Hell’s Kitchen, 23 de octubre de 1973
Dentro del sueño, se repetía insistentemente un sonido, el ulular de una sirena o unos chillidos de gaviota, pero cuando me desperté, los ruidos procedentes de la realidad que al filtrarse en el sueño habían provocado aquel efecto habían desaparecido. Lo único que se escuchaba ahora era un rumor confuso, como de un motor eléctrico, procedente del patio. La esfera del despertador brillaba en la oscuridad. Las seis y diez, pero ¿de qué día? Salí al descansillo de la escalera, aún medio dormido, a recoger el New York Times y vi que era domingo. Volví a entrar y encendí un cigarro. La llama iluminó mi rostro ojeroso, sin afeitar, en el espejo, trayéndome imágenes de anoche, con Marc y Claudia en el Chamberpot. En la cocina, con la luz apagada, recalenté café del día anterior. Tiré el periódico a la mesa. Ante mis ojos bailó un instante una foto de Nixon junto a unos titulares que no llegué a registrar. Así que, recordé con extrañeza, después del Chamberpot, me había ido a casa de Claudia. El primer sorbo de café me ayudó a recomponer los hechos. Vi su cuerpo desnudo, sus labios descendiendo hacia mi sexo, yo penetrando en ella. Ahora otra vez aquí, solo en mi piso de Hell’s Kitchen. La primera claridad de la mañana, una luz de segunda mano, sucia y pálida, entró por la ventana del patio. Corrí la cortina, para no ver la pared de ladrillo y encendí una lámpara. Centré la Underwood en la mesa de la cocina, el mejor sitio que hay en la casa para escribir.
Encajé una hoja de papel carbón entre dos folios y giré el rodillo. Contemplé la página en blanco, hacía falta un sortilegio para propiciar el milagro. Sólo que tenía la mente tan en blanco como el papel. La Underwood a merced de un torbellino de posibilidades, nubes de tormenta sobre un horizonte escalonado de teclas redondas, cada una con su letra o signo diacrítico, protegidos por un nítido reborde de metal. Una idea, una frase, una palabra, bastan para destruir la magia latente. O para provocarla. Marc dice que escribe mucho mejor con resaca, con las antenas limpias y la sensibilidad a flor de piel, pero yo no llegué a empezar. Acaricié el armazón de hierro de la Underwood, frío, negro, y entonces vi el vértice de la carta, asomando por el lateral de una torre de papeles. La había metido entre las páginas del cuaderno que me había comprado en Deauville cuando fui a ver a Louise. Asomando entre sus páginas, un triangulito de papel reclamando mi atención. El cuaderno estaba aún sin estrenar y las tapas no cedían con facilidad. Tiré de la esquina que sobresalía. Desde el día que lo abrí, la mañana después de encontrármelo en el dominical del New York Times, en Port Authority, hacía más de una semana, no había vuelto a cerrarlo. Había examinado el contenido del sobre innumerables veces. De tanto posar la vista en la polaroid, la imagen corría peligro de borrarse. La contemplé por última vez antes de encolar las pestañas del sobre y cerrarlo definitivamente. Me gustaba el tacto, rugoso a la vez que suave, de gramaje grueso. Pasé muy despacio la yema del dedo por encima de los trazos de tinta, recorriendo el nombre y el número de teléfono, letra a letra, dígito a dígito. Caligrafía grande, redondeada, algo infantil. Leí en voz alta, como si así pudiera dar con alguna información adicional:
Zadie (212) 719-1859
Mejor llamo mañana, lunes. No sé por qué, he llegado a la conclusión de que es el teléfono del trabajo, aunque la verdad es que no hay ningún indicio que justifique tal suposición. Es algo irracional, como la reacción que tuve cuando el sobre resbaló de entre las páginas de la revista en el autobús y de manera instintiva lo oculté, como si lo hubiera acabado de robar y tuviera miedo de que alguien se diera cuenta. En Deauville, la noticia de la muerte de Sam Evans me hizo olvidarme de la carta por espacio de unas horas, pero por la noche, a solas en mi cuarto, cuando me disponía a escribir en el diario me volví a tropezar con el sobre y me vino a la cabeza todo lo que había ocurrido en Port Authority. Pensé que lo mejor sería abrirlo con sumo cuidado y quizás, según lo que encontrara, volverlo a cerrar. Decidí esperar al día siguiente y abrirlo al vapor, en la cocina mientras Louise pintaba arriba, en el estudio. Otra reacción irracional: ¿Por qué ocultarle algo así a Louise? La operación de abrir el sobre al vapor también tenía sus ribetes de absurdo. Creo que había visto hacer algo semejante una vez en una película en blanco y negro. Cuando me puse a ello, me quedé hipnotizado, viendo cómo se ondulaba la solapa del sobre y empezaba a despegarse, milímetro a milímetro, como una herida a la que se le fueran saltando los puntos de sutura. Lo que no había previsto era el desasosiego que se adueñaría de mí al vaciar el contenido. Primero extraje una cuartilla de un papel tela idéntico al del sobre y, al ir a desdoblarla, de entre sus pliegues resbaló una polaroid, que dio de canto contra la madera de la mesa y cayó boca abajo. Le di la vuelta. Era una foto borrosa, de mala calidad, pero era ella, la chica de Port Authority. Al reconocerla, se me hizo un nudo en la boca del estómago, igual que cuando la vi en persona. Estaba distinta en la polaroid, vestida más formalmente, con el pelo corto; el rostro y los ojos, tan vivos cuando los tuve cerca, carecían de expresión. Estaban tan desdibujados que casi había que adivinarlos. Estaban en un puerto de mar, en invierno. El individuo que aparecía con ella en la foto era el mismo que había ido a recogerla a Port Authority. La tenía cogida por encima del hombro, y los dos sonreían. Se veían puntos luminosos por toda la superficie de la instantánea, por eso era tan difícil apreciar bien la imagen. La nota decía así:
Querido Sasha: Me alegra tanto lo de tu nuevo trabajo, aunque ahora tardarás aún más en venir a ver a tu Nadia: ¿me equivoco o no? Espero que sí y que pases por Nueva York muy pronto. Para vigilarte te mando esta foto mía, como tú no escribes ni nada. Estoy muy contenta con las clases de violín, me mato preparando tres conciertos, para clase sólo. También he empezado a trabajar. Bueno, tres días por semana, en un archivo de la Biblioteca Pública, en el Lincoln Center. Lo bueno es que está al lado mismo de Juilliard. Más céntrico imposible. Con eso y con la beca, me las arreglaré por lo menos este semestre, seguramente más. Desde que tiene novio, Zadie casi ni viene por Brooklyn. Prácticamente tengo el apartamento para mí sola. El viaje en metro se me hace demasiado largo, sobre todo por las noches, pero el barrio en sí me gusta mucho. En Brighton Beach casi todo el mundo es ruso, y casi no hace falta hablar inglés, eso me hace gracia. El edificio es gigantesco y no me gusta, menos una cosa: figúrate que vivo en un piso treinta. La vista al mar es fantástica y se ve muy bien la costa, todo Coney Island y más lejos. Por la mañana, en el comedor es que te come la luz. Cualquiera te pide que escribas, pero por lo menos podías llamar de vez en cuando por teléfono, por favor no dejes que pase tanto tiempo sin que hablemos, y no me hagas llamar todas las veces a mí. Cuéntame cómo te va. Aunque sea, llama sólo para decir que estás bien. ¿Está muy cambiado Boston? No sé para qué te pregunto nada, para el caso que me vas a hacer. Me tienes harta, pero al menos que sepas que te echa mucho de menos y te quiere tu hermana,
Nadj
24 de octubre
10 a. m.
Leichliter Associates. Buenos días. ¿En qué puedo servirle?
Buenos días, ¿podría hablar con Zadie?
¿Zadie Stewart?
(Voz profesional. Tomo nota del apellido.)
Sí, por favor.
¿Me podría decir en relación con qué?
Es una llamada personal.
(Un segundo de silencio.)
¿Puedo preguntar quién llama?
Gal Ackerman.
Un momento, por favor.
(Dos pitidos breves, seguidos de un clic. Otra voz.)
Dígame.
¿Señorita Stewart?
Al habla. ¿En qué puedo servirle, señor Ackerman?
Bueno, en realidad no es una llamada profesional…, aunque supongo que tampoco sería exacto decir que es personal.
¿Podría ser un poco más explícito?
(Leve tono de impaciencia.)
Disculpe. Iré directamente al grano. El propósito de mi llamada es devolverle algo que le pertenece, a usted o alguien que la conoce. Hace diez días… once para ser exactos, el 13, en Port Authority cogí una revista que alguien había dejado en un banco. Cuando mi autobús ya había salido de Nueva York, me puse a hojearla y dentro me encontré un sobre, en el que sólo había un nombre, Zadie, y el número que acabo de marcar. No sabía adónde llamaba, ni tampoco cuál era su apellido, ahora lo sé por la operadora: Zadie Stewart, ¿no es así?
¿Y?
Regresé a Nueva York el sábado y decidí esperar hasta hoy para llamar. No tengo la menor idea de qué puede haber en el sobre, pero pensé que podía tratarse de algo importante. Eso es todo.
Perdone, pero no sé si le sigo. ¿Un sobre con mi nombre y mi número de teléfono?
Así es. Estaba dentro de un dominical del New York Times que encontré en un banco.
Entiendo. En fin, se lo agradezco, es usted muy amable. ¿Le he oído bien cuando me ha dicho que no ha tenido curiosidad por abrir el sobre?
Naturalmente que he sentido curiosidad. Muchísima.
Pero no lo ha abierto.
(Dudo un instante antes de responder.)
No.
(Silencio: Miss Stewart se ha dado cuenta de que le mienten.)
Ya veo. En ese caso no me puede dar más información de la que ya me ha dado.
(Escollo salvado. Alivio por mi parte.)
En efecto. Si le parece bien, señorita Stewart… Zadie, ¿la puedo llamar así? estoy dispuesto a llevarle el sobre en persona. (Silencio.) De hecho vivo en el centro de Manhattan. Soy free lance, de modo que tengo un horario muy flexible… (Excusa pésima, subrayada por una risita nerviosa.)
Es usted muy amable, señor… Ackerman, pero la verdad no hace falta que se tome la molestia. Bastante ha hecho con llamarme. Le quedaría muy agradecida si enviara el sobre a Leichliter Associates, a mi nombre. La dirección, si no la sabe, es el 252 E de la calle 61. El distrito postal es el 10028.
¿Está segura que no quiere que se lo lleve…?
Segurísima. De veras, no hace falta. Gracias de nuevo, señor Ackerman. Que tenga usted un buen día.
(Cuelga. Zumbido de la línea telefónica.)
1 p. m.
Extraños, intensos estos últimos diez días, como un largo túnel entre dos pesadillas, literalmente, una antes de ir a Deauville y la otra después de la primera noche en Hell’s Kitchen. Necesito pensar, recapitular lo que ha ocurrido, casi no he tenido tiempo de asimilarlo. Me sentó bien ir a Deauville, como siempre, a pesar del golpe inesperado de la muerte de Sam. Apenas escribí, ni siquiera en el diario; me dediqué a pasear, a leer, a pensar, a charlar con Louise. Está muy bien. Me entiende como nadie y me deja la mayor parte del día a mi aire. Trabaja sin parar. Está con el agua al cuello, preparando la exposición. Al final del día —siempre deja de trabajar en el momento en que no hay luz natural— le gusta que suba al estudio. Se sirve un whisky —para mí vodka— y me enseña lo que ha hecho, fumando, sin decir gran cosa. Luego, bajamos a la cocina, y durante la cena sí que hablamos sin parar. Me preguntó por los cuentos. Le conté lo de Atlantic Monthly, y le di a leer el último que he escrito. Lo acabé el día antes de ir a Deauville. Se titula Las luces de la sinagoga. Es la historia de un sefardita de Granada que un día decide regresar a un barrio judío de Brooklyn, en busca de su exmujer. No es exactamente cierto que durante mi estancia en Deauville no escribiera nada. Escribí una semblanza de Sam, un recuerdo, a modo de despedida, ni siquiera un homenaje. Me costó hacerlo. Mientras estuve en su territorio, su ausencia era algo muy real. Una mañana fui a ver a Rick, y dio la casualidad de que estando yo allí apareció Kim, la mujer que se ocupaba de lavarle la ropa y hacerle la comida. Después me acerqué a pie hasta el rancho de Stewart Foster. Me llevó a los establos, dándome detalles sobre las nuevas adquisiciones y los nacimientos más recientes. Insistió en que me quedara a almorzar, y naturalmente, Sam estuvo presente en la conversación. Esa tarde, mientras Louise pintaba, escribí sobre Sam. Pero desde que he vuelto a Hell’s Kitchen, su recuerdo se ha vuelto vaporoso. Todo lo tiñe el encuentro de Port Authority, la carta, la foto. No sé por qué me afecta tanto esto, es absurdo tratándose de alguien que no conozco, pero lo cierto es que no me puedo quitar a esa mujer, Nadia, de la cabeza.
2:30 p. m.
A la llegada, el sábado, tenía un mensaje de Marc en el contestador, diciéndome que me pasara por el Chamberpot, a eso de las ocho. Estaba con su gente, tomando copas y jugando al billar. Me sentó bien volver a verlo. Lo de Claudia, no me explico bien cómo pasó. Me pidió que la acompañara hasta su casa y al llegar al portal me preguntó si quería subir a tomar una copa. Le dije que estaba cansado, pero insistió. Me desperté de madrugada, desconcertado, creyendo que todavía estaba en Deauville. Estuve mucho rato desvelado, fumando y hojeando libros, y cuando comprendí que no podría volver a dormir, le dejé una nota y me vine aquí.
9:30 p. m.
Marc, por fin te encuentro, te he llamado un par de veces.
Estaba en Long Island, acabo de volver. ¿En qué lío te has metido ahora? Ándate con cuidado, ya viste lo que pasó ayer en Midtown.
¿Qué pasó?
¿No has visto los periódicos? La banda de los Westties ha ejecutado a un tipo en plena calle. Cuando vi la foto reconocí a la víctima. Tú también lo conocías. Iba bastante por el McCourt’s. Es el tercero que cae esta semana. No se andan con bromas.
No sabía nada. Hace días que ni me molesto en leer el periódico.
Haces mal. Lo de los Westties es mejor que una novela.
Cambiando de tema, tenemos que hablar.
¿De la chica de la foto?
¿Cómo lo sabes?
Porque es lo único que tienes en la cabeza. Lo demás no te interesa, como acabas de demostrar. Ayer no hablaste de otra cosa en toda la noche.
Hay novedades, por eso te llamo.
¿Ah, sí? Cuenta, cuenta.
Hace un rato por fin llamé al número del sobre y hablé con la tal Zadie. Trabaja para una empresa que se llama Leichliter, no pregunté qué tipo de empresa era, pero tiene toda la pinta de ser una inmobiliaria o algo así. Tengo la dirección. No queda lejos de mi casa, pero por más que le he insistido, Zadie se niega a que vaya a darle el sobre en persona. Necesito que me eches una mano.
¿Yo? ¿Y qué quieres que haga?
Que vengas conmigo a su oficina. No tengo la menor intención de mandarle la carta por correo. He pensado que se la entregues tú en mano, haciéndote pasar por mí. Yo te esperaré en el café más cercano. Tú te ves con ella y a la salida me cuentas cómo es; de ese modo yo podré seguirla sin que sospeche nada… y dar con su amiga.
Con la chica del autobús.
¿Con quién si no? Se llama Nadia.
Ya, ya, no se me ha olvidado. Me lo has dicho como veinte veces. ¿Y cuándo quieres que vayamos?
Cuanto antes. Hoy ya no puede ser. ¿Te puedes escapar mañana? Por favor. Es importante para mí.
Ya me había dado cuenta de eso. Estás de suerte. Puedo ir un poco antes del almuerzo, a eso de las once y media, ¿te va bien?
25 de octubre
Las cosas resultaron más o menos como me las había imaginado. Casi enfrente de Leichliter había un café-bar, el Next Door Lounge. Me senté en la mesa que daba a la ventana y, levemente intranquilo, seguí los movimientos de Marc. Había mucha gente por Midtown a aquella hora. Andando con una solemnidad exagerada, cruzó a la otra acera y me empezó a hacer señales con el sobre en alto. Algunos transeúntes se volvían a mirarlo. Por fin, efectuó una profunda reverencia y, acercándose a un buzón, hizo ademán de ir a echarlo allí. Se llevó la palma derecha a la altura de las cejas, simulando otear el horizonte. Por fin, me volvió a enseñar la carta y pasándose el índice por el cuello, como si se lo estuviera jugando, se dirigió a la puerta de Leichliter Associates. Ahora el que aguzó la vista tratando de ver lo que ocurría al otro lado de la calle fui yo. Desde lejos, pude ver que hablaba con una recepcionista y se quedaba en actitud de espera. Al cabo de unos instantes se acercó a él un botones, y Marc desapareció en las interioridades de la oficina. Menos de cinco minutos después regresaba con cara de circunstancias al Next Door Lounge.
¿Qué tal?
¿Quién? ¿Zadie? Una preciosidad. Hemos quedado a cenar esta noche. Lástima que no me gusten las chicas.
En serio, Marc.
Pues… la recepcionista me dijo que podía dejarle la carta a ella, pero yo le aclaré que tenía instrucciones de entregarle el sobre en mano, así que llamó al botones, quien me acompañó hasta el despacho de la señorita Stewart, en el tercer piso. Es aquél, si no me equivoco.
Señaló hacia una ventana donde se veía el nombre de la firma, formando un arco. Desde abajo, lo único que se distinguía del interior era el reflejo de unos tubos fluorescentes.
¿Y?
Miss Zadie Stewart es una ejecutiva normal y corriente, aunque si me la imagino vestida de otra forma, no carece de atractivo. Es todo, Gal, por más vueltas que le des, no hay más. Parecía estar muy ocupada y, a pesar de tus temores, no le molestó en exceso que el señor Ackerman se presentara en persona a entregar la carta, por más que ello fuera en contra de sus indicaciones expresas.
¿Qué le dijiste?
Que vivía a menos de un cuarto de hora a pie, que llevaba toda la mañana escribiendo sin parar y necesitaba estirar las piernas, y que después de haber oído su voz no podía resistir la tentación de querer verla en persona. No te rías, es lo que le dije.
¿Y ella qué te dijo?
Me dio las gracias, llamó al botones y le indicó que tuviera la amabilidad de acompañar al señor Ackerman a la puerta. Antes de irme le di la mano, y entonces sonrió. Levemente.
¿Cómo es?
Parece una mujer inteligente.
¿Y físicamente? Se supone que la tengo que seguir.
Pelo negro, piel bronceada, podría ser italiana o algo así. Alta, con gafas de pasta negra, falda y chaqueta gris.
¿A qué hora sale?
Fíjate por dónde, no se me ocurrió preguntárselo. Si quieres vuelvo y se lo digo. Mucho me temo que tendrás que esperar. Con un poco de suerte saldrá a la hora del almuerzo y, estando tan cerca, a lo mejor se presenta aquí mismo. En ese caso conviene que me largue, no sea que me vea contigo. Va en serio, Gal, me las piro. No tengo todo el día para estar jugando a detectives.
Muchas gracias, Marc. ¿Irás por el Chamberpot esta noche?
No. Tengo una cita con Zadie en la Côte Basque. El sueño de toda mi vida, cenar en el restaurante favorito de Truman Capote. Ahora me puedo permitir esos lujos, me han subido el sueldo, se me olvidó decírtelo. En fin, suerte con tu Nadia. Au revoire.
Muchas gracias, Marc, de veras que te lo agradezco.
Por ti, lo que haga falta, baby.
Zadie Stewart no salió de la oficina a la hora del almuerzo. A eso de las doce y media cayó un fuerte chaparrón y apenas vinieron clientes a la cafetería. Pedí algo de comer. Después, para hacer tiempo, un café detrás de otro. Cuando le pedí el cuarto, la camarera se apiadó de mí y en los ratos libres me venía a dar conversación. A eso de las tres estuve a punto de abandonar. Pedí la cuenta y a modo de explicación le dije a la camarera que tenía una cita, pero que al parecer la otra persona se había olvidado de mí. A veces pasa, dijo sonriendo. Le di una buena propina y me despedí. Estaba decidido a irme, pero cuando llegué a la puerta cambié de idea. Al ver que me sentaba en la misma mesa, la camarera se acercó riéndose y me trajo un capuccino. Invita la casa, me dijo. A las cinco, cuando todas las oficinas empezaron a vomitar simultáneamente a sus empleados, decidí continuar la espera en la calle. Me aposté justo frente a la fachada de Leichliter Associates. A las cinco y veinte puse un coto al tiempo de espera, y luego otro, y otro más. Tuve que hacer un esfuerzo considerable para convencerme de que era absurdo tirar la toalla después de tantas horas de acecho, sobre todo teniendo la certeza de que Zadie Stewart todavía se encontraba en el interior del edificio. Poco después de las seis, la vi salir acompañada de un tipo bien trajeado. Tal y como había dicho Marc, era esbelta y de tez morena. Iba vestida a su vez con traje de chaqueta y llevaba gafas de montura negra. Zadie Stewart y su acompañante estuvieron charlando unos minutos delante de la fachada de Leichliter Associates. Crucé la calle y, consciente de que no podían sospechar nada de mí, me puse a observar un escaparate, peligrosamente cerca de ellos. No tardaron mucho en despedirse.
Sentí alivio al ver que Zadie Stewart echaba a andar. Si le hubiera dado por coger un taxi, con toda seguridad la habría perdido en medio del tráfico, eso sin contar con el pequeño detalle de que no llevaba demasiado dinero encima. ¿Y adónde iría? ¿A Brighton Beach? ¿Y si no iba allí, cómo haría para dar con Nadia? ¿No sería mejor abordarla directamente? Después de mucho pensarlo, decidí esperar a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.
En la esquina de la calle 60 se quitó los tacones y se puso unas zapatillas de deporte. Al llegar a Lexington entró en la estación de metro. Había mucha gente en el andén, de modo que no se percató de mi presencia. La seguí, perdido entre el gentío. Hizo dos transbordos, uno en la 51 y otro en el Rockefeller Center. Sí, iba a Brooklyn. Me acomodé en la otra punta del vagón, con el periódico en la mano. Leí la historia del asesinato perpetrado por los Westties de que me había hablado Marc por la mañana. Un transbordo más. Por fin, a eso de las siete y media llegamos a Brighton Beach. Antes de ir a su casa, entró en un supermercado y recogió un traje de la tintorería. Su destino final era un enorme bloque de apartamentos, sin portero, en Neptune Avenue. Abrió el portal con llave y desapareció por un pasillo. Memoricé el número del edificio y miré la hora. Las siete y media, casi. Sentí que me volvía a desfallecer el ánimo. ¿Así terminaba la persecución? Crucé a la otra acera y desde allí contemplé la inmensa mole del edificio, sin saber cuál de entre todas las celdas de aquella colmena podría ser la suya. Había oscurecido. Me pregunté si Nadia estaría en el apartamento con ella. De ser así, tal vez les diera por salir a cenar. Al cabo de unos cinco o diez minutos, apareció una pareja de ancianos por el fondo del pasillo y me acerqué al portal, haciendo que mi llegada coincidiera con el momento justo en que abrían la puerta. La mujer me increpó, en ruso, y yo le di las gracias y sonreí. Haciendo caso omiso de las protestas de la pareja, me encogí de hombros y entré en el edificio. Me metí por el pasillo de la derecha, como le había visto hacer a Zadie Stewart y al final me encontré con una pared ocupada de arriba abajo por buzones metálicos. No todos tenían nombre. Fui leyendo las etiquetas metódicamente. Empezaba a desesperar cuando por fin di con lo que buscaba: en una cartulina amarillenta leí Zadie Stewart, a máquina, y debajo, escrito a mano, Nadia Orlov. El número de apartamento era el 30-N.
Dejé atrás los buzones y llegué a un amplio espacio rectangular. Había tres puertas de ascensores y un solo timbre de llamada. Lo pulsé. Se abrió la puerta central, entré en la caja y oprimí el botón del piso 30. El ascensor se puso en marcha, renqueando levemente. Al cabo de un minuto interminable salí a un descansillo que daba a un corredor estrecho, flanqueado por puertas de un color indefinido, entre gris y azul, ocho a cada lado. Al principio mismo del corredor, a la derecha, había un ventanal enorme, desde donde se dominaba un amplio panorama. Me detuve a contemplarlo, siguiendo con la mirada la línea de la playa, que desembocaba en el estallido de luces de Coney Island. Avancé despacio por el pasillo hasta encontrarme delante del apartamento N. A mis pies, una rendija de luz. Agucé el oído. Al cabo de unos instantes, distinguí el murmullo amortiguado de un televisor, eso fue todo.
Merodeé unos instantes por el pasillo y decidí que lo mejor era volver a la calle. Me aposté otra vez frente a la fachada, sin saber bien cómo continuar mis pesquisas. Probé a llamar al 411. Información telefónica, en qué puedo ayudarle, dijo una voz femenina. Le di el nombre y la dirección de Zadie Stewart y crucé los dedos. Lo siento, señor, pero en esa dirección no figura nadie con ese nombre, me dijo la operadora. Le di las gracias y colgué. Hubiera sido demasiado fácil. O algo peor: jugárselo todo a una llamada telefónica podría haber dado al traste con la búsqueda. Enderecé mis pasos hacia Brighton Avenue, que está llena de restaurantes y garitos rusos. Entré en uno al azar. En un escenario había un cantante gordo, encorbatado, con chaqueta de lentejuelas, acompañándose de un órgano eléctrico y unas cuantas parejas de gente de mediana edad, bailando en una pista. No había barra, sólo una serie de mesas comunales que le daban al local un cierto aire de merendero soviético. El camarero se presentó, dándome la mano. No era ruso, era polaco, se llamaba Metodi, y no hablaba prácticamente ni una palabra de inglés. Pedí unos blintzies y una medida de vodka. Así es cómo se pide, por volumen, logró hacerme entender Metodi, y la idea me gustó. El alcohol me ayudó a poner las cosas en perspectiva. Cuando terminé de cenar me fui a dar una vuelta por el boardwalk, el tablado de madera que sigue el trazado de la costa. Sentí una emoción muy profunda, recordando los paseos por Coney Island, en compañía de mi abuelo David, cuando yo era niño. Había mucha gente paseando, grupos de viejos y niños. Luces de embarcaciones en el mar, a lo lejos. En efecto, como decía Nadia en su nota, había mucha gente que no hablaba inglés. Pasé de largo por delante del parque de atracciones, hasta que llegué a la estación de metro. Asomado a la última ventana del vagón de cola, contemplé Coney Island. Presidiéndolo todo, la rueda de la noria gigantesca, junto al Cyclone, la montaña rusa de mi infancia. En la distancia, el esqueleto del Salto del Paracaídas, como un hongo atómico abriéndose en el aire. Llegué a Manhattan a las once. En casa tenía dos recados en el contestador, uno de Louise y otro de Claudia.
Nadia Orlov, dije en voz alta. Me senté en la mesa de la cocina. En la Underwood estaban los dos folios con el papel carbón en medio, se me había olvidado quitarlos. Tecleé el nombre y me quedé mirando las letras. O bien le escribía una carta a Nadia Orlov, con cualquier excusa, provocando el encuentro… O bien contrataba los servicios de un detective privado. Solté una carcajada, pensando en mi breve intrusión en aquel oficio. ¿Te puedes permitir los gastos, Gal Ackerman, o es una de tus fantasías? me pregunté. La respuesta estaba en el bolsillo. Instintivamente, llevé la mano allí y acaricié el cheque de 500 dólares. Era el primer cuento que vendía. Y ni siquiera había sido idea mía. Fue Marc quien lo envió, haciéndose pasar por mí, porque sabe que yo jamás hubiera hecho nada semejante. Lo importante es que, gracias a él, podría hacer frente a los primeros gastos.
Lo mejor, buscar en las páginas amarillas. La única guía que tengo es de hace tres años, pero decido que valdrá. No todo el mundo va a cambiar de dirección y teléfono a la vez. Dejo pasar varias letras hasta llegar a la que busco. Ocupa unas cuantas páginas. Me salto varios oficios y actividades y empiezo a estrechar el cerco: Dentistas, Diamantes, Diseños. Pero no Detectives. Salto al índice alfabético abreviado, al final de la guía. Allí encuentro: Detectives, Servicio de… Ver: … Y entre varias referencias, por fin: Investigadores.
Es como consultar un diccionario enciclopédico… Hay una lista muy extensa, entre Hoteles y Joyerías. Me detengo en algunos nombres, sin mayor motivo. De repente, al toparse con Meyerson Associates, Inc., pienso en Leichliter, y se me ocurre buscar el nombre, por si fuera una agencia de investigación. Tendría gracia, pero, por supuesto, allí no figura ningún Leichliter. El nombre más cercano es Lincoln… Lincoln Controls, Inc. No teniendo criterio para elegir ninguna firma específica, empiezo a jugar con las posibilidades que se me presentan al azar. Algunos de los hallazgos son de lo más chusco. Por ejemplo éste, en letra grande, marcada en negrita:
PINKERTON CONSULTING
& INVESTIGATION SERVICES.
Una firma con prestigio histórico y literario. Arrastro el dedo índice para ver bien la dirección: número 30 de Wall Street. Podría ser, no está mal ubicada. Y en otra columna, más discretamente anunciada, leo:
HOLMES DETECTIVE BUREAU, INC.
FUNDADA EN 1928.
Hablando de prestigio literario… pero decido seguir buscando. En un recuadro, en la esquina derecha, en el vértice superior de la página leo CLARK. El nombre no despierta ninguna asociación, pero de repente veo algo que me hace decidirme por ellos: el dibujo publicitario. Es una lupa, y en el centro de la lente de aumento, como atrapada in fraganti, la letra C. Pero lo que me hace soltar la carcajada es la sombra que proyecta la lupa. En el centro del círculo hay una mancha que puede sugerir cualquier cosa. La observo atentamente, tratando de decidir qué es. Pudiera tratarse de una mosca, pero a lo que más se asemeja es a una mata de vello púbico. Sigo leyendo: 20 años de experiencia demostrada. Especialistas en vigilancia. Agentes armados o desarmados. Discreción y profesionalidad. Tarifas razonables. Viene un número de teléfono, pero ninguna dirección. Vuelvo a la búsqueda alfabética y doy con ella en la columna correspondiente. El dibujo me hace tanta gracia que lo arranco y lo guardo entre las páginas del diario, después de anotar todos los datos que necesito:
Clark Investigation & Security Services, Ltd.
34-10,56 Woodride, Manhattan (212) 5148741
Ver nuestro anuncio en página contigua.
26 de octubre
Era una oficina destartalada, que me hizo pensar en el despacho de un abogado de inmigración, o el consultorio de un dentista de barrio. Había varios clientes en la sala de espera. Dos mujeres que parecían madre e hija, y un blanco de unos cuarenta y cinco años de edad, trajeado, con pajarita de lunares, y que llevaba consigo un estuche de violín. En el revistero había varios ejemplares atrasados de National Geographic y Sports Illustrated. La recepcionista me hizo rellenar un cuestionario de cuatro páginas. Algunas preguntas eran tan peregrinas que me hicieron reírme, pero lo cumplimenté dócilmente y se lo entregué a la chica del mostrador.
Son cincuenta dólares por la consulta, me indicó. ¿Necesita un detective armado?
Me reí.
No creo que sea necesario.
El detective Bob Carberry le atenderá en seguida. Tome asiento, por favor.
Eché un vistazo a la sala. El tipo del violín había desaparecido; la madre y la hija (suponiendo que lo fueran) se disponían en ese momento a entrar en un despacho. Unos diez minutos después vi salir a una mujer rubia de una oficina. La recepcionista la acompañó a la puerta y acercándose a mí, me pidió que la siguiera hasta la oficina de la que había salido la mujer. Me cedió el paso, entró inmediatamente después de mí y le entregó al detective el formulario que me habían hecho rellenar.
Señor Ackerman, el agente especial Robert Carberry se encargará de atenderlo, dijo y salió del despacho, cerrando la puerta sin hacer ruido.
El tal Carberry se levantó, me dio la mano y me pidió que tomara asiento.
Con una atención exagerada, moviendo los labios de un modo que tenía algo de grotesco, Carberry empezó a leer en voz baja las respuestas que había escrito en el formulario. Mientras lo hacía, iba subrayando los renglones con el índice, profiriendo unos sonidos perfectamente ininteligibles, como si estuviera canturreando, aunque tal vez fuera una manera de hablar consigo mismo. Hasta que comprendí que se trataba de una técnica que le ayudaba a pensar. De vez en cuando interrumpía la lectura, se quedaba abstraído unos instantes y a continuación me estudiaba con la mirada. Lo observé a mi vez con atención, mientras leía el cuestionario. Teniendo en cuenta la profesión que había elegido, el aspecto físico del agente Bob Carberry no era de lo más discreto. Tenía cara de sapo, y su figura al completo me sugería a un personaje de cómics que no lograba identificar. Gordo, de un metro setenta y cinco de estatura, de piel blanquísima, salpicada de pecas. Tenía una enorme papada y los mofletes hinchados, y el pelo cortado al cepillo, casi a ras de cráneo. Llevaba camisa blanca, de manga corta, y una corbata de flores, con el nudo corrido hacia un lado. Era obvio que le oprimía el cuello. Rondaría los treinta y ocho años y su peso el centenar de kilos. Tras los vidrios de las gafas se adivinaba un par de ojillos porcinos, de color azulado. Por si fuera poco, el agente especial Carberry era estrábico. Se levantó para servirse un cucurucho de agua de un botellón que había en una esquina, junto a la ventana. Pese a su corpulencia, se movía con notable agilidad.
Tardó casi diez minutos en terminar de leer el cuestionario. Cuando lo hizo, se apoyó de codos en el escritorio y dijo: ¿Qué le parece si entramos en materia, señor Ackerman?
Tenía la voz pastosa, y apenas vocalizaba. Saqué una cajetilla de tabaco y le ofrecí un cigarrillo, pero declinó, extrayendo a su vez del bolsillo de la camisa una boquilla de plástico, visiblemente mordisqueada, que en seguida se llevó a la boca.
Gracias. Estoy intentando dejar de fumar.
Le expuse mi caso. Los dedos gordezuelos de Carberry se adherían como ventosas a una libreta pequeña en la que tomaba notas a gran velocidad. Le pregunté si quería que le hablara más despacio.
En todo caso más deprisa, señor Ackerman, contestó. Así salimos los dos ganando. Tiempo y dinero.
Cuando terminé de hablar, dejó la libreta en la mesa y dijo.
Así que escritor. ¿Y qué es lo que escribe, Ackerman?
Un poco de todo.
El modo en que me miró me permitió ver su juego. Se sentía más cómodo haciéndose pasar por idiota. Al cabo de un instante volvió a ser el mismo de antes.
Nadia Orlov, dijo, paladeando las sílabas. Mordió la boquilla mentolada con fuerza. Es un caso fácil, casi ridículo. No es que quiera boicotear a la empresa para la que trabajo, a fin de cuentas vivo de esto, pero ¿está seguro de que se quiere gastar el dinero en una cosa así? En fin, si está aquí, supongo que sí. Yo lo digo porque tengo entendido que los escritores son unos muertos de hambre, dicho sea sin ánimo de ofender, pero en fin, a veces las apariencias engañan. Vamos a ver. Digamos que le puedo dar un informe definitivo el mismo lunes por la mañana. Me gustaría observarla también durante el fin de semana, así le sacará un poco más de partido a su dinero.
¿A cuánto ascienden sus honorarios?
A quinientos dólares. Los cincuenta dólares de consulta están incluidos en el monto total. El resto lo puede pagar cuando se le haga entrega del informe.
Pensé con alivio en el cheque de Atlantic Monthly.