KADDISH

Portada del The New York Times, miércoles, 25 de febrero de 1970.

MARK ROTHKO, ARTISTA,

UN SUICIDIO, AQUÍ, A LOS 66

Inmediatamente debajo de la firma, a una columna:

Mark Rothko, pionero del expresionismo abstracto, considerado en los círculos pictóricos uno de los artistas más grandes de su generación, apareció muerto ayer, con las muñecas cortadas, en su estudio, ubicado en el número 157 de la calle 69 East. Tenía 66 años de edad. El Gabinete Forense ha dictaminado que la muerte se produjo por suicidio…

Doce renglones después, envío a la página 39, tercera columna. Ultimas palabras del obituario:

… Su muerte nos recuerda que toda una era de la historia de la cultura norteamericana toca a su fin, haciéndonos conscientes a todos —no sólo a sus fieles admiradores, sino también a quienes tenemos serias dudas acerca de la importancia de su legado— un poco más viejos y más vacíos.

En la columna contigua, bajo la reproducción de un óleo de 1956 titulado «Blanco y negro», un homenaje sobrio y sosegado.

Pintar es un grito primordial que me nace del talón, sacude la planta de los pies, reverbera en los genitales, y asciende por la columna vertebral, hasta alcanzar la bóveda del cráneo, atravesar la claraboya del estudio, y estallar en el cielo. Casi nadie entiende mis últimas pinturas. Yo esperaba que la gente llorase al verlas, como me sucede a mí cuando escucho la Quinta Sinfonía. Negro sobre gris, matices intermedios de la nada, colores atrapados bajo una losa de luz negra. Los marcos, ataúdes que acotan las fugas del espacio. Esperando una señal, Ad, Arshile, Willem, Robert, Jackson, tantos otros. Retazos del infinito, de 60 por 60 pulgadas, telas cruciformes que venían de otra región, según Reinhardt, cuadros impregnados de un misticismo que yo no sentía.

Upper East Side, un día antes

Precinto policial número 19. 9:36 a. m. Thomas Mulligan y Patrick Lappin se dirigen a pie a un brownstone situado unas manzanas al sur de la comisaría. Levantamiento del cadáver de un presunto suicida. Los detectives llegan a un espacio cavernoso, de techos muy altos, presidido por una amplia claraboya. Un juego de telas, cuerdas y poleas permite controlar la luz procedente del exterior. Hace un siglo el lugar hacía las veces de escuela de equitación. Todavía se conserva un balcón interior, que se asoma al antiguo patio de ejercicios ecuestres. Contiguo al de Mark Rothko se encuentra el estudio de Arthur Lidov, pintor comercial. Según se mire: en opinión de Lidov, los cuadros de Rothko son papel de pared caro. Los estudios de los dos artistas están separados por un tabique muy fino. La mesa de trabajo de Lidov colinda con el retrete de Rothko. No es suficiente para amortiguar ruidos como la cadena del water o una ventosidad ocasional. Lidov nunca ha oído follar a su vecino. Quizá estuviera demasiado cascado para eso. Bromas aparte, lo que más se oía era música clásica, sobre todo Mozart, Schubert y Beethoven, por ese orden. Según el difunto, las condiciones acústicas eran fabulosas. Antes utilizaba el estudio sólo para trabajar, pero el primero de enero del año pasado se trasladó a vivir allí.

Antes, poniendo en fila los frascos de la muerte, me acordé de cuando ayudaba a mi padre a guardar sustancias venenosas. Crecí en una farmacia. Te estoy viendo, Jacob Rothkovich. Siempre fuiste autoritario y crítico conmigo. El día de tu muerte, en Portland, Oregon, me tambaleé. No me tomabas en serio cuando te decía que quería ser pintor. Me tuve que aventurar solo, aunque sabía que la pintura no era el fin. La pintura era un camino. Mell, compañera de veintitrés años de vida, madre de mis hijos, ¿cómo pudimos llegar a una desolación así? Me gustaba beber contigo, sentir que estábamos más cerca de los dioses. Kate también se fue de casa. Vive en Brooklyn. Kate Lynn, hija mía, con quien no me acabo de entender, ya tienes diecinueve años. Y este niño, a quien quiero con toda mi alma. Christopher, hijo mío, perdóname. Te tengo que abandonar, te dejo a tu suerte. Viniste al mundo cuando yo tenía más de sesenta años, un regalo inopinado de los dioses, un torrente de alegría luminosa, pero ya había demasiado barro en el agua que trataba de avanzar cauce abajo. Te tengo que dejar, te estoy haciendo lo que nos hizo el viejo Jacob a nosotros, cuando se largó de Vitebsk. El farmacéutico Rothkovich se fue a Portland con sus dos hijos mayores, dejando atrás a su esposa con los menores, Sonia y yo. Cuando por fin nos reunimos con él en Portland, tardó siete meses exactos en morirse. Y ahora soy yo quien te abandona. Perdóname. Tendrás que crecer sin mí. ¿Qué estarás soñando? ¿Soy yo parte de tu sueño? No sé qué harás con tu vida. Espero que sepas deshacerte de mi sombra.

Después de cenar con Rita Reinhardt en un deli de Madison Avenue, Mark regresa a casa. Hace una noche muy fría. Comprueba bien los accesos del estudio. Asegura con llave puertas que no suele cerrar. En el tocadiscos ve un LP de sonatas de Schubert. Entra en el baño, acaricia los botes de barbitúricos, abre y cierra la navaja de afeitar, perfecta en su elasticidad. Suena el teléfono. Mira el reloj, las nueve. Es su hermano Albert, que llama desde California. Las palabras salen del auricular, se expanden por el espacio del estudio y se disuelven. No recuerda cuándo ha colgado. Se quita los zapatos, los pantalones, la camisa. Deja las gafas en la mesilla de noche y se acuesta. Sólo lleva puesta una camiseta, calzoncillos de pernera hasta los tobillos y unos calcetines negros que le llegan hasta las corvas.

En cuanto descubran el cadáver dará comienzo la danza de los millones a costa de mi legado, un vómito incesante de dinero. ¿Te acuerdas, Willem, de cuando no vendíamos nada? Ahora todos quieren su tajada. Desde la muerte se divisa bien el porvenir. Un día vas a tener alzheimer, de Kooning, pero les va a dar igual. Indiferentes a tu transparencia angelical, la transparencia de quien ya ha empezado a irse de la vida, te sentarán delante de un lienzo, rodeado de brochas, pinceles y pigmentos. Tú no los reconoces, no reconoces a tus hijos, a tus mujeres, son ellos los que te hablan desde aquí. Pinta, viejo maldito, haz más dinero, te dirán. Tú te callas porque ves lo que ellos no pueden ver. En el lienzo harás brotar los cuerpos femeninos, los ojos y los dientes, aquellas sonrisas torvas, y las formas y colores que tanto les inquietaban, pero que aprendieron a amar, porque les proporcionaban unas cantidades delirantes de dinero. Les pondrás nerviosos cuando llegue el momento de firmar. Firma, viejo idiota. Te veo babeando, mientras retiran los lienzos, las cuentas numeradas en Suiza, todo muy despacio, porque sólo de pensar en lo que van a ganar se corren. ¿Lo ves? Por haber vivido tanto. Yo seguiré el consejo de Nietzsche. Me quitaré de en medio antes de que sea demasiado tarde.

Una cucaracha asoma por detrás del cenicero, se encarama al borde de cristal, inclina las antenas sobre las dunas de ceniza y continúa en dirección al libro que hay junto a la lámpara, atraviesa por entre el nombre y el apellido del autor, William Gibson, y desaparece por detrás del cable de la lámpara. Rothko apaga la luz. Un resplandor difuso flota en el estudio. Horas después, la sirena de un coche patrulla lo saca de su estupor. Se levanta, entumecido. Da varias vueltas por el estudio. Ve el paquete de Chesterfield, pero no le apetece fumar. Lanza una ojeada en dirección a la cocina y va allí. Abre y cierra el grifo del fregadero y sigue hasta el baño. Se ve en el espejo, gordo, viejo, calvo, los pelos se agitan como patas de insecto alrededor de la epidermis craneal. Tras los cristales gruesos de las gafas, los párpados hinchados, los ojos de miope.

No puedo soportar mi cuerpo. El tuyo es tan hermoso y joven, ¿por qué me lo das, Rita? Después del aneurisma, apenas soy capaz de hacerte el amor. Estoy podrido por dentro, empiezo a oler a viejo. Ese olor nauseabundo que se pega a las sábanas, a las paredes, una vaharada que alcanza las pituitarias de la gente en cuanto les abres la puerta, es el olor de la muerte.

Gracias al sinequan cuando llegue el momento de la verdad estará bastante sedado. No sentirá el dolor. Navaja de barbero, completamente nueva, de hoja muy brillante y doble filo. Envuelve una contera con un Kleenex para poder sujetarla con firmeza. Con la mano derecha, efectúa un corte de prueba, ve surgir un surco blanquecino en la dermis, que en seguida se va empapando de líquido rojo. Aprieta la hoja con fuerza, efectuando un corte profundo en el pliegue inguinal del antebrazo derecho. La sangre brota abundante, pero no siente nada. Ha transcurrido un segundo cuando, como un espadachín que hace saltar el florete de una mano a otra, coge la navaja con la izquierda y efectúa un segundo corte usando la fuerza que le queda, que aún es mucha. La sangre mana simétricamente, cayendo en chorros gruesos en el cuenco del lavabo. Con la vista aún sin nublar, se tiende en el suelo boca arriba y extiende los brazos.

Siento que me acerco a mi madre. En el transatlántico, camino del Nuevo Mundo, cuando el oleaje mecía tan violentamente el barco que yo creía que nos íbamos a hundir, ella me ponía la mano en la cabeza y cantaba. No sabía que sería así, pero quién entiende la muerte. De pronto la empecé a echar tanto de menos que empecé a pensar que en la muerte sería como una flecha negra capaz de volver a entrar en el útero. En algún lugar me espera, y cuando penetre en su vientre y vuelva a oír el latido de su corazón, entre el cordaje de las venas, en el espacio interestelar que flota dentro de ella, podré mirar al mundo a través de sus párpados transparentes, y lo veré a él, al farmacéutico que nos abandonó, al esposo de mi madre. ¿Quién entonará el Kaddish por él, por ti, madre, por mí, por todos nosotros? Yisborach, v’yistabach, v’yispoar, v’yisroman, v’yisnaseh, v’yishador, v’yishalleh, v’yisshallol, sh’meh, d’kudsho, b’rich, hu. Me gustaba escucharte, Rita, me quedaba entumecido cuando me hablabas de tu madre, tu padre, tu hermana pequeña, muertos en los campos de exterminio. A veces los llamabas en sueños. Yo me quedaba mirando tu piel tan blanca, la luz lechosa que irradiaba tu cuerpo. Para arrancarte de tu angustia, te buscaba para hacer el amor. Tus jadeos traían ecos de otros tiempos, de otros hombres, tus labios llenos de mi espuma, y los pájaros, de un junio muy tardío, extrañamente sin calor, anunciando la mañana.

A las 9:02 el ayudante del pintor, Oliver Steindecker, entra en el estudio. Buen chico Oliver, un poco tímido. Abre con llave la primera puerta, le sorprende que esté echado el cerrojo de la segunda. No se oye nada dentro. Da una voz. No responde nadie. Duda antes de decidirse a entrar. Ve a lo lejos la cama deshecha. Al llegar al espacio que es a la vez baño y cocina, descubre el cuerpo de Mark Rothko boca arriba. Una corriente de hielo azul le congela las venas. Corre al estudio de Lidov y se dirige con voz entrecortada a su ayudante, Frank Ventgen. Efectúan dos llamadas telefónicas, una a la policía y otra para pedir una ambulancia. La segunda sobra. Un médico residente que está haciendo las prácticas en el vecino hospital de Lenox Hill certifica que el anciano está muerto. El primero en llegar es Theodoros Stamos, un pintor joven que le profesa una admiración sin medida al maestro. Stamos está temblando. Su columna vertebral registra resonancias magnéticas que llegan desde el cuerpo del amigo muerto. Le pide la cámara fotográfica a Lidov. No te creas, el tipo tenía un equipo bastante sofisticado. Era el momento adecuado, antes de que llegara la policía. Habría sido una foto inolvidable. Un fiambre ilustre para la eternidad. Pero Lidov se negó. Anne Marie y Steindecker avisan a su esposa Mell y la traen en taxi al estudio. Los detectives tienen poco que indagar. Son gente normal, que cree en su trabajo. Irlandeses, chicos de barrio que aprendieron lo que hay que aprender de la vida en las calles de Brooklyn. Están de más, como el ambulanciero. Para ellos el día no ha hecho más que empezar. Estos días les acompaña en sus rondas un tal Paul Wilkes, que está escribiendo un reportaje para el dominical del New York Times. Cuando se publique, el 19 de abril, el periodista presentará los hechos acaecidos a lo largo de tres semanas, como si todo hubiera ocurrido en un solo día. La casualidad ha querido que precisamente no estuviera con ellos la mañana del suicidio de Rothko. Mala suerte, con lo que tiene de literario un acontecimiento de ese calibre. A Lappin le gusta leer, detalle que a Wilkes le parece interesante. En su reportaje cuenta que esos días el detective está leyendo El padrino. Hace poco se leyó House Made of Dawn, de N. Scott Momaday, el último Pulitzer, y La Ascensión y Caída del Tercer Reich. Lappin echa un vistazo a los títulos que hay desperdigados por las mesas. Encima de la mesilla de noche ve Misa de difuntos, de William Gibson. El título le llama la atención, y lo abre. Los capítulos están estructurados conforme a las partes de la misa. Introito. Ofertorio. Oficio de tinieblas. Un libro extraño, una meditación sobre la muerte, mezclada con recuerdos personales y composiciones poéticas. Empieza a leer un poema, pero lo abandona a las pocas líneas. En el living hay un libro de gran formato, la biografía de Arshile Gorky. Lo hojea, contemplando las láminas en color. Observa con detenimiento la reproducción de un cuadro en el que se ve al artista adolescente con su madre. En una frase cogida al vuelo, lee que el pintor era de origen armenio. Sus cuadros le parecen extraños, no le gustan, y cierra el libro. En una mesa baja ve una novela titulada Melmoth el errabundo, de Bernard Malamud. Le suena el nombre del autor. En una estantería, La leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth. El nombre no le dice nada.

Los dos libros que me llevé conmigo el día que me fui a vivir al estudio eran El miedo y el temblor y El origen de la tragedia. Theo se rió cuando los vio juntos. Kierkegard y Nietzsche son pensadores antitéticos. Un pensador cristiano, y un pensador pagano. Al revés, son complementarios. Hay una afinidad secreta entre uno y otro, pensé, pero no le dije nada. Hace unos días, en una librería de viejo cayó en mis manos un librito cuyo título me llamó la atención. LA LEYENDA DEL SANTO BEBEDOR. Me costó cincuenta centavos. Lo leí de un tirón, como un poema, y me dejó un poso de dulzura y de tristeza. Me sentí el clochard que de repente tiene tanto dinero, y se lo gasta en beber, para llegar antes junto a Dios, que tiene forma de muchachita, Thérése, una santa, como él. Lloré al terminarlo. Los muelles del Sena, las tabernas y burdeles de París. Gente elegante que necesita darle a alguien su dinero. Milagros que no necesitan de ángeles. Fue lo último que escribiste, Joseph Roth. Lo publicaste el año de tu muerte, 1939. Te ahorraste vivir todo lo que venía después. La fecha me hizo pensar en los cuadros de Bob Motherwell. Nunca se lo dije, me extrañó, porque yo no tenía ninguna conexión particular con todo aquello. Viví la guerra de España con la misma ansiedad que los demás, como un eco anticipado de los horrores que nos aguardaban, con un escalofrío, aunque entonces nadie sospechaba lo que iba a pasar. Me fui a casa lleno de una tristeza muy profunda, después de ver la serie que tituló ELEGÍA POR LA REPÚBLICA ESPAÑOLA. Aún escucho alguno de los gritos enterrados en los lienzos.

El cuerpo de Mark Rothko yace boca arriba en el suelo de la cocina, con los brazos en cruz, en medio de un charco de sangre coagulada de 1,80 metros de ancho por 2,20 de alto. El grifo del fregadero lleva horas abierto. Lappin lanza una rápida ojeada en torno y ve que uno de los dos filos de la navaja de afeitar está protegido con un Kleenex. Estos suicidas son sumamente cuidadosos con no cortarse los dedos mientras se hacen un tajo en el antebrazo, le hace decir Wilkes, a pesar de que en aquel momento él no estaba con los detectives. Hizo correr el agua del grifo porque no quería dejarle un marrón así a nadie. Se abrió las venas en la pila del fregadero después de practicar un par de cortes dubitativos en los antebrazos. Cortes dubitativos. Pequeñas incisiones para probar el filo de la navaja. Un suicidio de apertura y cierre, dice Lappin en voz alta. La sintaxis otra vez. A Wilkes le fascina la expresión. Todos los que escriban sobre el suicido la van a reproducir. La billetera intacta. Ningún indicio de que haya entrado nadie en el estudio, que contiene decenas de cuadros por valor de cientos de miles de dólares, que en cuestión de pocos años pasarán a ser millones. Cuando oyen el dato, Mulligan y Lappin, que hasta hace media hora no tenían la más remota idea de quién era Rothko intercambian una mirada. Será necesario poner un vigilante armado en la puerta veinticuatro horas al día. Da igual, porque el latrocinio tendrá lugar mediante guante blanco. El forcejeo por el legado espiritual del artista fue uno de los escándalos del siglo. El mercado del arte, galeristas, consejeros, fundaciones. Venderían a su madre, quiero decir que la matarían, lo de vender lo reservan para las obras de arte. La incisión dubitativa era solo una, según los datos de la autopsia.

No sabía que el tiempo se detuviera precisamente así. Viajo con los bolsillos llenos de silencio, en medio de enormes agujeros sin color, precipicios donde no hay resonancias acústicas, pasillos sin palabras por donde se pierde la luz, como una estrella matutina que me arrastra hacia el filo del amanecer. Lo que sí sospeché siempre es que al final me engulliría un vórtice de luz. Del otro lado quedan los pozos llenos de serpientes, estanques vacíos. Las serpientes resbalan al intentar reptar por las paredes, ahí es donde arrojan a los prisioneros, los huesos les estallan al caer sobre las piedras y las serpientes prefieren empezar adentrándose en las órbitas de los ojos. No les gusta la sangre, prefieren un jarro de leche fría. Voy y vengo en estos minutos, segundos elásticos que se extienden como dedos en llamas que tratan de alcanzar el infinito. Me asomo por fin al espacio exterior. Las formas no las inventaba yo, me venían a visitar de noche.

Caso número #1867. El apellido aparece transcrito como Rokthnow. La autopsia debiera ser un género literario, como lo es la necrológica. En Inglaterra se han publicado algunas antologías de obituarios que son verdaderas obras maestras. Las del New York Times no están nada mal. En las bibliotecas públicas de la ciudad las tienen en la sección de consulta, encuadernadas en pasta dura, de color negro. Una mano enguantada descansa sobre el tórax del pintor. La médica forense Judith Lehotay dictamina enfisema senil agudo; gastritis aguda por ingestión de barbitúricos; deterioro cardíaco irreversible. No le quedaba mucho tiempo de vida, después del aneurisma, dos años como mucho, y él lo sabía. Un corte de siete centímetros de largo por dos y pico de hondo en el antebrazo izquierdo, y en el derecho otro de cinco centímetros de largo por dos y medio de profundidad. Lo suficientemente hondo para segar de cuajo la arteria braquial. Dos cortes efectuados en el pliegue inguinal del brazo.

HERIDAS INCISIVAS AUTOINFLIGIDAS

EN LAS FOSAS ANTECÚBITAS

CON PÉRDIDA DE SANGRE.

INTOXICACIÓN AGUDA POR BARBITÚRICOS.

SUICIDIO.

Lo has hecho bien. Todo el mundo tiene que saber con certeza que ha sido un suicidio, no un accidente. Lo de Jackson [Pollock] y David [Smith] es diferente. Los dos estaban borrachísimos cuando cogieron el volante. Sí, eso es jugar con la muerte, pero citándola de lejos. Que no haya dudas, como hizo Arshile Gorky. Aquejado de cáncer, solo en su casa de Connecticut, con depresión profunda, abandonado por su mujer, se colgó de una viga del granero. Tenía cuarenta y cuatro años. En una caja escribió una sola frase de despedida. Yo no diré nada. Los vivos se aferran a las palabras buscando en ellas significados ocultos. Nada más limpio y elocuente que el silencio.

[Día 26. Salón de pompas fúnebres de Frank E. Campbell. 2:30 p. m.]

Zapatos que pisan el asfalto, charcos donde se refleja la luz dudosa de febrero. Otros llegan en limousine. Amigos, familiares, predadores. Entre los artistas: Willem de Kooning, un año más joven, de figura todavía ágil y atractiva; Adolf Gottlieb, otro buscador de lo sublime; Robert Motherwell y su esposa, Helen Frankenthaler; Philip Guston, que ha empezado a hollar nuevos caminos; Barnet Newman, compañero de mil conversaciones; Lee Krasner, viuda de Jackson Pollock; el matrimonio de Menil, los mecenas que se encargarán de que la capilla siga adelante; Elaine de Kooning, la ex de Willem. El novelista Malamud, con sus salidas imprevistas, se fija en que alguien le ha puesto las gafas al cadáver. El silencio del rostro embalsamado adquiere así otra expresión. Algunos se apresuran a traerle objetos a los que el pintor tenía apego. Sus hijos no quieren que se vaya sin la música que le acompañaba a todas horas. La hija mayor, Kate se acuerda del Rapto del Serrallo, y el pequeño Christopher del Quinteto de la Trucha. Theodoros Stamos deposita una flor encima de los LP. La mejor performance de la temporada, dirá algún periodista, con cinismo, mi vida por una frase sensacionalista, la inauguración más chic. Abrigos de pieles, trajes perfectamente cortados, él que no sabía vestirse, que volvió locos a sus amigos hablando del abrigo que se pensaba comprar. Llamaba a cualquier hora por teléfono. Hosanna, y se ponía a hablar del abrigo. Ridículo. Todos tienen una razón poderosa para estar allí. Hay gente que llora, otros están aturdidos, perdidos en un círculo de silencio, a otros les excita el olor del dinero. El dolor mezclado con la codicia. Stanley Kunitz, el poeta es el primero en tomar la palabra. Los últimos son sus hermanos mayores, Albert y Moisés Roth, que entonan juntos el Kaddish: Yisborach, v’yistabach, v’yispoar, v’yisroman, v’yisnaseh, v’yishador, v’yishalleh, v’yisshallol, sh’meh, d’kudsho, b’rich, hu. Las limousines negras regresan a sus nidos. La gente se desperdiga por los bares y cafés más cercanos. Las gargantas secas, otros hasta el filo de la media noche. Simetrías de ultratumba: Mell sobrevivirá a su esposo sólo siete meses, los mismos que el farmacéutico Jacob tardó en morir después de que su hijo menor llegara a Portland. Mell Rothko aparecerá muerta una mañana. Será el pequeño Christopher, de seis años, quien descubra el cuerpo y tenga que avisar al amante de su madre.