MR. T., ALIAS LA SOMBRA

[Originariamente escrito a mediados de los 70, aunque la fecha exacta de escritura es desconocida. Corregido y revisado en enero de 1992.]

Alfau conoció a Mr. T. por casualidad. Estaba sentado frente a la ventana de un chiringuito que quedaba a un par de manzanas de El Periscopio, disponiéndose a darle el primer sorbo a una infusión de menta, cuando vio que la trampilla de hierro que hay en la acera de Chrystie semiesquina con Alien se alzaba lentamente. Con la taza en vilo, Alfau vio emerger de las entrañas de la tierra a una enana negra que calzaba botas de goma y llevaba un impermeable de charol amarillo. La enana echó un vistazo cautelar en torno y asomándose al hueco de la trampilla, hizo señas a alguien que aún se hallaba bajo tierra, dándole a entender que podía salir. Al cabo de unos segundos se plantaba en la acera un individuo vestido con levita y chistera. La mujer se esfumó como por ensalmo y la trampilla se cerró con la misma lentitud con que se había abierto. El recién aparecido se alisó la vestimenta, se ajustó la pajarita, consultó un reloj de bolsillo y echó a andar como quien no quiere la cosa. Alfau había oído decir que aquélla era una de las entradas de una ciudad subterránea donde se decía que vivían miles de personas perfectamente organizadas, pero comprobar la veracidad de algo que en el fondo nunca le había parecido más que una leyenda le produjo una intensa conmoción. Dejando la infusión intacta, salió del chiringuito resuelto a ir en pos de aquella aparición que más que un individuo de carne y hueso parecía un personaje de sus cuentos.

El tipo de la levita no tardó en percatarse de que lo seguían y volvió la vista un par de veces. A la altura de Houston por fin se detuvo y encarándose con Alfau le preguntó si no tenía nada mejor que hacer que perseguirle. El americaniard, que durante todo aquel tiempo andaba buscando una excusa para entablar conversación, vio el cielo abierto y le espetó: ¿Qué tal un café? Invito yo, no irá a decir que no acepta. El otro se quitó la chistera, se rascó el pelo, que tenía crespo y rizado, y aceptó la invitación, a condición de que fuera en Veniero’s, porque le encantaban los cannoli que daban allí, y además era su cumpleaños. Happy Birthday, dijo Alfau, dándole la mano efusivamente. ¿Y por qué no una tarta, con sus velas y todo? Es lo propio, tratándose de un cumpleaños. Al desconocido no le pareció mal la idea y juntos se dirigieron a Veniero’s, hablando sabe dios de qué. Una vez allí, Mr. T. eligió una tarta de frutas, llamó a una camarera y le dio instrucciones a la camarera de que le pusieran tres velas. Alfau estuvo haciendo cálculos y pensó que tal vez cada vela representara diez u once años, tal vez doce, y cuando la tarta llegó a la mesa le preguntó a su invitado por qué precisamente aquel número de velas y no otro. Es que, explicó el homenajeado, tengo por costumbre celebrar los cumpleaños al revés. Alfau lo miró con expresión desconcertada y su interlocutor se sintió obligado a decir:

Todos somos conscientes de la inexorabilidad de la muerte, aunque pocos saben cuándo vendrá exactamente a por nosotros. Yo constituyo una excepción, pues sé a ciencia cierta que moriré el día que cumpla cincuenta años. Miró a Alfau con aire expectante, por si tuviera algo que objetar, pero éste seguía pendiente de sus palabras, y Mr. T. reanudó su alocución: Por este motivo, a partir de que cumplí los 35, adopté la resolución de celebrar mis cumpleaños al revés, es decir, en lugar de festejar los años que he vivido, celebro los que me quedan por vivir. Consecuentemente, en lugar de incrementar el número de velas que coronan la tarta, lo voy disminuyendo. Cuando cumplí 36 años apagué 14 velas; al año siguiente 13; luego 12 y así sucesivamente, hasta hoy. Mr. T. dijo que aquel día, 16 de marzo de 1964, cumplía 47 años, de modo que le correspondía apagar tres velas. De hecho, añadió, había encargado ya una tarta para aquella misma tarde, aunque dos mejor que una, sí señor.

Alfau asintió y le preguntó si la tarta estaba buena. Buenísima, muchas gracias, contestó Mr. T. De nada, dijo Alfau y carraspeó antes de comentar que ahora que caía en la cuenta todavía no se habían presentado. Eso tiene fácil arreglo, dijo Mr. T. ¿Usted cómo se llama? Felipe Alfau, dijo Felipe Alfau, ¿y usted? Mr. T. contestó que en la ciudad subterránea se le conocía como Mister T. y la poca gente con la que se había tratado en la superficie (el mundo superficial fue exactamente lo que dijo) lo llamaba la Sombra, pero que él le podía llamar de cualquiera de las dos maneras. Mucho gusto, Mr. T., dijo Alfau. El gusto es mío, señor Alfau, le contestó la Sombra. ¿Vive usted en los túneles del Lower East Side con carácter permanente? quiso saber Alfau. Míster T. le contestó que en efecto así era, pero que el día de su cumpleaños se registraba en el Hotel Chelsea, donde pasaba la noche. ¿Una sola noche al año? preguntó Alfau, tratando de asegurarse de que le había entendido bien. Correcto, confirmó la Sombra, sí señor.

Alfau le preguntó adónde pensaba ir entonces, y Mr. T. le dijo que al Hotel Chelsea, naturalmente, pues tenía la habitación pagada a partir del mediodía. Dicho esto, consultó el reloj de bolsillo y se puso en pie de un salto. Alfau le imitó y le pidió permiso para acompañarlo. Mr. T. no tuvo inconveniente en que lo hiciera. Durante el trayecto, que efectuaron a pie, la Sombra explicó someramente qué clase de vida llevaba en las profundidades de Manhattan y Alfau le explicó, también por encima, quiénes eran los Incoherentes y qué hacían. Muy interesante, comentó Mr. T. frente a la puerta del hotel. Pues da la casualidad de que esta misma tarde, replicó Alfau, hay tertulia. Nos reunimos en El Periscopio, tal vez lo conozca, queda muy cerca de la entrada de la ciudad subterránea que ha utilizado hoy. Para los Incoherentes será un placer recibirlo. A no ser que tenga otros planes, añadió, recordando que la Sombra le había dicho que había encargado una tarta. ¿Piensa usted celebrar su cumpleaños con alguien? No estoy seguro, dijo Mr. T.; con las mujeres nunca se sabe. Entiendo, dijo Alfau dándole una palmadita en el hombro, y sacando un papel del bolsillo, apuntó en él la dirección de El Periscopio y se lo dio. En fin, si al final resulta que está solo y se anima, ya sabe dónde estamos. Nos reunimos en el piso que queda encima del bar, es una puerta gris. El santo y seña, añadió Alfau antes de irse, es ¡Viva don Quijote! Míster T. leyó la dirección, asintió, dijo que ya vería, le dio la mano a Alfau y atravesó el vestíbulo con aire taciturno.

Alfau les comunicó a los Incoherentes que quizás aquella tarde se presentara alguien muy especial en El Periscopio, y procedió a referirles el singular encuentro que había protagonizado unas horas antes. La tertulia dio comienzo conforme al orden del día, que en aquella ocasión versaba sobre las ventajas y desventajas del comunismo soviético. En el fragor de la discusión, a los Incoherentes (en particular a Alfau, que era un anticomunista furibundo y estaba en minoría) se les olvidó que cabía la posibilidad de que el extraño que había hecho migas con el presidente en funciones de la cofradía (el cargo era rotativo) pudiera aparecer. Estaban a punto de llegar a las manos; en el aire flotaba aún el eco de las últimas imprecaciones pronunciadas a gritos por dos de los contertulios (¡Eres un fascista de mierda! le había espetado Aquilino Guerra a Felipe Alfau a voz en cuello. ¡Y tú un asesino estalinista! fue la contestación del interpelado, a quien Jesús Colón tenía sujeto por los codos) cuando se oyeron unos golpes en la puerta. ¡Silencio de una puta vez, coño! ordenó Henry Martínez. ¿No oís que están llamando a la puerta? Los gritos cesaron al instante. Recobrando la compostura, Alfau se zafó de Colón, dio tres zancadas y descorrió la tapa de la mirilla. ¡Viva don Quijote! dijo alguien al otro lado de la puerta, con voz áspera y tímida, y Alfau le franqueó la entrada. El recién llegado vestía levita, chistera y pajarita de lunares (distinta de la que llevaba por la mañana, que era negra), y avanzaba muy despacio porque llevaba en las manos una tarta con tres velas, aún sin encender. No tocaremos a mucho, dijo con aire compungido, la había encargado para dos, pero la otra persona no se ha presentado. Alfau puso cara de circunstancias y le dio una palmadita en el hombro (la segunda del día). Adelante, por favor, dijo. Está usted en su casa. La Sombra plantó la tarta encima de la mesa y se descubrió la cabeza. Aquilino recogió la chistera y la colgó en el perchero de bronce. Alfau corrió al mueble bar y regresó con una botella de González Byass y una copa para cada comensal. Rogelio Santana, invitado de Jesús Colón encendió las tres velas. Antes de soplar, Mr. T. suplicó que nadie fuera a cantar ninguna cancioncilla ridícula. Mohínos, los Incoherentes y sus invitados movieron la cabeza de un lado para otro, como reprochándole que hubiera podido pensar semejante cosa de ellos. Cuando terminaron la tarta, Alfau propuso una votación extraordinaria para decidir si se le concedía al recién llegado el título de Incoherente Honoris Causa. Los cinco miembros fundadores dejaron solo un momento a Mr. T. con los demás invitados y deliberaron durante unos minutos en un rincón. De nuevo en la mesa, el secretario perpetuo de la cofradía, Martínez, comunicó a los asistentes que la moción se había aprobado por unanimidad. A propuesta de Colón, se resolvió no proseguir con la discusión política y la tertulia discurrió a partir de entonces por cauces más apacibles. Cuando Mr. T. se despedía, se llegó al acuerdo formal de invitarle a celebrar los cumpleaños que le quedaban en El Periscopio. Son tres, dijo Mr. T., alzando en el aire tres dedos enguantados de blanco, con el aire taciturno que nunca le abandonaba, y se sirvió otro jerez. Ni Alfau ni ninguno de los Incoherentes lo vería nunca fuera de aquella fecha.

El 16 de marzo de 1965, Mr. T. se presentó en la sede de El Periscopio con una tarta y dos velas. Al año siguiente la tarta tenía solo una vela. Siempre había sido parco en palabras, y enemigo de brindis, pero en aquella ocasión, antes de soplar la vela que ardía solitaria en lo alto de la tarta, Mr. T. dijo: Gracias, amigos míos. Ha sido un honor conoceros y haber pertenecido a la cofradía. Suspiró hondo antes de añadir: No nos volveremos a ver más. El 16 de marzo de 1967 El Periscopio había abierto sus puertas a numerosos invitados y estaba lleno hasta la bandera. Los Incoherentes discutieron de política con la misma vehemencia de siempre, aunque a lo largo de la tertulia se percibía una corriente subterránea de inquietud que socavó poco a poco la conversación hasta apagarla del todo. Hacia las siete, todo el mundo estaba pendiente del reloj, un Festina con las letras negras claramente rotuladas sobre una superficie de un amarillento desvaído. Unos centímetros por encima del agujero por donde se metía la llave para darle cuerda al Festina, había un recuadro de color azul con dos compuertas. El segundero rozó el punto inferior de la esfera. Medio minuto para las siete, exclamó un invitado. Los Incoherentes, que estaban sentados en una mesa transversal que hacía las veces de cabecera, dejaron de respirar y clavaron la vista en el reloj como un solo hombre. La delgada manecilla barría con lentitud desesperante el hemisferio izquierdo del reloj. En El Periscopio no se oían más que las cañerías de la calefacción mezcladas con los ruidillos intestinales de Aquilino Guerra, que había comido habas con almejas. Cuando el segundero y el minutero se encontraron, se abrieron de par en par las compuertas de color azul y saltó un muelle en cuya punta había un cuco tan diminuto que más bien habría que llamarlo colibrí. El exiguo pajarillo gorjeó siete veces seguidas y se metió en la cajita de donde había salido con un golpe seco. Los Incoherentes apartaron la mirada del Festina para clavarla en la puerta de la calle, pero nadie llamó al timbre. El primero en romper el silencio fue Martínez, que se alejó al fondo de la sala haciendo crujir los nudillos; Guerra encendió un purito y arrojó la caja al centro de la mesa, para que quien quisiera hiciera lo mismo: Colón se puso a hojear el New York Times, aunque se lo había leído de cabo a rabo por la mañana, y los demás fueron emprendiendo cada uno una actividad dilatoria distinta, incluido Rogelio, un primo hermano de Guerra que sacó un cortaúñas y se puso a cortárselas frente a la papelera. Los invitados observaban los movimientos de sus anfitriones como si estuvieran presenciando una obra de guiñol. A las siete y cuarto, Alfau abrió una botella de González Byass y sirvió una ronda, incluyendo una copa para el contertulio ausente, conspicuamente colocada en la cabecera de la mesa. Martínez propuso un brindis, pero Alfau le recordó que Mr. T. los odiaba. Guerra sugirió guardar un minuto de silencio, y Jesús Colón le llamó agorero. Mi abuelo comentó que habría que intentar averiguar lo sucedido, y Martínez le preguntó que cómo. Alfau insistió en que lo único que se podía hacer era seguir con la tertulia como si no hubiera pasado nada, pero no resultó posible. Había en el ambiente una pesadumbre que impedía que los Incoherentes se centraran en nada. A eso de las nueve comprendieron que había que actuar. Alguien sugirió que una delegación de Incoherentes cogiera un taxi y se presentara en el Chelsea. Tras mucho tira y afloja, se decidió que Alfau eligiera a sus acompañantes. Designó a Colón y a mi abuelo. Nada más llegar al hotel, se dirigieron al recepcionista, quien se sobresaltó al verlos tan agitados. Alfau le enseñó una foto de Míster T. El recepcionista frunció el ceño, puso cara de circunstancias, les dijo que tomaran asiento en los butacones del lobby, y se fue a buscar al director, foto en mano. El director salió, se plantó delante de ellos, se atusó con ceremonia una de las guías del bigote, que eran muy largas y puntiagudas, mientras estudiaba la foto, y les preguntó si eran familia del huésped. Mi abuelo le dijo que no. ¿Amigos, conocidos, compañeros de trabajo? Jesús Colón tomó la palabra para decir que no lo conocían más que de verlo una vez al año, tal día como aquél, es decir, el 16 de marzo, para celebrar su cumpleaños.

Igual que yo, dijo el director del Hotel Chelsea. Aunque no sabía nada de lo de su cumpleaños. Hacía una reserva con mucha antelación, mejor dicho, tenía una reserva fija a perpetuidad, y llamaba un par de meses antes para confirmarla. Se instalaba en uno de los cuartos más baratos. Este año hizo lo mismo. Le pidió al recepcionista que trajera el libro de registro. Efectivamente, aquí está. Habitación 305. Hizo la reserva el 16 de enero.

Siguió un silencio incómodo.

Bueno, no se quede ahí como un pasmarote. Dígale que han venido a verlo sus amigos del Periscopio, dijo Alfau, perentorio.

Ante todo calma, amigo mío. Calma y buenos modos. Ya han oído al recepcionista. Su amigo no contesta el teléfono, lo cual quiere decir que no está en su habitación.

¿Qué clase de razonamiento es ése? le increpó Alfau. Si le ha pasado algo no podrá contestar por más que se le llame. Aquí el amigo (al decir esto Alfau apuntó con el dedo al recepcionista), ha corroborado que le ha visto entrar, pero no salir, aparte de que, antes de venir usted especificó que su llave no está en el casillero.

Muchas veces los clientes se llevan la llave cuando se van, dijo el director del Hotel Chelsea, atusándose la guía derecha del bigote.

Usted sabe perfectamente que Mr. T. está en su habitación. Sólo que no quiere cooperar, lo cual es muy peligroso.

¿Por qué es peligroso?

Tal vez le haya pasado algo y si tardamos en subir puede que ya no tenga remedio.

¿Pero de qué demonios está hablando usted, hombre de Dios? dijo el director, lo más probable es que esté en la habitación haciendo vete a saber qué y no abre porque no le sale de las narices.

Tenemos razones fundadas para pensar que ha ocurrido algo muy grave. Lo más probable es que su vida esté en juego, y por eso hemos venido. Es más, puede que sea demasiado tarde. ¿Qué trabajo le cuesta subir y llamar a la puerta? dijo Alfau, cada vez más crispado.

Cálmese, se lo ruego. Tiene que comprender que la intimidad de los huéspedes es sagrada, sobre todo en un lugar como el Chelsea. Le supongo informado de nuestra reputación. No se pueden abrir las habitaciones así como así, sobre todo si, como se empeña en decir, hay constancia de que los ocupantes están dentro. Cualquiera sabe lo que nos podemos encontrar. Lo lamento de veras, pero no puedo acceder a su petición.

Colón se puso detrás de Alfau por si éste perdía los papeles y se hacía preciso sujetarlo. Con las mejillas encendidas de sangre, el catalán levantó la voz. Su vehemencia era tal, que la resolución del gerente se empezó a resquebrajar.

¿Cuántas veces quiere que le repita que cada segundo que pasa es crucial? ¿Es que no le importa la vida de sus huéspedes?

Colón juzgó prudente agarrar a su amigo por los codos. Fue este gesto lo que hizo ceder al director. José, dame el duplicado de la habitación 305, dijo, dirigiéndose al recepcionista.

Estuvo golpeando unos cinco minutos, cada vez con más fuerza. Al final, tan inquieto como el que más, introdujo la llave en la cerradura.

Ben me dijo que su padre jamás olvidó la escena que vio al otro lado de la puerta. Era una habitación pequeña, con el suelo de mármol ajedrezado, y un ventanuco que daba a un patio interior. El mobiliario se reducía a un armario de un solo cuerpo, una mesa estrecha, una silla donde había dejado la levita, la chistera, el reloj e, incongruentemente, una cama con un baldaquino de cortinas verdes, que estaban echadas. En el centro de la habitación había un taburete caído. Mr. T. colgaba de una pajarita de lunares, que había atado a un gancho que sobresalía de una viga del techo. Tenía la lengua fuera y el rostro hinchado y amoratado. Alrededor de la bragueta se veía una enorme mancha de humedad, que corría por las perneras abajo, hasta los dobladillos del pantalón, que aún goteaban sobre un charco amarillento que se había formado sobre las baldosas de mármol.

Por alguna razón, antes de quitarse la vida, Mr. T. se había despojado de la ropa interior, que era toda de color negro, y se había vuelto a vestir. Encima de la mesita de madera que había junto al armario podían verse unos calcetines y una pieza que era a la vez camiseta y calzoncillo, con las mangas y las perneras largas.