LA ENTREGA

Fenners Point, 14 de abril de 1994

¿Te das cuenta, Gal, del día que elegiste para morir? Conociéndote, dudo mucho que sea casualidad. Es el tipo de bromas que te gustaba gastar, convencido como estabas de que nadie se iba a dar cuenta, pero a mí no me la juegas. Por si acaso, he escogido la misma fecha que tú para traerte Brooklyn, así me podré reír contigo. Eras único, al irte tú desapareció toda una estirpe. La verdad es que me cuesta aceptar que ya no estés entre los vivos. Cada vez que pongo un pie en el Oakland, me da un vuelco el corazón, pensando que te voy a ver allí, sentado en una de las mesas. Tú, que tanto hablabas de la muerte, que tanto escribías sobre ella, por fin estás también del otro lado. Nunca había perdido a nadie tan cercano. Para mí es algo nuevo y no lo acabo de entender. Solías decir que los muertos no se van del todo, que de alguna manera siguen estando entre nosotros. Para mí la única verdad es que no estás. Te has ido para siempre, Gal, lo demás no cuenta. Ya lo sé. Te conozco demasiado bien, no hace falta que me digas nada. No me he pasado tanto tiempo poniendo en orden tus escritos en vano. Ahora mismo, me parece oír con toda claridad tu voz, burlándote de mí: Si eso es lo que crees, ¿se puede saber qué demonios haces aquí, delante de mi tumba, hablándome como si estuvieras convencido de que de algún modo tus palabras llegan hasta mí? Vale, lo que tú digas, pero es que da la casualidad de que precisamente hoy, catorce de abril, se cumplen dos años del día de tu muerte… Por eso te decía antes que si lo de la fecha lo habías hecho a propósito. En todo caso, el aniversario de la Segunda República me parece un día perfecto para traerte el libro. Sí, sí, lo he terminado. Aquí tienes tu novela, Gal: Brooklyn. La dejaré aquí contigo, en la hornacina que mandó hacer Frank por encargo de Louise. Para que te haga compañía, como cuentan que hacían los egipcios. Perdona lo trillado de la ocurrencia, pero cuando la vi de lejos, al entrar, sola, haciendo frente a todas las demás, tu lápida me hizo pensar en una página en blanco. Es la única que no tiene una cruz y el caso es que me gusta mucho así, sin epitafio, sólo con tus iniciales y las dos fechas, como si fuera una marca de agua en una hoja de papel:

G A

1937-1992

Estaba cantado que tenías que acabar como los personajes de tu libro. Ahora que he conseguido terminarlo, no tengo ni la más remota idea de lo que voy a hacer con mi vida. Me doy cuenta de que es hora de cambiar de aires. Me pasa un poco como a ti, que no me encuentro a gusto en ningún sitio. Sin saber muy bien por qué, llega un día en que se apodera de mí esta sensación de agobio y la única manera de atajarlo es escapar. De momento sigo en Brooklyn, en tu estudio, pero esto no puede durar. Aunque quién sabe. Para la gente como nosotros, de repente llega un día en que no es posible seguir huyendo. A Louise Lamarque le pasó algo parecido con su casa de Chelsea. Allí está desde hace más de veinte años, hablando con sus muertos, como te gustaba hacer a ti, aunque a ella la salva la pintura, que es lo que debiera haberte ocurrido a ti con Brooklyn. Por cierto, que aparte de Frank, ella es la única persona que ha visto la novela terminada. Tres lectores, no está mal. Nunca lo habíamos hablado, pero estoy seguro de que a ti te habría gustado.

Louise. Te debo mi amistad con ella. Fue tu ausencia lo que nos vinculó con tanta fuerza. Nos conocimos el día de tu entierro. Me habías hablado tanto de ella que cuando la tuve delante de mí me dio un escalofrío. Era exactamente tal y como me la había imaginado: una mujer de edad, alta, elegante, misteriosa. Aquel día llevaba un traje negro, muy sencillo, y la cara oculta tras un velo. Así que usted es Néstor, dijo cuando Frank nos presentó, dándome la mano y se descubrió. Tenía el rostro acuchillado de arrugas y la mirada dura. En aquella ocasión apenas pudimos hablar. Ella había llegado a la funeraria con muchísimo retraso y Frank estaba impaciente porque las limousines tenían que haber salido ya hacia Fenners Point. Luego tendréis tiempo, dijo, y la acompañó a la capilla ardiente para que pudiera estar un momento a solas contigo antes de que sellaran tu ataúd.

Hacía un día perfecto de luz y de calor y soplaba una ligera brisa. Cuando terminó la ceremonia, al salir del cementerio, me pidió que me sentara a su lado durante el trayecto de vuelta. Estábamos los dos solos en el espacio enorme de la limousine. Delante, separados de nosotros por una mampara de cristal ahumado, iban Frank Otero y Víctor Báez. Primero estuvimos un rato muy largo sin hablar. Los acantilados quedaban a la izquierda de la carretera y la mirada se nos iba involuntariamente en dirección al mar. De vez en cuando los árboles ocultaban la vista del océano. Cuando por fin el camino se apartó de la costa, Louise miró hacia el frente y sin levantar el velo dijo en voz muy baja:

No es que me haya cogido de sorpresa, todos sabíamos que iba a pasar en cualquier momento, pero yo ya no tengo fuerzas. Soy demasiado vieja para encajar golpes así. ¿Cuántos muertos tienes tú?

No estaba seguro de lo que quería decir y no contesté.

En mi caso han sido tres, continuó. No es que sean muchos, pero no es cuestión de número. Es lo difícil que resulta soportar el peso de su ausencia a medida que va pasando el tiempo. A mi madre no la cuento, murió cuando yo tenía apenas unos meses, y no conservo ningún recuerdo de ella. La primera muerte que me hizo daño de verdad fue la de mi padre, cuando yo tenía catorce años. Estuve a punto de enloquecer. ¿Tus padres viven?

Contesté que sí y ella asintió.

Al principio no entendí qué había pasado. Me negaba a la evidencia. No aceptaba que mi padre me hubiera abandonado. Cuando al cabo de mucho tiempo logré hacerme a la idea, algo cambió en mí. ¿Cómo explicarlo? Llevaba más de un año sufriendo y de repente, sin que yo me diera cuenta, el dolor se había transformado en otra cosa. Rabia, furia, no sé bien qué… si no era odio se le parecía mucho. Quería hacerle pagar por haberse ido de mi lado.

Entonces alzó la redecilla y por segunda vez pude observar su rostro. Tenía los ojos de un color azul claro, extrañamente frío. Sacó del bolso una cajetilla de Camel y la alargó hacia mí.

¿Fumas?

Le dije que no, pero ella no movió la mano de donde la tenía. Tardé unos segundos en reaccionar. Cogí el paquete. Dentro encontré un mechero de plástico. Saqué un cigarrillo, se lo ofrecí y le di fuego. Louise bajó un poco el cristal de la ventanilla y lanzando una bocanada de humo hacia el exterior me preguntó, con voz casi inaudible:

¿Estoy hablando demasiado?

Con un movimiento de cabeza, le di a entender que no.

La siguiente muerte fue aún peor. No sé si Gal te habrá hablado de Marguerite. Fue mi compañera durante más de diez años…

Aunque era prácticamente imposible apurarlo más, todavía le dio una calada al cigarrillo antes de arrojarlo por la rendija de la ventanilla. La colilla se estrelló contra un muro invisible, dejando un reguero de chispas en el aire. Louise se guardó el paquete de tabaco en el bolso y bajó la redecilla del sombrero. Tenía las puntas de los dedos amarillas de nicotina.

Gal era mi mejor amigo, por no decir el único, quiero decir amigo de verdad. Nos conocíamos desde hace casi treinta años… Chasqueó la lengua, haciendo una mueca que no supe cómo interpretar. Su muerte es una señal, de eso estoy segura. Siento que se ha desequilibrado para siempre el fiel de la balanza.

Siguió un largo silencio que interrumpió Frank, descorriendo la mampara de cristal. Anunció que estábamos a punto de llegar y le preguntó a Louise si quería tomar algo con nosotros en el Oakland, a lo que contestó que quería estar sola. Otero le indicó a Víctor que la llevara a Manhattan. Cuando nos despedimos me retuvo la mano con fuerza:

Pásese algún día por mi estudio a la caída de la tarde, dijo. Creo que tenemos mucho de qué hablar. Aunque hoy no le haya dado pruebas de ello, le prometo que también sé escuchar.

Subrayó sus palabras con una carcajada seca. Era la primera vez que la oía reírse, y había algo en su manera de hacerlo que me resultaba extrañamente familiar.

Desde entonces acudo con cierta asiduidad a su caserón de Chelsea. Prácticamente siempre tiene invitados: coleccionistas, críticos de arte, músicos, poetas y sobre todo artistas jóvenes que sienten una intensa admiración por su obra. Al final, Jacques, su ayudante, se las arregla para que se vaya todo el mundo y nos deja a solas. Me suele hablar del trabajo que ha ultimado durante el día, como hacía contigo. Tiene muchísimo talento y me cuesta creer que el mundo haya tardado tanto en reconocerlo, pero lo más asombroso es su indiferencia. Le trae completamente sin cuidado lo que se piense de ella. Jacques dice que sigue siendo la misma de siempre. La primera vez que la fui a ver, uno de los invitados, un escultor muy joven, dijo algo en francés que no entendí muy bien, aunque sí lo suficiente como para darme cuenta de que era una alusión a su fama. Louise soltó una carcajada idéntica a la que se le escapó cuando nos despedimos a la vuelta de Fenners Point. La risa de Louise es grave, cavernosa, de fumadora, como su voz. Aplastó la colilla contra el cenicero y repitió la frase que le había dicho el chico, que observaba su reacción desconcertado. Entonces, de repente, Gal, entendí lo que os unía. Louise se burla de las cosas que preocupan a la mayoría de la gente, igual que solías hacer tú. Le importa un bledo que al final de su vida haya recaído sobre ella una atención que jamás había buscado. Los dos despreciabais por igual los modos del mundo. Por eso había dicho que tu muerte desequilibraba la balanza. La habías dejado sola, Gal.

Si no tiene ganas de hablar, me propone que tomemos el té en la biblioteca. Observando su rostro arrugado, viéndola encender un Camel sin filtro con la colilla de otro, he aprendido a reconocer en ella la misma fuerza interior que tenías tú. No sabría qué nombre darle, más que desprecio o indiferencia es una forma de dignidad que le sirve para defenderse no sé muy bien de qué. En ti había visto muchas veces esa misma fuerza, extraña pero positiva, cargada de una vitalidad casi violenta. Los dos necesitabais la proximidad del peligro, aunque ella es mucho menos vulnerable. Cuando Louise se siente acorralada, se encierra en sí misma; tú, sin embargo, enloquecías y no dejabas de revolverte hasta conseguir hacerte daño, cuanto más mejor.

En la biblioteca hay un retrato en el que supo captar uno de los raros momentos en que tu espíritu se encontraba en calma. Te va a parecer una asociación descabellada, pero ese retrato me recuerda una de las cosas más hermosas que has escrito: me refiero a la semblanza de Lérmontov. Una tarde, en el Oakland, me hablaste de él, y cuando confesé que no lo conocía te escandalizaste. ¿Qué no sabes quién es Lérmontov? me preguntaste, asombrado. Te parecía imposible. El poeta ruso, dijiste, bajando la voz, y te quedaste pensando. Era uno de esos silencios tan tuyos en los que era casi visible la forma de tus pensamientos. En seguida añadiste: Murió a los 27 años, en un duelo. El zar lo había desterrado, y toda la gente de la localidad donde se había refugiado acudió al sepelio. Cuando te volví a ver, al día siguiente, habías escrito una bellísima semblanza de su vida. Me la diste, sin guardarte una copia para ti. Ahora la tiene Louise. Se la regalé la segunda vez que la fui a ver, después de que se hubo ido el resto de los invitados. Me llevó a la biblioteca, se sentó en el sillón de cuero rojo y encendió un cigarrillo. Cuando terminó de leer, dijo: Está muy bien, pero no es Lérmontov. La miré extrañado y pregunté. ¿Entonces quién? Gal, dijo, divertida, Gal, ¿quién si no? Aunque lo más seguro es que él no se diera ni cuenta. Me reí con ella. Tenía toda la razón, eras tú. Cuando me la quiso devolver le dije que se la quedara.

A medida que va pasando el tiempo estoy cada vez más convencido de que siempre habías previsto que las cosas iban a ocurrir así. No te hacía mucho caso cuando me decías que nunca serías capaz de terminar el Cuaderno de Brooklyn, como llamabas muchas veces a tu novela, pero me insististe tanto, a tu manera, sin decir nada concreto, que cuando me quise dar cuenta habíamos cerrado un trato. No me entiendas mal, haber empleado así estos dos últimos años ha sido tan importante para mí que mi existencia ha dado un vuelco. Pero también es verdad que al principio lo repentino de tu muerte me hizo sentir que había caído en una trampa. Al no estar tú, no podía echarme atrás y la carga se me hizo insoportable. ¿Terminar yo tu libro? Me sentía incapaz, pero no tenía elección. Estaba atado. Me costó resolverme a empezar y cuando por fin lo hice, me di cuenta de que había mucho adelantado. Casi a cada paso me encontraba indicaciones que me permitían ver con claridad por dónde seguir. En cierto modo era como tenerte siempre ahí, señalándome el camino. Y no eran sólo tus anotaciones. Muchas veces, de manera fortuita, recordaba retazos de conversaciones. ¿Sabes lo primero que me vino a la cabeza, antes de tocar nada, en el momento de tomar posesión del Archivo? (Frank y yo bautizamos así tu estudio, en homenaje a Ben). Al verme rodeado de tus papeles, de pronto me acordé del día que me hablaste de la última voluntad de Kafka. Había entregado su vida a la escritura y al sentir que la muerte se le echaba encima, le pidió a su mejor amigo, Max Brod, que destruyera sus escritos.

Es una anécdota manida, añadiste, pero no por eso deja de ser impresionante. Virgilio también hizo algo parecido. Naturalmente sólo tenemos conocimiento de los casos en que los amigos desobedecieron. ¿Cuántos habrá que, por el contrario, respetaron la voluntad del muerto? ¿Cuántos kafkas y virgilios habrán desaparecido sin dejar rastro de su paso por la tierra?

La pregunta me hizo pensar en otra de tus anécdotas favoritas. Tenía la esperanza de que la hubieras escrito para poder incluirla en el Cuaderno, pero no la encontré entre tus papeles. Me refiero a la historia del poeta inglés que escribía sus composiciones en papel de arroz. ¿Te acuerdas de cuando me la contaste por primera vez? Fue casi al principio, una mañana que vine de Chicago y fui directamente del aeropuerto al Oakland. Me estaba separando de Diana y no me atrevía a pasar por casa. Todavía no nos conocíamos bien, aunque ya me habías hablado de Brooklyn, el libro que te llevaba tanto tiempo rondando en la cabeza. No recuerdo a santo de qué me hablaste de un aristócrata inglés que escribía poemas en papel de fumar, después liaba un cigarrillo y antes de encenderlo decía: Lo interesante es crearlos.

Lo leí en una entrevista con Lezama Lima, aclaraste. La anécdota, como las de la muerte de Kafka y de Virgilio, surgió más de una vez en nuestras conversaciones y siempre me llevaba a hacerme la misma pregunta: ¿Y tú por qué escribías, Gal? Un día que íbamos camino del gimnasio de Jimmy Castellano a ver un combate de Víctor, te la solté a bocajarro. Te encogiste de hombros y aceleraste el paso. Estábamos a una manzana del Luna Bowl, y Cletus, el portero, te había reconocido y te hacía señas desde lejos. Resuelto a conseguir una respuesta, te corté el paso y te espeté, apremiante: Me has oído perfectamente, Gal. ¿Por qué escribes? Torciste el gesto y esperaste a que me apartara. Te pedí perdón y jamás volví a sacar el tema, pero a ti no se te olvidó. Debiste de escribir esto un par de día después. Es ese tipo de detalles lo que me dio a entender que lo tenías todo planeado:

3 de abril de 1992

La pregunta de Néstor me hizo pensar en uno de los amigos españoles de Ben, Antonio Ramos. Se conocieron en enero de 1938, cuando Ben estaba destinado en el hospital de campaña. Una mañana, al hacer la ronda, le hizo una cura a un prisionero del bando sublevado. Recuerdo el énfasis con que Ben recalcó que no era fascista. Las cosas eran así; enviaban a muchos al frente, sin que les diera tiempo a elegir bando. Se llamaba Antonio Ramos, tendría dieciocho o diecinueve años, y decía que era pintor. Aparte de la gravedad de sus heridas, era de constitución débil, y durante muchos días estuvo debatiéndose entre la vida y la muerte. Cuando estuvo fuera de peligro, Ben se empezó a hacer amigo suyo. Tenía una sensibilidad muy especial y mi padre le cobró afecto enseguida. Muchas veces, al terminar la ronda, volvía junto a su cama y se quedaba un buen rato charlando con él. Le parecía que aquel muchachito tenía algo especial. Ramos guardaba entre sus cosas una antología de Antonio Machado de la que le gustaba leer en voz alta porque según él la poesía no se podía apreciar bien sin escucharla. Una de las veces que Lucía pasó por Madrid, Ben se empeñó en llevarla al hospital para que conociera a Antonio. Cuando le dieron el alta, lo trasladaron a una prisión militar. Al despedirse, Antonio Ramos le regaló a Ben la antología de Machado y le pidió su dirección. Cuando los milicianos lo subieron al camión con otros prisioneros, mi padre pensó que jamás lo volvería a ver. Se equivocó. Años después de acabada la guerra, llegó a Brooklyn una postal con matasellos de París. Antonio Ramos vivía allí. Había terminado Bellas Artes en Madrid, y le habían dado una beca, muy poca cosa, pero que le llegaba para vivir. Mi padre le contestó y en años sucesivos se siguieron escribiendo de manera más o menos esporádica. Por fin, en uno de sus viajes a Europa, Ben se decidió a hacerle una visita. Debió de ser a principios de los sesenta. Cuando llamó al timbre, le abrió la puerta un individuo esquelético, de aspecto muy deteriorado. Por un momento, Ben pensó que se había equivocado de piso. Sólo cuando aquella aparición lo abrazó se dio cuenta de que tenía que ser él. Ramos le explicó que le habían extirpado un pulmón, y que el que le quedaba funcionaba con dificultad. Vivía en un apartamento muy modesto, en el boulevard Montparnasse, y el frío se le había metido tan dentro del cuerpo, que a pesar de la calefacción, se tenía que echar una manta por encima para poder pintar. Se había casado con una francesa que se llamaba Nicole y trabajaba de traductora en Gallimard. En el momento de la visita ella no estaba en casa. Ben le preguntó qué tal estaba y Ramos le contestó que el médico le había prohibido pintar, que dado el estado de su único pulmón, si seguía pintando, las emanaciones tóxicas no tardarían en acabar con él. Ben vio varios óleos de gran tamaño a medio hacer, y se dio cuenta de que su amigo hacía caso omiso de los consejos médicos, pero no le dijo nada. Sé lo que estás pensando, pero te equivocas, le dijo Ramos. Al médico le he dicho lo mismo. Es justo al revés: si no pintara me moriría. Sonrieron a la vez. Ninguno de los dos quería que se echara a perder la magia del reencuentro. Ramos guardaba una botella de un gran vino de Borgoña y llevaba años esperando una ocasión adecuada para abrirla. Cuando Nicole volvió de Gallimard, improvisaron una cena y entre los tres dieron buena cuenta del vino.

De modo que por eso escribías. Tuve que esperar a que murieras para conocer la respuesta. En cuanto a la encerrona, el día clave fue el 8 de abril. Estábamos charlando en el Oakland, y de repente me pediste que te acompañara al estudio. Había estado allí otras veces, y me dio la sensación de que todo estaba un poco más ordenado de lo habitual. Señalando las torres de cuadernos, me dijiste:

En el fondo todo lo que ves ahí da igual; lo acumulo porque sí, porque es mi único consuelo, porque a veces abro al azar algo que he escrito y leo unas páginas que me llevan a otra dimensión del espacio y del tiempo, y con eso me basta. Me conformaría con entresacar de ahí una sola cosa, no sabría explicarte bien por qué. Como decía Alston, con un libro basta. ¿Te acuerdas de mi amigo Alston Hughes, el poeta? Murió alcoholizado, como me pasará a mí. Una noche vino a casa la víspera de una lectura de sus poemas, para que le ayudara a elegirlos. Sacó de la cartera un mazo de no más de cien folios. Allí estaba todo lo que había escrito a lo largo de sus 63 años de vida. Fue pasando las hojas muy despacio y cuando terminó dijo para sí: ¡Qué vergüenza haber escrito tanto! Le importaba un rábano publicar o no. Leyó con otros dos poetas, un chileno que había sido secretario de Neruda y una mujer muy dulce, de aspecto modoso, creo que peruana. No recuerdo sus nombres, aunque los dos habían publicado muchos libros. El único desconocido era Alston. Nadie tenía la más remota idea de quién era y si lo habían invitado fue porque yo había insistido a los organizadores en que se le incluyera en el panel. Me costó trabajo convencerlos, pero al final se fiaron de mi palabra. La lectura que hizo fue escalofriante. Los entendidos no sabían bien qué pensar; les faltaba un rasero con qué medirlo; estaban indecisos entre el desconcierto y el más puro desdén. Sin embargo, la reacción de los jóvenes fue muy distinta. Nada más terminar el acto, lo rodearon, preguntándole con vehemencia dónde podían encontrar sus libros. Con una sonrisa de satisfacción Alston les contestó que en ninguna parte. Nunca he publicado nada ni lo haré, les dijo, divertido. Ahora que está muerto, creo que hay alguien preparando una edición, en París. Si algo he aprendido de Alston, es precisamente eso. Entonces, alzando la mano derecha, señalaste hacia un punto inconcreto del espacio y añadiste:

Ahí hay todo tipo de manuscritos, cosas que sus autores se han empeñado en hacerme llegar a lo largo de los años. Algunos son de amigos, otros de gente que apenas conozco. Trabajos fallidos la mayoría, aunque de vez en cuando me topo con algo de interés. Los guardo allí, dijiste, señalando dos puertas altas que había encima de un armario empotrado. ¿Sabes cómo llamo a ese lugar? Soltaste una carcajada larguísima antes de decir:

¡El nicho! ¿Quieres que te enseñe el nicho, Ness?

No entendía. Sin darme tiempo a reaccionar, acercaste una escalerilla y me dijiste en tono perentorio:

¡Súbete ahí!

Insististe en que abriese las puertas del altillo y, en efecto, en el momento de hacerlo me parecieron sendas lápidas.

¡Mira bien! ¿Ves lo que hay? Hace unos meses fui a sacar un manuscrito y me sentí exactamente igual que un enterrador que abre una tumba para proceder al traslado de unos restos. Fue entonces cuando lo bauticé así. Asómate, asómate y verás.

Hice lo que me decías. Era un hueco ancho y bastante profundo, con las paredes de cemento. Dentro, flotaban corpúsculos de luz suspendidos en medio de una nube de polvo; el reflejo blanquecino de los manuscritos hacía pensar en un montón de huesos desperdigados en una fosa abierta. Olía un poco a humedad. Me inquietaba mirar aquello, la verdad, de modo que en seguida me bajé. No llegué a tocar nada, aunque tú te empeñabas en decirme que lo hiciera. Inmediatamente te encaramaste en lo alto de la escalera y con gesto teatral declamaste:

¡Un cementerio de manuscritos! Hundías los brazos entre los papeles, incapaz de dejar de reírte. ¡Decenas y decenas de manuscritos! Aquí hay de todo, Ness: novelas, poemas, cuentos, obras de teatro, ensayos, libros de memorias, textos insufribles que no interesan a nadie. Increíble, verdad, y su destino común es que nunca serán leídos, jamás llegarán a la imprenta. Tantos sueños de fama, de dinero y vanidad, todas las cosas con que sueña la mayoría de la gente que está empeñada en publicar. Tanto esfuerzo y trabajo, ¿para qué? Cuánta amargura y frustración, cuántas esperanzas fallidas. Déjame, déjame que te los muestre.

Desde lo alto de la escalera, fuiste leyéndome algunos títulos. Tú te reías a carcajadas, pero yo sentí un escalofrío. ¿Cómo podías hacer una cosa así? Me hacía daño verte actuar de ese modo. Era el lado sombrío de tu personalidad, y en aquel momento me resultaba intolerable. Por suerte, la escena no se prolongó mucho. Bruscamente, dejaste de reírte, cerraste (con cuidado, no creas que se me escapó el detalle) las puertas del nicho, te bajaste, plegaste la escalera de tijera y te la llevaste a la cocina.

Ya sabes que en el estudio nunca tengo nada de beber. Voy un momento a la licorería, subo en seguida.

Al volver, me encontraste mirando los libros de tu biblioteca. Habías traído una botella de vodka, una petaca de cristal, de esas que cuestan dos o tres dólares, y unos vasos. Los llenaste y dijiste:

Te puedes llevar de ahí todo lo que quieras. Yo ya no leo. Todos estos nombres que un día significaron tanto para mí, ya no me dicen nada. Hace tiempo que me aburren los libros. Hasta hace poco de vez en cuando releía, pero ya ni eso. Me siento muy cerca del final y estoy cansado. Siempre me pareció que tenía razón Alston Hughes. ¿Dejar un libro póstumo, Ness? A veces he pensado si no lo habré escrito con la esperanza absurda de que lo llegue a leer Nadia. ¿O crees que lo habré escrito para mí…? Maldita sea, Ness, he invertido toda la vida en ello sin saber bien para qué.

Te acercaste a las torres de papel, diciendo:

Aquí lo tienes, Ness, Brooklyn… Mi libro, desperdigado entre las páginas de todos estos cuadernos. Bueno, técnicamente aún no está acabado, pero tampoco falta mucho. En estos momentos se podría decir que es una carrera contra el tiempo. Si vivo un poco más, tal vez consiga terminarlo. Pero si no es así… ¿Sabes que fue Nadia quien me lo hizo ver? Le hablaba tanto del libro que iba a escribir. Le explicaba cómo iba a ser, le daba detalles de su estructura. Le enumeraba los títulos que se me habían ocurrido, preguntándole cuál le gustaba más a ella. Le contaba las historias que pensaba ir añadiendo, muchas de las cuales jamás llegué a escribir… Una de aquellas veces me preguntó que cuándo creía que lo iba a terminar. Nunca, le dije, completamente en serio. Nadia estaba acostumbrada a mis salidas, pero aquella vez se quedó desconcertada de verdad…

[…]

No te entiendo.

No hay nada que entender, es la verdad.

¿Pero por qué?

No lo sé, es como si fuera un maleficio.

No puede ser.

¿Por qué?

Porque no depende de ti, Gal, el libro existe ya, aunque todavía esté desperdigado en los cuadernos.

Pero no estoy seguro de ser capaz de rescatarlo.

En ese caso, alguien lo hará por ti. ¿No te parece?

[…]

Tomado de uno de tus cuadernos. ¿Te acuerdas, no? Tú mismo lo escribiste. ¿No era ese el pacto? Buena manera de empezar, ¿no te parece? Volviendo a aquel día, el vodka seguía intacto en los vasos. Abriste las cortinas. La luz de la mañana entró violentamente en la habitación, haciéndote decir:

Mira esta luz, Néstor. Es la luz de que habla Louise en su poema. La luz de Brooklyn.

Volviste a echar las cortinas, como si te resultara imposible seguir hablando mientras estuviéramos envueltos en aquella claridad.

Lo que le dije a Nadia entonces es verdad. Hay algo en mí que me impide darle forma final a lo que escribo. Pero también tenía razón ella: el libro existía, desperdigado entre los legajos.

Aunque el papel que me encontré después te delataba, entonces se te olvidó el detalle de añadir que Nadia también había tenido la clarividencia de saber que alguien lo haría por ti. Pero no hacía falta, porque el trato estaba hecho, aunque yo no lo supiera todavía. Entonces me diste la llave de tu cuarto y te pusiste de pie. No dijiste nada más, ni yo a ti, pero tampoco hacía falta. La suerte estaba echada desde mucho antes de que me invitaras a subir. Tampoco me diste ocasión de brindar contigo. Apareció en tu cara aquella sombra que había llegado a conocer tan bien. Estabas lejos, solo, perdido dentro de ti mismo, apenas consciente de lo que te rodeaba. Cogiste tu vaso y lo vaciaste de un trago, sin esperarme. Lanzaste una mirada hacia las cortinas, como si tuvieras miedo de que se colara la luz, y con el pulso ligeramente tembloroso, cogiste mi vaso y te lo bebiste también. A continuación, te dirigiste a la puerta, sin despedirte de mí, como si yo no estuviera allí. No te seguí. Metí la mano en el bolsillo, jugando inconscientemente con la llave que me habías dado. Fue la última vez que te vi con vida.

El 9 de abril me fui de viaje a Nuevo México. La noche del 14, al volver al hotel, en Taos, me encontré un mensaje de Frank Otero, diciéndome que le llamara urgentemente al Oakland. Cuando lo hice, me dijo lo que había sin rodeos:

Malas noticias, Ness. Gal murió ayer, en Lenox Hill. Estuvo tres días en coma. Te llamé a la redacción. Dylan Taylor me explicó cómo encontrarte. Me ha dicho que vuelves hoy de madrugada, o sea que aún llegas a tiempo. El entierro será el 16, en Fenners Point. Estoy pendiente de un permiso, pero tengo mis contactos y estoy seguro de que llegará a tiempo.

Nunca había oído hablar de Fenners Point, pero no pregunté nada porque no era momento de explicaciones. Cuando pasó todo, le dije a Frank que me habías dado la llave de tu cuarto y le pedí que subiera conmigo. Estaba todo igual que la última vez que estuve allí contigo. Entonces le conté con detalle nuestra última conversación.

No tengo intención de alquilarlo, fue todo lo que dijo. Dispón de lo que hay aquí dentro a tu manera.

Han sido dos años, Gal, dos años de ir ordenando poco a poco la enorme cantidad de material que habías dejado, haciendo desaparecer lo que estaba destinado a no acabar formando parte de Brooklyn. Allí, rodeado de tus fotos, de tus cartas y recuerdos, era como si estuvieras conmigo. Cuando el trabajo fue cobrando forma, muchas noches me quedaba a dormir en el estudio y al cabo de unos meses me fui a vivir allí, para que nada me apartara del trabajo.

Al leerte, oía con perfecta claridad tu voz. Más de una vez, cuando crujía un mueble o el suelo de madera, me llegué a volver, creyendo que estabas en la habitación y que ibas a decirme algo.

Una tarde, poco después de instalarme, vacié el nicho, sin atreverme a hojear los manuscritos. Le pedí a Frank que me ayudara. Los bajamos juntos, en varias cajas de cartón, y los fuimos quemando uno por uno en la chimenea del Oakland. Viéndolos arder, no me podía quitar de la cabeza lo que solías decir acerca de los escritos que nacen condenados al olvido. Parecemos el cura y el barbero, dijo Frank, sólo que nosotros no le perdonamos la vida a un solo título. Consiguió que me riera.

Aquello no fue más que el principio. Cumpliendo tus deseos fui completando los huecos que habías dejado. Lo fui examinando todo con cuidado: las cartas, los blocs de notas, los cuadernos, las carpetas, tus diarios, los de Nadia. Al final del día, bajaba al bar a quemar el material que ya no era necesario. Me había convertido en la prolongación de tu sombra. Sí; han sido dos años de obediencia a una voz que no cesaba, una voz que llevaba preparándome para hacer aquello casi desde el día que te conocí, aunque eso no lo comprendí hasta después de que te hubieras ido. Pero ya está, lo hemos conseguido, Gal, tú y yo. Aquí tienes tu maldita novela: Brooklyn. Tenía razón Nadia, el libro ya existía. Tú eras el artífice, además del único obstáculo. Había que quitarte de en medio; para rescatarlo hacía falta alguien capaz de obedecer tu voz, pero no podías ser tú porque a ti tu voz te consumía. No fue fácil. Ahí van cientos y cientos de horas de silencio y soledad, horas durante las cuales puse mi escritura al servicio de la tuya. Cuando por fin terminé me di cuenta de que si alguien estaba en deuda era yo. Muchas veces, al releer lo que hemos hecho, me cuesta trabajo distinguir tu voz de la mía. Aunque en realidad, sólo hay una voz, la tuya: cada vez que me tocaba intervenir, lo hacía pensando en cómo lo habrías hecho tú. Ha sido un largo aprendizaje, pero te estoy agradecido. Gracias a ti puedo decir que soy escritor. Antes de esto, siempre sentí que me quedaba grande la palabra.

No tengo nada que añadir. Está todo en el libro. Eso sí, hay que celebrarlo. He traído una botella de vodka como la que trajiste tú aquel día, una petaca de 32 onzas, idéntica a la que te gustaba poner en los altares del Astillero. La dejaré en la hornacina, con el libro, para que te haga compañía. Pero antes tengo que dar cuenta del trago que no me dejaste echar el día que sellamos el pacto. ¿O pensabas que se me iba a olvidar?