OPIUM

[De un cuaderno datado en 1972. Texto revisado en enero de 1991.]

Moreau me explicó que había numerosas entradas por las que se podía acceder al fumadero, y que las cambiaban cada pocas horas.

Las hay cutres y lujosas, dijo, aunque no sé bien de qué depende cuál te toque. Sospecho que hay toda una red de galerías que comunican las distintas casas entre sí. La policía está comprada, por supuesto, pero también tienen a sus propios infiltrados en la mafia china, de modo que es como un infinito juego de espejos. Para mayor seguridad, se emiten tarjetas nuevas constantemente.

En la parte de atrás de la que me dio Moreau aparecía una banda de cinc. Al rasparla aparecieron una contraseña y la dirección de la entrada que me correspondía. Conforme me había advertido el amigo de Louise, las dos se empezaron a borrar nada más entrar en contacto con el aire, y en cuestión de minutos, se habían desvanecido por completo.

Además, siguió diciendo el francés, si no te presentas en el lugar indicado en un plazo de dos horas, la dirección puede haber cambiado.

¿Y en ese caso qué sucede?

Nada, que cuando llegues, te puedes topar con una floristería o una tienda de ropa para niños y lo más que puedes hacer es comprarte un ramo de flores o un conjunto de algodón. O un kilo de gambas, si es una pescadería, añadió soltando una carcajada y amagando un puñetazo al estómago. En todo caso, las direcciones siempre están en Chinatown.

No me dijo cuánto había pagado por la tarjeta, aunque sabía por Louise que eran muy caras.

Van a ir unos cuantos amigos míos, dijo, no sé si los conocerás. Entre ellos estarán Louise y Mussifiki. En fin, que lo disfrutes.

¿Rasco la dirección ahora?

Como quieras, con tal de que te presentes allí en un par de horas. Yo la recogí a las doce. En fin, me voy.

Raspé la cobertura con una moneda de veinticinco centavos.

La dirección era el número 120 de Mott Street. Debajo había una frase que parecía sacada del I Ching: Las grullas han puesto su nido en el jardín nevado. Observé cómo desaparecían los signos y me guardé la tarjeta en el bolsillo. Fui hasta la calle Canal en metro y entré en Mott desde el sur. Pasé por delante de un hervidero de bazares, puestos callejeros, jugueterías, tiendas de especias, salones de té, un templo donde había una estatua con un Buda enorme de color dorado. Crucé Canal y pasé por delante de las últimas pescaderías, fruterías y almacenes. El número 120 quedaba un poco más arriba de Grand Street. Era una puerta de madera pintada de marrón y estaba cerrada. Llamé al timbre y por el interfono se oyó una voz descascarillada. No entendí una sola palabra, pero cuando dejaron de hablar, articulé con claridad la contraseña. Las grullas han puesto su nido en el jardín nevado, dije, mientras pasaba junto a mí una mujer joven que llevaba a un niño en brazos y no me quitaba ojo desde que dobló la esquina. Se oyó el chisporroteo del portero automático y entré en un local que tenía todo el aspecto de ser una tienda recién desvalijada. Dos de las paredes estaban ocupadas por baldas metálicas en las que no había nada. Sobre el papel de la pared que daba a la calle se dibujaba con nitidez la huella de unos muebles que parecía que se hubieran acabado de llevar después de haber estado años allí.

Al fondo, detrás de un mostrador de madera, vi a un tipo enclenque, mal encarado, con pinta de siciliano de película. Llevaba barba de tres días, chaleco y boina negros, camisa blanca sin cuello y tenía los puños cerrados y los nudillos clavados en la barra. Me miró de arriba abajo sin decir palabra. Detrás de él había una puerta de color rojo.

La tarjeta, dijo, cuando se cansó de mirarme.

La saqué inmediatamente del bolsillo y la deposité boca arriba encima del mostrador. El anverso era de color violeta y en él aparecía dibujada la silueta de una grulla encima de una hilera de caracteres chinos. El tipo la miró de reojo y alzó una sección del mostrador, dándome paso. Fui a coger la tarjeta, pensando que me la podía quedar, pero el siciliano (suponiendo que lo fuera) la apuntaló con el dedo índice y señaló hacia la puerta roja con la barbilla.

La empujé. Cuando se cerró tras de mí, me quedé completamente a oscuras. Lo único que acertaba a ver era una grieta de luz al final del pasillo. Avancé a tientas, palpando una pared húmeda, hasta que di con un interruptor. Lo accioné. Hacia el fondo se encendió una bombilla que emitía una luz muy débil. El suelo estaba encharcado. Unos metros más allá de donde me encontraba, la superficie del agua parecía tener vida propia. Me acerqué, chapoteando. De repente decenas de puntos rojizos acribillaron la oscuridad y el pasillo se llenó de chillidos agudísimos. Comprendí que la masa que había visto eran varias decenas de ratas empleadas en alguna actividad que yo había venido a interrumpir. Por un momento pensé que iban a saltar sobre mí, pero sus siluetas asaetearon el espacio en todas direcciones y desaparecieron. Algunas pasaron por entre mis piernas. Sorteé un bulto que despedía un hedor insoportable, prefiriendo no saber qué era y seguí avanzando.

Mi única guía era la debilísima luz de la bombilla que colgaba al fondo del pasillo. Cuando el umbral de mi percepción se ajustó algo a la oscuridad, vi que en las paredes había numerosas manchas de color pardo, que me recordaron las deyecciones depositadas por los murciélagos de las criptas mayas de Palenque. Llegué a la puerta del fondo y giré el pomo, temeroso de que no cediera, pero se abrió con facilidad. Me vi al pie de una escalera muy estrecha y empinada, por la que resbalaba una corriente de agua fétida. Arriba del todo divisé una puerta por debajo de la cual se colaba una nueva rendija de luz. Apoyándome en una barandilla de hierro, subí con dificultad los peldaños y llegué a una estancia apenas algo más iluminada que el corredor y la escalera que acababa de dejar atrás.

No había más salida que la puerta por donde había entrado, pero aunque la habitación no coincidía exactamente con la descripción de la antesala por la que me explicó Moreau que tuvo que pasar él antes de llegar al fumadero, me tranquilizó ver ciertos objetos que me había dicho que me encontraría al llegar. A mi izquierda había un aguamanil con una jofaina, una toalla y una pastilla de jabón y la pared del fondo estaba ocupada en su totalidad por un armario de luna. Restregué las suelas de los zapatos en una estera de esparto y me dirigí al lavabo. El jabón desprendía un delicado aroma a jazmín y vainilla.

Mientras me lavaba las manos me pareció que a través de las lunas del armario penetraba un resplandor que no llegaba antes a la habitación. Dirigí hacia allí la mirada y me pareció ver unas siluetas alrededor de mi reflejo. Me volví, comprobando que en la habitación no había nadie más que yo, pero cuando me fijé de nuevo en la superficie del espejo las siluetas seguían allí. Acaricié las lunas con la yema de los dedos y las hojas del armario avanzaron hacia mí, con un crujido lento. Las abrí de par en par y vi que donde debiera estar el fondo de madera había una cortina, detrás de la cual había mucha luz.

Aparté la cortina. En medio de la estancia que había al otro lado, de una elegancia que contrastaba violentamente con los espacios que acababa de atravesar, había dos mujeres de pie, una anciana ciega y una muchacha de una belleza perturbadora que me observaba atentamente. La anciana dio un paso hacia mí. Era alta y muy delgada y tenía la piel apergaminada y las manos largas y huesudas. Canturreó una especie de salmodia, y después de palparme detenidamente la cara con las manos, se introdujo en el armario del que había salido yo y desapareció. La mujer que se quedó en la habitación conmigo no tendría más de veinte años. Era más alta que yo desprendía un aroma a perfume sumamente agradable y tenía un aire ligeramente andrógino. Me dio la mano, que era muy blanca y delicada, y dijo en un inglés inmaculado: Ven, tus amigos te esperan hace tiempo.

La siguiente escena me resultó familiar, de haberla visto en fotografías antiguas, en libros sobre el tráfico de opio, y en alguna película. Hombres y mujeres tumbados en literas y esterillas, atendidos por sirvientes que les aderezaban pipas de opio. Todo tenía un aire de sensualidad y abandono que embriagaba los sentidos. Las mujeres no se molestaban en taparse los muslos, ni los pechos. Las había de todas las razas: unas cuantas eran asiáticas; otras, más bien pocas, eran negras o mulatas. La mayoría eran blancas, de aspecto europeo. Todas vestían lujosamente, pero con un abandono que era más sensual que la visión misma de los cuerpos.

Mi acompañante me condujo a un reservado donde efectivamente se encontraban Mussifiki y Louise, con otra gente que había visto en alguna ocasión, aunque no logré recordar en qué circunstancias. Los ojos de Louise se encontraron un momento con los míos, pero en seguida se le cerraron.

No te ha visto, está soñando, me dijo mi joven guía, sin soltarme la mano ni un momento. Ahora te toca a ti. Ponte cómodo, voy a prepararte una pipa.

Me recosté en una litera, no muy lejos de Louise, y observé cómo la chica de la bata se aplicaba a su labor. Con suma destreza, amasó una bola de opio, la encajó en la cazoleta y procedió a quemarla con delicadeza.

Aspira continuamente, dijo, acercándome la pipa a la boca, aunque creas que te va a estallar el pecho y no lo vas a resistir.

Hice lo que me decía. Una cuchilla de plata me abrió limpiamente las entrañas, pero en lugar de dolor, sentí que descendía del cielo una cortina de luz blanca. Me quedé sin fuerzas.

¿Estás bien? me preguntó mi guía acariciándome el pelo. Asentí, contemplando su rostro de diosa, sin decir nada, sintiendo que nos deslizábamos juntos por un intersticio del espacio que no sé adónde daba. La muchacha seguía inclinada sobre mí. Se adueñó de mí una languidez indescriptible. Sus palabras se repetían, rebotando en el espacio mil veces, cada vez más lejanas, dejando tras de sí un eco cristalino: ¿Estás bien? Me acarició la cabeza y el rostro. Alcé la mirada, tratando de retener su imagen, pero se me escapaba. Se agachó a mi lado. Sentí el roce de su bata lisa, de color gris perla, en la mejilla. Tenía las piernas finas, blanquísimas, muy delicadas. Traté de acariciárselas antes de caer en el sopor que me iba hundiendo en la inconsciencia. La túnica se abrió imperceptiblemente. No había asomo de deseo en mi gesto, toda mi capacidad para el placer estaba en el arrastre del opio, pero seguí contemplando el contorno de los muslos, deslizando la mirada hacia el vértice de la entrepierna. Buscaba el origen de su sexo, cuando me di cuenta de que mi guía no era una mujer. Su miembro estaba tenso y acezante. Entonces me volvió a acercar la pipa a la boca y dijo, aspira, y vi la llama ampliada, como un estallido cósmico en el espacio exterior.