Clark Investigation & Security Services, Ltd.
34-10, 56 Woodride, Manhattan. Tel. (212) 514-8741
CASO # 233-NH (CLAVE DE CLASIFICACIÓN 08-1)
FECHA DE CONTRATACIÓN: 25 de octubre de 1973
NOMBRE DEL CLIENTE: Gal Ackerman
Informe preparado por el agente especial Robert C. Carberry, Jr.
SUJETO OBSERVADO: Nadia Orlov. Edad: 23 años. Nacida en Laryat, Siberia, el 17 de mayo de 1950. Hija de Mikhail y Olga, físicos nucleares. El matrimonio Orlov solicitó y obtuvo asilo político en los Estados Unidos en 1957. Profesores asociados del Instituto de Tecnología de Massachusetts. Mikhail Orlov falleció de cáncer de páncreas en 1965; su viuda sigue ejerciendo la docencia y ocupando el domicilio familiar de Boston. Un hijo, hermano de la investigada: Alexander Orlov, alias Sasha, ingeniero industrial, de 26 años de edad, asimismo residente en Boston. Después de graduarse en Smith College, Nadia Orlov fue admitida en la Juilliard School of Music de Manhattan, donde cursa estudios de tercer año. Domicilio actual: 16-62 Ocean Avenue # 30-N, Brighton Beach, Brooklyn. Comparte piso con Zadie Stewart, subdirectora ejecutiva de promoción publicitaria de Leichliter Associates.
DATOS ADICIONALES: La sujeto observada trabaja tres días a la semana (lunes, martes y jueves) en los archivos de música de la Biblioteca Pública sita en el Lincoln Center, de 3 a 6 de la tarde (de 5 a 8 los martes). Los sábados y domingos trabaja de camarera en el New Bedford Bistro, en el número 164 de la Avenida N, en Brooklyn. Carece de antecedentes policiales. Durante los días de observación no se hallaron indicios de que mantenga ninguna relación sentimental. Actividades del fin de semana: llegó al restaurante a las cinco de la tarde y se fue pasada la medianoche. Regresó a Brighton Beach en taxi. Nada relevante en su rutina: compras, una visita a la oficina de correos local; un concierto en el Carnegie Hall, el sábado por la tarde; un paseo por Coney Island, el domingo por la mañana, sola. Su compañera de piso, Zadie Stewart, no apareció por el apartamento en todo el fin de semana…
Buenos días, Ackerman. Carberry entra en su despacho y cierra la puerta. Disculpe que le haya hecho esperar. Bueno, al menos así le ha dado tiempo a echar un vistazo al informe.
Hago ademán de levantarme, pero Carberry me pide que no me mueva y a continuación me da la mano. Lleva el cigarrillo de plástico en la boca, lo que le impide vocalizar con claridad.
No se lo tome a mal, dice, acodado en el escritorio, pero probablemente éste sea el caso más anodino que he tenido entre manos en todo lo que va de año. Ya se lo había advertido, pero en fin, cada uno hace lo que le da la gana con su dinero. La única circunstancia levemente atípica es la edad de la observada. Es un tipo de encargo que se da con mayor frecuencia en matrimonios de cierta edad, cuando uno de los cónyuges, de puro aburrimiento, tiene celos infundados. Es una manera de tirar el dinero como otra cualquiera, ya le digo, aunque por lo general funciona: cuando los clientes leen el informe se suelen quedar tranquilos, cosa que no siempre sucede cuando optan por ir al psiquiatra. En fin, como ha podido comprobar, no hay nada oculto en la vida de esa chica.
Guardo el escueto informe preparado por Carberry en un sobre de color gris.
También saqué unas cuantas fotos, sigue diciendo, dejando de mordisquear la boquilla mentolada. Por entretenerme, más que nada. Desde el punto de vista profesional, son completamente irrelevantes, aunque si me puedo permitir un comentario frívolo, no se puede negar que la observada es una mujer atractiva.
Me pasa otro sobre, del mismo color que el primero. En ese momento suena el interfono. Carberry pulsa un botón. Se escucha una voz femenina, levemente distorsionada.
Gracias, Tracy. Ponlo en espera por la línea dos, por favor. Disculpe, pero tengo que coger esta llamada. En fin, caso cerrado. Le deseo suerte, Ackerman, me alegro de haberle podido ser de alguna utilidad. Ha sido un placer.
El agente especial Robert C. Carberry, Jr. se pone de pie y me da la mano.
Igualmente, acierto a decir, pero desde el momento en que el detective coge el auricular del teléfono he dejado de existir para él. Antes de asir el pomo de bronce leo en el cristal de la puerta:
NOITAGITSEVNI KRALC
SECIVRES YTIRUCES DNA
Al cerrar, el nombre de la agencia, escrito en letras doradas, recupera su sentido natural. La recepcionista que me atendió el primer día deja de escribir a máquina y se acerca al mostrador, sonriendo. En la pechera de la blusa lleva una etiqueta de plástico con su nombre, Tracy Morris. Le doy un cheque debidamente cumplimentado y firmado. Lo estudia unos instantes, antes de entregarme un recibo y me acompaña hasta la puerta.
Gracias por recurrir a nuestros servicios, señor Ackerman. Que tenga usted un buen día.
No hay nadie en el rellano. Mientras espero el ascensor, examino el exterior de los sobres. Uno lleva el logo de CLARK, junto a la lupa y la mancha que no se sabe si es un insecto o un manojo de vello púbico. El otro, más rígido al tacto, sin ningún distintivo, es el de las fotos. En los dos aparece una pegatina blanca con el nombre de Robert C. Carberry, Jr. mecanografiado. Cuando escribí su semblanza en el cuaderno, lo llamé Sapo. Así, con mayúscula, como si fuera el apodo de un boxeador: el Sapo. Lo siento, Carberry, pienso, mientras saco las fotos del sobre, intenté buscarte otro mote, pero mucho me temo que naciste con él puesto.
El sol de la mañana cae plácidamente sobre Manhattan Sur. Las calles están llenas de vida; la gente lleva ropa ligera y busca estar al aire libre. Me gustaría volver a casa andando, pero tengo que terminar un trabajo para McGraw-Hill, así que decido coger el autobús. Pienso en Marc, tengo verdadera necesidad de hablar con él, de contarle con pelos y señales los detalles del informe, de mostrarle las fotos de Carberry, para que vea cómo es Nadia. Nadia. Vuelvo a pasar el juego de fotos, estudiándolas con detenimiento, una por una. Son ampliaciones de gran tamaño, en blanco y negro, que se arquean levemente cuando las despliego. Como imágenes dejan bastante que desear, aunque son mejores que la polaroid, desde luego. En realidad sólo hay una que tiene fuerza. Cuando termino de examinar la serie, vuelvo a ella. Carberry sorprendió a Nadia justo en el momento en que salía de la biblioteca del Lincoln Center. El brazo izquierdo está movido, en la mano lleva un objeto que no logro identificar inmediatamente, pero al fijarme bien veo que son unas gafas de sol. Las esgrime como si fueran un revólver. Ocurre a veces, incluso con fotos de mala calidad. De manera fortuita, la cámara capta un instante lleno de misterio y lo congela en el tiempo. Nadia mira a la cámara con una fijeza que tiene algo de inquietante. Me viene a la cabeza la imagen de un cervatillo que de pronto detecta la presencia de un cazador en medio del silencio. Los músculos en tensión, pero aún perfectamente quieto, un animal suspendido de un vértice del tiempo, apenas unas décimas de segundo antes de emprender la huida. También Nadia acaba de detectar un peligro inconcreto. Me detengo en el dibujo de los labios, en la mirada, de una profundidad que me desasosiega. Se puede percibir su agitación, el momento en que la sorpresa se transforma en ira. Mi reacción instintiva es protegerla, pero no necesita protección, hay un aura de fortaleza alrededor de ella. Su expresión me resulta familiar: es la misma que sorprendí justo antes de que me arrojara la bolsa de viaje a la cara, en Port Authority. Estoy tan absorto estudiando los detalles de la instantánea que no veo llegar el autobús. Cuando se detiene junto a mí, el chirrido del freno hidráulico me hacer dar un respingo. Aunque he llegado el primero, me hago a un lado y espero a que termine de subir la gente que hace cola. Guardo las fotos y subo, inquieto porque no sé bien qué paso me conviene dar ahora que estoy al tanto de las circunstancias de la rutina de Nadia Orlov. Dejo caer un puñado de monedas en la bandejita de acero, mientras oigo el ruido sordo que hace el reborde de goma negra al cerrarse la puerta neumática tras de mí, dejando el mundo fuera.
Después del sol radiante de la calle, mi casa me parece un agujero negro, pero no enciendo la luz. Prefiero esperar a que mis ojos se acostumbren a la penumbra. Dejo los sobres en la mesa y llamo a Marc al trabajo. Contesta al primer timbrazo. Me hace bien oír su voz y empiezo a hablar atropelladamente, abrumándole con detalles del informe de Carberry.
¡Gal!
Sigo hablando.
¡Gal! ¿Qué te pasa?
Caigo en la cuenta de que me he puesto a contarle mis cuitas sin siquiera tomarme la molestia de saludarlo.
Perdona, Marc. Estoy un poco alterado.
Silencio al otro lado de la línea y luego el murmullo de una voz lejana. Alguien ha debido de entrar en su despacho.
Necesito hablar contigo.
Lo siento, pero ahora no puedo. Tengo que salir a un almuerzo de trabajo. La voz de Marc suena distinta, mecánica, profesional. Ya no volveré por la oficina en todo lo que queda de día. ¿Por qué no te pasas esta noche por el Chamberpot y hablamos?
¿A qué hora?
A partir de las ocho. Lo siento, Gal, pero te tengo que dejar.
Un rayo de luz se cuela por el cristal de la ventana. El sol del mediodía empieza a despuntar por detrás de uno de los rascacielos que mantienen mi casa en penumbra las veinticuatro horas del día. Salvo quince minutos. Eso es todo. En esta época del año, en mi casa sólo hay quince minutos de luz natural al día justo ahora. Quince minutos durante los cuales, si el cielo está despejado, el sol brilla con fuerza, mientras recorre la distancia que media entre los dos rascacielos que encajonan el patio interior de mi edificio. En el suelo de la cocina se dibuja un recuadro de luz. Me acerco a la ventana, cierro los ojos y espero a que el sol me dé de lleno en la cara, antes de que se desvanezca. Cuando vuelvo a sentir la sombra a través de los párpados, dejo caer la cortina y me siento a la mesa.
No me hago a la idea de que la búsqueda ha terminado. Después de tanta expectación todo ha ocurrido muy de prisa. He localizado a la chica de la foto, sé dónde vive, dónde trabaja, qué hace cada día. Conozco los detalles externos de su rutina y, si quiero, puedo irrumpir en su vida, pero algo me dice que no debo hacerlo aún. Es como si hubiera llegado a los confines de una zona de niebla. Siento que me he burlado del azar y estoy a punto de desencadenar un juego peligroso. Pero no. Desdeño las dudas y hago un rápido cálculo mental. Me da tiempo a corregir lo que me queda de las galeradas y entregarlas en McGraw-Hill antes de que ella termine su turno en la biblioteca.
Hace una tarde calurosa. Desde mediados de septiembre el tiempo se ha mantenido casi constantemente así, como una prolongación anómala, cancerosa, del verano. Después de pasar por McGraw-Hill, subo a pie por la Sexta Avenida y, al llegar al flanco sur de Central Park, giro hacia la izquierda, en dirección a Columbus Circle. Me gusta este camino, porque en la acera que linda con el parque hay siempre una hilera de coches de punto, con los caballos enganchados. Me encanta pasar cerca de ellos, sentir el misterio de su presencia, ni siquiera me molesta el olor acre que desprende su excremento. Sigo por Broadway hasta llegar a los alrededores del Lincoln Center. Hace mucho que no voy por allí. Poco después de que lo inauguraran solía hacerlo con cierta frecuencia. Cuando aparece ante mí, a la altura de la calle 62, la sobria audacia de su arquitectura de cristal y cemento me sorprende como si lo estuviera viendo por primera vez. Subo los peldaños que dan a la plataforma de piedra donde se alza la fuente, en la plaza principal. El ruido de la ciudad parece haber quedado atrás, amortiguado. Me detengo a contemplar el juego de las nubes en el cielo, una procesión de manchas alargadas, que viajan con parsimonia hacia el oeste. La luz ha adquirido una coloración intensa, de un azul metálico, que se adhiere con precisión al contorno de los edificios. En el vestíbulo del MET, de frente, a lo lejos, colgados de las paredes, reconozco los Chagall, dos telas gigantescas pobladas de seres irreales que flotan ingrávidos en un espacio imposible. Un portero uniformado sale de entre las columnas del Philarmonic Hall. Me ha debido de ver fumando y se acerca a pedirme fuego. Es un hispano joven, con barbita recortada. Me habla en inglés y yo le contesto en español. Sonríe al oír su idioma y se inclina hacia delante, estirando mucho el cuello. Acerca su cigarrillo al mío e inhala con fuerza, arrastrando el fuego al suyo.
Gracias. It’s a beautiful day, ¿no le parece? dice, después de tragarse el humo, y llevándose la mano a la visera de la gorra, se pierde entre las columnas del edificio.
Sigo hacia la segunda plaza, la plaza norte, a mi derecha. Los dos espacios rectangulares comparten un flanco imaginario. Cuando paso de uno a otro, siento que atravieso una barrera invisible y que al otro lado todo, incluso el aire es diferente. En la zona contigua al estanque hay una arboleda. De la retícula del suelo se elevan unos cubos de mármol, dentro de cada uno de los cuales crece un árbol joven. Las hojas están cambiando de color, pero aún no han empezado a caer. En las copas brillan con fuerza los colores del otoño, una llamarada que recorre toda una gama de matices ocre, rojo, amarillo. La fachada de la Biblioteca Pública queda al fondo, encajonada entre un lateral del MET y los soportales del teatro Vivían Beaumont. Hacia el norte, en un plano elevado, se ve el edificio de la Juilliard School of Music. Me imagino un hilo invisible que une los dos lugares donde Nadia Orlov pasa buena parte de su tiempo. Avanzo con paso deliberadamente lento a lo largo del estanque. La superficie es una lámina de color gris, perfectamente lisa, que absorbe el reflejo de los árboles, de los edificios, de las nubes, que clavan sus figuras invertidas en la profundidad del agua. En el centro, parcialmente sumergidos, están los dos volúmenes que constituyen la colosal Figura Reclinada, de Henry Moore, a la vez serena e inquietante. Subo por la escalinata de piedra que lleva al Conservatorio y lo primero que veo al llegar arriba es la librería. Por los alrededores de la Juilliard se ven grupos de estudiantes. Me pierdo entre ellos, observando con especial interés a las chicas de la edad de Nadia, tratando de imaginarme cómo serán sus vidas, qué secretos descubriría si me diera por contratar a un ejército de Carberrys para que indagaran en sus trayectorias cotidianas.
Cuando apenas faltan diez minutos para las seis decido volver a bajar. En lo alto de la escalera me cruzo con una estudiante que va abrazada a un estuche en forma de violonchelo y me sonríe. El sol ha empezado a declinar, y va llenando de sombras el cuenco de la plaza norte. Cuando llego al borde del estanque levanto la vista y veo flotar en el aire los últimos rescoldos de luz diurna. Me sitúo en un banco, junto a un árbol. Desde allí se domina la entrada de la biblioteca, pero he apurado demasiado el tiempo. Apenas me siento cuando la veo aparecer. Instintivamente, me pongo de pie y me refugio detrás del árbol, como si el tronco, apenas algo más grueso que mi brazo, pudiera ocultarme. Ella echa a andar de prisa. La sigo. A la altura de la plaza principal, la pierdo de vista unos instantes. Cuando llego allí, veo que han encendido las luces de la fuente. Al otro lado del penacho de agua distingo su silueta. Aguardo a que desaparezca. Decido que por hoy con esto basta.
Vuelvo a la biblioteca, a fin de familiarizarme con el lugar donde trabaja. El vestíbulo es muy amplio. Al fondo, hay un grupo de gente esperando el ascensor. Me uno a ellos. Recorro con detenimiento las tres plantas del edificio, bajando de una a otra por las escaleras. En el entresuelo busco la sala de archivos, donde, según el informe de Carberry, trabaja ella. Hay un mostrador, unas cuantas sillas vacías y una puerta con un cartel que dice: Sólo Empleados. Me paseo por entre los estantes y llego a una sala de lectura. Observo a los usuarios que ocupan los pupitres, pensando que regresaré allí al día siguiente y me siento en uno al azar. Por hoy con esto basta, repito para mis adentros. Éste era el tiempo que necesitaba: justo el suficiente para volver a verla. Ahora que lo he conseguido, compruebo que la inexplicable inquietud que se adueñó de mí cuando me salió al paso en Port Authority, persiste. Mañana se puede cerrar la espiral que llevo clavada dentro desde entonces. Ya no tiene sentido dejar la herida abierta por más tiempo.
Por la noche, en el Chamberpot, le muestro el juego de fotos a Marc. Las va pasando, estudiándolas con interés.
¡Nadia, Nadia, Nadia! exclama. ¿Y mi amiga Zadie Stewart qué? ¡No aparece en una sola foto!
Me mira un instante, riéndose, y sigue pasando fotos. Después de verlas todas, entresaca la misma que me había llamado la atención a mí y la observa detenidamente.
¿Qué te parece? le pregunto.
Apaga el cigarrillo en un cenicero metálico, de forma triangular.
¿La verdad?
La verdad.
La vuelve hacia mí y dice:
Es como si la hubieran diseñado para ti.
Nos pasamos un par de horas bebiendo y charlando. A mí, el billar no me interesa, pero a Marc le entusiasma. De cuando en cuando, si ve que hay alguien dispuesto, le reta a una partida, sólo que hoy no encuentra muchos rivales. Ninguno de los dos nos damos cuenta de cuándo ha podido llegar Claudia. Tiene un whisky en la mano y está apuntando su nombre en la pizarra, cosa innecesaria porque no hay nadie esperando turno para jugar. La saludamos a la vez, de lejos. Nos hace un guiño y se acerca a la barra. No queda apenas gente en el local, sólo nosotros y un par de figuras borrosas, cerca de la puerta. Marc propone que vayamos al Keyboard, un antro que acaban de abrir en la calle 46.
Apuro mi bebida y digo.
Yo no. Mañana tengo mucho trabajo.
Como todos, dice Marc. Claudia se ríe.
Es un encargo urgente para McGraw-Hill. Lo necesitan a medio día, no puedo fallar, y además está muy bien pagado.
Como quieras, dice Marc, encogiéndose de hombros.
Bueno, ¿qué? ¿No vas a jugar conmigo? le pregunta Claudia.
De acuerdo, pero sólo una partida, después vamos al Keyboard, a ver qué tal.
Marc me mira de frente, hace una reverencia versallesca, agitando un sombrero imaginario, y se aleja hacia la mesa de billar. Claudia se queda un momento a solas conmigo.
¿Todo bien? pregunta, acariciándome levemente la mejilla.
Sonrío, sin decir nada. Ella vuelve junto a la mesa de billar y desde allí me lanza un beso. Observo los preliminares de la partida. Marc tira de la palanca. Oigo rodar las bolas de marfil por los conductos interiores de la mesa. Las recoge y, cuando termina de acotarlas con el cerco de madera, le hace un gesto a Claudia, que se inclina sobre el tapete y da un fuerte golpe con el taco. El triángulo multicolor se rompe con un estallido seco que se fragmenta en múltiples ecos.
Fuera, la luz de los faroles se refleja en el asfalto como si acabara de llover. Diviso a lo lejos las luces traseras de un camión de la basura. No se ve a nadie por la calle. En la esquina de la Novena Avenida hay un viejo tapado con una manta, metido dentro de una caja de cartón. Está despierto, hablando solo, en voz muy baja. Cuando paso por su lado, percibo un olor nauseabundo y sigo adelante, sin dirigirle la mirada. Hay bastante tráfico en dirección al Lincoln Tunnel. Hace una noche clara, sin luna, y sopla un viento frío, procedente del Hudson.
Paso la mañana del martes ultimando el encargo urgente de la editorial. A mediodía voy a McGraw-Hill, entrego el trabajo y de allí me voy directamente al Lincoln Center, efectuando el mismo recorrido que ayer. Cruzo las calles por los mismos sitios, doblando las mismas esquinas, como si me persiguiera a mí mismo con un día de retraso. Me gusta el ritual de volver con exactitud sobre mis propios pasos, aunque hoy todo transcurre más deprisa, porque a diferencia de ayer, sé que al final se producirá el encuentro. Cuando termino de recorrer los distintos recovecos del Lincoln Center, antes de entrar en la biblioteca, me siento en el mismo banco de ayer, al borde del estanque y trato de imaginarme qué pasará. Imposible. No veo nada. Sacudo la cabeza y entro con decisión en la biblioteca. Voy directamente a los archivos. En el mostrador de atención al público está el mismo empleado de ayer. Mi pupitre, sin embargo, está ocupado. Me siento en otro, al fondo de la sala, junto a los ventanales que dan a la Décima Avenida. Pasa más de media hora sin que aparezca ella, tal vez hoy no haya ido a trabajar, pienso, pero la idea no ha llegado a concretarse cuando la veo aparecer entre dos filas de anaqueles. Lleva un cartapacio repleto de papeles. Lo deja encima de un escritorio y empieza a separar los legajos, amontonándolos en varios grupos. Durante un largo período de tiempo, nadie se acerca a consultar con ella. Desde que la vislumbré, al fondo del pasillo, no he apartado la vista de ella un solo instante.
Estoy tan pendiente de sus movimientos, que no me doy cuenta de que tengo todo el cuerpo en tensión, en una postura absurda, ni sentado ni de pie. La miro con tanta fijeza que es un milagro que nadie repare en lo extraño de mi actitud. Tampoco ella, Nadia, se da cuenta. Está tan absorta en lo que hace que en ningún momento llega a tener conciencia de que al fondo de la sala de lectura hay alguien que la escruta como si le fuera la vida en ello. Un usuario, un hombre de unos cincuenta años que lleva una cazadora vaquera, se acerca al mostrador, impidiéndome que la pueda seguir viendo. Sólo entonces noto la tensión de mis propios músculos y por fin me dejo caer en la silla, tratando de relajarme. Encima de la puerta de salida, un reloj marca las cinco y veinte. Hoy la biblioteca cierra dos horas antes que ayer, a las seis, justo cuando sale ella. Decido hacer tiempo, hojeando un volumen que he cogido al azar de uno de los estantes. Ni siquiera he registrado el título, en el que reparo ahora. El silencio, de John Cage. Lo hojeo distraídamente y cuando termino cierro las tapas, lo dejo a un lado de la mesa y saco el libro y el cuaderno que llevo en la carpeta. Es un gesto mecánico, sé que me resultaría imposible leer ni escribir nada. El tipo de la cazadora regresa a su pupitre y Nadia se pone de pie. Vuelvo a clavar en ella la mirada. Se dirige a la pared del fondo y se sube a una escalerilla para coger un libro de una de las estanterías más altas. Al verla de cuerpo entero, reparo en que lleva la misma falda que en Port Authority. Se baja, deja el libro entre los papeles del escritorio y vuelve a desaparecer en las profundidades del archivo. La imagen de sus muslos desnudos me asalta con la misma fuerza que cuando la vi en el autobús de Deauville el primer día. Al cabo de unos instantes regresa con un fajo de documentos atados con una cinta de color rojo entre las manos y se sienta en un escritorio.
El sonido de una campanita advierte a los lectores de que ha llegado la hora de cierre. He conseguido leer un poco. Como saliendo de un sueño, miro hacia el mostrador y me doy cuenta de que ella, Nadia, me está observando. Me siento fuera de lugar, indefenso, absurdo, como un niño sorprendido en falta. Las agujas del reloj están perfectamente alineadas, marcando las seis en punto. Se oye el segundo aviso de cierre. Los celadores se pasean por entre las mesas, haciendo tintinear la campanilla, apremiando a los lectores rezagados. Por un instante, nos quedamos los dos solos en la sala, observándonos de lejos. No soy capaz de apartar los ojos de ella, ni tampoco ella de mí, hasta que, efectuando un giro brusco, recoge sus cosas y se aleja hacia la puerta de salida. Guardo el libro y el cuaderno en la carpeta y me levanto del pupitre. Soy el último en abandonar el archivo y probablemente también el edificio. En la puerta, un celador uniformado de azul me pide que abra la carpeta. Le muestro el contenido y, cuando me da la venia, me apresuro a salir. No la quiero perder, me da miedo que le dé por coger una dirección distinta a la de ayer. Recorro con la vista la plaza Norte y no la veo. Sigo, casi a la carrera, pero nada más doblar la esquina del MET, me detengo en seco. Está allí, de pie junto a la fuente, con las piernas levemente separadas, esperándome.
Brooklyn, 24 de octubre de 1973
Imposible ordenar mis pensamientos ni mis sentimientos. Estaba muy nervioso y me sentía absurdo. Mis acciones eran ridículas, teniendo en cuenta mi edad. Iba a echar a correr cuando la vi delante de la fuente. Era la única figura que se encontraba en aquel sector de la plaza, sola, firme. Detrás de ella, al otro lado de la cortina de agua, se movían algunas siluetas diminutas. Me acordé del verso de la elegía que había estado leyendo: había un dios haciendo remolinos en el río turbio de la sangre. Ahora, el dios de la elegía me ordenaba avanzar hacia ella en línea recta. Contemplé con fruición su imagen. Estaba de pie, con las piernas separadas, el pelo corto, los ojos verdes, la cara ladeada, mirándome fijamente, con un gesto que no era exactamente una sonrisa. Fue ella quien habló primero.
¿Me estás siguiendo?
No. Sí.
Fue lo único que logré articular.
¿Y se puede saber desde cuándo? Quiero decir aparte de la biblioteca.
Desde hace quince días.
Torció levemente la boca. Seguía inmóvil, sin dejar de mirarme.
No es lo que piensas, dije
¿Y qué es lo que pienso?
Creo que me estoy portando como un adolescente, pero en realidad…
Te conozco, dijo, rompiendo a reír de repente.
No supe qué decir.
De Port Authority, hace dos semanas. Me quedé dormida en el autobús, y cuando se abrieron las puertas, me desperté. Cuando me disponía a bajar me topé con toda la cola de viajeros. Nunca he visto una expresión más asustada que la tuya cuando te tiré la bolsa a la cara. Un poco como la que tienes ahora.
Instintivamente, me llevé la mano al lugar donde el broche me había hecho un corte en la mejilla.
¿Eres tú quien fue a ver a Zadie?
¿Zadie Stewart? ¿Tu roommate? Sí, o sea, no.
¿Eres tú Gal Ackerman?
Sí. ¿Te lo dijo tu amiga?
¿Quién si no? Sólo que la persona que me describió era diferente.
Por un momento quise estar lejos de allí, para poder pensar con claridad, dar con las palabras adecuadas, parecer mínimamente inteligente. Alcé la vista hacia los edificios que nos rodeaban, hacia las nubes, y luego la volví a mirar a ella. Me seguía escrutando, sin decir nada. Lo único que se me ocurrió fue preguntar:
¿Qué hacemos?
Lo que tú digas, contestó.
Me sorprendió el tono decidido, casi cortante de su respuesta. Le propuse que fuésemos al Café Europa. No sé por qué. Nunca voy allí. Echamos a andar juntos. A partir de ese momento, las palabras y los sentimientos se fueron ordenando, poco a poco.
¿Qué sabes de mí? me preguntó.
Muchas cosas.
¿Como qué?
No te lo tomes a mal…
¿El qué? dijo con brusquedad, y matizó: Creo que tengo derecho a preguntarlo.
Sé que naciste en Siberia, en Laryat, que tus padres vinieron aquí cuando eras muy pequeña, que estudias en Juilliard…
Se detuvo, alarmada.
Pero ¿cómo es posible…?
Hizo un gesto que interpreté como un indicio de que iba a huir, e instintivamente la sujeté por la muñeca.
Lo siento… Si no te enfadas, te confesaré algo. Me di cuenta de que no tenía intención de echar a correr. Prométeme que no te enfadarás.
Se zafó de mí. Tenía fuerza. Saqué el sobre de las fotos. Algo imposible de definir flotaba entre nosotros. Le pedí que siguiéramos andando. Un poso de gravedad subrayaba nuestras palabras, nuestros pasos. Era una especie de borrachera inesperada de los sentidos, al menos para mí. Como si llevara siglos esperando a que sucediera algo, y de repente ese algo estaba ahí, a mi lado, desbordándome, de modo que no me resultaba posible controlar mis emociones. Pensé que no era sólo yo, que estábamos los dos en la misma situación, el uno a merced del otro. Metí las fotos en el sobre.
Tendrás que empezar a contarme algo de ti. Hablaba sin acento, pero en su dicción había algo peculiar, cortante, como si le impacientara tener que terminar de pronunciar las frases.
¿Por dónde empiezo? pregunté.
No sé. ¿A qué te dedicas?
Hago trabajos sueltos, encargos editoriales, corrección de pruebas, traducciones. También escribo.
¿Qué escribes?
De todo, artículos, algún ensayo, relatos, cosas personales.
¿Has publicado algo?
Me acordé del cuento que Marc había enviado sin consultarme a The Atlantic Monthly.
Todavía no.
Nunca llegamos al Café Europa. No creo que ninguno de los dos supiéramos muy bien qué queríamos hacer. Al pasar por delante de Coliseum Books, no pude evitar pararme a mirar los libros. Era un ritual mecánico. Guardamos unos instantes de silencio, luego bajamos por Broadway, hasta llegar a la catarata de luces de Times Square, justo en el momento en que el sol empezaba a declinar. Estábamos en los confines de mi territorio, en la frontera de Hell’s Kitchen.
Tengo sed, me dijo.
Le propuse ir hacia la Octava Avenida. Volví a evocar el verso que me hacía pensar en ella. Por allí discurría otro río turbio, el de los antros a los que le gustaba ir a Marc. Casi todos me los había descubierto él, las noches que bajábamos a tumba abierta por las cavernas de Manhattan, como decía él. Pero no la llevé a ninguno de aquellos lugares, sino a un café griego en el que jamás había entrado. Pidió un té helado. Ahora sí que me resulta casi imposible cerrar los círculos concéntricos que describían nuestras palabras. Ella me hablaba de música, de las obras que estaba preparando, del ensayo que estaba escribiendo, sobre las sonatas de violín de Bach. De sus padres, de su hermano Sasha, que vivía en Boston. De pequeños eran inseparables, y cuando llegaron a los Estados Unidos, de repente el mundo se había vuelto completamente ininteligible, él era su único asidero, sobre todo en el colegio. No le resultaba posible expresar con palabras lo mucho que lo echaba de menos. Le pregunté si conservaba recuerdos de Siberia. Me dijo que sí, pero que eran remotísimos, casi como si en lugar de haberlos vivido ella, se los hubiera contado otra persona o hubiera leído acerca de ellos en un libro.
Nos quedamos callados un momento. Tenía las manos blanquísimas, los dedos finos, delicados, las uñas muy pequeñas, cubiertas de una capa de esmalte transparente, que reflejaba las luces del café. Cuando volvió a hablar me dijo que vivía por la música y para la música, para interpretarla, para estudiarla. Sólo eso le había dado fuerza para separarse de su madre y de su hermano. Oyéndola, me la imaginé interpretando una pieza de violín. Pensé que me encantaría oírle tocar, pero no le dije nada.
¿Qué estabas leyendo en la biblioteca? dijo de repente.
Ah, eso. No es el tipo de libro que suelo leer normalmente.
Déjamelo ver.
Se lo di. Lo abrió tirando del cordón de seda verde que marcaba la página y leyó unos momentos, en silencio, para sí, y luego recitó en voz alta el verso que había subrayado.
… y otra la deidad que habita en el turbio río de la sangre.
Cerró el libro, contempló unos momentos la portada y me lo devolvió, sin decir nada. Dejó la mano encima de la mesa, con los dedos levemente separados. Acerqué la mía, de piel mucho más oscura, un animal tembloroso que se acerca lentamente a otro. Se la oprimí suavemente. Le volví a hacer la misma pregunta que cuando estábamos de pie, delante de la fuente.
¿Qué hacemos?
Lo que tú digas, volvió a contestar con la misma rapidez, sonriendo con los ojos.
Subimos por las escaleras de madera, muy despacio, hipnotizados por la fuerza de nuestro propio deseo. Apenas hablábamos, como si hubiéramos entrado en una zona de turbulencias donde las palabras resonaran con excesiva estridencia.
La barandilla estaba pintada de azul, igual que las puertas. Cuando llegábamos al tercer piso, se oyó un ladrido solitario. Era Theo, el perro de una anciana armenia a la que solía ayudar a subir la compra. El animal se calló al reconocer mi olor y se acercó a la puerta, gimoteando.
Entramos. Vislumbré mi silueta por detrás de la suya en el azogue borroso del espejo. No le prestó demasiada atención al apartamento. La ventana del salón estaba abierta, y se veía la pared de ladrillo del edificio de enfrente. Se acercó hasta allí.
Me encanta la vista, dijo, riéndose.
Corrí las cortinas. Sólo estaba encendida la luz del recibidor. Le pregunté si quería beber algo. Me dijo que no. Antes de besarla, de pie frente a ella, le dije que desde el día que la había visto en la estación de autobuses, no me había podido librar de la imagen de sus piernas. Dejó caer la falda, la misma de entonces, y se fue desprendiendo de la ropa interior muy despacio. La sangre me palpitaba con violencia en las sienes, la boca me sabía a tierra. Ella misma me desabrochó el cinturón y me llevó hasta el dormitorio, sin soltarme de la mano.
Hay una imagen que se me ha quedado para siempre enquistada en el recuerdo y que ninguna otra ha podido borrar jamás. Ocurría rarísimas veces. La habitación estaba a oscuras y por la ventana se colaba un reflejo indirecto de luz de luna, una luz helada que dibujaba con extraordinaria precisión la forma de su cuerpo. Se inclinó hacia atrás, muy lentamente, invitándome a que la besara en el cuello. Me tenía sujeto de la mano, con fuerza. Sus ojos brillaban en la semioscuridad. Me arrastró hacia sí, muy despacio, dulcemente, sin dejar un solo momento de mirarme. Todavía no la había penetrado, todavía no había acercado ella su boca hacia mis genitales. Después los rozaría apenas con la lengua y ajustaría la piel viva de su boca a la de mi glande, pero no sería ése el recuerdo táctil que dejó para siempre en mi memoria, el momento en que el líquido vaginal me invitaba a deslizarme dentro de ella. Fue un momento antes La forma de sus pechos se destacaba con perfecta nitidez, como una figura trazada con un lápiz de grafito. Soltando de la mía la mano con que dirigía todos los movimientos de mi cuerpo, la llevó al tallo de mi pene, y lo rodeó con una delicadeza infinita. En ese momento flotaba yo en el aire, camino de su cuerpo. El calor de su piel se ajustó al de la mía. Fue esa diferencia de temperatura lo que pasó, célula a célula, de su epitelio al mío. Fue entonces, lo he entendido después, cuando mi destino quedó atado al de ella para siempre.