Doce

NÉSTOR

Se volvió loco por ella…

Frank iba a añadir algo cuando Alida colgó el teléfono y acercándose desde el fondo de la barra, le susurró unas palabras al oído. El gallego asintió y esperó a que la camarera se alejase para terminar la frase.

… literalmente. No hay manera más exacta de decir lo que le pasó, Ness. Se volvió loco por ella.

Le dio un sorbo al zumo de arándanos y añadió:

Es mejor que hablemos en el despacho. Por cierto, que tengo una sorpresa. No sé si te he dicho que Larsen está aquí. Su barco acaba de llegar de La Habana.

Entramos en su oficina y encendió una lámpara de pie. Encima del escritorio había una caja de Cohibas.

Siempre que Larsen hace escala en Cuba, se acuerda de su amigo Frankie Otero. Un detalle. Claro que yo tampoco lo trato mal a él. ¡Víctor! exclamó de repente.

Buen día, jefe, dijo su ayudante, que acababa de aparecer en el umbral.

Mira lo que nos disponíamos a probar en este mismo instante. ¡Parece que los hueles! Anda, pasa.

El puertorriqueño me saludó con una inclinación de cabeza y situándose por detrás de Otero, se apoyó contra la pared, como si fuera su guardaespaldas. Frank desgarró el precinto e hizo saltar el cierre de latón con los pulgares.

Abre la ventana, hazme el favor, dijo volviéndose hacia él. Que corra un poco el aire.

El mulato subió la persiana y empujó los postigos, dejando al descubierto una pared de ladrillo, cubierta de moho y humedad, acribillada de cables y tuberías. La luz que llegaba del patio interior era tan escasa que Frank dejó encendida la lámpara de pie. Levantó cuidadosamente la tapa de madera y entornando los ojos, aspiró el aroma que desprendía el interior del cofre. Palpó la primera capa de cigarros y comprobando su textura con satisfacción, eligió uno y me lo ofreció.

Te lo agradezco, Frankie, dije, pero sería un desperdicio. No sabría apreciarlo.

No me entra en la cabeza que nadie que perciba este olor no sucumba instantáneamente a la tentación de fumar. En fin, tú te lo pierdes.

Se oyó el chasquido de un mechero. El diente de oro de Báez destelló en la penumbra. Frank acercó el cigarro a la llama que le tendían. Arrastrado por la fuerza de sus pulmones, el fuego penetró entre los pliegues de la hoja de tabaco enrollada, formando un círculo de brasas vivas en la punta. Una nube de humo azul envolvió la silueta de Frankie Otero, deshaciéndose a continuación en láminas que la corriente arrastraba hacia al patio a través de la ventana abierta.

Víctor, ¿por qué no te acercas por Astoria y le echas un vistazo al Cámaro de Raúl? No sé qué cojones le pasa que esta mañana no ha conseguido arrancarlo. Me lo acaba de decir y como por aquí no hay nada que hacer hasta media tarde, se me ha ocurrido que le podías echar una mano. Y no pongas esa cara, que Frankie no se va a olvidar de ti. Anda, toma uno de éstos y llévale otro a mi hijo.

No tenía por qué, jefe, pero se agradece el detalle.

Se guardó los dos puros en el bolsillo superior de la chaqueta y dirigiéndose a mí, añadió:

Cójalo suave, Chapman.

Y desapareció.

Frank le dio una calada de tanteo a su Cohiba.

¿Por dónde quieres que empiece? farfulló, saboreando el humo.

Me he tropezado con una laguna en los cuadernos y tengo dificultades para reconstruir la parte de la historia en la que estoy trabajando. No sé si es que se ha perdido el material o si Gal se deshizo a propósito de él, el caso es que aunque he detectado algunas pistas, me da la sensación de que he entrado en una zona nebulosa. De todos modos no te creas, aunque hay cabos sin atar, por primera vez desde que me instalé en el Archivo, tengo la impresión de que Brooklyn, la novela que tenía Gal en la cabeza, está empezando a cobrar forma.

¿A qué parte de la historia te refieres?

A la época en la que están los dos en Brighton Beach. La pista se pierde en seguida.

¿Y qué quieres que haga yo?

La verdad es que no lo sé. Hablar. Contarme cosas que recuerdes. Seguro que sale algo.

No creas, entonces apenas si lo conocía. En fin, haré lo que pueda.

¿Cuándo apareció exactamente por el Oakland?

Justo un año después de cuando dices. En el 74. Solía venir por las tardes. Lo recuerdo sentado en un rincón, escribiendo delante de un vodka con naranja, sin hablar con nadie. La segunda o tercera vez que lo vi, me acerqué a su mesa, le dije que era el dueño del local y le invité a una copa.

¿Solía venir con Nadia?

Casi nunca. La primera temporada, antes de que se fueran de viaje, debí de verla tres o cuatro veces en total. Muchas noches Gal no paraba por su cuarto. Me imagino que se quedaría en Brighton Beach.

¿De qué viaje hablas? En los cuadernos no hay viaje que valga. ¿Adónde fueron?

A varios sitios. Pero en concreto aquella vez fueron a Oaxaca. Gal fue allí más de una vez. Le encantaba.

¿A Oaxaca?

Había pasado allí largas temporadas, antes de conocerla a ella. Por el idioma, más que nada. Estuvo en otras partes de América Latina, pero Oaxaca le gustaba de manera especial porque tenía muy buen clima todo el año y porque estaba lleno de apátridas, y Gal se sentía a gusto entre ellos. Solía decir que eran la única gente que le gustaba, pero sobre todo, lo hacía por el idioma. ¿Nunca te habló de eso?

¿Por el idioma?

Para él era muy importante mantener vivo el español. Era su único vínculo con el pasado. ¿En serio que nunca te habló de eso?

No.

¿Y a ti no te extrañó que hablara sin acento?

Como tantos, como tú, como Raúl, que nació aquí y después de cuarenta años en Brooklyn parece que acaba de llegar de Galicia. Algunas veces, oyéndoos hablar a los americaniards pienso que habéis conservado una manera de hablar que se ha perdido en España. Claro que también es verdad que el caso de Gal era distinto, sus padres adoptivos eran americanos y su primer idioma, el inglés, el único que oyó desde pequeño…

Perdona, pero el único no, y puede que tampoco el primero.

¿Qué quieres decir?

¿Entonces tampoco sabes nada de Leonor?

(A falta de una madre de carne, leche, sangre y hueso, le salieron dos, dijo Frank, pensativo. Le resultaba extrañísimo que Gal no me hubiera hablado nunca de aquella mujer. Le tuve que recordar que cualquiera que le oyera hablar así, pensaría que Gal y yo habíamos sido amigos íntimos, cuando la verdad es que lo estaba empezando a conocer cuando se murió. Aparte de que había jugado un papel crucial en la formación de Gal, Frank no sabía gran cosa de la tal Leonor. Ni siquiera cómo se apellidaba, sólo que era de Salamanca, hija de unos republicanos que recalaron en Nueva York, después de haber pasado una temporada exiliados en México, profesores, creo. Se hicieron muy amigos de Ben y Lucía e iban a su casa a todas horas. Parece ser que Gal adoraba a aquella chica.)

Fue idea de Lucía, que era la lingüista de la familia; hablaba cuatro o cinco idiomas, incluido el catalán, que había aprendido antes de alistarse en las Brigadas Internacionales. Gal me contó que fue Lucía la que puso tanto empeño en que Gal hablara perfectamente el español, y desde muy niño lo mandó a la pasantía de Leonor. Leonor había sido maestra nacional en Salamanca, en tiempos de la República, y llevaba la vocación de enseñar en la sangre. Daba clases particulares a hijos de emigrantes y exiliados españoles.

¿Vive todavía? Me gustaría hablar con ella.

Se volvió a México, no sé exactamente cuándo. Me suena que Gal incluso fue a verla alguna vez. No estoy seguro de dónde lo he sacado, pero tengo la idea de que ha muerto. Ness, lo siento, si supiera más te lo diría. Bueno, sí, la vi una vez.

Ah, pues eso es un detalle importantísimo.

Fue algo muy fugaz.

¿Y dónde la viste?

Aquí, en el Oakland.

¿En el Oakland?

Se presentó con Lucía. La única vez que la vi, por cierto. Venían a ver a Gal, que atravesaba una mala racha. Una de esas temporadas que se encerraba a cal y canto en el estudio y no quería saber nada de nadie. En un momento en que Gal se quedó a solas con su madre adoptiva, Leonor me contó anécdotas de cuando Gal iba a su pasantía. Lucía tenía tanto empeño en que hablara español que incluso retrasó su ingreso en la escuela primaria.

Háblame un poco más de todo eso.

Querían que Gal aprendiera a leer y escribir en español antes que en inglés. Por supuesto, el inglés lo hablaba a la perfección, pero gracias a Leonor su relación con el castellano nunca perdió su origen vivíparo, como le gustaba decir a Gal. Después de empezar el colegio siguió yendo a pasantía, un par de horas diarias por las tardes, de modo que nunca llegó a perder el contacto con el castellano. Y cuando a los 14 años Ben y Lucía le contaron la verdad acerca de sus orígenes, la cuestión del idioma cobró una importancia inusitada. A partir de ahí no necesitó que nadie le empujara, siguió fomentando el español por su cuenta. Aparte de que era lo único que lo mantenía unido a España, siempre decía que era el más hermoso de los idiomas naturales, y dominarlo a la perfección era para él una obligación además de un privilegio. Por eso iba tanto a México, e incluso alguna vez a Centroamérica, y por eso se hizo traductor, y por eso era tan importante para él escribir en español… Y por supuesto leer, ya has visto la colección que tiene de los clásicos castellanos…

(…Escribía en los dos idiomas, pero era evidente que se sentía más cómodo haciéndolo en inglés. Pese a ello, no he encontrado ningún escrito juvenil, ni en inglés ni en español. La única alusión a una publicación es cuando cuenta que hizo frente a los honorarios de la agencia Clark con lo que le pagaron en Atlantic Monthly. Aunque lo he intentado, no he conseguido localizar el cuento. Cuando hablé con la secretaria de redacción me dijo que lo más probable es que lo publicara bajo seudónimo. El relato no lo mandó él a la revista, fue su amigo Marc Capaldi. En cuanto a los cuadernos, el noventa y nueve por ciento está en castellano. Hay un puñado de anotaciones marginales en inglés, en total no suman ni quince páginas; claro que del material que hizo desaparecer, no hay manera de dar cuenta. Donde sí he encontrado cosas en inglés es en el Archivo de Ben, y luego están los escritos que le pasaba a Louise Lamarque. También hay algunos textos sueltos, como la semblanza de Lérmontov, pero eso queda fuera de la órbita de Brooklyn. La incógnita es cuánto material habría destruido antes de morir. Me da la sensación de que cuando supo que se le acercaba el final, aceleró el proceso de destrucción, sobre todo de los originales en inglés, aunque de esto, como de tantas otras cosas, no estoy completamente seguro…)

El rostro de Frank había vuelto a desaparecer tras una cortina de humo.

¿Dónde estábamos? pregunté.

Gal me dijo que acababa de volver de Oaxaca, donde había pasado un par de meses con Nadia y quería saber si estaba libre alguno de los cuartos de arriba.

¿Se habían separado?

No sé si se puede hablar de separación, porque eso equivaldría a decir que rompieron algo, y ellos tenían una relación muy particular. Lo que sí te puedo decir es que a diferencia de los primeros tiempos, inmediatamente después del viaje, ella empezó a venir por el Oakland con más frecuencia. Cuando digo por el Oakland me refiero al estudio, el bar prácticamente no lo pisó. La situación se mantuvo así varios meses, tres o cuatro. Un día Nadia dejó de venir y Gal no tardó mucho en volverse a ir de Nueva York. Lo hizo sin dar explicaciones. Simplemente recogió sus cosas y se largó. Desapareció durante tanto tiempo, que de hecho yo estaba plenamente convencido de que jamás le volveríamos a ver el pelo, pero me equivoqué. Al cabo de un par de años, se presentó aquí, y me preguntó si me acordaría de él. La ocurrencia me hizo soltar una carcajada. Quería alquilar un cuarto, pero yo no tenía ninguno disponible. Entonces se me ocurrió la idea de ofrecerle el estudio de Raúl. Lo tenía reservado desde siempre para mi hijo, pero él no quería irse de casa. No había manera de echarlo. Hasta que le compré un piso en New Jersey y no le quedó más remedio que independizarse. A Gal el estudio le pareció perfecto para escribir. Ya nunca se iría de allí. Lo que más me llamó la atención fue que cuando volvió estaba muy envejecido, como si hubieran pasado diez años y no dos. Cuando se fue aún tenía aspecto joven, pero la persona que volvió era distinta. Quizá por eso me preguntó si lo reconocía. Era consciente de lo mucho que había cambiado y suponía que los demás también lo notaban. Y no era sólo el físico, también le había cambiado el carácter: se había vuelto más hosco y reservado; estaba mucho más metido en sí mismo que antes. Era como si se le hubiera evaporado la juventud. El Gal que volvió era un hombre maduro, más que eso, parecía alguien derrotado por la vida. Muy extraño.

¿Hablaba mucho de Nadia?

Iba por temporadas. La tenía siempre en la cabeza, eso sí. Había veces que se mostraba más locuaz, otras sin embargo, era reservado hasta lo enfermizo. Cuando me contaba cosas de ella, yo le escuchaba con cierta prevención. No es que pensara que mentía, Gal era incapaz de eso, sólo que transformaba los recuerdos, igual que transformaba la realidad. ¿No es eso lo que hacéis todos los escritores?

Ayer me acompañó a recoger unos libros que Marc había dejado para mí en The Mad Hatter. Cerca de allí, justo al lado de la cárcel, en la esquina de Boerum Place con Schermerhorn, vimos una aglomeración de gente delante de un edificio de aspecto muy austero. Junto a la puerta había una placa que decía:

FRIENDS MEETING HOUSE

Así es como los cuáqueros se denominan a sí mismos: amigos. Un individuo alto reparó en nosotros y se nos acercó: Si vienen al funeral de Alice Keaton, dijo con un fuerte acento eslavo, su hermano está ahora mismo recibiendo en el vestíbulo. Nadia y yo nos miramos a los ojos. Habíamos pensando lo mismo. Entramos. El hermano de Alice Keaton era pelirrojo, de unos cuarenta años. Llevaba traje negro, sin corbata. Una pareja que acababa de hablar con él le dio la mano, y subió por la escalera. Nadia y yo los seguimos. En el primer piso, al otro lado de una puerta de doble hoja, se veía una sala muy espaciosa, de forma cuadrangular y techos muy altos. Dos de las paredes tenían grandes ventanales que daban a un jardín interior. Las otras dos, de color blanco, estaban desnudas. Unos bancos de madera descendían hacia el fondo de la sala, como las gradas de un teatro. En el centro de la estancia había un atril con una Biblia, junto a un taburete de terciopelo rojo donde reposaba un estuche abierto con un violín dentro. Los asistentes fueron ocupando las gradas, sentándose de dos en dos o tres en tres, o individualmente, dejando bastante espacio entre sí. El hombre de negro recibía a los rezagados en la entrada. Cuando dejó de llegar gente, bajó a la primera grada y se sentó. Hacía un mediodía desapacible, de luz turbia.

Siguió un silencio ininterrumpido.

Me sobrecogió la manera de rendir homenaje a la memoria de la fallecida. Cuando se lo conté a Marc, me explicó que la obligación de observar silencio no es tajante; el que quiera puede levantarse y tomar la palabra, aunque aquel día no lo hizo nadie. Era un silencio subyugante, sólido, sin fin, y me costó trabajo adaptarme a él. Al contrario que yo, Nadia estaba serena, sentada al borde del banco, con la mirada perdida más allá de los cristales. En algún momento, por fin logré dejarme envolver por el silencio y perder la noción del tiempo. Sentía que flotaba dentro de mí mismo. Mi cabeza se desplazaba a otros lugares, arrastrándome a planos temporales diferentes. De cuando en cuando volvía en mí y miraba a Nadia. Seguía ensimismada. Al cabo de no sé cuánto tiempo, noté que le cambiaba el semblante. Frunció el ceño, como si hubiera tomado alguna determinación, se levantó y descendió hasta el centro de la capilla. Se dirigió hacia el lugar donde estaba el hermano de Alice Keaton y señaló el violín. El pelirrojo asintió. Afuera, había empezado a caer una lluvia fina, que salpicaba los cristales. Nadia extrajo el violín del estuche y tocó una melodía muy dulce, que parecía una prolongación del silencio. La gente no cambió de actitud, y cuando se apagó la música, fue como si, en efecto, el silencio no se hubiera interrumpido nunca. Cuando pasó junto a él, el hermano de Alice se levantó y le dio la mano. En lugar de volver a sentarse junto a mí, Nadia se dirigió hacia la salida y me esperó.

Fuera, la lluvia caía ya sin fuerza y al cabo de unos minutos cesó del todo. Me sentía purificado, muy cercano a ella y tardé mucho en hablarle. Cuando lo hice fue para preguntarle qué había tocado. Una sonatina de Schubert, contestó con voz casi inaudible, y ninguno de los dos volvimos a decir nada en mucho tiempo. Mientras estábamos en la capilla cuáquera se había detenido el tiempo y ahora le costaba volver a arrancar. La calle olía a tierra mojada y a ese aroma acre que se desprende de la corteza de los árboles cuando la atmósfera está cargada de electricidad. Fuimos dando un largo paseo hasta Columbia Heights.

En la promenade nos sentamos en un banco a contemplar la línea del cielo de Manhattan. El cielo estaba parcialmente despejado tras la lluvia. La vista del mar era preciosa. Se veía todo tipo de embarcaciones, inmóviles o surcando el agua: petroleros atracados en la lejanía, remolcadores, barcazas que cargaban toneladas de basura, ferries de pasajeros, cruceros atestados de turistas, las lanchas de la policía, yates, balandros, transatlánticos y hasta un junco chino que no paraba de dar vueltas y sabe dios cómo habría llegado hasta allí. Nadia se fijó en los mástiles altísimos de los veleros, en las viejas goletas ancladas en South Sea Port, y por último posó la vista en los buques mercantes que estaban amarrados a los muelles de Brooklyn.

En aquella zona atracan los cargueros daneses, que capitanean los amigos de Frank Otero, le dije, y le conté que allí había estado ubicado el primer Oakland, hacía muchos años. Frank se lo compró a un danés. Así empezó la historia.

Siguió un momento mágico. El sol se coló por entre dos filas de nubes, y los colores del crepúsculo tiñeron el cielo de un naranja sanguinolento. Nos quedamos en silencio, viendo cambiar los colores de la tarde. Entonces le pregunté si se quería casar conmigo.

Se quedó mirando fijamente la línea del cielo, sin cambiar de expresión. El mar, de un color azul metálico hasta entonces, empezó a teñirse de reflejos cárdenos. Cuando la esfera del sol se ocultó por detrás de las casas de New Jersey, me preguntó:

¿Nos vamos?

Le pedí que esperara un poco más, porque quería ver anochecer.

A medida que el cielo se iba oscureciendo, en los flancos de los rascacielos iban saltando de manera irregular cuadriláteros iluminados como si alguien estuviera recomponiendo un rompecabezas de luz blanca.

Ringleras de focos multicolores resaltaban el trazado de los puentes. Cuando las primeras estrellas se empezaron a destacar contra el fondo de la noche, nos levantamos y nos fuimos caminando, muy despacio, cogidos de la mano, por Montague, en dirección al metro. Durante el trayecto estuvimos en silencio. En su apartamento, me arrastró al dormitorio y cuando hicimos el amor no fue como otras veces. Pero en cuanto a la pregunta que le había hecho en la promenade, en ningún momento dijo nada. Era como si no se la hubiera hecho.

¿Por qué no llegaron a vivir juntos?

La verdad es que todo ocurrió muy deprisa. Fue como un disparo en la oscuridad. Según Gal, Nadia era demasiado independiente; le aterraba la menor forma de atadura. Pero eso era lo que más le atraía a Gal de ella. Lo que más le gustaba de Nadia era lo que más daño le hacía. Encarnaba en su persona la atracción del abismo, no sé cuántas veces le habré oído decir eso.

Hace unas horas, en la cafetería del Astroland se lo he vuelto a preguntar y me ha repetido que no quiere que haya ningún vínculo entre nosotros. No se quiere atar a nadie, me repite. Lo dice con una firmeza que me deja sin capacidad de reacción. Yo no me doy cuenta de lo absurdas que son las cosas que le digo hasta que las veo escritas en este diario.

[…]

Le pregunté si me quería. Se me quedó mirando y tardó mucho en decir:

Es que no entiendo lo que significan esas palabras.

No hay nada que entender. Ni que explicar. Simplemente, dilo.

Por favor, no me hagas preguntas que no sé cómo contestar.

De nuevo el silencio, sólo que ahora era diferente, porque me parecía que en su seno restallaba una afirmación. Aún era inaudible. Me imaginaba un monosílabo bajando los peldaños de una escalera que no se sabía bien adónde conducía. Posó en mí sus grandes ojos verdes, mientras me acariciaba la mano. Seguramente le repetí la pregunta, porque le oí contestar:

Ya sabes que sí.

Le volví a preguntar lo mismo que en la promenade. Apartó la mano, cerró los ojos con cansancio y empezó a decir:

Gal…

Me llevé el índice a los labios.

Entendido. No más preguntas, señoría. El interrogatorio ha terminado.

Se levantó bruscamente y cogiéndome del brazo me sacó de la cafetería y me arrastró hacia la base de la torre del Astroland. Como era martes, la cola de gente era enorme, porque todo el mundo quiere tener la oportunidad de ver los fuegos artificiales desde el ascensor de cristal, que sube hasta cien metros de altitud. Yo hubiera desistido, pero Nadia estaba empeñada en montar. Ninguno de los dos habíamos entrado nunca en Astroland. No acababa de reconocerla. Estaba muy alterada. Parecía una adolescente, lo señalaba todo con avidez, comunicándole su entusiasmo al resto de los pasajeros. Mientras ascendíamos rodeados de desconocidos, con su cuerpo apretado contra el mío eché un vistazo al parque y recordé cuando subí con mi abuelo al Salto del Paracaídas: a nuestros pies disminuía de tamaño aquel mundo de fantasía y entrábamos en una zona que parecía estar regida por otras leyes. Pensé en mi abuelo David, apartado para siempre de mí, a merced de la crueldad del tiempo. No llegó a conocer Astroland (él murió en el 58 y el parque no se inauguró hasta el 63), aunque a él aquella estética le hubiera resultado ajena. Casi todo hacía alusión a la era espacial. Subíamos en un ascensor de cristal que daba vueltas abrazado al perímetro de la torre, permitiendo que se vieran los cuatro puntos cardinales. A nuestros pies, la gente hacía cola para subirse al Mercury Capsule Ride y vivir un viaje simulado en una cápsula espacial. Sobre los espectadores se cernía un panorama de cohetes y satélites que surcaban el espacio suspendidos de cables. Por supuesto, se conservaban atracciones de los viejos tiempos. Entre todas, se destacaban las cumbres caprichosas del Cyclone. Algo más lejos, fuera de los límites del parque, como un símbolo de reconocimiento procedente del pasado, la silueta del Salto del Paracaídas. Tras ella, la superficie negra del mar, salpicada de los reflejos de los fuegos artificiales.

Consiguió lo que quería. Estuvimos un tiempo largo arriba, contemplando el clímax de los fuegos. Cuando bajamos, Nadia seguía presa de una gran agitación. Me cogió de la mano con fuerza y me dijo que quería que montáramos en el Cyclone. La seguí, aturdido, sin saber muy bien por qué lo hacía. Fue un viaje violento, absurdo, nos rodeaba gente que profería alaridos histéricos que nos taladraban los oídos. Cuando terminó el trayecto de pesadilla yo temblaba ligeramente, pero a ella aún le quedaba energía. Atravesamos el parque corriendo; ella me llevaba de la mano, y en la salida de Neptune Avenue paró un taxi y le pidió que nos llevara a Brighton Beach. En su apartamento, haciendo el amor, me sentía a su merced. Percibía su desesperación. Cuando terminaba, me obligaba a empezar de nuevo. No sé cómo conseguía volver a tener fuerzas. Sólo me ha ocurrido con ella. Por segunda vez aquel día, se había vuelto a interrumpir el tiempo. Me olvidé del mundo, de mis terrores. Por fin, se quedó dormida, inaccesible, lejísimos de mí.

Bajé a la calle y fui hasta Coney Island dando un largo paseo. Sentado en un banco del boardwalk, pensando en el intercambio de pensamientos, de sentimientos, de silencios entre Nadia y yo, me di cuenta de que era precisamente su alma lo que se me escapaba, por más que ella se apoderara de mi cuerpo y me diera el suyo tantas veces.

Su cuerpo,

pero

no:

me cuesta

demasiado

poner las palabras

los conceptos

en el lugar que les corresponden.

Por eso

necesito escribir

sobre ella /sobre ti.

Necesito escribir sobre ti en el diario, porque aquí, sólo aquí, puedo decir sin cortapisas lo que quiero expresar. Estando contigo no puedo, percibo tu tensión y al final opto por callarme. Así que espero a quedarme a solas para estampar en el papel palabras que estando contigo no me atrevo a utilizar. Reconozco que nadie sabe demasiado bien qué significan. Puede que no signifiquen nada, pero a mí me hacen falta. Las necesito para tratar de entender lo que me pasa. Contigo. Qué le pasa a mi alma cuando estoy contigo, qué me pasa cuando estoy dentro de tu cuerpo, y qué te pasa a ti, qué me transmites, qué te transmito yo. Yo, que nunca he tenido el menor atisbo de interés por nada religioso, siento que nuestros encuentros sexuales son una experiencia de ese tipo. No me dejas decirlo. Me doy cuenta de que para ti es otra cosa, o si es la misma, prefieres no verbalizarla. En eso eres distinta a mí, yo necesito manosear cada hecho, envolviéndolo en palabras, escribirlas después, y acariciarlas, una a una. Tenemos tanto miedo a llamar a ciertas cosas por su nombre. Sin embargo, todo lo que escribo ahora no es más que la verdad. Y si escribo pensando en unos ojos, es en los tuyos. Quizá algún día leas esto. No pienses que no me cuesta; aunque me atreva a llamar a las cosas por su nombre, no puedo evitar sentirme inerme al hacerlo. Algún día le daré forma a lo que escribo. Te devolveré a través de la escritura lo mucho que tú me has dado a mí. No sabía por qué iba escribiendo, pero ahora sé que tiene sentido por ti. Tengo en la cabeza la idea de escribir algo sobre Brooklyn. No sé qué clase de libro podrá ser, pero lo haré. No sé qué busco, sólo sé que es algo que se oculta tras los miles de palabras que no puedo dejar de escribir. No sé qué es, qué puede ser, pero me gustaría desenterrarlo y darle forma, sólo para ti. Para ti escribiré este libro, Brooklyn. Brooklyn nacerá gracias a ti, por culpa tuya.

Lo que más daño le hizo, dijo Frank, fue cuando supo que se había enamorado de un tal Eric… Gal me contó algunas cosas de él, más bien poco. Le hacía demasiado daño hablar de aquello. Esto, ¿cómo se apellidaba…? Rosoff, creo. Eric Rosoff, sí. Eso es. Era judío y era compañero de Nadia en la Juilliard School of Music. Era de Boston, muy frágil, casi femenino, algo más joven que ella. Pianista. Calzaba guantes blancos a todas horas, para salvaguardar la delicadeza de sus manos. Todo el mundo decía que era un genio de la interpretación y que tenía un gran futuro por delante. Era más joven que ella, tendría algo más de veinte años. Y Gal treinta y siete, a todo esto. La historia de Nadia con el pianista echó por tierra el tinglado que se había montado. Hasta entonces había conseguido mantener vivo el engaño. Había escrito mentalmente el guión de una película, y se lo creía a pie juntillas. Fiel al espíritu de su guión, había logrado convencerse a sí mismo de que Nadia no podía cambiar.

Le costó trabajo, pero había conseguido aceptarla como era. No era de ningún hombre, ni su cabeza ni su corazón funcionaban así. Era rabiosa, gozosamente independiente y libre, y eso era lo que más le gustaba a Gal, aun al precio de tener que renunciar a ella. Reconozco que me gustaría que fuera mía, insistía en decir, pero no puede ser. Me ha costado trabajo, pero por fin he conseguido aceptarlo. Al principio creí enloquecer, pero ahora está bien. Me alegro de que sea así. Ya no me importa. Hablaba de ella con mucha autoridad, como si la comprendiera mejor que ella a sí misma, pero la verdad es que no sabía muy bien lo que pasaba. Eran tiempos muy confusos, en todos los sentidos. En cuanto a Nadia, era evidente que había cosas que no encajaban con la teoría de Gal, y como es lógico, él prefería no verlas. Para Gal había algo que lo justificaba todo: sucediera lo que sucediera, al final, Nadia siempre volvía a él. Sencillamente, lo necesitaba. Punto. Y en cierto modo, no le faltaba razón. Sólo que no lo hacía por los motivos que él hubiera querido atribuirle. Las cosas no tenían, cómo decirlo, la dimensión de eternidad que él tendía a asignarles. Digamos que el guión funcionaba hasta la mitad de la película, por explicarlo de alguna manera, y después fallaba. Para él era difícil, porque efectivamente Nadia, después de alejarse, tarde o temprano volvía a aparecer. Lo buscaba, se presentaba aquí y si no estaba, lo esperaba. Se quedaba a dormir en su cuarto, no se despegaba de él en varios días. Eso duraba a veces semanas enteras. Se iban de viaje, y luego el ciclo se repetía casi de manera ritual: Nadia dejaba de necesitarlo, volvía a dejarlo, a desaparecer. Cuando no la tenía cerca se volvía sombrío, desagradable, hostil. Bebía sin tasa ni medida. Durante mucho tiempo, el guión se repitió de manera cíclica, sin apenas variaciones. Pero lo del pianista fue diferente. Cuando entró en escena Eric Rosoff, cambió el guión de la película.

¿Por qué?

Digamos que Gal aceptaba que, como decía él, Nadia le diera su cuerpo a otros… Eso fue algo que aprendió relativamente pronto. Pero con el pianista la cosa fue más lejos. Del pianista se enamoró de verdad, y eso era algo con lo que Gal no había contado. Conforme al guión, Nadia era incapaz de enamorarse, estaba por encima de aquella pasión que afecta al común de los mortales. A sus ojos, aquel desapego le confería un aura de superioridad; la veía como a una especie de diosa, y siendo él mortal, no podía aspirar a su amor. Conforme a la ficción que se había montado, Nadia era un alma instintivamente libre. La realidad hizo añicos aquella ficción. Gal intentó no darse por enterado, pero era difícil mantener el engaño. Nadia no era la diosa que Gal se empeñaba en creer que era. En presencia de aquel alfeñique se anuló: se sentía con él como Gal con ella. Se fue a vivir con el pianista, cosa que jamás había hecho con él, y cuando se lo propuso se casaron, otro detalle que no estaba previsto en el guión. Se suponía que a Nadia le espantaba la idea del matrimonio. Aquella era otra de las monsergas de Gal: desde siempre Nadia había proclamado a los cuatro vientos su aversión hacia la institución matrimonial. Gal lo contaba con tanto énfasis, que rozaba el ridículo. Y un buen día, zas, se casó, así, como quien no quiere la cosa. Ella misma le comunicó la noticia. Eso fue lo que Gal nunca pudo superar. Le atormentaba todo de su relación con Nadia, incluso el terrible sentimiento de frustración que generaba en ella el saber que jamás podría tener hijos, cosa que deseaba con tanta fuerza. Sólo que… en medio de la gran farsa que se había montado Gal en torno a Nadia, siempre hubo un punto de verdad, y eso es lo que justificaba su fidelidad, su esperanza.

¿A qué te refieres?

A que a ella le resultaba imposible despegarse del todo de él. A su manera, lo siguió necesitando. Y aunque dejaron de verse, siempre le escribió. Le hablaba de sus preocupaciones más íntimas. Lo primero que hizo cuando se divorció del pianista fue escribirle a Gal.

¿Eso cuándo fue?

Al cabo de poco más de un año de casados. La historia del pianista no había sido más que un espejismo, eso es lo que pensó Gal. Nadia seguía siendo la misma, por eso aquel matrimonio no podía durar. Verás como aparece por aquí, me decía, y en efecto, un buen día Nadia se presentó en el Oakland. Nos quedamos todos de una pieza, menos Gal…

Esa parte la tengo en los cuadernos.

Ha vuelto. Lo sabía. Sabía que lo haría. Ha vuelto de la misma manera que otras veces: porque necesitaba seguir siendo ella, viviendo, explorando, tratando de ver qué le aguardaba en el mundo… Ha hecho lo que tenía que hacer, ha estado en el mundo y ha vuelto. Me llamó por teléfono y me pidió permiso para venir a verme al Oakland. Le dije que no tenía que pedirme permiso para nada, que sabía perfectamente que podía presentarse aquí sin avisar, cuando quisiera. Vino, subió al estudio. Su belleza casi no me dejaba entender sus palabras, pero cuando pude concentrarme lo suficiente, me di cuenta de que repetía algo que le he oído demasiadas veces ya: que ha vuelto porque me necesita, porque se siente segura a mi lado, porque el mundo está lleno de trampas y asechanzas, y sabe que yo no le voy a fallar. Sentí un leve vértigo. Dejé de prestar atención a sus palabras para fijarme sólo en ella. Me di cuenta de que algo había cambiado. La mujer que me hablaba no era la Nadia que yo había conocido. Comprendí que había una gran distancia entre lo que decía ella y lo que oía yo. Le pedí que no dijera aquellas cosas… Ahora era yo quien no aceptaba ciertas palabras. La pureza y la autenticidad de que hablaba no existían en el mundo, eran un reflejo de su ansiedad por encontrarlas, y como no lograba dar con ellas, me las atribuía a mí. Le dije que lo que me decía carecía por completo de sentido. Le pedí que me contara cosas de ella, y a medida que lo hacía vi con claridad qué era lo que no acababa de encajar: No ha vuelto por mí. Me necesita, pero no como yo hubiera querido. Ha vuelto porque le han hecho daño. La dejé hablar, esperando a que se calmara, y entonces se lo pedí. Le pedí que se fuera, que me dejara solo, que siguiera adelante con su vida. Me miró en silencio y volviendo en sí me dijo: Hasta siempre Gal y yo cerré los ojos agradecido.

Me extrañó verla en el bar, dijo Frank. Parecía desconcertada. Le pregunté por Gal, y se limitó a decirme que estaba bien. La acompañé a la puerta y cuando ya nos despedíamos, me atreví a preguntarle cómo es que se iba, si acababa de llegar. No tenía tanta confianza como para decirle una cosa así, pero no se lo tomó a mal. Con toda naturalidad, me contestó que no se iba por su propia voluntad, sino porque se lo había pedido Gal. Lo gracioso es que esa parte, aunque ya quedaba fuera del guión, también se le olvidó, o por lo menos, no fue ésa la manera en que eligió recordar lo que había pasado. Pero ésa es la verdad. Le pidió que se fuera para siempre, que no volviera, que no se dirigiera nunca más a él. Y Nadia obedeció. Cumplió sus deseos punto por punto, menos uno: aunque le había pedido por favor que no lo hiciera, le siguió escribiendo.

¿Hasta cuándo?

Hasta el 86. Lo hacía de manera más bien irregular. Al principio, trató de cumplir la voluntad de Gal. Hubo un lapso de silencio relativamente largo, de varios meses, pero luego empezaron a llegar las cartas, primero poco a poco y luego de manera más continuada. Al cabo de bastante tiempo, se inició el proceso contrario. Fue dejando de escribir, hasta que su correspondencia dejó de llegar definitivamente. Tras una temporada larguísima en la que no había habido ninguna carta, llegó la famosa postal de Las Vegas. Digo famosa porque Gal me habló muchas veces de ella. Durante un tiempo la llevó encima, y de vez en cuando me la enseñaba. Tiene que estar en los cuadernos, segurísimo. Si no lo has hecho ya, pronto darás con ella. Ésa fue la última vez que le escribió. Pero de esto hemos hablado más de una vez, ¿no?

(En la postal se ve un casino con una iluminación delirante que cae sobre una mezcla de elementos arquitectónicos imposibles de conciliar. Al fondo, sobre una cúpula que pudiera ser bizantina, se despliega un arco de neón que dice: Coney Island. Por detrás, una montaña rusa. Al dorso de la postal, una nota breve, en inglés. Es la única muestra que he encontrado de la caligrafía de Nadia. Las letras son gruesas, redondeadas, de trazo tembloroso, algo infantil. Está fechada el 12 de enero de 1986. La traducción de Gal viene en una hoja aparte).

Querido Gal: Anoche soñé contigo. Estábamos los dos en tu piso de Hell’s Kitchen. Todos los detalles eran muy vividos: la mesa de madera de la cocina, la Underwood. De repente, no sé cómo, estábamos en Astroland. Tú me perseguías. Tenías el rostro desfigurado. A veces creía que no eras tú, pero luego tenía tu cara muy cerca, y sí que lo eras. Subimos juntos al Salto del Paracaídas, que funcionaba, a pesar de que lleva tantos años cerrado. Tú me decías que saltara, pero a mí me daba miedo. Tratabas de convencerme, diciendo que lo habías hecho muchas veces. Al final me empujabas… El sueño se termina ahí. Pero sé de dónde viene. ¿Sabes? He vuelto a perder el niño. Estuve a punto de enloquecer, pero no le quise decir nada al padre. Me han dicho los médicos que soy yo… A mitad del embarazo, me quedo sin fuerza. No soy capaz de mantener con vida el feto. Me ha dicho el ginecólogo que deje de intentarlo, que tantos abortos espontáneos son peligrosos. Me cuesta aceptarlo. Es un golpe difícil de encajar, pero poco a poco vuelvo a estar bien. Estoy aquí de paso, qué sitio más absurdo, ¿verdad? Lo elegí para estar lejos de todo. Aquí no me encontrará nadie. No estaré más que unos días. De todos modos, esta ciudad tiene algo, no sé bien qué, que me gusta. ¿Qué te parece la postal que he encontrado? Tiene gracia, ¿verdad? Las Vegas me recuerda un poco a Coney Island, pero sin alma, como dirías tú. Me recuerda lo que me decías tú al salir del metro, de que estábamos en la Boca del Infierno, y eso me gusta, me gusta estar cerca del infierno, como a ti. Te echo mucho de menos, Gal, me gustaría estar contigo, que me contaras una de tus historias, hasta conseguir que me quedara dormida. Ahora estoy cansada, pero te prometo que te escribiré una carta larga, muy pronto… ¡Queda prometido! Hasta pronto.

En medio del texto caligrafiado por Nadia se ve la mancha de una gota de café. Alrededor de la G. de la firma, Gal había trazado un círculo a tinta roja. Acaricié la letra con la yema del dedo. Tenía la costumbre de firmar añadiendo la inicial del apellido. Nadia O. Nadia R. ¿Pero de dónde venía la G.? Me imaginé a Gal haciendo las mismas cábalas que yo, aunque no había muchas vueltas que darle. Nadia Orlov, después Nadia Rosoff, y ahora Nadia G. Poco importaba que ni Gal ni yo supiéramos quién era.

Se había vuelto a casar.