Pero Umberto Pietri no había muerto, sino que había vuelto a su lugar de origen. Y tuve que ser yo quien se tropezara con él. Yo no lo elegí, pero son pocas las cosas que uno elige que le pasen. Cuando me tuvo delante, vio el cielo abierto y descargó sobre mí todo el peso de su historia. Llevaba décadas aguardando una oportunidad semejante y al final había perdido la esperanza de poder hacerlo. Pero vuelvo a lo dicho: las cosas no suceden como uno quiere. Me contó cosas que no había dicho nunca a nadie, en dos partes, porque había tanto que contar que nos vimos dos veces. Cuando lo consulté con Patrizia, mi mujer, ella lo vio todo con la misma claridad que yo: tenía que ponerme en contacto con Ben Ackerman, decirle que Pietri estaba vivo, y sugerirle que tú y yo nos encontráramos en Madrid. Tú y yo, porque a fin de cuentas, el destinatario de la historia eras tú. Tiene sentido que sea aquí, porque aquí es donde se conocieron tus padres (Umberto y Teresa; Ben y Lucía), porque aquí fue donde naciste tú. Porque aquí fue donde se perdieron para siempre los sueños de libertad de tanta gente. Y porque fue aquí donde…
Levanté la mano, a fin de impedir que terminara la frase. Sabía lo que iba a decir y no quería oírlo, pero era inevitable.
… donde murió tu madre.
Me resultaba muy difícil dominar el vértigo que sentía. Nacía en la base del estómago y me subía por el pecho, y estallaba en la cabeza.
[Sigue un largo espacio en blanco. En la parte donde se prosigue el recuento de su conversación con Abraham Lewis, Gal parece guiarse por la carta que éste le escribió a Ben Ackerman. No he encontrado el original en el Archivo. Tan sólo conozco los fragmentos transcritos por el propio Gal en los cuadernos.]
Cuando salimos de Chicote era ya bastante tarde. Me sentía a gusto paseando por aquella avenida elegante, de escaparates vivamente iluminados. Al cabo de unos minutos llegábamos a la Red de San Luis. Otra cosa que me encantaba de Madrid: la magia de los nombres. Un portero uniformado nos abrió la puerta. Cediéndome el paso, Lewis me contó que el Hotel Florida había sido muy concurrido por los periodistas extranjeros durante la guerra.
Aquí tenía su cuartel el general Hemingway, dijo. Me lo imagino a todas horas en el bar. Claro que si es por bares, no hay ciudad mejor en todo el mundo, ¿no te parece, Gal? Piensa en todos los sitios donde hemos estado hoy. En ningún momento nos ha hecho falta pararnos a pensar para elegir.
Cogimos el ascensor hasta el último piso. Al otro lado de unas puertas de cristal se abría un local amplio, alfombrado, con una barra tenuemente iluminada y numerosas mesas con veladores, considerablemente espaciadas entre sí. En la pared del fondo se abrían unos ventanales que daban a la Gran Vía. Al ver a Lewis, un camarero que parecía estar sobre aviso nos condujo a un rincón donde había dos butacones de cuero, delante de una chimenea en la que ardía discretamente un leño, de espaldas al bullicio del bar. Sin mayor dilación, Abe retomó la conversación en el punto exacto donde la habíamos dejado en Chicote.
Cada vez que me viene el recuerdo de aquella noche, dijo, lo primero que veo es la luna, redonda y enorme, sobre la plaza de Certaldo. Umberto Pietri guardó la foto de la miliciana entre las páginas del libro que llevaba en el bolsillo y siguió hablando. Cuando recibió la orden de incorporarse al Escuadrón de la Muerte, Teresa Quintana estaba embarazada de seis meses. Un amigo común, Alberto Fermi, le prometió cuidar de ella, sólo que también él estaba pendiente de que lo trasladaran en cualquier momento a su unidad. Pietri no se lo dijo a Fermi, pero tenía la certeza absoluta de que una vez que se separara de ella, jamás volvería a saber nada de su compañera, y efectivamente así fue.
Encima de la mesa, había una botella de agua mineral. Pietri se la llevó a los labios. Bebió con gran esfuerzo, mientras la nuez le subía y bajaba frenéticamente a lo largo del cuello. Le pregunté si se encontraba bien. Evitando mirarme a los ojos, me dijo que le habían detectado un tumor en el hígado y quizá le quedaran un par de meses de vida. Guardó unos momentos de silencio antes de decir que desde que le habían dado la noticia le empezó a rondar por la cabeza la idea de ponerse en contacto con su hijo.
[Gruesa anotación a lápiz azul, tachada pero perfectamente legible: Conmigo]
Por lo menos, que sepa lo que pasó, dijo, con un hilo de voz, aunque a estas alturas puede que no tenga sentido. No es sólo por él. Antes de reventar tengo necesidad de contarlo todo, aunque sea una sola vez.
[…]
Después de acabada la guerra, siguió diciendo Pietri, no volví a saber nada ni de Teresa ni de Alberto ni de nadie, de lo cual me alegré, como entenderás en su debido momento. Es decir, no supe nada hasta el día que Alberto Fermi se presentó inopinadamente aquí en Certaldo.
¿Cuándo fue eso?
En octubre del 46, el día exacto no lo sé.
[Hay un hiato en el texto.]
Cuando le llegó la orden de incorporarse a la Brigada de Luigi Longo, Alberto Fermi, Ben Ackerman y Teresa Quintana se reunieron en el Aurora Roja. En el momento de despedirse, Ben y Alberto intercambiaron direcciones. Estos gestos resultan casi siempre inútiles en tiempos de guerra, sin embargo en cuanto puso un pie en Brooklyn, Ackerman le escribió a Fermi, dándole cuenta de todo lo que había ocurrido desde que se separaron. Quería que supiera que Teresa había muerto al dar a luz, pero que el niño se había salvado, que en el hospital todos pensaron que Ben Ackerman era el padre y que él no hizo nada por aclarar que no era así. Y, en efecto, figura como tal en el Registro Civil. En su poder obra una partida de nacimiento, perfectamente legítima. Poco después, contrajo matrimonio con Lucía Hollander. Cuando repatriaron a las Brigadas, Lucía y él se llevaron al bebé a Estados Unidos y lo criaron como si fuera su hijo.
Pietri sacaba fuerzas de flaqueza, desgranando datos que a mí me resultaban cada cual más sorprendente que el anterior. Me dijo que se alegraba de que el hijo que había tenido con Teresa hubiera encontrado una familia. Durante muchos años, prácticamente nunca le dio por pensar en él. Andando el tiempo, alguna vez recordaba que existía y se preguntaba cómo podría ser, pero todo quedaba en la esfera de lo imaginario, no es que tuviera interés por conocerle. Sólo ahora que se sabía tan próximo a morir sentía… No era sólo por su hijo, volvió a insistir. Más bien tenía necesidad de contar lo que le había pasado al Escuadrón. Por eso, mi aparición le parecía una señal.
No estoy seguro de estar reproduciendo con exactitud las palabras de Abraham Lewis. Si hay alguna incoherencia aquí, la culpa es mía, porque él me refirió los hechos con absoluta claridad y orden. Es posible que las emociones que despertaba en mí lo que decía tiendan a desdibujar su narración. Lo cierto es que estando con él en el bar de aquel hotel, de cuando en cuando se me perdía su voz, igual que me ocurre también ahora que trato de transcribirla en el Cuaderno. En muchos momentos no sólo dejaba de oírle sino incluso de verle. Pero mis sentimientos no cuentan, lo único que importa es dejar constancia de todo por escrito.
Mientras le oía hablar, una cosa me llamaba cada vez más la atención, dijo Lewis: ¿Por qué se turbaba tanto Pietri cada vez que mencionaba el Escuadrón de la Muerte? Por fin, decidí preguntarle a quemarropa qué había ocurrido exactamente en la ermita de Santa Quiteria. Pietri agitó la mano derecha como si estuviera apartando una telaraña, y clavando en mí unos ojos detrás de los que se asomaban los de la Muerte, escupió estas palabras:
Los traicioné, Lewis. Se perdió la unidad. Murieron todos… Conservé el pellejo a cambio de que los sacrificaran como a conejos. Soy un cobarde y un traidor. Por eso estoy vivo.
Me engañaba a mí mismo. Mis sentimientos sí contaban. Cuando Abe me hizo aquella confesión, algo se tambaleó dentro de mí. Sentí que se me nublaba la vista. Miré a mi alrededor, escrutando las tinieblas del bar. Volvió a adueñarse de mí aquella sensación que me asaltaba cada poco, desde que puse un pie en Madrid. No quería estar allí. Me sentía mortalmente agotado.
¿Qué… qué hora es, Abe?
El brigadista se inclinó hacia mí.
Todavía no he terminado, Ackerman, dijo con voz casi sibilante, pero si quieres lo dejo.
Me rendí ante la evidencia y dije:
Ahora ya es tarde. Sigue hasta el final.
Pietri rompió a sudar copiosamente. Parecía librar una batalla terrible consigo mismo. Por fin, movió la cabeza y me pidió disculpas, diciéndome que lo mejor era dejar las cosas como estaban. Había en su mirada un fondo de desamparo que me impulsó a decirle que me contara lo que quisiera, que yo estaba perfectamente dispuesto a escucharle.
Se levantó y dejando un billete encima de la mesa murmuró, más bien para sí:
Lo mejor que puedo hacer es largarme. De todos modos me alegro de que se haya cruzado en mi camino, sargento Lewis.
Pero no se iba, seguía allí de pie, con la mirada ausente. Estaba tenso y me contagiaba su tensión.
Lo que he confesado hace un momento, dijo por fin, no se lo había contado nunca a nadie. No es que me arrepienta, sólo que no he hecho más que destapar algo muy oculto. Y ahora que he empezado, me doy cuenta de que me gustaría que me escuchara hasta el final. Por otra parte, soy perfectamente consciente de que no tengo derecho a pedirle una cosa así. El hecho de que los dos hayamos sido brigadistas no me otorga ningún privilegio.
Pietri se apoyó en la mesa y me preguntó si al pasar por Castelfiorentino con mi mujer habíamos subido hasta las inmediaciones del monasterio de San Vivaldo. Hice un gesto negativo con la cabeza y me explicó que quedaba al suroeste del pueblo, pasada la antigua villa de Montaione, en una zona de bosques.
Como si diera por hecho que nos volveríamos a ver allí al día siguiente, me indicó cómo llegar en coche y precisó que él llegaría en torno a las ocho de la mañana, antes de que el calor empezara a caer a plomo. Era mucho lo que le pesaba en la conciencia, dijo, pero recalcó que si decidía no acudir a la cita lo entendería. No me dio la mano antes de irse. Se limitó a alejarse hacia el otro extremo de la plaza, caminando con paso inseguro.
En el hotel no me podía dormir. Lo que me había empezado a contar Pietri despertaba en mí un profundo sentimiento de rechazo, y sin embargo estaba seguro de que al final acudiría a la cita. Leí lo que decía la guía acerca de las villas de Certaldo, Montaione y Castelfiorentino. A ti, que eres escritor, te hará gracia saber que Boccaccio pasó en Certaldo los últimos trece años de su vida, en un lugar conocido como Castello, que según dicen, es el escenario del Decamerón. La historia de Castelfiorentino también tenía su cosa, pero lo que más me llamó la atención fue la descripción de un laberinto de capillas erigido en las inmediaciones del monasterio de San Vivaldo.
Por la mañana temprano le conté a Patrizia a grandes rasgos mi encuentro de la víspera, y le confesé que había decidido llegar hasta el fondo de la historia de Pietri. Quedé en volver por el hotel hacia la hora del almuerzo. El viaje en coche fue muy corto. Llegué al jardín de cipreses centenarios donde Pietri me dijo que me esperaría. Lo encontré sentado en un banco de piedra, junto a un muro semiderruido en el que se abría una ventana ojival desde donde se dominaba todo el valle. Llevaba una camisa blanca, remangada, pantalón negro y sandalias.
No sabe lo que le agradezco que haya venido, Lewis, dijo cuando llegué a su lado. No las tenía todas conmigo.
Fue todo lo que le dio tiempo a decir. De repente el rostro se le contrajo en una violenta mueca de dolor y le sobrevino un ataque de náuseas. Apoyado en el alféizar de la ventana, daba grandes arcadas, intentando vomitar, pero lo único que logró fue escupir un hilo de saliva rojiza. Hice ademán de ir a ayudarlo, pero me lo impidió con gesto resuelto. Al cabo de unos minutos se limpió los labios con un pañuelo y apoyándose en la columna que partía en dos la ventana, señaló hacia un punto del valle.
Vivo en Certaldo, dijo pero el trabajo lo tengo en Castelfiorentino. ¿Ve aquella nave de tejado rojo, junto al puente, donde hay un puñado de coches aparcados? Es mi taller.
Cuando se sintió con fuerzas, me propuso efectuar un recorrido por las capillas. Me las iba señalando, contándome anécdotas, sin entrar en ninguna. Por fin llegamos hasta una tapia cubierta de hiedra y apartó unas matas, dejando un boquete al descubierto.
Todo el lugar está lleno de escondrijos así. De pequeños veníamos mucho a jugar aquí. Figúrese, para un niño no puede haber nada más fascinante y misterioso. Me atrevería a decir que en cada rincón del bosque he dejado algún recuerdo. Es un lugar simbólico. Son muchas las cosas que hice por primera vez aquí. Entonces todas las capillas estaban intactas. Cuando volví al bosque de San Vivaldo, después de la guerra, la mitad se encontraba en ruinas. En cierto modo me alegré. El pasado no se puede cambiar y las heridas de las piedras me hacían pensar en las mías. Sígame.
El interior estaba en tinieblas, apenas horadadas por algún rayo de luz que se filtraba entre las grietas. Umberto Pietri extrajo una linterna del bolsillo y la encendió. Echó a andar despacio, proyectando la luz sobre las paredes. Entre grandes desconchados, se distinguían vestigios de lo que parecía ser un antiguo fresco. Estábamos frente al muro más alejado de la entrada, al fondo de la capilla. Pietri lo barrió con la luz de la linterna.
El Tabernáculo de los Condenados, dijo. ¿Lo ve bien, Lewis?
Grandes manchas de colores desvaídos se disolvían en el espacio, confundiéndose con la penumbra.
¿De quién es?
Es una copia de Benozzo Gozzoli. Por toda la región hay cuadros del maestro. El original está en la Iglesia de Santo Tomasso e Prospero, en Certaldo. Si puede, vaya a verlo con su mujer, está muy deteriorado, pero sigue siendo asombroso.
Acercó un poco más la luz.
Lo he hecho yo, dijo. Tardé años. No tiene mayor mérito artístico. Siempre se me ha dado bien esto. En casa tengo muchas copias de obras maestras, pero el Tabernáculo es distinto. Normalmente procuro restaurar la perfección que tuvieron las obras cuando fueron creadas. Mi intención aquí era preservar con toda fidelidad la decrepitud del original.
Pietri recorrió por partes la superficie del fresco.
Los rostros de los condenados, casi intactos, reflejaban con intensidad su sufrimiento. A medio cuerpo, algunas figuras del Tabernáculo empezaban a perder el color. La parte inferior, de tonos entre grises y rosáceos, hacía pensar en una piel devorada por el cáncer. Tenía razón Pietri, el extraño atractivo de la pintura era el resultado de su descomposición.
Cuando volvimos al jardín, me contó por encima la historia del lugar donde nos encontrábamos.
Vivaldo era un ermitaño oriundo de San Gimignano. Según la leyenda, vivía en el tronco de un castaño hueco. Un día lo encontraron muerto en actitud de orar. Los franciscanos fundaron aquí un monasterio en su honor. Unos doscientos años después de su muerte, un fraile tuvo la ocurrencia de erigir una Nueva Jerusalén en estas colinas. Se construyó un total de 34 capillas que replicaban los lugares de la Pasión. A fin de que el viaje simbólico les resultara más real a los peregrinos, los interiores se adornaron con frescos de terracota policromada y otros materiales. Hoy sólo quedan en pie la mitad de las capillas.
Siguió un largo silencio. Con la mirada perdida en el valle, Pietri dijo:
Ya sé que es un parecido imaginario, pero la vista que se domina desde aquí me hace pensar en Santa Quiteria. Muchas veces, cuando soy incapaz de conciliar el sueño, subo en la camioneta y es como si volviera a vivir aquella noche.
[…]
Llevábamos cosa de tres o cuatro días en la ermita, cuando detectamos movimientos de tropas en los alrededores. Organizamos una batida al amanecer e hicimos prisioneros a cinco fascistas. Antes de que los fusiláramos, confesaron pertenecer a un contingente que se dirigía hacia Huesca. Esa noche me tocó guardia con un tal Salerno, un napolitano que según me confesó había falseado la fecha de nacimiento para poder alistarse. Tenía diecisiete años, dos menos que yo. Estábamos los dos solos en un altozano cubierto de arbustos desde donde se detectaba inmediatamente cualquier movimiento que se pudiera producir en varios centenares de metros a la redonda. Salerno era muy nervioso. Veía enemigos por todas partes; cualquier ruido, el murmullo del río, las hojas de los árboles, una ráfaga de viento, le hacía pensar que se acercaba el enemigo. Al final, consiguió ponerme nervioso también a mí. Cuando salió la luna y se empezó a extender un brillo plateado sobre la arboleda, Salerno se inquietó si cabe más. Le parecía que los arbustos tenían vida. Al cabo de varias horas distinguimos por fin un ruido real. Agazapados detrás de una roca vimos avanzar una columna rebelde entre los matorrales.
Teníamos que dar la señal de alarma, comunicándonos con el puesto inmediato, situado a unos doscientos metros más abajo del nuestro, para que éste alertara a su vez al retén siguiente, hasta llegar al grueso de la guarnición. Se desbarataría así el elemento sorpresa, y de tratarse de una fuerza numerosa, se hubiera podido avisar por radio a otras unidades, pidiendo refuerzos. Por señas, Salerno me apremió a que me dirigiera a la siguiente posición mientras él trataba de atajar desde la retaguardia, pero en mi cabeza sólo había espacio para una idea: salvar el pellejo. Me acerqué a Salerno por la espalda y tapándole la boca, lo degollé con un solo tajo de la bayoneta. Se revolvió un buen rato, pero yo lo sujeté con firmeza, hasta que noté que le había abandonado el último soplo de vida, entonces lo dejé caer. Yo estaba bañado en sangre. Apenas perceptibles, los rumores de la noche formaban un estruendo mil veces superior a las imaginaciones de Salerno. Logré controlarme. Los leves resplandores que habíamos detectado hacía unos minutos seguían allí, destellando entre los arbustos, cada vez más cerca: una hebilla, un casco, un correaje. La columna fascista avanzaba sigilosamente por un sendero que le permitiría llegar a la parte posterior de la ermita sin ser detectada. Era evidente que conocían bien el terreno. Quizá una patrulla como la que habíamos sorprendido por la mañana hubiera logrado explorar las inmediaciones de Santa Quiteria y regresar sin ser vista. Todo debió de ocurrir en cuestión de minutos. Esperé a que pasaran y cuando estuvieron lo suficientemente lejos, cogí un atajo que bajaba directamente hasta el río. No tardó en escucharse el estallido de granadas y el trepidar de las ametralladoras. Debieron de caer como conejos, pero yo me alejaba de allí, libre de peligro…
Pietri me hablaba desde el otro lado de la muerte, dijo Lewis. Me contó que llevaba treinta años con aquel pus corroyéndole el alma. Es algo más poderoso y repugnante que las pinzas del cáncer que me está devorando las entrañas, dijo. No es que tenga buena memoria, Ackerman, es que son palabras difíciles de olvidar. Me di cuenta de que aquel momento encerraba una paradoja monstruosa: por primera vez, ahora que no tenía manera de esquivar la muerte, Umberto Pietri lograba reunir algo de valor.
Apenas distinguía las facciones de Abraham Lewis, sólo el brillo de sus ojos, un fulgor febril, enfermo, que le daba fuerzas para seguir hablando. Esto era lo más inquietante: que aunque para mí Umberto Pietri no tenía rostro, su voz estaba allí, envuelta por la del brigadista Lewis, monocorde, repetitiva, contándome atrocidades, como quien recita una letanía agónica e incesante. Las palabras que oía me hacían daño, pero me aferraba a ellas. En cierto modo, me daba miedo que Abe Lewis dejara de hablar. Que el mundo se acabara, pero que su voz siguiera, monótona, desgarrándome. Eso sí, sólo una vez, aquélla, a fin de que después yo pudiera transcribir sus palabras, como lo estoy haciendo ahora. Sé que jamás volveré sobre esto que ahora escribo. Aquí se quedará, atrapado en el papel, después mi memoria quedará limpia. Lo que escuché en el bar del Hotel Florida no habrá sido más que una alucinación, un sueño maligno que siento necesidad de fijar en su integridad, ahora que todavía está fresco. Buscando anclarme en la realidad, lancé una mirada a través de los grandes ventanales que se asomaban a la noche de Madrid. Fuera flotaban las luces gaseosas de la Gran Vía, invitándome a huir, pero aparté la vista de ellas, para volver a lo que Abe me estaba diciendo:
No le costará ningún esfuerzo imaginar el infierno en que he vivido, Lewis, me dijo el italiano. En mi vida no ha habido lugar para otra cosa. Es algo que no se puede pagar. Cuando se comete una acción tan atroz, no hay suficiente castigo. Pero no es momento de andarse con retóricas. Usted es inteligente y sabe que no espero su compasión ni la de nadie. Me basta con que me haya escuchado. Es la única vez que le he contado la verdad a nadie. Me volvió a dar las gracias por acudir a la cita. Ahora sí que no tengo nada que añadir, será mejor que se vaya. Pietri dejó de hablar. Estaba muy pálido. De repente le sobrevino otro ataque de náuseas y esta vez por fin logró vomitar.
No duró los meses que él creía que iba a durar. Apenas tres semanas después, llegó a Sarzana el telegrama que me había anunciado. El texto, en italiano, con letras mayúsculas a tinta azul, desvaídas sobre una tira de papel blanco, decía escuetamente: UMBERTO PIETRI FALLECIDO 3 AGOSTO. RIP. La firma eran las iniciales C. P., que supuse serían de su mujer. Aquella misma noche le empecé a escribir a Ben Ackerman la carta que llevas en el bolsillo.
[El texto continúa en varias hojas dobladas en dos que parecen arrancadas de otro cuaderno. Una mancha de tinta hace ininteligible buena parte de la primera página y algunas frases de las demás. La recomposición del primer párrafo es mía]
Abe Lewis estaba empeñado en pedirme un taxi por teléfono, pero le dije que prefería volver a la pensión a pie. Era tarde y hacía mucho frío, pero me apetecía respirar el aire helado, sentir el frescor que flotaba en la noche después de la nevada. Me gustaba aquella ciudad a la que, ahora estaba seguro de ello, nunca volvería.
[A partir de aquí el texto es perfectamente legible.]
Nos levantamos a la vez. Lewis era mucho más alto y fuerte que yo. Desplegando al máximo su envergadura, me estrechó con fuerza entre sus brazos. Sentí intensamente el olor de su cuerpo. No rechacé el afecto que me ofrecía. Posando sus manos en mis hombros, dijo con su profunda voz de bajo:
Ya está. Misión cumplida. El trago que tenías que apurar lo has apurado.
Le dije que necesitaba quedarme un momento a solas y salí por una puerta a uno de los balcones que daban a la Gran Vía. Necesitaba no oír ninguna voz, ninguna historia más, perderme dentro de mí mismo, olvidarme unos instantes de quién era, de por qué estaba allí. A la altura de mis ojos, se desplegaba una arquitectura de cornisas caprichosas en las que se alzaban estatuas de diosas, guerreros montados en carruajes tirados por animales mitológicos. El velo de las nubes se empezó a rasgar, abriéndose a la vez multitud de claros. Levanté la vista al cielo que había estado encapotado desde que llegué y entonces presencié un hermoso fenómeno atmosférico. Un halo gigantesco se asomó por detrás de la Torre de la Telefónica. Al cabo de unos minutos no quedaba ni rastro de la tormenta, sólo un frío seco y el viento que silbaba en las tinieblas madrileñas, por encima de un incomparable paisaje de tejados y azoteas. El globo de la luna, limpio y redondo, se empezó a elevar por detrás de una cúpula de aspecto oriental, al otro lado de la Gran Vía, lanzando sus rayos contra las claraboyas, contra las tejas, agujas y esculturas que remataban los edificios de aquella ciudad extrañamente hermosa. Cerré los ojos, para llegar más lejos, y vi con la imaginación la sierra, bajo el palio de la noche, y más allá los campos de Castilla. Me vinieron a la memoria lo que decían los libros de Ben acerca de aquella ciudad que habían fundado los árabes, Magerit. Vi pasar ante mí episodios que hablaban de conspiraciones palaciegas y revueltas populares. No podría explicar mis sentimientos. Todo, no sólo el paisaje de las buhardillas fantasmagóricas y señoriales, tenía un aire de irrealidad.
Esperé a sentirme más calmado antes de volver al interior. Lewis me esperaba de pie junto a la chimenea apagada.
¿Estás bien? me preguntó cuando llegué junto a él.
Asentí.
Ahora que hemos dejado todo eso atrás, le oí decir en algún momento, podemos centrar nuestra atención en cosas más livianas. Mañana me pasaré a recogerte e iremos juntos al Museo del Prado. La idea es de Ben. Me has dicho que tu pensión queda por Atocha. Dame la dirección exacta y me paso a recogerte a eso de las once, ¿te parece bien?
Fuimos al ascensor y bajamos al vestíbulo. Abe Lewis salió conmigo hasta la puerta del hotel y me dio la mano, sin decir nada. Crucé al otro lado de Montera y me volví. La silueta imponente del brigadista negro se recortaba contra la marquesina del hotel. Lo devoré con los ojos, tratando de grabar su imagen para siempre.
[En el avión, inmediatamente después de despegar.]
En la terraza del Hotel Florida me había sentido fuera de lugar, expulsado de las coordenadas de mi propia historia, como si nada de lo que había escuchado tuviera que ver conmigo. Había estado en Madrid, como hubiera podido hacerlo en la Bagdad de Las mil y una noches. Había venido en un vuelo regular de la TWA, pero podría haberlo hecho en una alfombra mágica. ¿Quién demonios era Umberto Pietri? ¿Qué tenía que ver conmigo? Las personas y lugares del relato desgranado por Abraham Lewis desfilaban ante mí, tan irreales como la visión nocturna de la ciudad, como el reflejo de las luces que flanqueaban aquella avenida mundana y elegante del sur de Europa. No, no me sentía vinculado a la historia de aquel hombre que necesitaba perderse en un laberinto de capillas tratando de expiar una acción ignominiosa. En cuanto a Abraham Lewis, no sabía bien qué pensar de él. Ben lo había definido como «un hombre bueno, fiel sólo a la voz de su conciencia». Pero había algo extraño, casi turbio en él. ¿Era verdaderamente necesario que me transmitiera todo lo que Pietri le había contado a él? La pregunta era ociosa, ya no había vuelta de hoja. Lo que me había dicho aquel hombre jamás lo podré borrar de mi memoria.
[Tras una docena de renglones tachados, se puede leer con trazo grueso y firme.]
Me desperté muy temprano, por la diferencia de horario. Tenía una cita con Abraham Lewis, pero desde el primer momento supe que no acudiría. Recogí el equipaje, pagué la cuenta y salí a la calle. En los alrededores de la estación de Atocha detuve un taxi y le pedí que me llevara al aeropuerto de Barajas, sin siquiera saber cuándo salía el siguiente vuelo con destino a Nueva York.
[…]
¿Qué contarle a Ben?
Lo mismo que si Teresa estuviera viva y se lo tuviera que contar a ella. Es decir, cualquier cosa, menos la verdad. Me inventaré un pasado heroico para Umberto Pietri.
O tal vez le cuente la verdad.