Quince

LLÁMAME BROOKLYN

Cádiz, junio de 2008

Descubrí el Oakland en plena crisis de mi matrimonio. De día, en el periódico, todo iba bien, pero cuando se acercaba el final de la jornada, me ponía a buscar excusas que retrasaran el momento de volver a casa. Llegué incluso a alquilar un cuarto en el Hotel Seventeen, cerca de Gramercy Park. Lo de ir al Oakland empezó por casualidad. Un viernes llevaba más de media hora solo en la redacción, incapaz de resolverme a salir a la calle, a pesar de que no tenía absolutamente nada que hacer. Nat, el guardia de seguridad, tocó en el cristal con la culata de la linterna y me preguntó si todo iba bien. Le dije que sí, pero comprendiendo que era absurdo seguir allí más tiempo, me resigné a abandonar mi cubículo y salir del edificio. En Lexington, en lugar de bajar al andén donde paran los trenes que van en dirección Uptown & The Bronx, busqué instintivamente la entrada que dice Downtown & Brooklyn, al otro lado de la avenida. Al llegar a Borough Hall dejé que mis pasos me llevaran al local de Frank Otero. A partir de entonces, empecé a pasarme por el Oakland varias noches por semana. No sé muy bien qué significaba aquel bar para mí. Por una parte, era como estar en España, una España distorsionada, de caricatura; por otra, y por alguna razón eso me resultaba reconfortante, estando allí tenía la curiosa sensación de que me encontraba un poco fuera de la realidad.

El dueño, Frank Otero, me cayó bien desde el principio. Me gustaba su forma de entender la vida. Era un tipo despreocupado, generoso, con don de gentes, abierto (a su manera, también tenía su lado oscuro). Le encantaba entablar conversación con desconocidos. Tenía la habilidad de conectar con cierto tipo de individuos que el mundo considera perdedores y si en su deambular por la vida alguno de ellos acababa varado en su territorio, se apresuraba a ofrecerle protección. Por lo que se refiere a Gal Ackerman, me fui acercando a él de manera gradual. Durante los primeros meses, me limité a observarlo desde lejos. Su comportamiento era difícil de prever. Podía pasarse semanas enteras bajando religiosamente a escribir al bar, dos veces al día, una por la mañana y otra a media tarde. Se sentaba en una mesa al fondo del local y se sumergía en su mundo, indiferente a cuanto pudiera estar sucediendo en torno a él. De repente, un día cualquiera, desaparecía sin dar ninguna explicación, y ni siquiera a Frank le habría resultado posible dar cuenta de su paradero. Al cabo de un tiempo indeterminado (podían ser días o semanas) volvía a hacer acto de presencia y se ponía a escribir como si hubiera estado allí la tarde anterior.

Había unos cuantos individuos que prácticamente vivían en el bar. No todos figuran en el libro, o apenas se habla de ellos; de entre estos últimos, uno de los que más traté fue Manuel el Cubano. Era gay y cuando Niels Claussen empezó a ser incapaz de valerse por sí mismo, se convirtió en su ángel de la guarda.

Alrededor del Oakland gravitaban diversos grupos de personajes. La órbita más cercana correspondía al Luna Bowl y su gente. De todos ellos, el mejor amigo de Gal era el viejo Cletus Wilson, el portero. Cletus había conocido a Gal antes de la época del Oakland, y lo quería como a un hijo. En tiempos había sido entrenador de algunos de los grandes y él mismo llegó a ser un púgil de cierto renombre en el circuito profesional. En el despacho de Frank había una foto en la que se veía a Cletus de joven posando junto a Rocky Marciano en la puerta del Madison Square Garden. La órbita más alejada era la de los marineros daneses. Para mí no eran más que un coro de rostros anónimos, pero formaban parte esencial de la imaginación de Frankie.

De quienes no se dice una sola palabra en todo el libro es de los inquilinos del motel, como llamaba Frank al primer piso, y eso que ahí había material para varias novelas. Durante los dos años que pasé en el estudio tuve algunos vislumbres de los enigmáticos habitantes de aquel mundo, aunque jamás intercambié palabra con ninguno de ellos. Cuando nos cruzábamos por el pasillo ni me miraban. La única persona con quien tuve cierto trato en todo el tiempo que viví en el cuarto de Gal fue una tal Linnea. Era una mujer muy atractiva, entre treinta y cinco y cuarenta años, con aspecto de actriz de cine negro. Llegó al motel en pleno invierno, unos ocho meses después que yo. Se teñía el pelo de rubio platino y siempre llevaba joyas y pieles caras. Cuando me tropezaba con ella, se paraba invariablemente a hablar conmigo. La primera vez que nos cruzamos yo salía del estudio y me pidió fuego. Se lo di y me contó que había vivido en el motel en los viejos tiempos y me preguntó qué había sido de Gal. No estaba al tanto de su muerte y cuando se lo dije se quedó muy impresionada. Le conté que estaba poniendo en orden sus escritos con idea de terminar un libro que había dejado a medio hacer, y me dijo que siempre había sabido que Gal era un artista. Se fue sin despedirse, como si de repente hubiera caído en la cuenta de que no era conveniente que la vieran hablando con un desconocido en los pasillos del motel. Las demás veces actuó igual: con la excusa de pedirme fuego, se detenía unos momentos a charlar, hasta que se interrumpía con brusquedad y se alejaba sin decir adiós. Nunca supe si era una call-girl de lujo, o la amante de algún pez gordo. La traían y llevaban en una limousine negra de la que, aparte del chófer, un tipo de aspecto hostil que tenía acento haitiano, no se bajaba nunca nadie. Una tarde me sorprendió ver un montón de maletas frente a su puerta. El haitiano apareció de repente y al verme parado junto al equipaje me fulminó con la mirada. Recuerdo que nevaba. Desde mi habitación vi la limousine aparcada en doble fila. Por una de las ventanillas asomaba la boquilla humeante de Linnea. Al cabo de unos instantes, el chófer metió los bultos del equipaje en el maletero, se sentó al volante y se llevó a la amiga de Gal para siempre. Con el resto de los inquilinos no tuve nunca el menor trato. Podían pasar semanas sin que me tropezara con nadie en los pasillos. Sabía cuándo se había desalojado algún cuarto, porque entonces Alida dejaba la llave puesta en la cerradura por la parte de fuera.

Lo que Frank llamaba el motel constaba de un total de seis habitaciones, de distintos tamaños, y estaban todas sin numerar, salvo la mía. Algunas eran suites, y otras auténticos cuchitriles. Después de que se fuera Linnea, adquirí la costumbre de meterme en los cuartos que se quedaban desocupados y merodear por sus espacios vacíos. No sé por qué lo hacía. Me asomaba a las ventanas y me quedaba mucho tiempo contemplando Atlantic Avenue y las luces del puerto. Una mañana, desaparecía la llave de la cerradura y era así como sabía que el cuarto volvía a estar ocupado. No tenía nada de raro que la gente desapareciera del motel, después de haber pasado allí meses, sin que se hubieran cruzado en mi camino una sola vez.

Frank ponía especial cuidado en que no hubiera puntos de fuga entre el motel y el Oakland. Eran universos paralelos, sin la menor comunicación entre sí. Los inquilinos del primer piso no entraban en el bar, y al revés, a ningún parroquiano del Oakland se le habría ocurrido bajo ningún concepto asomar las narices en la parte de arriba. De hecho, cada espacio tenía su propia salida a la calle, aunque al fondo de la pista de baile había una puerta revólver que daba al pasillo interior del edificio. Por alguna razón, Frank la mantenía abierta, pero era raro que nadie la usara, excepto Gal. Desde siempre, reservó uno de los cuartos de arriba para uso propio. Durante muchos años lo ocupó Raúl. Después que se fue a vivir a Teaneck, Frank se lo ofreció a Gal, y cuando me puse a trabajar en la novela, a mí. En la puerta figuraba el número 305, con dígitos de bronce, que había puesto el propio Gal. Nunca llegué a conocer el significado de aquella cifra. El número de la habitación del Hotel Chelsea donde se suicidó Mr. T. era también el 305. En cuanto al motel en sí, Frank actuaba sencillamente como si no existiera. Nunca hablaba de él ni había nada que lo delatara: ni un rótulo en la calle, ni un mostrador de recepción, nada. Los nombres de los inquilinos no figuraban en ningún libro de registro. Podían pasar allí largas temporadas, pero eran invisibles. Nunca llegué a saber qué clase de manejos se traían. En la memoria me bailan algunas imágenes borrosas: un Bentley que llegaba en plena madrugada y permanecía aparcado durante varias horas frente a la puerta sin que hubiera rastro de él por la mañana; grupos de individuos que entraban y salían sigilosamente del edificio. Una noche sin luna, desde mi ventana, vi a Frank escoltado por Víctor repartiendo dinero entre varios tipos que se acababan de bajar de una camioneta entoldada. En otra ocasión me tropecé en el vestíbulo con un grupo de chicas extrañamente disfrazadas.

Si en el primer piso del Oakland se llevaban a cabo manejos más o menos ilegales, yo nunca llegué a saber en qué consistían. No creo que Frank estuviera directamente implicado. Mi impresión es que se limitaba a alquilar las habitaciones sin meterse en averiguaciones. Otero le franqueó a Gal la entrada en aquel mundo porque sabía que era la discreción en persona. Cuando llegué yo, no vio ninguna razón para actuar de otra manera. En cuanto al Oakland, aunque no era un espacio secreto, tampoco era exactamente un lugar abierto a todo el mundo. En cierto modo había que descubrirlo. Una visita esporádica daba igual, pero a largo plazo, Frank sólo aceptaba en su bar a quienes le caían bien. Tenía debilidad por los tipos raros, gente con historias más bien oscuras a sus espaldas. Era a ellos a quienes acogía preferentemente. Más de uno dependía de él para subsistir; había incluso quienes recibían un pequeño estipendio semanal. A cambio de su ayuda, sus protegidos tenían que hacer ciertos trabajos. Alida y Ernie se encargaban de eso y lo hacían con la misma discreción que si estuvieran blanqueando dinero. A otros les fiaba las copas, y cuando llegaba la hora de saldar la deuda, podía suceder que sólo les cobrara una parte, según las circunstancias. En todo caso, los criterios de selección de Frank no eran siempre comprensibles. Fundamentalmente, si alguien no encajaba en su visión… no lo admitía en su círculo y punto.

Una vez dentro, había que acatar sus reglas. Frank gobernaba el Oakland conforme a un código de leyes no escritas que era preciso observar escrupulosamente. Una cosa que me llamó en seguida la atención fue que no se ocupaba sólo de las necesidades materiales de su gente. Muchos de los habituales del Oakland eran, para usar una expresión de Gal Ackerman, gente derrotada por la vida, individuos que habían perdido el norte y de repente se sentían seguros allí. Le pasó a muchos: a Manuel el Cubano, a Niels Claussen, al propio Gal. A mí estuvo a punto de ocurrirme, pero supe reaccionar a tiempo. Gal no. Estaba cansado de dar tumbos cuando, un buen día, dio con sus pasos en el Oakland y se quedó atrapado en sus redes para siempre. No fue algo inmediato. Al principio consiguió salir, alejarse, seguir adelante con su vida, pero al final había siempre un punto en que volvía. Las espantadas que le vi dar poco después de mi llegada, cuando desaparecía por espacio de varios días, fueron sus últimos coletazos. Era como si la remota tarde que llegó allí por primera vez, alguien hubiera trazado un círculo invisible a su alrededor. Al principio probablemente fuera muy holgado, pero con el paso de los años el cerco se había estrechado tanto que llegó un momento en que ya no le resultó posible salir de él.

Se llamaba Bruno Gouvy y era diplomático. Lo conoció en París, en septiembre del 85, en una exposición patrocinada por la embajada belga, en la que él ocupaba el cargo de primer secretario. Ella tenía una beca para estudiar con Bédier en el conservatorio. Su idilio fue muy breve. Se casaron en diciembre, en una ceremonia civil poco menos que secreta. Yo nací a finales del 87. Cuando yo tenía dieciséis o diecisiete años, Nadia me confesó que nunca se había enamorado así. Quería decir que nunca había conocido una relación exenta de sobresaltos, como lo era aquélla. Sus historias de amor habían sido siempre muy atormentadas.

Me desorientaba que mi madre me hablara de sus sentimientos íntimos con tanta franqueza. Oírle decir que había estado enamorada de otros hombres me llenaba de inquietud. Para mí el universo se sostenía gracias a mis padres. La miraba entre fascinada y asustada, tratando de imaginarme su vida anterior. Mi visión del mundo se empezó a tambalear. Sentí que se abría un abismo a mis pies. El vértigo me hizo abrazarme a ella con todas mis fuerzas. Quería sacudir la imagen que surgía ante mí y quedarme con la que siempre había conocido. Sabía que mi madre adoraba a Bruno, no era eso lo que me inquietaba. Había sido así desde el primer momento, y nunca habría de cambiar. Se sentía segura junto a él, le transmitía paz. A su lado descubrió una calma interior que no sospechaba que pudiera existir.

Años después, estando muy enferma, me confesó que si había podido dar a luz era gracias a la estabilidad que le proporcionaba él. Antes de conocerlo se había quedado embarazada muchas veces, pero en torno al cuarto mes, indefectiblemente, abortaba. Perdía el feto de manera espontánea. Lo terrible era que no había ninguna causa fisiológica para que fuera así. Estaba convencida de que la culpa era suya, de que en su interior anidaba una fuerza autodestructiva que atentaba contra sus instintos más profundos. No entendía por qué, pero le aterraba la posibilidad de dar una respuesta positiva al misterio de la vida. Ésa era la explicación que se daba a sí misma. La última vez que le ocurrió, el médico fue tajante: no podía permitirse un solo aborto más; era demasiado peligroso. Tenía que resignarse a la idea de que no podía tener hijos. Eso fue antes de que se conocieran, cuando ella aún vivía en Estados Unidos. Unos meses después de casarse, se le metió en la cabeza la idea de que con Bruno iba a poder tener el hijo que tanto deseaba. Nunca había estado tan segura de nada en todos los días de su vida. Esperó a quedarse encinta, cosa que no tardó mucho en suceder, tenía mucha facilidad para eso, el problema venía después. Buscó un buen ginecólogo. Lo puso en antecedentes, y le anunció que estaba decidida a intentar llevar a término aquel nuevo embarazo. Después de examinarla, el médico le dijo que efectivamente, los abortos que había tenido en el pasado habían hecho mella en su organismo, aunque desde el punto de vista fisiológico, seguía estando capacitada para tener hijos. No le dio el menor crédito a su teoría de que los abortos los provocaba ella, poniendo involuntariamente en marcha sus instintos autodestructivos, pero de todos modos le aconsejó que consultara con un psicólogo. Mi madre contestó que no hacía falta, que las cosas habían cambiado. El ginecólogo asintió, asegurándole que haría cuanto estuviera en su mano. Nadia esperó hasta mediados del tercer mes antes de anunciarle a Bruno que estaba embarazaba. Mi padre le confesó que en algún momento había llegado a sospecharlo, pero que en seguida desechó la idea. Lo importante, ahora que estaba al tanto, era que compartía al ciento por ciento su certeza de que todo iba a salir bien. El embarazo llegó al cuarto mes, y al quinto. Nunca había logrado alcanzar un estado tan avanzado de gestación. De noche escuchaba atentamente las señales que le llegaban del interior de su propio cuerpo, unas señales que le confirmaban que todo se iba desarrollando en conformidad con los designios de la naturaleza. Llegaron el sexto, el séptimo, el octavo mes. El embarazo entró en su fase final. Salió de cuentas y dio a luz poco después, en un parto sin complicaciones.

Normalmente, cuando se cuenta una historia es porque se quieren referir sucesos singulares o extraordinarios. En la historia de mi gestación no hay nada que merezca la pena destacar; lo insólito fue la falta de incidencias, que no pasara nada digno de mención. Ésa es también un poco la historia de Nadia a partir de que nací yo. Según me dijo ella misma, la maternidad le transformó el carácter, aunque en mi opinión el cambio se empezó a operar antes, cuando conoció a Bruno. En general fue un cambio para bien, aunque hubo cosas que se perdieron. Se limaron ciertas aristas de su personalidad; la rabia que siempre había sido parte de su carácter, y que era inseparable de su creatividad desapareció como por ensalmo.

Fue un fenómeno complejo, que no entendí bien hasta mucho después, cuando ya no la tenía a mi lado para hablar con ella. Donde mejor se aprecia lo que le sucedió es en su relación con la música. Siguió siendo el centro de su vida, como lo había sido desde que era niña. Había llegado hasta París gracias a su talento musical. Sus estudios con Bédier eran la culminación de muchos años de esfuerzos. Pero las cosas no eran exactamente igual que antes: la ambición que hasta entonces había sido el motor de todo cuanto hacía, se había esfumado. Nadia Orlov, la violinista prodigio de quien tanto esperaban sus profesores, perdió el interés por competir, por luchar, por destacar. Ser mejor que los demás dejó de ser un acicate para ella. Siguió sometida a la rígida disciplina que le había impuesto Bédier hasta que se cumplió el término de la beca, pero en su fuero interno había renunciado a la idea de ser concertista. La música le siguió interesando tanto o más que siempre, pero se trataba de un interés puramente espiritual, interno. El mundo y sus vanidades no tenían nada que ver en ello.

En eso coincidía plenamente con mi padre. Bruno Gouvy era hijo y nieto de diplomáticos. Se podría decir que llevaba la carrera en la sangre. Y sin embargo, irónicamente, carecía de vocación. No es que su profesión le disgustara, pero la verdad es que se resignó a seguir la tradición familiar más que nada porque no violentaba en exceso su carácter. Para él la diplomacia era la coartada perfecta. Elegancia, buenas formas, saber llevar con discreción una máscara. Sin necesidad de hacer ningún esfuerzo, el verdadero ser de Bruno Gouvy quedaba oculto, protegido. Sólo cuando se sabía lejos de todo protocolo, de puertas para dentro, en la intimidad, era capaz de permitirse el lujo de ser él mismo. Para mi padre preservar su identidad de las agresiones del mundo exterior era algo más que un mecanismo de defensa. Tenía algo de sagrado. Pocas cosas le parecían más importantes, quizá ninguna. De todo esto me fui dando cuenta poco apoco, pero ahora que me ha llegado también a mí el turno de salir al mundo y enfrentarme en solitario a sus asechanzas, lo veo de manera muy palpable.

En cuanto a mí fui una niña protegida hasta lo enfermizo. Mi infancia discurrió en el interior de una cápsula esterilizada, ajena por completo a la realidad circundante. Después de nacer yo, mis padres construyeron una torre de marfil en la que sólo había cabida para ellos dos y para mí. Les bastaba con su hija, con su compañía mutua, y más allá de esto, con un círculo muy restringido de amigos. Dentro de aquella fortaleza (esto es crucial para entender su matrimonio) sólo tenía valor lo que guardaba relación con las artes. Vivían en un universo ficticio cuya única religión era la belleza. Papá aportó a aquella alianza su pasión por la pintura; mamá, su pasión por la música. Entre uno y otro polo, habían tendido un hilo conductor en el que se engarzaban las distintas artes. Lo que no tuviera que ver con la belleza no importaba.

En contraste con lo que le dije antes hablando de cuando se quedó embarazada de mí, la historia de Nadia antes de su matrimonio, es sumamente singular. Nació, creció y se educó en Laryat, Siberia, en una ciudad artificial cuyos habitantes eran casi en su totalidad científicos. Si antes hablé de la religión de la belleza, ahora habría que hablar de la del pensamiento, el conocimiento y la cultura. Había un cuadro de educadores cuya misión era que los niños recibieran una formación enciclopédica: música, idiomas, física, matemáticas, astronomía, historia, literatura, filosofía, ciencias sociales. Nadia se fue siendo aún demasiado pequeña. Muy joven, ya en los Estados Unidos, se puso de manifiesto que su vocación era la música. Tenía un talento extraordinario para el violín. Antes de cumplir los doce años, la admitieron en el Conservatorio de Boston. Aunque es una institución habituada a los niños prodigio, el tribunal se quedó asombrado cuando la oyó tocar en el examen de ingreso. Años después, cuando entró en la Juilliard después de graduarse de Smith College, causó una impresión semejante. A lo largo de su carrera colmó ampliamente las expectativas que sus profesores habían puesto en ella. Cuando se graduó le dieron el premio extraordinario de su promoción y una beca para estudiar técnicas avanzadas de interpretación en el Conservatorio de París. Todo esto se lo cuento, Chapman, porque el final engarza de manera misteriosa con el principio de la historia. La idea era propiciar las condiciones ideales para que debutara como concertista, pero a raíz de conocer a Bruno y de tenerme a mí, aquello pasó a un segundo plano. Nadia eligió llevar un tipo de vida completamente diferente. Ahora que lo veo con cierta perspectiva, ocurrió algo muy extraño. Nadia Orlov (después Rossof, pero de esa etapa de su vida no sé nada) desapareció, dando paso a una persona muy distinta, Nadia Gouvy.

Mi padre y yo nunca hablamos de cosas íntimas. Le resulta sencillamente imposible. Es un hombre refinado, de una sensibilidad exquisita, capaz de sentimientos muy profundos, sólo que no necesita el orden de lo verbal para comunicarlos. La pasión de Bruno Gouvy no podía ser otra que la pintura: una forma de expresión estática, visual, contemplativa. Yo he heredado las inclinaciones de mis padres a partes iguales. Para mí el arte y la música constituyen una combinación perfecta. Son mis grandes pasiones, y siempre he pensado que mi vocación por la arquitectura se debe a que, en cierto modo, es un punto de equilibrio perfecto entre los mundos de mis padres. Una cosa curiosa de Bruno es que pese a lo apacible de su carácter, su pasión por la pintura roza en ocasiones la locura. Es perfectamente capaz de recorrer miles de kilómetros sólo para poder estar delante de un cuadro. Recuerdo que cuando yo tenía, qué se yo, unos diez años, quiso que Nadia y yo le acompañáramos en uno de aquellos viajes. Tenía que desempeñar no sé qué misión diplomática en la Ciudad del Vaticano. Finalizada la misión, nos anunció que en lugar de volver a Londres, íbamos a acercarnos a Palermo, y al día siguiente por la mañana alquiló un coche. ¡Nos llevó de un tirón nada menos que a Sicilia! Se dice pronto. Todo porque quería que viéramos con él la Nunziata de Antonello da Messina.

Llegamos al museo donde se conserva el óleo después del horario de visitas. Un empleado del palazzo nos esperaba a la puerta. Bruno había concertado con él una cita a través de la embajada. Abrieron el museo sólo para nosotros. Guiados por el funcionario, fuimos directamente a la sala donde se encontraba la Nunziata. Yo era muy pequeña para pensar en los términos que estoy empleando al hablar con usted ahora, pero retrospectivamente le doy toda la razón a Bruno. Vale la pena ir a Sicilia para contemplar la tabla de Antonello da Messina. Es una experiencia inolvidable. Hicimos noche en un hotel del centro, y al día siguiente por la mañana, volvimos a ver el cuadro para despedirnos de él, e inmediatamente después emprendimos el viaje de regreso a Roma. ¿Se imagina, Néstor, hacer una cosa así? Pues bien, ése es Bruno Gouvy.

Mi padre defiende una teoría muy curiosa, según la cual, lo sepa o no, cada individuo tiene un cuadro que es el suyo, uno solo, una obra maestra que contiene las claves de nuestra personalidad, una obra de arte que nos identifica y que en cierto modo resume nuestra forma de entender la vida, nuestro mundo estético y espiritual. En aquel viaje, cuando Nadia la tuvo delante, sintió que la Nunziata de Da Messina era su cuadro, en el sentido que le había oído decir tantas veces a Bruno. Esperó a estar en Londres para preguntarle a papá si la había llevado a verlo porque sospechaba que iba a ocurrir aquello, y él le contestó con toda franqueza que no. El motivo por el que nos pidió que fuéramos con él a Palermo era su deseo de compartir con nosotras la experiencia de contemplar el original de una obra que le fascinaba desde hacía mucho tiempo, a pesar de que sólo la conocía a través de reproducciones.

¿El cuadro favorito de Bruno? Por supuesto que no me importa decírselo, no es ningún secreto. Es La vista de Delft, de Vermeer. Mi padre tiene localizados todos los lienzos del maestro holandés que hay dispersos por el mundo, así como también ha acumulado un montón de datos relativos a las telas que se han perdido. Mantiene un catálogo razonado de las atribuciones falsas y las dudosas. Ha ido a ver todos los vermeers de que se tiene noticia, sin excepción. Ha conseguido que le abran las puertas los propietarios de los más inaccesibles. Hasta la Casa Real de Inglaterra le ha concedido permiso para estudiar los vermeers de su propiedad. Cuando mi padre me viene a ver a Nueva York, hace obligatoriamente un alto en el palacete de la Frick Collection, en la Quinta Avenida. Allí hay tres vermeers que, como el resto de las pinturas de la colección, no pueden salir del museo bajo ningún concepto. La sensación que tengo cuando Bruno me habla de sus visitas a la Frick es que ha ido a ver a unos amigos que padecen arresto domiciliario por motivos políticos. Es algo extraño y maravilloso a la vez. Y no crea, sigue haciendo expediciones de ese tipo, bien para ver cuadros que arde en deseos de conocer, bien porque necesita volver a estar delante de alguno que echa de menos: Kandinski, Fragonard… la lista es larguísima y abarca todas las épocas. El último caso, como sabe usted, es el de Ensor. Si le digo la verdad, me encanta que mi padre sea así. De hecho, si me resulta posible, cuando hace un viaje de ese tipo, voy con él, como hacíamos antes de la muerte de mi madre.

No se lo tome a mal, pero me entra la risa cuando recuerdo la cara que puso hace un rato al oír mi nombre. Tendría que haberse visto. Tengo un nombre bastante peculiar, lo reconozco. Todo el mundo reacciona con sorpresa al oírlo, aunque usted tiene razones de sobra para hacerlo. ¿Entiende ahora por qué no se lo quería decir? No era por crear un efecto dramático, sino porque todo va junto, y si le daba un dato aislado, poco a poco tendría que ir añadiendo lo demás, como una bola de nieve. Por eso me resistía también a entregarle los documentos antes de tiempo. De todos modos, no soy un caso único. A lo largo de los años me he tropezado con dos personas que se llaman como yo, una periodista neozelandesa con quien coincidí en una recepción, en Londres, hace mucho, y más recientemente un arquitecto que vino a dar una conferencia a Cooper Union, holandés, curiosamente. Raro o no, me encanta mi nombre. Es un vocablo enigmático, musical, ni masculino ni femenino, un nombre de lugar, lleno de resonancias ocultas. Nadia decía que le hacía pensar en un corredor lleno de puertas que al abrirlas llenaban el espacio de melodías diferentes. Recuerdo que en el colegio, cuando tenía nueve o diez años, o sea que todavía vivíamos en Londres, a una de las chicas de mi clase se le ocurrió la idea de jugar a cambiarnos de nombre, porque el que teníamos no lo habíamos escogido nosotras sino nuestros padres. Un caso de rebeldía infantil bastante frecuente, todo el mundo ha jugado alguna vez a eso de pequeño. ¿Usted no? Mis amigas se pusieron a elegir nombres como quien escoge un vestido nuevo. Cuando me tocó a mí, salí con que el mío me encantaba y no lo pensaba cambiar por nada del mundo. Chiquilladas, por supuesto, hace bien en reírse, ahora le toca a usted. Lo cierto es que el juego me dejó un poco pensativa. Por la tarde, al llegar a casa, les pregunté a mis padres cómo es que se les había ocurrido ponerme Brooklyn. Me dijeron que en parte era un homenaje al pasado de mi madre, pero más que nada, aclaró ella, lo había elegido simplemente porque le encantaba. Mi padre me sentó en sus rodillas y me preguntó a qué venía todo aquello y yo les conté a los dos lo que había pasado en el colegio. No ahondé nunca más en ello, entre otras cosas porque no pensaba que hubiera nada en qué ahondar. Fue Bruno quien sacó el tema a colación cuando mi madre murió de cáncer hace dos años.

Otra razón por la que no quería contarle las cosas por e-mail. Sólo aludir a la muerte de Nadia me hace un daño que no se puede usted ni imaginar. Fue un golpe brutal, no creo que nunca me llegue a recuperar del todo de él. Ocurrió en pleno verano. Bruno ya estaba destinado en Tokio. Por suerte, fue un proceso relativamente rápido. Mi tío Sasha, que siempre había estado muy unido a ella, pasó con su hermana sus últimos días. También vinieron desde Bélgica algunos familiares de Bruno. Tras la cremación, nos quedamos los dos atrapados en un estado de soledad alucinada. Vivíamos más alejados que nunca de la realidad exterior. No recuerdo bien el resto del verano. Bruno y yo nos buscábamos y nos ofrecíamos consuelo, sobre todo él a mí, sin preocuparse demasiado de sí mismo, como es él. Creo que al cabo de un par de semanas consiguió volver cada día a la embajada para cumplir con sus obligaciones. A finales de verano tuvimos que separarnos. No quiso ni oír hablar de la posibilidad de interrumpir mis estudios de arquitectura. Por más que me costara, tenía que volver a Cooper Union. La distancia entre Tokio y Nueva York hacía impensable que nos viéramos más de una vez por semestre. Bruno siempre había sido reacio a hablar por teléfono, pero ahora era nuestro único consuelo, para él también. Me llamaba dos o tres veces por semana. Transcurrieron así un par de meses. En una conversación a mediados de octubre, me dijo que cuando nos volviéramos a ver me contaría algo relacionado con mi madre. Yo me puse nerviosísima. Mi padre no sacaría a reducir una cosa así, a menos que se tratara de algo realmente importante. Me calmó como él sabía hacerlo, diciendo que no había motivo para alarmarse. No dijo nada más y yo tampoco me atreví a insistir. Sabiendo lo difícil que es para él hablar de intimidades, me faltó valor para apremiarle.

Cuando tu madre desapareció, Gal se refugió en la escritura como no lo había hecho nunca. Escribir un libro para que lo leyera ella se convirtió en una obsesión. Gal Ackerman tenía una mente fragmentaria. Escribía constantemente, pero no era capaz de imprimirle un sentido de totalidad a lo que hacía. Lo del pacto, como llamo yo a lo que sucedió entre nosotros, fue algo que descubrí de manera gradual. Mirando atrás comprobé que Gal me había ido revelando de manera muy sutil cómo debía ser el libro que esperaba que algún día llegara hasta tu madre. Murió sin conseguirlo. Yo estaba en Taos, en Nuevo México, haciendo un reportaje. Una noche, al llegar al hotel, me aguardaba una nota diciéndome que llamara al Oakland por teléfono. Cuando Frank me dio la noticia, comprendí que no había vuelta de hoja. Tenía que cumplir con lo pactado. Frank Otero desempeñó un papel crucial a lo largo de todo el proceso. De no ser por él el libro no habría llegado a existir. Le profesaba un afecto indecible a Gal Ackerman, y quería ver cumplido el deseo de su amigo, un deseo ferviente, que daba sentido a su existencia. Gal le había hablado mucho de la novela y él le había visto escribirla en su local, sentado en su mesa, la Mesa del Capitán, año tras año. Además, y eso es importante, vivió de cerca el final de su historia de amor con Nadia. Aparte de que la llegó a tratar personalmente. Tu madre pasó en el motel bastantes noches, incluso llegó a vivir allí una temporada, breve eso sí. Hubo un detalle, antes de empezar, que me hizo ver que todo estaba decidido de antemano. Antes de morir, Gal me había dado la llave de su cuarto. De manera completamente independiente, después de su muerte, Frank, puso a mi disposición el estudio. Fue así como me di cuenta de que me había convertido en el puente no sólo entre tu madre y él, sino también entre ellos dos, entre Gal Ackerman y Frank Otero. No podía permitirme el lujo de decir que no. Era simplemente impensable. Lo asumí y me puse manos a la obra. Decidí trabajar arriba, entre otras cosas porque el material estaba allí. Era un sitio ideal para escribir, nunca he acabado de entender por qué Gal se empeñaba en bajar al Oakland. En eso éramos totalmente diferentes. Empecé dedicándole unas horas al día, por las tardes. En seguida empecé a ver las verdaderas dimensiones del proyecto, todo lo que tendría que revisar, clasificar, conservar, destruir. Pronto comprendí que unas horas al día no serían suficientes. Si quería acabar la novela, lo mejor era que me instalara en el motel y eso fue lo que hice. Me levantaba a las cuatro y media de la madrugada, a fin de poder escribir un par de horas largas antes de irme a la redacción, y continuaba al final del día, como si la jornada de trabajo hubiera sido un paréntesis innecesario. Y seguía así durante los fines de semana y los días libres. Investigaba, hablaba con gente que había tenido trato con él, procurando rellenar los huecos de todas las historias que me iban saliendo al paso. Me gustaría recalcar lo de todas las historias, porque la de Nadia era una más entre muchas, aunque él siempre la tenía en mente a ella como lectora. Pero todavía faltaba mucho para que me fijara en esa cuestión. En el aspecto material, era una labor ímproba, cada vez más absorbente, hasta tal punto que en cierto modo me hacía sentir que estaba asomado al abismo de la locura. Llegó un momento en que todo me distraía de mi compromiso de llevar a buen término el proyecto. El estorbo mayor era mi trabajo como periodista. Por aquel entonces, empecé a hacer colaboraciones para Travel Magazine. No podía interrumpir mi dedicación a la novela para irme a hacer un reportaje a la otra punta del país. Negocié esto con Dylan Taylor y lo aceptó, pero incluso sin salir de Nueva York, el proyecto me consumía por entero. No podía trabajar como reportero y sumergirme luego en el mundo de la novela de Gal. Era sencillamente imposible. Fue entonces cuando Frank se ofreció a ser mi sponsor, ésa fue la palabra que empleó. Cuando se lo oí decir me reí, pero hablaba completamente en serio. Estaba empeñado en pagarme un sueldo hasta que terminara. No supe qué decir, pero él erre que erre. ¿Cuánto quería cobrar por terminar Brooklyn? ¿Qué tal si me pagaba exactamente lo mismo que ganaba como periodista? Me negué en redondo, pero era como hablar con la pared. Por toda respuesta me decía que le parecía un arreglo perfecto. Lo más que conseguí fue convencerle de que me diera sólo la mitad. Las pagas extra las decido yo, dijo, sin entender mis motivos, y me dio la mano como señal de que acabábamos de cerrar un trato.

Mis jefes fueron comprensivos. Me dijeron que no me preocupara, que aunque no podían prometerme nada, raro sería que a la vuelta no hubiera trabajo para mí. A partir de entonces, pasaron dos años durante los cuales no puedo decir que viví, dos años durante los cuales existí sin ser yo, metido en la piel de Gal, prisionero en un mundo que había creado él, leyendo cartas, diarios, cuadernos, borradores de cuentos, seleccionando papeles, destruyéndolos. La realidad dejó de existir para mí. El segundo año apenas salí de la habitación. Era la única manera de terminar el libro, un libro que en este caso era de otro, y que sin dejar de serlo fue pasando poco a poco a ser también mío. Lo último que revisé fue una carpeta con numerosos fragmentos que, aunque pertenecían a épocas muy distintas, Gal había estado corrigiendo concienzudamente los meses anteriores a su muerte. Su intención era que figuraran al final de la novela. El manuscrito terminaba de forma abierta, con un encuentro entre Nadia y él que estaba destinado a ser el último, en Bryant Park, a dos manzanas de Port Authority, donde había empezado todo. Nadia tenía que coger el autobús de Boston en la terminal de la calle 42, pero Gal prefirió no acompañarla. Terminé la novela con aquel fragmento, porque era evidente que aquélla era la intención de Gal. Tuve que escribir contra reloj, porque quería llevarle la novela el día que se cumplía el segundo aniversario de su muerte. Estuve a punto de no lograrlo, pero conseguí terminar a tiempo. En abril de 1992 tecleé la última palabra. Los días finales fueron de un frenesí enloquecedor. Brooklyn era una criatura imperfecta, como todos los libros, pero existía, tenía forma, había nacido. Me dije: ya está, misión cumplida. Me planté en Fenners Point y metí el libro en la hornacina que había mandado construir Frank.

No sabía que iba a ser así, pero entonces vino lo peor. Las semanas siguientes se apoderó de mí un sentimiento muy extraño. Fue el principio de una crisis muy profunda. No hablo del vacío en que se hunde uno al final de un proceso creativo largo e intenso, aunque por supuesto eso era una parte importante. Terminar la novela de Gal Ackerman fue una maldición que asumí de buen grado. Lo extraño era que, tras haber cumplido con mi parte del pacto, la sombra de su autor continuaba cerniéndose sobre mí. Me sentía misteriosamente encadenado a su destino. Comprendí que había caído en una trampa de la que no me iba a resultar fácil salir, una trampa que no era sólo la novela, sino también el Oakland, Brooklyn, los Estados Unidos. Tenía que escaparme, viajar a otros lugares, hacer otras cosas, poner distancia entre mí y la novela de Gal, vivir mi propia vida. El Oakland tenía algo de peligroso. Atrapaba para siempre a los personajes a quienes daba acogida.

Frank insistió en que podía quedarme en el motel indefinidamente. La idea me aterró. Me daba miedo que me ocurriera lo que a Gal y a otros antes que a él. A Niels Claussen, sin ir más lejos. Una de las cosas que aprendí escribiendo la novela, y aprendí muchas, es lo difícil que resulta sortear la falsa impresión de verdad que transmite la página escrita. La historia de Niels no estaba en el libro sólo porque le hubiera sugerido a Gal la idea del Cuaderno de la Muerte. Había algo más, de lo que me daba cuenta por primera vez ahora. La historia del danés encerraba un significado más profundo. Ninguno estamos libres de que se abata sobre nosotros la tragedia. Sucede constantemente. Lo verdaderamente escalofriante de la historia de Claussen es que no supo reaccionar, fue incapaz de rehacerse. Renunció a seguir viviendo. El Oakland no acabó con él físicamente, hizo algo peor. Lo convirtió en un muerto viviente con apenas veintiséis años. Si se piensa bien, el destino de Gal no fue muy distinto. Al final también él sucumbió a aquel extraño sortilegio. No, de ninguna manera podía quedarme en el motel. Tenía que seguir por mi cuenta. Sentía que se había cerrado un paréntesis excesivamente prolongado. El Oakland era un núcleo contra el que acababan estrellándose las vidas que describían órbitas a su alrededor. Eso es lo que me aguardaba a mí si no hacía algo por impedirlo. No llamé a Dylan Taylor. De haberlo hecho, no me cabe la menor duda de que me habrían ofrecido algo. Tenía que ser fuerte y cortar, irme, buscarme la vida en otra parte, seguir adelante. Había cumplido treinta y cuatro años. A esa edad, muchos claudican para siempre. No sabía qué hacer, tal vez volver a España, cualquier cosa menos continuar allí.

Las cosas no podían volver a ser como antes. Acabar el libro de Gal removió los cimientos de mi personalidad. Me obligó a repasar toda mi historia. Muchas cosas saltaron en pedazos. Decidí ir más lejos, romper con todo, hacer trizas el pasado, reinventarme, un concepto muy norteamericano del que, irónicamente, me serví para cortar mis lazos con aquel país. Reventé mi carrera como periodista, que todo el mundo me auguraba tan brillante. Le dije adiós a Brooklyn, a Nueva York, a Estados Unidos, a toda la gente que había conocido, a los paisajes que había descubierto, a los libros que había leído allí. Le dije adiós a cosas que me habían cambiado para siempre. Me despedí de Frank, de Gal, de Nadia, de Alida, de Niels Claussen, de Víctor Báez, de Abe Lewis, de Umberto Pietri, de Teresa Quintana, de Felipe Alfau, de Jesús Colón, de Míster T; de todos los personajes que habían desfilado ante mis ojos y que ahora estaban atrapados para siempre en las páginas de la novela. Tenía que hacerlo para poder ser yo. Tomé la resolución con una firmeza sin resquicios, y cuando lo hice comprendí que había ganado una recompensa de un valor incalculable. La reflexión se formó en mi cabeza con la misma nitidez con que un rayo de sol se cuela por la rendija de una ventana sellada que da a un sótano. Lo dejaba todo atrás, pero no me iba con las manos vacías. Gracias a aquella experiencia me había hecho escritor.

A primeros de noviembre Bruno tenía que ir a París y como coincidía con mi cumpleaños, me invitó a pasar una semana en mi ciudad natal. Daríamos paseos, veríamos todo el arte que pudiéramos, iríamos a conciertos, saldríamos a cenar. El día de mi cumpleaños, iríamos a Dominique, el restaurante favorito de Nadia. Queda en Montparnasse y es un sitio con historia, fundado por un refugiado de Rusia Blanca, allá por los años veinte. Adelantándose a mi reacción, Bruno me dijo que para él también era difícil, pero teníamos que hacer un esfuerzo, porque a Nadia le habría gustado así. Sabía que mi padre tenía razón y accedí. Cuando llegó el momento de la verdad, aunque me había preparado para ello, sentí que no podía con el peso de los recuerdos. Justo antes de entrar, se me nubló la vista y me fallaron las piernas. Bruno tuvo que sujetarme por los hombros y reconfortarme. Repitió lo que me había dicho por teléfono que, dondequiera que estuviese, Nadia se alegraría de que celebráramos allí mi cumpleaños. Me resolví a entrar, contagiada a medias de la seguridad que parecía sentir él. El maître nos reconoció y nos acompañó obsequioso a nuestra mesa. La costumbre entre nosotros tres era hacernos los regalos a los postres. Una vez nos los sirvieron, Bruno sacó a colación la conversación telefónica durante la cual me dijo que quería contarme algo de Nadia. Desconcertada, le vi poner una caja de metal encima de la mesa. Le pregunté si era mi regalo y me dijo que sí. Antes de contarme cómo dio con ella, me pidió encarecidamente que no la abriera hasta que estuviera sola en la habitación del hotel.

Se había tropezado con la caja una mañana en que, sintiéndose con la fortaleza y serenidad necesarias para ello, se decidió a revisar los papeles que guardaba Nadia en su buró. Fue lo primero que vio al descorrer la persiana curva del escritorio. Levantó la tapa con la misma zozobra con que había abierto las cómodas, los armarios, los joyeros, las cajitas de música. Vio un collar y unos pendientes de plata antigua, encima de unos papeles. Hizo a un lado las joyas, y le echó un vistazo fugaz a los papeles. Entre ellos había un diario. Dudó antes de abrirlo. Un par de fragmentos leídos al azar le bastaron para saber de qué se trataba. Volvió a tapar la caja como si hubiera sorprendido dentro a una cobra, eso fue lo que dijo. Las frases que había leído al azar le hicieron recordar cosas que mi madre le había contado de pasada. Lo que había allí era parte de algo que él no tenía derecho a saber. Pero yo era su hija, y mi caso era distinto. La pérdida de mi madre era aún reciente. Aquello seguramente me acercaría a ella. Me ayudaría a conocerla mejor. Además yo me parecía a Nadia en tantas cosas. Me cogió las manos con fuerza y me urgió a terminar el postre, porque empezaba a hacerse tarde para ir a la ópera.

Esperé hasta la noche para abrir la caja. Los pendientes y el collar de que me había hablado Bruno durante la cena eran muy hermosos, de plata labrada, con motivos aztecas. Los contemplé, pensando con extrañeza que se trataba de regalos que le había hecho otro hombre a mi madre. El diario es distinto, pero los papeles no son ninguna novedad para usted. Estoy segura de que ahora entiende el por qué de mí renuencia a enviarle la lista completa por correo electrónico, aunque al final no supe resistirme ante su insistencia. Como le dije entonces, mi grado de interés variaba, según de qué se tratara. Los que hemos acabado por llamar papeles literarios los miré por encima, y no despertaron en exceso mi interés. Las cartas sí, por supuesto, unas más que otras, pero de lo que no pude apartar la vista ni un momento desde que comprendí de qué se trataba, fue del diario. Era una libretita de tamaño mediano, negra, como las que dice usted en la novela que usaba Gal para escribir. No tendría ni un centenar de hojas, y sólo estaba escrita hasta la mitad. Me sumergí en su lectura con el alma en vilo. La escritura no era fácil de seguir, no por la caligrafía, a la que estaba tan acostumbrada, sino por el lenguaje que empleaba mi madre, solipsista, casi críptico, de una sintaxis deshilvanada, el lenguaje adelgazado de alguien que escribe para sí mismo. Mezclaba pensamientos herméticos con evocaciones de sucesos tan despojadas de detalles que en ocasiones no se sabía bien a qué podían referirse. Era como leer poesía en un idioma que no dominas bien. Aun así, saqué alguna cosa en claro. La mayor parte de aquellas notas hacían referencia a la relación que había mantenido mi madre con Gal Ackerman. No hablaba de otros amantes, aunque yo sabía que los había tenido. La única excepción era el nombre de mi padre, que aparecía en un par de entradas. Fue un viaje a un lugar remoto y secreto. Era evidente que aquel diario, junto con el puñado de papeles y los objetos que lo acompañaban habían tenido para ella un valor muy especial. Aquello era una parte muy importante de la vida de mi madre. En el diario, el calor de las palabras mantenía vivos unos sentimientos que con el paso del tiempo probablemente se habrían desvanecido, sólo que la escritura los había fijado para siempre. Atrapado en aquellas páginas, el amor que había sentido mi madre por aquel hombre, se mantenía extrañamente vivo, aunque en la vida real sus sentimientos habían cambiado. Las entradas eran breves, más bien pocas, y comprendían un arco de varios años. Al principio había una cierta continuidad, luego se empezaban a hacer más esporádicas, hasta llegar a hundirse en un silencio casi total. La última anotación flotaba perdida en la página derecha, la caligrafía era algo más legible de lo habitual en ella, como si hubiera escrito aquellas líneas muy despacio. Mi madre hacía alusión a una carta en la que alguien le comunicaba escuetamente que Gal Ackerman había muerto hacía dos años. Entonces no presté atención a la fecha, ni al nombre del remitente, ni al lugar donde se decía que lo habían enterrado. Tan sólo registré el dato de la muerte. Seguí pasando hojas, pero no encontré una sola anotación más. Cerré el diario, o se me cayó de entre las manos. El llanto se formó solo, como una tormenta que tarda en llegar, antes de descargarse con violencia, lloré durante mucho tiempo, desconsoladamente, sin poderme controlar, hasta que me quedé sin fuerzas.

Apagué la luz, extenuada, las palabras del diario desfilaban ante mí, desordenadas, suscitando un aluvión de imágenes, lo había leído todo de un tirón, condensando en una hora anotaciones que mi madre había tardado años en acumular. Mis sentimientos eran demasiado intensos como para hacerme una idea coherente de lo que había descubierto. Algunos detalles se destacaban claramente, otros seguramente ni los habría registrado. No sé cuánto tiempo pudo transcurrir antes de que me venciera el sueño. Durante el larguísimo duermevela tuve una experiencia extraña. Nadia estaba en la habitación conmigo y me leía su diario en voz alta, mientras me acariciaba la cabeza, que yo tenía recostada en su regazo. Aunque no estaba dormida del todo, por un momento, pensé que su presencia era real, pero cuando abrí los ojos, no había nadie en la habitación.

Se adueñó de mí una terrible sensación de duda. ¿Había obrado bien? ¿No debería haber hecho como Bruno, no leer nada, no asomarme a aquel abismo? Por otra parte, ¿no había sido él mismo quien me había proporcionado el diario? ¿No quería que conociera mejor a mi madre, invitándome a entrar en su territorio secreto? Sí, eso quería, pero ¿y yo? ¿Y ella? Si me estaba viendo desde algún lugar, como decía Bruno, ¿qué estaría pensando? Sacudí la cabeza, creyendo que iba a enloquecer. Se me ocurrían nuevas preguntas. Todo lo que había escrito Nadia en el diario se refería en exclusiva a Gal. ¿Por qué no hablaba de otros hombres? Los había habido, incluso se había casado después de dejarlo a él, con aquel músico cuyo apellido había llevado durante un tiempo… En el diario no había la menor traza ni de él ni de ninguno de los otros. Aquella libreta era un pequeño espacio reservado para aquel hombre, cuya entidad se me aparecía como una mancha inquietante. ¿Por qué?

Soy muy joven y supongo que si le hablara de mis heridas a un hombre que ha vivido tanto como usted, le parecerían ridículas. Pero el caso de Nadia era distinto. Sus heridas eran muy profundas, eso es lo que me reveló la lectura del diario. Con Bruno no hablé de aquello para nada, por supuesto, aunque durante el desayuno, él pudo ver perfectamente que yo estaba muy afectada. Me llevé los papeles conmigo a Nueva York. El recuerdo del diario me volvía de manera involuntaria a la cabeza, pero la caja no la volví a abrir. Me daba miedo acercarme a ella. Me acordaba de lo que me había dicho Bruno, de que al darse cuenta de cuál era su contenido, la cerró como si hubiera sorprendido dentro a una cobra adormilada. Una noche, a principios de diciembre, Nadia se me apareció en sueños. Iba descalza, vestida con un peplo. Tenía el pelo recogido y era muy joven, más que cuando me dio a luz. Llevaba puestos los pendientes y el collar de plata que guardaba en la caja. No me habló. Ni siquiera estaba segura de que me estuviera viendo. Estaba de pie, apoyada en una columna de mármol, como una diosa griega. En la mano llevaba la caja. Yo intentaba acercarme a ella, pero no podía. La llamaba, unas veces por su nombre, casi gritando, Nadia, Nadia. Otras, en voz más baja, sólo le decía mamá. Ella no contestaba. En cierto momento me miró, guapísima, serena, pero siguió sin dirigirme la palabra. Le pregunté si le parecía bien que hubiera leído los papeles. Entonces dejó la caja en el suelo. La tapa se abrió sola y de su interior salió un pájaro horrible que echó a volar hasta posarse en unas zarzas que se materializaron de repente, como ocurre en los sueños. Mi madre se dio la vuelta y se alejó de mí, mientras yo la llamaba, dando voces desgarradas. Me desperté sudando, y tardé un poco en comprender dónde me encontraba. Me pareció que en el aire flotaba el eco de los gritos que había proferido en sueños. De manera instintiva fui a buscar la caja. Mi intención no era leer. Lo único que quería era tocar con mis manos las palabras que había escrito mi madre, acariciar el collar y los pendientes que llevaba puestos en el sueño. Pasé las hojas, posando la mirada en las frases, sin captar su sentido. Al llegar a la última página escrita, me detuve, como quien llega al final de un camino largo y tortuoso. Mi mirada estaba fija sobre el párrafo que cerraba el diario de Nadia. De pronto cobré conciencia de lo que decía:

6 de mayo de 1994

poste restante — devuelta la última carta enviada a Gal — sin abrir — dentro del sobre una nota de Frank Otero — murió hace casi dos años — sus restos descansan en un lugar llamado Fenners Point, cerca de Deauville.

Guardé el diario y apagué la luz, aunque sabía que no podría dormir. Pegado a la ventana del dormitorio hay un letrero de neón que se enciende y se apaga de manera intermitente a lo largo de toda la noche. Yo dejo la persiana subida a propósito, porque en lugar de molestarme, aquel parpadeo me adormece. La habitación estaba un segundo a oscuras y al siguiente bañada en un halo de luces rojas y azuladas. La última entrada que había registrado mi madre en su diario se me había quedado grabada en la cabeza palabra por palabra. Recordé la fecha. En mayo de 1994 yo tenía seis años. Pensé en todas las páginas en blanco que venían después. Era como si con la muerte de aquel hombre se hubiese cerrado una puerta muy pesada, cortando todo contacto con el pasado. Es curioso cómo opera la imaginación. El nombre de Fenners Point me daba vueltas en la cabeza. Jamás había oído hablar de aquel lugar, como tampoco había oído hablar nunca de Deauville.

Traté de visualizar el cementerio de que hablaba mi madre en el diario. El parpadeo de las luces de la calle acabó por apaciguarme. En el umbral del sueño, las letras de neón reproducían los nombres de lugar que había escrito Nadia en el diario. Fenners Point. Deauville. Por la mañana los busqué en el mapa de carreteras que tengo en mi cuarto pero no aparecían. Tuve que consultar el enorme atlas que hay desplegado en un atril de la biblioteca de Cooper Union. Qué absurdo, verdad, sentir curiosidad por una cosa así. Incomprensiblemente, se fue fraguando en mi interior una idea insensata. Se me había metido en la cabeza que tenía que ir a aquel cementerio. Ardía en deseos de ver la tumba del antiguo amante de mi madre. Se lo dije a Samantha, mi compañera de piso. Sin ánimo de disuadirme me preguntó qué esperaba descubrir yendo allí. Nada, por supuesto, sólo quitarme la idea de la cabeza. Le dije que estaba decidida a ir y le pedí que me acompañara. Fuimos en su coche. Lo demás, ya lo sabe.

Por lo que se refiere a la novela, su lectura me dio bastante que pensar. Ya no se trataba sólo de mi madre. Como usted mismo dijo antes, en el libro de Gal Ackerman hay mucho que no tiene que ver con Nadia. Y no fue él el único en quien pensé. La lectura también me hizo pensar en el hombre que terminó Brooklyn. En Néstor Oliver-Chapman, en usted. Hay algo en todo esto que le afecta directamente como escritor. Los papeles que encontré en la caja que me dio mi padre no siempre coinciden con lo que se dice en la novela. Gal Ackerman no era totalmente fiable. No es que le engañara, pero sí le utilizó. Le dejó todo preparado para que terminara el libro de cierta manera. En el diario de mi madre hay algunas revelaciones perturbadoras para mí. Una es que le escribió una larga carta a Gal Ackerman para decirle que había tenido una hija. Gal le contestó. Es una de las cartas que se conservan. Léala, es de una tristeza escalofriante. Otra cosa es que se volvieron a ver. Eso significa que la última vez que estuvieron juntos no fue en Bryant Park, como quiso hacerle creer Gal. Él quería que la novela terminase con el episodio de la carta de amor que cayó del cielo, episodio del que mi madre también habla en el diario, pero no fue ésa la última vez que se vieron. Una cosa es la literatura y otra la vida. No deberían haberlo hecho, pero la verdad es que se volvieron a encontrar. Su última cita, forzada por él, fue muy dolorosa. Es uno de los pocos episodios que Nadia describe con detalle en el diario. Hay más cosas, algunas de las cuales afectan al núcleo de la historia. Yo no diría que la desdicen, más bien la complementan. Por alguna razón, Gal hizo a mi madre depositaría de ciertos textos a los que él confería gran importancia. Están aquí, en esta caja. En realidad, todo pertenece a la novela y, por lo tanto, a usted. En cuanto a mí, lo que más deseo es desprenderme de todo esto y olvidarlo.

Supongo que inicialmente fue un capricho, pero me alegro de haber ido a Fenners Point. Ahora que ha pasado todo, no sé qué balance hacer de la lectura de ese libro. Cuando vi el título me dio un vuelco el corazón. Samantha y yo forzamos la cerradura, extrajimos la novela y la empezamos a hojear juntas. No tardé mucho en toparme con el nombre de Nadia Orlov. Viendo que me ponía muy seria, Samantha se hizo a un lado, aunque no seguí leyendo allí. Volvimos inmediatamente a Nueva York, sin hablar apenas, y nada más llegar a casa, me encerré en mi habitación. Fue todo muy extraño, real e irreal a la vez, como los sueños que tenía desde que murió Nadia. Cuando terminé el libro, comprendí la magnitud de mi transgresión. Aparte de todo lo relacionado con mi madre, me había inmiscuido de manera mayúscula en otras vidas. Al cabo de unos meses comprendí lo que tenía que hacer: devolverle la novela a Frank Otero, si es que estaba vivo, si es que el Oakland seguía existiendo después de tantos años. Y si encontraba a Otero, tal vez a través de él, también podría llegar hasta usted. Y si daba con usted, podría deshacerme de los papeles de mi madre sin necesidad de destruirlos.