Texto íntegro de la conferencia pronunciada por el Ilustrísimo Señor Don Felipe Alfau el 1 de abril de 1964 en El Periscopio, sede de la Honorable Orden de los Caballeros Incoherentes del Bajo Manhattan en homenaje a Mr. T., alias la Sombra. Transcrita por el Profesor Ginebra, miembro fundador, secretario perpetuo y estenógrafo de la cofradía[1].
Socios numerarios y honorarios, cofrades y contertulios, gorrones e invitados, enemigos y amigos:
Nos hemos reunido aquí a fin de celebrar, sí, ésa es la palabra, la muerte de Mr. T., alias la Sombra, miembro supernumerario y estrambótico de nuestra ínclita orden. Nos consta que vivía bajo tierra, pero no tenemos ni idea de cuándo le dio por ahí. Tampoco sabemos dónde nació ni a qué se dedicaba. Vestía siempre igual, con raída elegancia, pero no voy a describir su indumentaria, que esto no es una novela. El caso es que una noche al año, la del 16 de marzo, se alojaba en el Hotel Chelsea. Hoy, primero de abril, día de Todos los Tontos, fecha en la que cada año, nuestra sociedad abre sus puertas al público, me corresponde a mí dar una lección magistral y para honrar la memoria de nuestro amigo, he decidido que mi conferencia verse sobre el lugar donde decidió celebrar sus anticumpleaños y poner fin a su vida. Mi alocución va dedicada de manera especial a los alumnos del taller de escritura Don Miguel de Unamuno, aquí presentes, quienes al término de mi charla recibirán un diploma que los acredita como escritores, Dios coja a sus lectores confesados.
Antes de entrar en materia, quisiera invocar la ayuda de don Miguel, por quien siempre me he guiado en asuntos de metodología. Con esto quiero decir que no es mi propósito dar cuenta cabal y sistemática de la historia del singular edificio objeto de mi perorata. Lo que he hecho ha sido tomar unos cuantos apuntes a mi manera, que no tiene nada de teutónica y sí mucho de unamuniana, adjetivo al que apelo para invocar el derecho a pasarme por salva sea la parte cierto tipo de formalidades que, disfrazadas de científico rigor, no hacen sino retrasar el objetivo de alcanzar la verdad, que nunca está donde se busca. No tengo la menor intención de respetar ningún hilo narrativo y menos cronológico, y cuando así ocurriere, téngase por coincidencia. Además pienso omitir los datos que me dé la gana. Y dicho esto empiezo, que ya es hora.
El edificio de apartamentos que hoy conocemos como Hotel Chelsea se erigió el año de gracia de 1884, época de apogeo de los Barones Mangantes, gente de la jaez de los Carnegie, los Morgan, los Astor o los Vanderbilt, entre otros sinvergüenzas. Tiempos de boato y corrupción, que cristalizarían en episodios de gran dramatismo, como cuando la amante del magnate Jimmy Fisk le saltó a éste la tapa de los sesos en la alcoba de la suite que compartían.
El estilo de nuestro edificio se podría definir como gótico-victoriano, una mezcla de Queen Anne y clásico libre. Los apartamentos eran (que ya no) enormes, los techos muy altos y las paredes estaban insonorizadas y eran resistentes al fuego. La escalera interior, de hierro forjado al igual que las rejas de los balcones, iba del vestíbulo a la azotea, y tenía el pasamanos de finísima caoba. La azotea, de losetas de ladrillo rojo, era una enorme explanada irregular, salpicada de escalinatas, claraboyas, chimeneas, estudios, observatorios, gabinetes, arriates, parterres, jardines y aunque parezca difícil, arboledas.
Antes de seguir apabullándoles con datos, quiero hacer constar que en gran parte se los debo a mi ayudante de investigación, aquí presente. Levántate, Murphy, no seas tímido, saluda, que te vean todos. Un aplauso para Murphy Burrell. Gracias, gracias, deja de inclinar el tronco como si fueras epiléptico, Murphy, ya puedes sentarte, es suficiente.
Hablábamos de estilo. En los inicios de la historia del futuro Hotel Chelsea, a la elegancia de los muebles y accesorios se añadía la nobleza de los materiales: suelos de mármol; molduras, puertas y armarios de caoba; sillones de terciopelo. Los gigantescos marcos de los espejos eran una de las marcas de identidad del lugar. Las habitaciones tenían vidrieras emplomadas. En tiempos hubo tres grandes comedores, uno de los cuales acabó siendo propiedad de unos americaniards, quienes le dieron el nombre de El Quijote, que sigue conservando hasta hoy.
Su fama atrajo a toda suerte de temperamentos artísticos, preferentemente desequilibrados. Pasaré revista a unos cuantos, empezando por Sarah Bernhardt. La actriz viajaba a todas partes con sábanas de seda, y se procuraba abrigo con un edredón de plumas hecho a medida del féretro acolchado en el que acostumbraba a dormir. Si el detalle les parece singular, se equivocan, es plural. La Bernhardt no fue ni la primera ni la última inquilina del Chelsea a quien le dio por dormir en un ataúd. Murphy ha comprobado fehacientemente la existencia de al menos otros dos casos. Gestos así dan buena cuenta del espíritu y estilo de las gentes que a lo largo de los años, eligieron pasar parte de su vida en el Chelsea, incluido el bueno de Mr. T.
En cuanto al gremio de los escritores, al que pertenezco, el primer nombre de alcurnia asociado a la historia de nuestro edificio es el de William Dean Howells, que ocupó una suite de cuatro habitaciones en 1888. Ese mismo año asentó allí sus reales el ilustre autor del Quijote yanqui, en cuyas narraciones las ciénagas del sur suplen a La Mancha y el ancho Misisipí es caudalosa reencarnación del huidizo Guadiana. Me refiero, como incluso los menos avispados habrán colegido, a Samuel Clemens, más conocido como Mark Twain. Sobrio o ebrio, que en eso no vamos a entrar, no era infrecuente ver al autor de Las aventuras de Huckleberry Finn haciendo eses por el bar.
Entre 1907 y 1910, cuando el Chelsea ya era hotel, vivió en uno de sus aposentos nada menos que O. Henry. Ah, magnífica redondez del primer nombre, elidido y despojado de todo oropel consonántico, reducido a la vocálica perfección de un círculo al que acompaña con humildad de escudero una mancha de tinta imperceptible, huella sin dimensiones, el más exiguo de los signos diacríticos: el punto de la i, caído por tierra como una pelota de petanca. Y aquí, mis queridos contertulios, estudiantes y amigos, si se me permite introducir una nota personal, diré que tuve el honor de toparme vis à vis con el gran O. Henry. Sí, como lo oyen. Fue en McSorley’s, la cervecería del East Village. Él llevaba cuatro jarras de cerveza, dos en cada mano y yo tan solo un par, una a la diestra y la otra a la siniestra. Las mías eran rubias, las de él morenas. ¡Mr. Henry! dije, rendido de admiración, cuando lo tuve frente a mí, y fui incapaz de añadir nada a mi invocación. Me miró con expresión chusca. No hay necesidad de ser tan formal, me espetó, llámeme O, así, a secas, sin el punto, y dándose la vuelta me dejó a solas con mi admiración y mis dos jarras de cerveza. Jamás olvidaré aquellos ojos, redondos como su nombre, los puntos negros de sus pupilas clavados en los de las mías. Me sentí el ser más afortunado de Manhattan. El mejor cronista de la ciudad se había dignado dirigir la palabra a un humilde servidor. Mi experiencia se inscribe en el orden de lo sublime, por más que mi informante, Murphy Burrell, quiera empañarla recordándome que O. Henry se agarraba unas curdas monumentales durante las cuales se dedicaba a intentar pellizcar en el trasero a las camareras.
Pero no sólo de prosa vive el Chelsea. Por sus pasillos resonaron los pasos de poetas del calibre de Hart Crane. Si tuviéramos tiempo, les recitaría de cabo a rabo su poema sobre el puente de Brooklyn, que me aprendí de memoria el día que cumplí quince años. Pero no lo hay. De quien sí que voy a hablar es de Edgar Lee Masters, el Poeta de la Muerte. La última vez que Mr. T. se personó en este local, los Incoherentes le regalamos un ejemplar de la Antología de Spoon River, poemario magnífico donde los haya. Edgar Lee Masters fue hombre de un solo libro que valga la pena recordar, todo hay que decirlo, pero qué libro, amigos míos. Qué golpe de genio escribir un volumen que consta exclusivamente de epitafios. Y en cada epitafio, una historia. Locos, borrachos, asesinos, putas, todos están allí, hablando desde la tumba.
Sigamos… pero ¿dónde diablos he metido la chuleta? ¿No la tendrás tú, eh, Burrell? ¿Seguro? Ah, no, tienes razón, perdona. Aquí está… ¿A quién le toca ahora? ¿Vladimir Nabokov? Pero si no lo pensaba poner a caldo hasta el final. Lo has hecho a propósito, ¿verdad Burrell? De nada te servirá la treta. Me da igual lo que digan los enterados. A Nabokov no hay quien lo digiera y se acabó. En fin, pongamos un mínimo de orden. Lo que yo tenía intención de hacer era contar una anécdota muy jugosa de Sinclair Lewis. ¿Preparados? Bien, entonces hagamos la prueba. En cierta ocasión, el bueno de don Sinclair se disponía a dirigirle la palabra a un público que se le había rendido de antemano… Vamos a ver, ¿cuántos de los aquí presentes tienen intención de llegar algún día a ser escritores? ¿Eh? Levanten la mano, por favor. No, no me refiero a ustedes. Es lo que dijo él entonces, me refiero a Sinclair Lewis. Murphy, baja la mano, haz el favor. ¿No ves que todo el mundo la ha bajado? Siempre tienes que dar la nota. Más de la mitad de los asistentes alzó la mano, igual que acaban de hacer ustedes. Al ver aquello, Lewis dio un puñetazo en el atril y exclamó encolerizado: ¿Y se puede saber qué narices hacen aquí, en lugar de estar en su casa escribiendo? La anécdota ilustra una gran verdad: escribir es un oficio muy duro. Durísimo. Sea esto como fuere, y ahora me dirijo a vosotros, aspirantillos a escritores, hay una ley que jamás debéis perder de vista: lo último que se puede hacer es aburrir al lector. No sé a santo de qué venía esto, pero no quería dejar de decirlo.
Ahora tengo que hablar de los Knott, ¿no es así, Murphy? Vale, gracias. La verdad, tendrías que haber subido conmigo al estrado, el trabajo lo hemos hecho entre los dos. ¿Y ahora por qué te levantas a saludar? Ya te han aplaudido antes, siéntate, haz el favor. Los Murphy, digo los Knott, instalaron una biblioteca en el segundo piso. Fue lo único que hicieron bien. Desde el punto de vista estético, casi se cargan el hotel. Empezaron a dividir las suites para sacarles más provecho, y si al hacer ajustes había que cargarse algo, a tomar por saco, se lo cargaban. Casi desguazan el zaguán, rebajando la altura del techo, en fin, mejor no sigo… A ver… los años de la Gran Depresión… creo que esto me lo voy a saltar… Louisiana Story… eso tampoco. ¿Y aquí qué tengo? Thomas Wolfe. Esto sí. Wolfe se presentó en el Chelsea una mañana soleada de 1937. Alguien le había hablado del hotel y se acercó a echar un vistazo. Quiso la fortuna que se diera de narices nada menos que con Edgar Lee Masters… Ed reconoció a Tom, Tom reconoció a Ed. Ed quiso saber qué hacía Tom allí. Tom replicó que estaba pensando en irse a vivir al hotel. No se hable más, te quedas, dijo Edgar Lee, y le presentó al director, quien lo instaló en una suite que constaba de recibidor, dormitorio, salón, despacho y cuarto de baño, que era la estancia más suntuosa, con diferencia. Las estancias eran sucias y cavernosas, pero de techos muy altos, gracias a lo cual el gigantón de Wolfe no se daba de cabezazos contra los dinteles. En el baño, en lo alto de una tarima con baldaquino había un trono fecal impresionante. Se me saltan las lágrimas al recordar, gracias por el dato, Murphy, que la redacción de Look Homeward, Angel, su obra maestra, se obró allí. Una vez que daba por terminado un fragmento de su novela, lo metía en una caja dispuesta a tal efecto en el retrete. Pronto, una sola caja fue insuficiente. Empezó por acumularlas en el baño, pero en seguida se le quedó pequeño y tuvo que recurrir a la cocina y luego al salón, hasta que lo tuvo todo atestado de cajas de madera rebosantes de manuscritos. Cuando murió, los folios acumulados en las cajas de embalaje se contaban por decenas de millar. Uno de los proyectos que se truncaron con su desaparición era un libro que tenía previsto dedicarle a la historia del hotel.
En 1940, un húngaro que se hacía llamar David Bard le compró el Chelsea a los Knott por 50 000 dólares. Bard continuo la nefasta labor de sus predecesores, volviendo a empequeñecer las suites, cargándose más espejos. Pero el Chelsea no sucumbió. Su aureola de misterio siguió atrayendo a nuevos artistas, sangre joven, músicos, escritores, poetas y pintores de talento, la mayoría, si no todos, drogadictos o borrachos, cuando no las dos cosas a la vez.
¿Qué dices Burrell? Habla más alto, hombre de Dios, que no te oigo ¿Arthur Miller? No, de él no pienso decir nada, me cae gordo. ¡Ah es verdad, que te lo había prometido! Murphy quiere que cite una frase de Miller, que según él hace justicia al hotel. Está bien, ahí va: «El Chelsea es el único hotel que conozco que no tiene en cuenta las diferencias de clase». Valiente gilipollez. ¿Qué, contento? Si hay aquí algún fan de Millar que no se desanime. El dramaturgo todavía vive allí, o sea que pueden ir a pedirle un autógrafo al final de la conferencia.
La palma de los poetas borrachos se la lleva sin duda Dylan Thomas. Cuando se agarró la monumental cogorza que le costó la vida, lo trasladaron con el hígado reventado al cercano hospital de San Vicente. Las últimas palabras del gales, justo antes de morir, fueron: 18 whiskies, no está mal. Pero veo que Murphy vuelve a las andadas. ¿Y ahora qué pasa? ¿A qué vienen esos aspavientos? ¿Qué haces con ese despertador descomunal en alto? Eres un payaso, Murphy Burrell. ¿Es que no puedes llevar un discreto reloj de pulsera como todo el mundo? ¿Y ahora por qué enarbolas una bandera roja? ¿Es que has perdido el juicio por completo? Ah, vale, ya te entiendo… Amigos, se ha acabado el tiempo. Es más, me he pasado. Después de lo que había dicho de no aburrir. Les pido perdón sinceramente. Lástima, con todas las chuletas que me quedan. William Burroughs, qué pena, con lo que me hubiera encantado hablarles de él. El pelmazo de Nabokov… en este caso, casi es mejor que no nos quede tiempo. En fin, punto final. Tan sólo falta guardar un minuto de silencio en honor a nuestro amigo Mister T. Gracias por su atención. Les ruego que se pongan en pie.
Requiescat in Pace. Amén.
[Sigue un largo espacio en blanco con el que el estenógrafo quiere dar valor tipográfico a sesenta segundos sin palabras.]