Genio y figura, siguió diciendo Ben. Se quedó un rato pensando y añadió: Vamos al Archivo. Así es como se le llamaba en casa a su despacho. Era una habitación secreta, que siempre estaba cerrada con llave, un lugar mágico, sagrado, un santuario cuyo acceso me estaba vedado únicamente en razón de mi edad. Por un momento, pensé que no había oído bien. Allí era donde mi padre guardaba sus papeles, allí estaba el tesoro de sus libros. Dentro se acumulaban los ficheros, atestados de cartas, fotos y toda clase de documentos. Y allí también se reunía él en secreto con sus amigos. A lo largo de los años, yo había vislumbrado en muchas ocasiones el interior del Archivo; incluso había estado alguna vez dentro, pero siempre por poco tiempo, y nunca solo. Aquello era diferente; por primera vez se abría el Archivo expresamente para mí. Recuerdo la emoción que sentí cuando mi padre empujó la puerta y se hizo a un lado para dejarme pasar. La habitación estaba a oscuras y olía a cerrado. Ben encendió una bombilla que colgaba de una viga. Las paredes no se podían ver porque estaban cubiertas de estanterías que lo ocupaban todo, desde el zócalo hasta las molduras del techo. Los anaqueles estaban abarrotados de libros y papeles. Había una sola ventana, que daba al jardín. Ben corrió la cortina, subió la persiana y abrió las hojas acristaladas de par en par. El aire y la luz del sol entraron de golpe en el espacio clausurado del Archivo, cegándome por un momento. Cuando volví a abrir los ojos, miles de puntitos dorados brillaban suspendidos en las nubes de polvo. Ben se sentó en el alféizar de la ventana y, envuelto en la luz del crepúsculo, me dijo, repitiendo lo que me había dicho unos minutos antes en mi cuarto, cuando me cambié de zapatos:
Eso quiere decir que te considera un adulto, sólo que cuando me tocó la vez a mí, fue un episodio mucho más violento. Sacco y Vanzetti todavía estaban vivos. Tu abuelo llegó a casa bastante agitado y me anunció: Nos vamos a Manhattan, hijo mío, prepárate. ¿A Manhattan, para qué? quise saber. A una manifestación. Date prisa, no tenemos mucho tiempo. Te lo explicaré por el camino. Ponte ropa ligera, habrá que correr.
A su manera, se tomó la molestia de intentar explicarme qué sucedía. También en ese sentido se puede decir que tuve más suerte que tú. Tu abuelo nunca dice nada, espera a que todo el mundo saque sus propias conclusiones. Pero ese día habló algo más de lo usual en él. Sucintamente, me explicó quiénes eran Sacco y Vanzetti, la causa que se había instruido contra ellos, los complicados vericuetos del proceso judicial y, por último, su sentencia de muerte, que se había dictado días atrás. Una oleada de indignación recorre el mundo, me dijo. Se han convocado manifestaciones en un sinfín de ciudades, en un intento por impedir que se lleve a cabo una ejecución tan injusta. Yo voy a ir y quiero que vengas conmigo, al fin y al cabo eres casi un hombre.
Salimos del metro en Rector Street. Muchas de las callejuelas que desembocan en Broadway estaban tomadas por patrullas de policías, tanto a pie como a caballo. La muchedumbre de manifestantes se había congregado sobre todo en los jardines de Bowling Green, cerca de Wall Street. Hacía un día nublado, y se respiraba una gran tensión en el ambiente. Sorteamos los grupos uniformados y nos sumamos a la multitud, expectantes. Era difícil moverse en medio de tanta gente. Tu abuelo me dijo que me agarrara bien a su chaqueta y no me soltara de él en ningún momento.
De repente, no sé cómo, la muchedumbre empezó a avanzar en dirección a Broadway como un solo hombre. Primero se escucharon unos gritos aislados y al cabo de unos segundos tu abuelo y yo nos vimos sumergidos en un ensordecedor rugido colectivo. El corazón me latía con muchísima fuerza y el pulso de la sangre me retumbaba en las sienes. Los policías montados azuzaron a sus animales. Al principio, no nos embistieron directamente, sino que pasaban velozmente a nuestro lado, sin llegar a tocarnos, como si sólo quisieran que nos dispersáramos. A partir de ahí, se apoderó de mí tal sentimiento de terror que sólo recuerdo escenas sueltas. Hubo un momento en que vi volar verdaderas nubes de piedras, lanzadas por los manifestantes. En seguida cundió el pánico también entre los caballos, y a la voz de un oficial, la policía por fin cargó resueltamente contra la multitud, que echó a correr en todas direcciones. Se oían gritos, golpes sordos, chocar de herraduras contra los adoquines, gente que caía derribada al suelo. Vi escaparates hechos añicos, vehículos volcados. En algún lugar saltaron llamas que espantaban a los caballos, haciéndoles correr despavoridos, apenas controlados por sus jinetes. Vi gente con el rostro ensangrentado, mujeres que golpeaban a los policías caídos. No entiendo cómo no nos ocurrió nada. Al cabo de no sé cuánto tiempo, corríamos por entre las tumbas del pequeño cementerio que rodea a la iglesia de Saint Paul. Tu abuelo me levantó en vilo y me lanzó por encima de un seto como si fuera un fardo. Saltó inmediatamente tras de mí y seguimos corriendo juntos, mezclados entre la gente que huía. Hasta que no llegamos a los confines de Chinatown, pasado Little Italy, no desapareció del todo el rastro de la violencia callejera.
La manifestación no sirvió de nada, por supuesto. Ni aquélla ni todas las que hubo en otras ciudades de Estados Unidos y el resto del mundo. Jamás se me olvidará la fecha de la ejecución. Hasta el último momento mantuvimos la esperanza de que las protestas lograrían impedirla, pero cuando llegó el día fijado, el 17 de mayo de 1927, los dos anarquistas fueron ejecutados pese a la falta de pruebas concluyentes. Unos días antes, el abuelo David había publicado un artículo incendiario en el Brooklyn Eagle. Muchas veces le he oído decir que es lo mejor que ha escrito. Puede ser, lo cierto es que el artículo tuvo mucho eco, y se citaron algunos párrafos en otros periódicos, incluido el New York Times. A la redacción del Eagle llegaron numerosas cartas de adhesión que contribuyeron a caldear aún más el ambiente de repulsa a la decisión judicial. Cuando a pesar de los comunicados de protesta que llegaban de todos los rincones del planeta, pidiendo que se revisara la causa, tuvo lugar la ejecución, se desencadenó una serie imparable de acciones violentas. En Nueva York hubo varios atentados. Como consecuencia del artículo, que estaba plagado de invectivas contra el sistema judicial de nuestro país, la policía se presentó en casa con una orden de arresto contra David Ackerman, acusándolo de incitación a la violencia. Lo sometieron a todo tipo de interrogatorios, sin ahorrar ninguna forma de coerción, pero al cabo de setenta y dos horas, cuando se cumplió el plazo del hábeas corpus, viendo que no podían sacarle nada y ante la carencia total de pruebas, lo soltaron. Siguió siendo anarquista hasta el final de sus días, pero fiel al sentimiento de repugnancia que inspiraba en él toda forma de proselitismo, jamás trató de inculcar a nadie sus ideas.
Quizá ésa fuera la razón, continué, por la que Ben no heredó la ideología de su padre. Era un intelectual bienintencionado, de izquierdas, eso sí, pero sin filiación política concreta. Se le podría caracterizar como filocomunista o, más bien, como una especie de adepto rezagado del socialismo utópico. En cuanto a mí, a pesar de los antecedentes familiares, la política nunca me ha interesado gran cosa.
Lewis asintió.
Tampoco a mis hijos. Cada generación responde al mundo conforme a códigos imprevisibles.
La conexión entre la manifestación que tuvo lugar en Manhattan Sur y el mitin de Boerum Hill es importante: cada uno de esos hechos representa el momento en que David Ackerman consideró que su hijo y su nieto habían alcanzado respectivamente la mayoría de edad. El mitin al que asistí con mi abuelo era un homenaje a los dos anarquistas que habían sido asesinados legalmente veinticinco años antes.
Pensándolo después, comprendí que el acto público al que me hizo asistir en Boerum Hill tuvo dos consecuencias simbólicas: en primer lugar, David me daba la bienvenida al mundo de los adultos, cosa en la que se adelantó a mi propio padre; en segundo lugar, y para mí eso fue más importante, como consecuencia de aquel gesto, se me franqueó la entrada al Archivo. Fue un acontecimiento decisivo: cambiaba un territorio mágico por otro; dejaba el paraíso de la infancia, que nunca había abandonado del todo, para acceder al de los libros, del que ya no habría de salir.
Ben me dio permiso para entrar más o menos libremente al Archivo unos dos años después, en 1954. Por aquel entonces, también yo empezaba a amontonar mis propios papeles, a datarlo y a documentarlo todo, con la diferencia de que, en tanto que él no escribía nada propio, yo sentía necesidad de dejar constancia por escrito de cuanto me pasaba. Por otra parte empecé a entender el lado más profundo de mi padre. Los años cincuenta, no hace falta recordártelo precisamente a ti, fueron muy difíciles para la gente como él. McCarthy estaba en el poder, haciendo de las suyas, y los exbrigadistas lo pasaron bastante mal. Lo peor fue que se vieron obligados a ocultar su experiencia. De la noche a la mañana un ideal noble, del que se sentían legítimamente orgullosos y por el que se habían jugado la vida, se había convertido en algo semejante a un acto delictivo y vergonzante, que no había más remedio que ocultar.
Los acontecimientos de 1927 —la manifestación de Bowling Green, la ejecución de Sacco y Vanzetti, la angustiosa detención de mi abuelo— supusieron una revelación para mi padre. Dejaron plantada una semilla en su conciencia. De momento, las aguas volvieron a su cauce y Ben pudo llevar una vida normal, como los demás chicos y chicas de su edad. Cuando terminó la escuela secundaria, pasó el verano trabajando de guardabosques, en Vermont, y en otoño lo admitieron en la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Pittsburg. Siempre fue muy buen estudiante. Cuando estalló la guerra civil española, había terminado segundo de carrera con excelentes calificaciones. La noticia de la sublevación fascista lo sorprendió en pleno verano, mientras hacía unas prácticas en el Brooklyn Yard. Lo que ocurrió entonces en España —esto tampoco hace falta recordártelo— causó una tremenda conmoción en los círculos liberales de Estados Unidos. Hubo una reacción abrumadora de apoyo a la causa republicana, tanto entre los trabajadores concienciados como entre la clase intelectual. Ben no se lo pensó dos veces. Tenía 23 años y llevaba una vida bastante tranquila. Hasta entonces sus estudios habían consumido casi todo su tiempo y energía. Ben me ha contado muchas veces que lo que estaba ocurriendo en España fue el catalizador que despertó su conciencia política, que llevaba tanto tiempo en estado latente. Durante los primeros meses siguió los acontecimientos por la prensa, con enorme angustia e inquietud. Un año largo después de rotas las hostilidades, las cosas empezaron a tomar mal cariz para el bando republicano. En octubre de 1937, leyendo el Brooklyn Eagle, vio la convocatoria de un mitin que iba a tener lugar en un hotel de Manhattan, y decidió acudir, solo. Tenía una razón para actuar así: había tomado la determinación de alistarse en las Brigadas Internacionales y pensaba llevarla a cabo sin consultar con su familia. El principal orador era el novelista británico Ralph Bates, sabes de quien hablo, por supuesto.
Lewis se dio una palmada en el muslo y soltó una carcajada:
¿Que si sé quién es Bates? ¡Pues claro! ¿Quién no ha oído hablar de el Fantástico? Un tipo genial.
Entonces recordarás que el gobierno de la República le encargó que efectuara una gira por varias ciudades norteamericanas, con el fin de reclutar hombres y recaudar fondos para combatir a los rebeldes. Ben acudió a uno de sus mítines, en octubre del 37, en un hotel de Manhattan. Claro que por lo que se refería a mi padre, Bates le predicaba a un converso. Llevaba tiempo dándole vueltas en la cabeza a la idea de alistarse en las Brigadas, pero su decisión estaba tomada antes de oír la arenga del inglés.
Es curioso cómo se engarzan nuestras trayectorias, dijo Abe. Yo conocí a Ralph mucho después de acabada la guerra, en un encuentro de las Brigadas Internacionales, celebrado en Nueva York, en la sede de Broadway, en 1951. En Estados Unidos, Bates era bastante conocido como novelista antes del 36. Había publicado varios libros de cuentos y novelas de tema español, aunque la literatura no era más que uno de sus intereses. ¿Has leído algo de él?
Yo no, pero me consta que a Ben le gusta mucho. Hay gente que dice que sus escritos sobre España son mejores que los de Malraux o Hemingway. En el Archivo hay varios libros suyos: Sierra; Lean Men; The Olive Field… y alguno más que ahora se me olvida ¿Tú lo has leído?
No leo novelas. Eso mismo le dije a Bates cuando me lo presentaron, para justificar que no había leído ninguno de sus libros. Al cabo de unos días me llegó por correo un ejemplar de The Dolphin in the Wood, dedicado. No es ficción, decía en la dedicatoria, y en efecto, se trataba de su autobiografía. Fue un gesto hermoso, y tengo que decir que su lectura me impresionó. La vida de ese hombre es fascinante.
¿Qué ha sido de él?
Ha caído en el olvido. Creo que pasa parte del año en la isla de Naxos con su mujer y el resto en Manhattan. Algo parecido a lo que hago yo. Según tengo entendido da clases en la Universidad de Nueva York.
¿Ha dejado de escribir?
Cuando coincidí con él, hacía ya tiempo que había tomado la decisión de no volver a publicar. Me dio una explicación muy curiosa de lo que le ocurría: a medida que aumentaba su desencanto político, decrecía su interés por la creación literaria. Antes de la guerra había sido muy prolífico. Después de la victoria de Franco, buscó refugio en México, como tantos otros. Lo que no sabía es que le esperaba un golpe terrible: la noticia de que Stalin había pactado con Hitler. Cuando se enteró, perdió casi por completo la fe en sus semejantes. Hizo trizas el carnet del partido, al que pertenecía desde que tenía veinticuatro años. Con todo, aún le quedaba un rescoldo de ánimo que le permitió acabar The Fields of Paradise. Eso fue en el 40; después siguió un silencio de diez años. En el encuentro de Broadway me dijo que Un delfín en el bosque era su adiós definitivo a la escritura. Y eso que aún le faltaba el tiro de gracia: la época del macarthismo. Y ahí se acaba la historia pública de Ralph Bates. Su rastro se pierde a principio de los cincuenta.
No puede ser.
Pero es. Punto final. Se desencantó del mundo, de la política, de los seres humanos, de la literatura y desapareció del mapa. Es la pura verdad. De lo contrario, puedes estar seguro de que habríamos oído hablar de él.
Pero ¿y antes del desencanto? ¿Cómo era el Ralph Bates de antes de la caída? Has empezado por el final.
Me temo que es una historia demasiado larga.
Cuéntame sólo los detalles esenciales, aunque sea por encima.
¿Ahora?
Ahora.
Demonios, Ackerman, eres imposible.
Recuerda que soy escritor y, cuando se trata de una buena historia, no puedo soportar que me dejen sobre ascuas. Que no sepamos el final, sea, no podemos hacer nada al respecto. Pero falta la primera mitad, y ésa sí que te la sabes.
Abe Lewis no pudo evitar reírse.
Está bien, está bien; tú ganas. Tomó aliento. Vamos a ver: Vida, obra y milagros de Ralph Bates, escritor, idealista impenitente y… perdedor. En fin, trataré de ser sucinto. Bates nació… Abe hizo un cálculo mental. Debió de ser en 1899. Lo que no consigo recordar es dónde. En un pueblo a unas 100 millas de Londres. Su bisabuelo era capitán y propietario de un tramp steamer, un vapor volante con el que se dedicaba a hacer transacciones comerciales por todo el Mediterráneo, sobre todo en puertos españoles. Para entender bien la fascinación de Bates por el país que te vio nacer es preciso remontarse a los buenos tiempos del vapor volante que estaba bajo el mando de su antepasado. Me explico: resulta que Bates, capitán de la marina mercante y bisabuelo de Ralph, murió durante una escala que efectuó su buque en Cádiz, y lo enterraron en el cementerio local. Desde que le contaron la historia siendo niño, Ralph acarició el sueño de visitar algún día la lejana tumba de su antepasado. Las empresas financieras del bisabuelo se fueron a pique con él, de modo que cuando le tocó ganarse el pan, Bates hizo honor a la tradición familiar y entró como aprendiz en la fábrica del Great Western Railway, que se dedicaba a la manufactura de vagones y locomotoras. Se sentía particularmente orgulloso de haber formado parte del equipo que restauró en su día la legendaria Dama de Lyon, una de las locomotoras diseñadas por el célebre ingeniero George Jackson Churchward. A los diecisiete años se alistó como voluntario en el ejército de Su Majestad Británica y durante la primera guerra mundial sirvió como cabo de lanceros en el Royal West Surrey Regiment. Sus superiores le asignaron la tarea de instruir a los combatientes en el uso de máscaras antigás. Acabada la guerra regresó a su lugar natal, a trabajar en la fábrica de locomotoras, pero era un culo inquieto, y con veinte años recién cumplidos se largó a París, donde entre otras cosas trabajó de barrendero. Poco después lo encontramos enrolado en un barco que iba rumbo a España. Por fin podría satisfacer el anhelo infantil de visitar la tumba de su bisabuelo. En Cádiz puso fin a sus andanzas como marinero, dando comienzo a un periplo por toda la geografía española, muchas veces a pie. Desempeñó toda suerte de oficios, entre ellos electricista y hojalatero, alcanzando particular éxito como afinador de órganos de iglesia, destreza que había adquirido siendo adolescente, cuando tocaba el órgano de su parroquia. Aprendió castellano y catalán. En fin, que era un tipo infatigable, una fuerza desatada de la naturaleza. Le bastaba con dormir tres o cuatro horas al día, y durante el tiempo restante desplegaba una actividad portentosa. Los españoles le pusieron de mote el Fantástico. Cuando estalló la guerra civil, Bates se encontraba acampado en los Pirineos, y lo primero que hizo nada más enterarse fue organizar partidas de montañeros. Durante la contienda alcanzó el rango de comisario, equivalente al de coronel, y desempeñó un papel muy activo ayudando a organizar las Brigadas Internacionales. Como bien dijiste tú, el gobierno de la República lo envió a los Estados Unidos con el encargo de que efectuara una gira, denunciando lo que estaba pasando en España y buscando promover la solidaridad con el gobierno de la República. Además de cumplir el encargo con el celo y la eficacia que le caracterizaban, tuvo tiempo de enamorarse y de casarse. Conoció a quien sería su esposa, Eve Salzman, en un hotel de Nueva York, después de un mitin, quién sabe si pudo ser el mismo al que acudiste tú con Ben. Y eso es, en apretadísimo resumen, algo de lo que viene a contar en The Dolphin in the Wood. ¿Qué? ¿Satisfecha tu curiosidad?
Había dejado de nevar y estaba empezado a oscurecer. Los salones del Lion D’Or seguían abarrotados, aunque algunos grupos de contertulios eran diferentes de los que había cuando llegamos nosotros.
Antes de cambiar de historia, cambiemos también de escenario, dijo Lewis. Te propongo continuar la conversación en un lugar un tanto curioso, ya verás por qué. Seguramente no sabrás quién es Chicote.
No.
Pues no te pierdes nada. Un personajillo de poca monta, afecto al régimen. No hay tiempo para hilvanar todas las historias que nos salen al paso. Baste decir que, diferencias ideológicas aparte, casi todo el mundo está de acuerdo en que en su bar se sirven los mejores cócteles de Madrid. Queda en la Gran Vía, a dos pasos del Hotel Florida, adonde quisiera que fuéramos después. Claro que si no te parece bien, vamos a otro sitio.
La verdad, me da un poco igual.
En ese caso, si aceptas la sugerencia, lo que pega es echarse al coleto un carajillo. No sé cómo no se me ha ocurrido antes. ¿Sabes lo que es?
La calle estaba prácticamente desierta. Cruzábamos la glorieta de Cibeles desde el lado opuesto a cuando acudí al encuentro con Abe Lewis, sólo que ahora se cernía sobre nosotros la oscuridad. No nevaba, el aire estaba limpio y soplaba un viento que cortaba la piel. Justo en el momento en que atravesamos Recoletos se encendieron las luces que iluminaban las fachadas de los edificios que rodeaban la plaza. Pensé que aquella misma mañana, cuando pasé por allí en taxi, había presenciado el ritual contrario, cuando se apagaron los faroles de la calle. Mi paso por el corazón de Madrid marcaba, pues, con toda exactitud, los límites de un ciclo, el tiempo que había durado la luz diurna. Iluminada artificialmente, la ciudad me pareció si cabe más hermosa, aunque de otro modo. La ancha avenida por la que íbamos subiendo se bifurcaba en dos arterias que partían de la base de un edificio rematado por la figura de un dios alado, dos ríos de luz que se perdían en la distancia. Por el cielo viajaban velozmente rachas de nubes. A lo lejos, reverberaba espasmódicamente el fulgor de algún relámpago rezagado. Caminábamos despacio, sin apenas cruzar palabra, dejándonos empapar por el misterio que impregnaba el aire de la ciudad.
En Chicote, el camarero trajo dos vasos humeantes en una bandeja y los depositó encima de la mesa, no sin advertirnos que no tocáramos el cristal.
A no ser que por algún motivo les apetezca quemarse, añadió.
Busqué en su mirada un atisbo de burla, sin encontrarlo. El camarero dejó junto a los vasos una segunda bandejita, de alpaca, con la cuenta.
Ben se embarcó con uno de los primeros contingentes de brigadistas que zarparon de Nueva York en el treinta y siete, seguí diciendo. De Albacete lo enviaron al frente de Guadalajara y resultó herido en una de las primeras confrontaciones. Recibió tratamiento en un hospital madrileño, donde se hizo amigo de un médico americano, un tal Bernard Maxwell. Durante el período de convalecencia conoció a una compatriota que estaba pasando unos días en Madrid, Lucía Hollander. Lucía sabía catalán, además de castellano, motivo por el que la destinaron a Barcelona, donde trabajaba para los servicios de inteligencia de las Brigadas. Conoció a mi padre en una fiesta que dio en su casa un tal Mirko Stauer, un aristócrata montenegrino que militaba en el partido. Ben y Lucía se enamoraron nada más conocerse y contrajeron matrimonio en plena guerra.
De la misma manera que la palabra padre sólo puedo asociarla con la figura de Ben Ackerman, para mí no ha existido más figura materna que la de Lucía Hollander. Y sin embargo, desde que mi padre me habló por primera vez de Teresa Quintana y me enseñó su foto, cuando yo tenía 14 años, no ha habido un sólo día que no haya pensado en ella. Al principio, cuando mi imaginación regresaba constantemente a la miliciana de la foto, sentía el martilleo de mil preguntas en la cabeza: ¿Qué carácter tendría? ¿Cómo sería su voz? ¿Quedaría con vida alguien de su familia? ¿Cómo habría sido su existencia en aquel pueblo de Valladolid, del que Ben ni siquiera recordaba el nombre? ¿Y cómo sería el chico que aparecía a su lado? Por las noches, antes de dormirme, repetía su nombre en voz alta una y otra vez, como si así pudiera conjurar su aparición, o provocar algún recuerdo. Tan imposible era una cosa como otra. De algún modo, mi angustia lograba abrirse paso hasta Lucía, que aparecía en mi habitación y se sentaba al borde de la cama, tratando de consolarme. Pero era Ben el que la había tratado en vida, y era a él a quien le insistía, cuando estábamos a solas en su estudio, en que me volviera a contar la historia de cómo se habían conocido. Mil veces le pedí que me la repitiera, y él siempre accedía, aunque no hubiera mucho que añadir a lo que me dijo la primera vez. A la hora de hacer balance, Abe, es poco lo que sé de ella y se resume en pocas palabras.
Ben y Teresa se conocieron en Madrid. Lucía, como te he dicho, estaba en Barcelona; todavía no se habían casado, y la comunicación entre ellos se reducía a las llamadas telefónicas que de cuando en cuando le resultaba posible hacer a ella desde el trabajo, con un poco de suerte una vez a la semana. A pesar de la guerra, en Madrid la vida cotidiana discurría con enorme vitalidad. Siempre le he oído decir a Ben que Madrid es la ciudad más divertida del mundo. Se alojaba en una pensión cerca de Cuatro Caminos. Una mañana que estaba tomando café en el Aurora Roja vio entrar a una chica que le llamó la atención por su palidez y por la mezcla de tristeza y determinación que le pareció detectar en su mirada. La chica se sentó unas mesas más allá de donde estaba él y pidió un tazón de leche y unas magdalenas. Ben es así: unas veces no se da cuenta de lo obvio, y otras se fija en los detalles más nimios. Eso fue todo. Al cabo de un rato, la chica se fue, pero por algún motivo, su imagen se le quedó grabada. Eso es algo que nos pasa a todos alguna vez y, cuando ocurre, siempre tendemos a pensar, sobre todo cuando se trata de alguien que nos atrae de una manera especial, no necesariamente sexual, que jamás volveremos a ver a esa persona. Algo así debió de pensar Ben, por eso se quedó de una pieza cuando ese mismo día, unas horas más tarde, la volvió a ver en la sede del cuartel general de las Brigadas Internacionales. La chica estaba hablando con alguien que tenía un fuerte acento británico. Se la veía muy nerviosa y el brigadista trataba de calmarla. Los ojos negros de la chica se posaron un momento en Ben, sin llegar a verlo. Aunque estaba algo alejado, captó en parte su conversación. El inglés le decía a la miliciana que la unidad donde militaba su compañero había caído en su totalidad en la ermita de Santa Quiteria, y que no se tenía noticia de que hubiera supervivientes. De eso sabes tú más que yo.
Ben vio que la muchacha se alejaba del inglés, aturdida, y salía sola a la calle. Sintió el impulso de ir detrás de ella, pero no se atrevió a hacerlo. Esta vez tenía la sensación contraria a la que había experimentado en el café: estaba seguro de que volvería a verla.
Lo que había entendido de la conversación le había dejado intrigado y cuando unas noches después Lucía lo llamó por teléfono a la pensión, Ben le habló de la miliciana de los ojos negros. Le preguntó si había oído hablar del Escuadrón de la Muerte, y Lucía le dijo que era una unidad de anarquistas italianos. Le prometió que haría averiguaciones entre sus compañeros del Servicio de Inteligencia, y que le contaría el resultado de sus pesquisas la siguiente vez que tuviera ocasión de llamarlo por teléfono. Cuando lo hizo le confirmó todo lo que él había oído de refilón: que la expedición había sido una catástrofe, que los componentes del escuadrón habían caído como moscas, exterminados en una ermita de las montañas de Huesca, que no se tenía constancia de que hubiera supervivientes.
La premonición de Ben resultó cierta. Días después, volvió a ver a la chica en el Aurora Roja. En esta ocasión, nada más entrar, Ben se dio cuenta de que estaba embarazada. Su estado era tan evidente que no entendió cómo no se había percatado las otras veces. Teresa pidió un café con leche y se sentó. De vez en cuando miraba con impaciencia hacia el reloj de la pared, como si estuviera esperando a alguien que se retrasaba. Al cabo de un rato llegó el mismo italiano que había estado con ella unos días antes. Esta vez, Ben no tuvo que esforzarse para oír la conversación. El recién llegado era un tanto amanerado, seguramente homosexual; al menos ésa es la impresión que le dio a mi padre. La chica se dirigió a él varias veces por su nombre: Alberto. Cogiéndola de la mano, el tal Alberto le dijo que lo sentía en el alma, pero que seguía sin poder darle noticias. La catástrofe del Batallón Malatesta había despertado iras y polémicas en círculos republicanos. Conforme a sus fuentes de información, dos cosas parecían claras: uno, lo ocurrido sólo se podía explicar porque se había cometido algún tipo de traición; y dos, además se sospechaba que había supervivientes. En la conversación surgió reiteradamente un nombre: Umberto. Así se llamaría, pues, el compañero de la miliciana, aunque el italiano no mencionó en ningún momento su apellido. Haciendo grandes aspavientos, el tal Alberto le decía que no se sabía nada de él, e insistía en que lo mejor era no hacer conjeturas y esperar a tener noticias fehacientes. En cuanto a él mismo, le acababan de comunicar el traslado a la unidad de Luigi Longo. Al oír la noticia, la chica se echó a llorar. El italiano trató de calmarla como pudo y, en buena medida lo consiguió. Al cabo de más de media hora, por fin se despidió. Quedaron en volver a verse sin falta al día siguiente. Cuando vio que se quedaba sola, Ben se acercó a su mesa y le pidió permiso para sentarse. Ella lo miró con aire desolado y no rechazó su compañía, seguramente porque aparte de que se sentía desvalida, Ben iba vestido con uniforme de brigadista y, además, tenía acento extranjero.
Siempre que llega a esta parte de la historia, Ben se ríe.
Lo primero que le preguntó fue si era italiano.
Americano, dijo Ben, dándole un sorbo al café que había traído de la otra mesa. ¿Y tú cómo te llamas?
Teresa.
¿Cuántos años tienes?
Diecinueve.
¿Eres de Madrid?
No, soy de un pueblo de Valladolid.
En el dedo anular derecho, Ben lucía una gruesa alianza de oro.
¿Estás casado? dijo ella.
Prometido, contestó él, siguiendo la dirección de su mirada.
¿Y tu novia es española?
No, americana, como yo.
¿Cómo se llama?
Lucía.
¿Y tú?
Ben. Benjamín en español. ¿Y tú, estás casada?
No, dijo Teresa, sonriendo. Pero voy a tener un hijo. Mi compañero se llama Umberto. Es italiano.
¿Del Escuadrón de la Muerte?
La chica dio un respingo. Ben percibió un destello de pánico en su mirada.
¿Cómo puedes saber una cosa así? ¿No serás ningún espía?
No, no, dijo él, divertido. Es que ayer estaba en el cuartel general cuando le pedías información al oficial inglés. También te he oído hablar con tu amigo italiano hace un momento. Sé por lo que estás pasando, y por eso te he preguntado si me podía sentar contigo. Me gustaría ayudarte.
¿Y por qué? No me conoces de nada. ¿Y cómo crees que me puedes ayudar?
Lucía, mi prometida, sí que es espía. Pero de los nuestros. Lo digo en tono de broma, pero es verdad. Trabaja para los servicios de inteligencia, en Barcelona. Allí tendrán algo más de información.
Teresa bajó la mirada. Estaba a punto de llorar, pero en seguida se repuso.
Pero si no se sabe nada. Mi amigo Alberto Fermi, el italiano que se acaba de ir, dice que el escuadrón ha sido exterminado. Según él, no se descarta la hipótesis de que haya habido traición. Eso me ha dicho.
Yo también he oído algo así, pero las noticias son confusas y sería precipitado llegar a ninguna conclusión. Según otros, parece que hay supervivientes y que no todos ellos han caído prisioneros; de modo que no es imposible que tu Umberto haya escapado con vida. No lo digo por consolarte, créeme.
No hace falta que te esfuerces en tratar de convencerme. Yo sé que está vivo, dijo Teresa.
Ben la miró un tanto extrañado:
Es posible.
No es que sea posible, es que lo sé.
¿Por qué estás tan segura?
No te lo puedo explicar, simplemente lo sé.
Entonces tienes motivo para estar contenta.
Hay algo más, Benjamín, algo extraño.
¿Algo extraño? ¿Qué quieres decir?
No tengo ni idea, es un presentimiento.
Se había puesto muy pálida.
¿Te encuentras bien?
Estoy mareada y me siento muy débil.
¿Dónde vives?
En una pensión de la calle Luchana.
¿Quieres que te acompañe?
No; lo último que quiero hacer es ir allí. Ya iré por la noche, cuando no me quede otro remedio. No te preocupes. Ya se me pasará. Prefiero estar callejeando.
Pero ¿por qué? En tu estado lo que te conviene es descansar.
No me entiendes. Es que allí no estoy bien. Me siento rechazada; no me pueden ver porque estoy sin blanca. Ni se sabe cuántos días debo. Sólo me aguantan porque el dueño es del partido y porque estoy embarazada, pero su mujer se dedica a hacerme la vida imposible. Me ha hecho cambiarme a un cuarto sin ventanas, donde apenas cabe algo más que el catre, a cambio de lo cual tengo que ayudar a cocinar y a hacer la limpieza. Aunque no haya nada que hacer, se lo inventa. Lo hace para jorobarme. No soporta verme por allí.
Ben se ofreció a pagarle un cuarto en su pensión, pero ella se negó tajantemente. Claro que lo que es a testarudo, a mi padre no le ganaba nadie. Le costó mucho convencerla, pero al final lo consiguió. La acompañó a recoger las pocas cosas que tenía y la instaló en una habitación contigua a la suya. Viéndola tan débil y en tan avanzado estado de gestación, al cabo de unos días la llevó a que la viera un médico amigo suyo. Cuando la examinó le diagnosticó una anemia bastante avanzada, y le prescribió reposo absoluto y una nutrición más adecuada.
En días sucesivos, Ben estuvo todo el tiempo pendiente de Teresa, ocupándose de ella como si fuera su hermana pequeña. Hablaban, leían, salían de paseo, iban al cine. Lo preocupante era que a medida que se acercaba el parto, mi madre tenía un aspecto cada vez más desmejorado. Uno de los primeros días le preguntó cómo pensaba llamar a su hijo, y ella contestó, sin pensárselo dos veces: Gal.
¿Y si es niña?
Es niño, contestó, totalmente convencida.
¿Cómo lo sabes?
Y dale, hay cosas que no se pueden explicar. Lo sé y basta.
Los rumores no tardaron en confirmarse. El Escuadrón de la Muerte había sucumbido y se desconocía si había habido prisioneros o fugitivos, aunque se sospechaba de las dos cosas. Como operación militar había sido una acción tan desastrosa que se había abierto una investigación a fin de exigir responsabilidades. No obstante sus esfuerzos, a Lucía le había resultado imposible recabar ninguna noticia fidedigna respecto a Umberto Pietri.
Entonces Ben le preguntó de dónde había sacado un nombre así.
A ti lo mismo te parece una bobada, pero para mí es importante, replicó Teresa, y se rió. Un segundo después se puso muy seria y le refirió la historia de mi nombre.
Poco después de mi llegada a Madrid, acudí al sepelio de un brigadista de alta graduación. Presidía la ceremonia el jefe de su unidad, el general polaco Josef Galicz, alias Gal. Sería un gran guerrero, pero aquel día, en el entierro de su camarada, le vi llorar.
Alguien había depositado un ramo de claveles rojos en la tumba. El general Galicz estuvo mucho rato en silencio, pensativo, de espaldas a los asistentes. Por fin, se agachó a tocar la tierra, cogió uno de los claveles y se dio la vuelta. Yo me encontraba justo detrás de él. Nuestras miradas se cruzaron un instante. Fue entonces cuando comprendí por qué había tardado tanto en volverse: había estado llorando. Todavía tenía lágrimas en los ojos, pero no se molestó en enjugarlas. Sostuvo mi mirada unos instantes y, dándome el clavel que llevaba en la mano, echó a andar, con la frente alta. Me fijé que en la guerrera llevaba una tira de tela con el nombre GAL cosido en hilo negro.
A Ben le vinieron a la cabeza las historias que se contaban acerca de la crueldad del general polaco. Tardó un poco en decidirse a preguntar:
¿Pero tú sabes cómo es él en realidad?
Teresa dijo que no y Ben le contó que el general Galicz tenía fama de sanguinario.
Aunque puede que no sean más que habladurías. Ya sabes cómo son estas cosas.
Ni lo sé ni me interesa. No lo había visto nunca antes ni lo he vuelto a ver después. Con lo que vi aquel día me llega y me sobra.
Cuando rompió aguas estaba embarazada de ocho meses. La llevaron al Hospital de Maudes, en Cuatro Caminos. El parto fue largo y complicado. Ben estaba dormido en un sofá de la sala de espera cuando lo despertó una comadrona con cara de circunstancias. A su lado estaba el médico que la había atendido. Por la manera en que se dirigió a él, Ben se dio cuenta de que lo tomaba por el esposo de Teresa.
Algunas veces, le dijo el médico, se da la opción de elegir entre la vida de la madre y la del recién nacido, pero en este caso no ha sido así.
Nervioso, Ben le pidió que le explicara con toda exactitud la situación.
Es niño y está bien, pero la madre ha muerto, dijo el médico, sin andarse con rodeos. Créame que lo siento.
En aquellos días de mortandad constante, la pérdida de una vida no era una cuestión que revistiera excesiva importancia. Ben se hizo una rápida composición de lugar. Sabía que nadie acudiría a reclamar el cuerpo. Teresa se había escapado por su cuenta para unirse a las milicias, y cuando Ben le preguntaba por sus familiares, siempre se mostraba evasiva. Se le pasó por la cabeza la idea de ponerse en contacto con su mejor amigo, Alberto Fermi, el italiano del Aurora Roja, a quien habían trasladado a la Brigada de Longo, y de hecho le envió una carta que jamás supo si le llegó, pero ¿qué podía esperar de él? La suerte del recién nacido estaba en sus manos. No necesitaba consultar nada con Lucía; lo que hizo es lo que ella habría esperado de él. Dadas las circunstancias, sólo había una manera de actuar. Declaró que Teresa era su compañera y que el niño a quien había dado a luz era hijo suyo.
Le hicieron pasar a un despacho donde había un funcionario de la UGT. Ben le entregó sus papeles y los de Teresa. Cuando le dijo que no estaban casados, el tipo lo miró con aire de complicidad y dijo, sonriendo torvamente:
No habiendo vínculo matrimonial, no estás obligado a reconocer al niño, compañero. Tú verás.
No vengo a declarar sólo un nacimiento. La madre ha muerto contestó. ¿Qué quiere que haga, que deje al niño aquí y me largue?
El tipo se echó hacia atrás y se atusó el bigote.
Tienes acento extranjero. ¿De dónde eres, eres inglés?
De la puta madre que te parió, le dijo Ben, ¿te parece suficientemente bueno mi español?
El funcionario le pidió perdón, le hizo firmar en varios libros de registro y le dio sendas copias de los certificados de defunción y nacimiento. Los restos de Teresa Quintana fueron trasladados al cementerio de Fuencarral, al día siguiente. En la pensión estaba su maleta. Ben examinó su contenido y se quedó con apenas un par de recuerdos, muy poca cosa.
Para Benjamín Ackerman la verdad era una religión, y en todo momento tuvo claro que no tenía derecho a ocultársela al hijo de Teresa Quintana. Lo que nunca me dijo es qué motivo le llevó a tomar la decisión de contarme la historia de mis orígenes precisamente el día que cumplía catorce años. Estábamos en el Archivo, y nos acompañaba Lucía. Como puedes suponer, yo no estaba preparado para lo que me esperaba. Quizá no haya manera de preparar a nadie para oír una revelación así. No recuerdo qué palabras empleó, tan sólo el efecto que causaron en mí.
Sufrí una conmoción indescriptible. El mundo se tambaleó y se hizo incomprensible. Sentí como si alguien hubiera cortado las amarras que me mantenían atado a la realidad, y que empezaba a flotar en el espacio. Mi vínculo con ellos cobró un significado aún mayor cuando averigüé la razón por la que no habían tenido otros hijos: Lucía era estéril. Se lo dijo a mi padre cuando éste le propuso matrimonio, y aunque a Ben le encantaban los niños, no quiso renunciar a ella. Naturalmente, los límites de mi vida trascendían lo que ocurría en la casa. Mi mundo era Brooklyn y sus calles. Alguna vez, al rellenar los papeles del colegio, consignaba con extrañeza el dato de que había nacido en España. Bueno, aquello no era tan raro, a fin de cuentas. En clase había compañeros de todas partes, de estados muy lejanos, incluso de otros países, hijos de inmigrantes italianos, irlandeses, polacos. No creas, Abe, en realidad no me puedo quejar de nada, sería injusto. Ben y Lucía me dieron todo el afecto del que eran capaces; se esmeraron en que tuviera una educación digna. Cuando terminé la escuela secundaria, me matriculé en el Brooklyn College. Al menos en el recuerdo, fueron unos años felices. Y al contarte esto, vaya uno a saber por qué, se abre paso en mi memoria la figura de mi abuelo. No estaba en el Archivo aquella tarde, ni lo que te estoy contando en este momento tiene nada que ver con él. Pero por alguna razón que se me escapa, relaciono, no ahora, sino desde siempre, aquella tarde en el Archivo con algo que ocurrió mucho después, cuando terminé la universidad. Quizá la relación estribe en que entonces comprendí que tenía que enfrentarme solo al mundo. La verdad es que no tenía ni la más remota idea de lo que quería hacer con mi vida, pero el día de la ceremonia de graduación, cuando mi abuelo me preguntó si sabía qué quería hacer el resto de mi vida, le contesté resueltamente que quería ser escritor. No sé qué demonios me impulsó a darle aquella respuesta. Lo hice sin pensarlo, pero cuando aquella misma noche lo medité a fondo, me di cuenta de que le había dicho la verdad.
Volviendo al hilo de mi historia. No sé adónde me llevaron mis sentimientos. En algún momento volví a ser consciente de la voz de Ben, pero la oía como si me llegara desde muy lejos. Y de pronto entendí lo que estaba tratando de decirme: quería mostrarme una foto de mis padres. La había guardado durante todos aquellos años y por fin había llegado el día de enseñármela. Dudé antes de decirle que me daba miedo verla. No quería que se abriera ante mí aquel abismo, pero Ben insistió en que tenía que hacerlo. Son tus padres, dijo. Lucía me cogió con fuerza de la mano. La verdad existe, independientemente de que tú quieras aceptarla o no. De nada sirve negarse a reconocerla. Por fin acepté, entre asustado y curioso. Tenía ganas de llorar, pero no podía. Al cabo de una eternidad me decidí a alargar la mano.
En la foto se ve a una pareja. Los dos son muy jóvenes. Ella tiene diecinueve años, le oigo decir a Ben. El algo más, tal vez veinte, veintiuno como mucho. Contemplo la imagen desde una distancia infinita. Me parecen los dos muy atractivos y llenos de vida. Él está vestido de miliciano, muy sonriente, y ella lo tiene cogido del brazo. Es un chico muy delgado, moreno, de rostro afilado y nariz recta, bastante apuesto. Tal vez sea mi imaginación, pero se les ve muy enamorados, sobre todo a ella. Está visiblemente embarazada. De mí. Tiene los ojos grandes, muy negros, algo tristes, y una de las manos apoyada en el vientre. Él tiene un pie encima del poyete de una fuente de piedra en la que se puede leer: República Española, 1934.
No son mis padres, eso fue lo que dije, mirando a Ben y a Lucía. Mis padres sois vosotros. Me sentí muy tranquilo después de decir aquello y se me quitaron las ganas de llorar. Seguramente ellos estaban pasándolo peor que yo. Le devolví la foto a Ben, porque no sabía qué hacer con ella. Era evidente que me la había dado para que me la quedara, pero no se atrevía a decirlo. Por fin afirmó:
Es tuya. Llevo años esperando el momento de dártela. Te ruego que la aceptes.
Me resultaba sencillamente imposible. Me daba miedo tocar la fotografía. Me quedé como estaba, sin decir palabra.
Está bien, como quieras, dijo Ben. Para él también era un trago muy amargo. La volveré a dejar en el Archivo, en depósito, como hasta ahora. Su sentido del deber le hizo añadir: Con foto o sin ella, tu madre es Teresa Quintana, eso no lo puede cambiar nadie. Apoyó la yema del índice en la superficie de papel mate. Por encima de la forma semiovalada de la uña se destacaba el rostro aniñado de la miliciana. Ben desplazó levemente el dedo hacia la derecha y por un momento creí que iba a añadir: Y tu padre, Umberto Pietri, pero no dijo nada. Volví a sentir vivos deseos de llorar, pero seguía siendo incapaz de hacerlo. Tenía la garganta muy seca y me raspaba como si la tuviera taponada con arena.
En el fondo del vaso quedaba un resto de carajillo. Lo fui a apurar, pero estaba frío. Abe Lewis cogió la cajetilla de tabaco de la mesa, me ofreció un Lucky Strike y eligió otro para sí. Tras prender los dos cigarrillos con cierta parsimonia, le dio al suyo una calada tan honda que su cabeza desapareció un momento, arropada por el humo.
Lo cierto es que les había hecho repetir tantas veces la historia de Teresa Quintana a Ben y a Lucía que se me quedó grabada a fuego en la memoria, pero de tu Umberto Pietri, Abe, nunca supe apenas nada, ni siquiera logré retener el nombre. Lo único que sabía era que se había esfumado con el grueso del Escuadrón de la Muerte. Eso era todo: su rastro se borraba en Santa Quiteria. No es que me importara mucho, simplemente di por hecho que estaría muerto.