el de Francisco, el del fundador de la orden. Cambio simbólico desde todos los aspectos. Cisneros no hace las cosas a medias. Hace profesión no, como se ha dicho a veces, en Toledo, en el monasterio de San Juan de los Reyes —este no estará terminado antes de 1525[29]—, sino en uno de los cenobios que la orden tenía en lugares apartados, probablemente en la Alcarria[30], en la Salceda, lugar entre Peñalver y Tendilla, convento fundado por fray Pedro de Villacreces (1346-1422), uno de los pioneros de la renovación franciscana en España. La Salceda tenía fama de ser uno de los centros más activos de la espiritualidad española. En la Salceda se formarán, en el siglo XVI, fray Alonso de Madrid y fray Francisco de Osuna, dos de los espíritus más profundos de la España mística, maestros cuyos escritos leyó detenidamente santa Teresa de Jesús, como defensores que eran del recogimiento, una forma de vida interior compatible con la ortodoxia católica, a diferencia del iluminismo, también cultivado por las mismas fechas en la Alcarria. En la Salceda debió pues de profesar el nuevo fray Francisco Jiménez de Cisneros y pronto va a ser elegido guardián del monasterio. Es probable que, por aquellas fechas, también hiciera Cisneros estancias más o menos largas en otros cenobios de la orden franciscana.
No se sabe lo que pasó entonces en el alma del flamante vicario general de la diócesis de Sigüenza. Lo que sí es cierto es que se trata de una auténtica conversión a la vida interior y a la austeridad, y que esta conversión es definitiva. Un giro tan radical debió de extrañar a muchos en la diócesis y, en primer lugar, al poderoso don Pedro González de Mendoza, que seguía siendo obispo de Sigüenza, aunque, desde noviembre de 1482, era también arzobispo de Toledo. Este, sin embargo, no dejó de interesarse por el que había sido su vicario general. Pronto se vio una prueba clarísima del aprecio que tenía el prelado por el nuevo franciscano. El 2 de enero de 1492, se había producido la rendición, desde tanto tiempo esperada, de la ciudad de Granada. A los reyes les preocupaba ahora organizar el antiguo emirato árabe para integrarlo en la corona de Castilla. Hacía falta cuanto antes transformar en cristianos a los moradores, tarea delicada que los reyes encomendaron a uno de sus mejores colaboradores, fray Hernando de Talavera, que, con este motivo, renunció al obispado de Ávila, del que era titular, y pasó a ser el primer arzobispo de la nueva diócesis de Granada. Ahora bien, Talavera no era solo obispo de Ávila; ocupaba además un cargo de gran categoría en la cumbre del Estado, como confesor de la reina Isabel. Esta tenía, pues, que buscarse un nuevo confesor, elección sumamente delicada y difícil. En esta ocasión, la reina acudió al cardenal Mendoza para solicitar sus consejos. Mendoza no dudó; recomendó a su antiguo vicario general, a fray Francisco Jiménez de Cisneros, a la sazón guardián del convento franciscano de la Salceda. Así fue como, el 2 de junio de 1492, Cisneros fue nombrado confesor de la reina Isabel[31].
Por lo poco que sabemos, a Cisneros no le impresionó el nombramiento; al contrario, parece que le disgustó. Tuvo que acatar la orden de la reina, pero por lo visto puso sus condiciones a la hora de aceptar el cargo. Esto es lo que cuenta Quintanilla: «avia de andar a pie solo con su compañero; no avía de tener ración de palacio, sino la de su convento, o lo que pidiese de puerta en puerta; no avía de asistir en la corte, sino en el convento más vezino». La segunda condición —no residir en la corte— es extraña. La apunta Alvar Gómez de Castro[32] y la recoge también más tarde Quintanilla: «Se ausentava de la corte muchas veces y no venía a ella sino quando la reyna necesitava de su persona y le embiava a llamar para cosas tocantes a su consciencia». Uno tiene la impresión de que la reina se confesaba de cuando en cuando o de que tenía dos confesores: uno —Cisneros— que consultaba en contadas ocasiones y otro para los pecados de la vida cotidiana. La primera condición —no cambiar nada en su estilo de vida— se comprende mejor y es relativamente fácil de realizar. Cisneros pretende seguir fiel a la regla franciscana, en todo su rigor. Para ayudarle en sus múltiples obligaciones, le recomendaron a un joven fraile de unos diecisiete o dieciocho años, fray Francisco Ruiz, muy listo, que le serviría de secretario —tenía muy buena pluma— y de compañero de viaje; este se encargaría de los menesteres de la vida cotidiana, como pedir limosna por los pueblos donde pasaban para tener algo de comer. Por otra parte, Cisneros se acostumbró rápidamente a viajar montado en un jumento —que llamaban Benitillo[33]—, aunque muchas veces prefería ir a pie. Llama la atención que las condiciones que puso a su aceptación del cargo de confesor de la reina le permitieron seguir no solo con sus obligaciones monásticas, sino cumplir con las misiones que se le encomendaron: fue elegido, primero, guardián del convento de la Salceda, luego —en la primavera de 1494—, vicario provincial de los franciscanos de Castilla. Tuvo así que visitar varios conventos de la orden. Se cuenta que, un día, llegó a Gibraltar; entonces, se quedó mirando el estrecho y meditando, con ganas de irse «a tierra de infieles a pedricar la palabra de Dios y por ella rescebir martirio». Vallejo, que relata la anécdota, añade que entonces se le acercó una beata; esta le disuadió de seguir con su proyecto: Dios le tenía reservado para cosas mayores. Efectivamente, poco después, empieza la vida pública de Cisneros.