1 de junio de 1992
Mi primer encuentro a solas con las páginas vivas de Brooklyn tuvo lugar un primero de junio, la fecha de mayor carga simbólica en el calendario secreto de Gal. Estaba viendo libros usados en el mercadillo de Court Street cuando sentí un golpecito en el hombro.
Era él.
Le saludé efusivamente, pero lo sombrío de su expresión me hizo cambiar instantáneamente de actitud.
¿Ocurre algo, Gal?
Quería hablar contigo, y como es miércoles pensé que a lo mejor te pasarías por el puesto de Fuad.
Efectivamente, los días de mercadillo suelo ir por allí. Fuad es un beirutí de unos sesenta años que ha vivido mucho tiempo en Panamá y chapurrea español. En su tenderete, perdido entre los objetos más dispares que quepa imaginar, hay siempre un cajón lleno de libros viejos, y si se toma uno la molestia de examinarlos, no es raro que se lleve una sorpresa, empezando por el hecho de que muchos de los títulos están en castellano. Gal me habló de los libros de Fuad al poco de conocernos, y no era raro que coincidiéramos los miércoles en el puesto del libanés. Aquel día acababa de toparme con una edición mejicana de La lámpara maravillosa, de Valle-Inclán, tan vieja que las páginas, de color ocre, parecía que se cuartearían con sólo pasarlas. Iba a mostrarle a Gal mi hallazgo, cuando agarrándome de la manga dijo con vehemencia:
¿Sabes qué día es hoy, verdad?
Tuve que pensarlo un momento.
Uno de junio. ¿Por qué?
¿No caes en la cuenta?
¿De qué?
De que es el cumpleaños de Nadia.
¿El cumpleaños de Nadia?
Claro que tú no tienes por qué saberlo; el caso es que he decidido felicitarla por sorpresa.
No dije nada. Hacía cuatro años que Nadia no daba señales de vida. Había desaparecido sin dejar rastro.
Hablo en serio. La voy a llamar.
¿Adónde?
A Las Vegas.
A Las Vegas, repetí.
No sabiendo qué decir, le pasé el libro y me di media vuelta, fingiendo interés por seguir buscando en el cajón. Después de su desaparición, Nadia mantuvo un silencio que duró varios meses. Al cabo de aquel tiempo llegó una carta suya al Oakland. Gal pensó que se trataba de un gesto aislado, pero varias semanas después llegó una segunda carta, a la que siguieron otras. Al principio escribía de manera esporádica, pero al cabo de un año lo empezó a hacer con regularidad, una, incluso dos veces al mes. Eran cartas sin remite, que Gal no tenía posibilidad de contestar ni devolver, pero al menos le servían para saber que Nadia seguía con vida y que pensaba en él, que lo necesitaba, como me llegó a confesar en una ocasión. Hacia el final del segundo año las cartas empezaron a espaciarse, hasta que dejaron de llegar. La última vez que le escribió fue a principios del 87, una postal, precisamente desde Las Vegas. Desde entonces no se habían vuelto a tener noticias de ella.
¿Cómo sabes que está en Las Vegas? pregunté, aún de espaldas. Como tardaba en contestar, me volví.
Estaba hojeando el ejemplar de Valle-Inclán. Comprendí que no quería hablar y no insistí. Pensé en lo que me había dicho Frank. El silencio de Nadia llegó a ser un enigma que impregnó el ambiente de todo el Oakland. El gallego me confesó que se decidió a contratar los servicios de una agencia de detectives, no sólo porque nunca había visto a Gal tan apagado, sino porque él mismo no podía estar más intrigado. Fue un gesto inútil, por el que le soplaron tres mil dólares. Recordé el informe que había escrito Bob Carberry, por encargo del propio Gal, cuando se empeñó en dar con ella nada más conocerla. De habérselo pedido ahora, para completar el informe sobre Nadia Orlov a Carberry le habrían bastado tres palabras: borrada del mapa. Una incluso, si se prescindía de toda retórica: desaparecida. No es que me pareciera completamente imposible que Nadia hubiera dado señales de vida de repente, tras una ausencia de tantos años. Al revés, una salida así habría encajado con su carácter. Si estaba seguro de que lo que decía Gal no había ocurrido, era sencillamente porque si Nadia se hubiese puesto en contacto con él, su reacción habría sido muy distinta. No sabía de dónde podía proceder semejante ocurrencia, sólo que era producto de su fantasía.
Cerró con cuidado el ejemplar de la Lámpara maravillosa y contempló la portada.
No está mal.
¿Te gusta? Te lo regalo.
¿No me crees, verdad? Piensas que estoy desvariando. Devolvió el libro al cajón. Pues te equivocas. Os equivocáis todos. Pensáis que hace mucho que no sé nada de ella, pero no es así. No lo podéis saber, ni tú ni nadie, pero tengo un modo infalible de comunicarme con Nadia. Así es, con Nadia y con… los otros, con todos los demás. Eso es lo que nunca habéis sabido ninguno de vosotros.
Vislumbré una expresión dura, nueva para mí, en lo más hondo de su mirada, que no supe cómo interpretar.
Gal, si pudiera me quedaría más tiempo charlando contigo, pero precisamente hoy Dylan se quiere reunir con toda la sección. No puedo llegar tarde, pero si vas a estar luego por el Oakland, nos podemos ver allí.
De eso te quería hablar. Esta tarde no puedo, pero si tienes pensado ir tú me gustaría pedirte un favor.
Sí, claro, ¿de qué se trata?
Me mostró una carpeta de cartulina verde.
Déjasela a Frank, o a cualquiera que esté trabajando hoy allí. Yo la recogeré a la vuelta.
De acuerdo.
Ness…
¿Sí?
Si quieres… Bueno, todo esto que hay aquí son escritos míos… Ya me entiendes, tú también eres escritor.
No te preocupes, están a buen recaudo.
Seguía en pie delante de mí, sin moverse. No había terminado de hablar.
No es eso. Lo que quiero decir es que… En fin, si quieres, puedes echarle un vistazo a lo que hay dentro. Tal vez así me entiendas mejor.
Le miré a los ojos, tratando de descubrir en ellos alguna intención oculta, pero si la había no la vi.
Cuando tuve la carpeta en mis manos, me dio las gracias y se perdió, camino de Montague Street.
Sentí un vértigo indefinible. ¿Qué significaba aquel gesto? ¿Qué pretendía Gal Ackerman confiándome sus escritos? ¿Quería ponerme a prueba? ¿O tal vez…? Me daba la sensación de que me acababa de pasar algo más que un puñado de papeles. Alejé de mí aquellos pensamientos y metiendo la mano en el cajón de los libros, rescaté la captura del día. Cuando me tuvo delante, Fuad se llevó la mano al corazón y me saludó calurosamente, en español.
¡Cuánto bueno, habibi! dijo, lanzando una fugacísima mirada hacia el libro. ¿Y el amigo Gal? ¿Para dónde va con tanta prisa?
Me encogí de hombros y le pregunté cuánto quería por La lámpara maravillosa.
Buena cosa, muy antiguo, dijo acariciando la portada. Por ser para ti, nada más que un dólar, habibi.
No volví a pensar en los papeles de Gal hasta al cabo de un par de horas. La reunión que había convocado Taylor fue bastante breve. Regresé a mi cubículo y empecé a picar un reportaje bastante largo. Cuando hago ese tipo de trabajo, pongo el piloto automático y dejo que mi imaginación vaya por donde le dé la gana. Estaba a punto de acabar cuando por la claraboya que queda justo encima del escritorio entró con toda su fuerza la luz del mediodía, anegando mi cubículo. Leí los párrafos que me quedaban a gran velocidad y di el artículo por terminado. Como si fuera capaz de seguir mi trabajo desde su despacho, Dylan abrió la puerta de cristal y asomó la cabeza:
¿Qué? ¿Nos vamos a comer?
Mi mirada recayó sobre la carpeta verde.
Hoy no me viene bien salir. Quiero echarle un vistazo a algo. ¿Te importa traerme un sándwich de cualquier cosa?
Le di un billete de cinco dólares.
OK, doc, dijo Dylan, cogiendo el dinero, y desapareció.
La luz que entraba por la claraboya empezó a mitigarse. Aparté las gomas de la carpeta, y levantando las solapas, exclamé:
¡De acuerdo, Gal, veamos si te entiendo mejor!
En el interior había tres cuadernillos de plástico, de distintos colores. Sonreí. Aunque lo más probable es que no hubiera ninguna lógica tras ello, Gal parecía servirse de los colores conforme a un sistema muy personal de variaciones, utilizando lápices y tintas diferentes para hacer correcciones, subrayados y tachaduras. De manera parecida, había considerable variedad en los cuadernos y carpetas, que solía bautizar en función del color (Cuaderno Negro, Carpeta Gris…), aunque había otros criterios de nomenclatura, sobre todo en lo tocante a los cuadernos. Desplegué los tres cartapacios en abanico: uno era azul, otro amarillo y el tercero de plástico transparente. En el primero había una etiqueta que decía:
CUADERNO DE LA MUERTE
Empecé a leer.
29 de abril de 1991,
Grand Army Plaza
Suceden tantas cosas en un solo día de la vida de Nueva York que es imposible registrar siquiera una parte infinitesimal en los cuadernos. ¿Hacer de Todd Andrews y convertir la ópera flotante de la existencia en un ramillete de páginas a la deriva? No hace falta forzar la imaginación, basta con fijarse al azar en lo que recogen los periódicos. Me he pasado la mañana en la Biblioteca Pública de Grand Army Plaza, echando un vistazo a la prensa del día. La noticia me la topé primero en el Post, luego la he leído en los demás diarios. Todos se ciñen con parecido rigor a los hechos, lo único que varía es el tono. Al final me he decidido por la escalofriante sobriedad del New York Times.
A renglón seguido, viene una anotación a lápiz que dice: Transcripción Verbatim, seguida de un texto a bolígrafo que es copia de una noticia de periódico.
EN LA BASURA: UNA VIDA BREVE
Y UNA NOTA DE AMOR
A las 13:30 horas del pasado lunes 29 de abril, se recibió en el precinto 83 de Brooklyn una llamada telefónica anónima denunciando el hallazgo del cuerpo de un recién nacido junto a un contenedor de basura ubicado en Bushwick, una de las barriadas más pobres de Brooklyn. La llamada procedía de una cabina telefónica situada frente al número 12 de la calle Cornelia, una casa de tres pisos. Inmediatamente, el teniente Nicholas J. Deluise, detective jefe del precinto, despachó a los agentes Kenneth Payumo y Maureen Smith al lugar de los hechos. Dentro del contenedor había una bolsa de plástico amarillo. Al abrirla, los agentes encontraron el cadáver de una niña recién nacida. «Habían envuelto el cuerpo con sumo cuidado», declaró la agente Smith, quien afirmó que el responsable había hecho un trabajo «inmaculado». La niña iba vestida con un pijama de flores y llevaba puesto un pañal. Estaba envuelta en una manta blanca, donde habían dejado una nota, atravesada con un alfiler. «Lamentablemente, recibimos muchos avisos de este tipo», comentó el teniente Deluise. «Son cosas que pasan».
(R. Miller, NYT).
Lo que Gal llamaba Transcripción Verbatim era su propia traducción, a todas luces literal, de la noticia que había leído en el Times. Ésta no figuraba en el cuadernillo, pero sí un recorte con una foto de la nota que había aparecido prendida con un alfiler a la manta que envolvía el cadáver de la niña. Gal había pegado el recorte con papel celo justo debajo de su versión manuscrita de la noticia, dejando dos frases en inglés y realzando algunas mayúsculas, exactamente igual que en la fotografía:
Por favor, Háganse cargo de mi Hija.
Nació el 26 de abril de 1991,
a las 12:42 p. m. Se llama April Olivia.
I Love Her very much
Thank You
Murió a las 10:30 a. m.
El 29 de abril de 1991
Lo siento.
En el segundo cuadernillo había una especie de croquis de la zona que Gal llamaba El Astillero, en los antiguos muelles de Brooklyn Heights. Contemplándolo, una vaga neblina se agitó en el fondo de mis recuerdos, trayéndome a la memoria la vez que estuve en aquel lugar con él. En los márgenes del papel, fuera de los límites del plano, había algunos nombres reconocibles: Atlantic Avenue, Luna Bowl, Oakland. Del primero partía una flecha cuya punta se clavaba en el centro de la avenida; los otros dos, también marcados con flechas, venían señalados con sendas aspas de color azul. Reparé en los lugares que aparecían singularizados dentro de los límites de lo que era propiamente el Astillero. Me sonaban vagamente, de habérselos oído mentar a Gal, sin que supiera bien qué significado tenían para él. Leí detenidamente las palabras, como si pudieran encerrar algún significado: Dique Seco, Torre Circular, Depósito de Agua. En otros puntos del plano Gal había anotado templo y altar. Había cinco o seis de éstos dispersos por toda la superficie del Astillero. No supe a qué podía obedecer la inclusión de varias líneas de trazo discontinuo, algunas de las cuales unían entre sí distintos puntos del mapa, mientras que otras parecían flotar en zonas donde no había nada señalado. En la parte inferior del papel en cuarto figuraba la fecha del 1 de junio de 1989. El «mapa» del Astillero tenía, pues, dos años. Antes de guardarlo, contemplé largamente el croquis, y mientras lo hacía, empecé a recordar cada vez con más claridad la ocasión en que había recorrido los muelles en compañía de Gal. Aquella geografía visionaria no me era totalmente ajena. Los templos, los altares… Yo había estado allí con Gal. Él me había mostrado aquellos lugares, explicándome su sentido. Yo había estado delante de los túmulos, que él adornaba a su manera, así como también había subido las escaleras del decrépito edificio de ladrillo amarillento que él llamaba El Templo del Tiempo…
El tercer cuadernillo contenía una copia en papel carbón de una carta de Nadia, cuidadosamente traducida y mecanografiada por Gal. Exactamente igual que con la carta que le había escrito Abe Lewis a Ben Ackerman dándole cuenta de su encuentro con Pietri, tampoco en este caso he podido dar con el original ni con la versión a máquina «en limpio».
20 de enero de 1980
Querido Gal:
Estoy en Coney Island y te escribo porque no sé qué me pasa. Tengo ganas de llorar pero no puedo. ¿Te acuerdas cuando te decía que a veces, cuando me sentía así, me venían imágenes del mar, como si quisieran rescatarme? Tú te reías, pero es lo que me acaba de pasar. Hace un rato, escuché una vocecilla muy débil, costaba trabajo oírla. No, no es una de mis locuras, déjame que te lo cuente a mi manera. Era yo, era mi voz, de niña, en Laryat. Me tienes que creer. He hecho la prueba. He cerrado los ojos y lo he vuelto a ver todo, el cielo de color ópalo, y un lago. No, no es en Laryat y no es un lago, es el mar y tengo cuatro años, porque en la carretera de la playa está el mustang azul de papá, y cuando vinimos a América yo tenía cuatro años, eso nunca se me olvidará. Es en Nantucket, porque allí pasamos el primer verano, en la playa. Estoy sola con mis padres, no sé por qué falta mi hermano Sasha. Mis padres son muy jóvenes, tienen menos años de los que tengo yo ahora. Esa idea me llena de inquietud, pero sigo con el recuerdo. Veo el cuerpo de mi padre, atlético, viril; lleva un bañador ceñido, de color negro con una raya blanca a cada lado. Se me acerca sonriendo, me levanta en vilo, y me da un beso. Mi madre está sentada. Lleva gafas de sol y se embadurna las piernas con un potingue blanco. ¿Tú crees, Gal, que es posible recordar con tanta nitidez cosas que viví cuando tenía cuatro años?
Mi padre me sienta en mi toallita y se aleja corriendo hacia la orilla. Cuando el agua le llega a las caderas se zambulle limpiamente y mi madre vuelve a su libro. Las crestas de las olas avanzan en filas ordenadas, formando hondonadas entre las que desaparece por momentos la figura de mi padre. Yo no puedo apartar la vista de su cabecita, cada vez más pequeña, hasta que llega un punto en que dejo de verla por completo. Me da pánico que no regrese, que se lo haya tragado el mar. Miro a mi madre, pero en ella no hay la menor señal de alarma, y eso me calma, aunque algo ha debido de notar, porque se ha quitado las gafas de sol y me sonríe, como diciéndome que no pasa nada. Tengo una foto suya en aquella misma playa, mirando a la cámara con las gafas en la mano, con el mismo bañador, estampado de flores y anémonas que contrastan con su piel. Y las uñas de los pies, pintadas de un rojo muy vivo, un rojo que veo con toda claridad, aunque la foto es en blanco y negro.
Papá no se ha ahogado, su cabeza ha vuelto a aparecer; distingo el destello rítmico de los brazos al entrar y salir del agua, la estela de espuma que deja tras de sí al avanzar. Cuando veo que vuelve, que cada vez está más cerca, doy gritos de alegría. Incapaz de controlarme, corro a su encuentro, para que me coja en brazos. El agua está helada, y siento escalofríos, pero es algo que me encanta. Nos acercamos a mi madre, que deja el libro en la cestita y se levanta. Ahora es ella la única que existe. Se pone el gorro de baño, recoge la masa de pelo, con un gesto rápido, dejando fuera sólo el vello de la nuca, y se abrocha la tira de goma por debajo de la barbilla.
Ella lo hace todo de otra manera. No se mete en el agua de repente; cuando el agua le cubre las rodillas, se agacha, se salpica los hombros y el pecho con cuidado y luego sigue hasta dejar de hacer pie. Su forma de nadar es elegante y delicada, y no se aleja mar adentro, sino que se desplaza paralelamente a la orilla. No me da miedo que se vaya a ahogar, primero porque siempre está a la vista y sobre todo porque, como sabe que estoy pendiente de ella, de vez en cuando saluda desde lejos levantando el brazo.
A papá no le gusta leer, siempre se inventa algo que hacer. Me lleva de la mano y me cuenta cosas acerca de todo lo que se nos cruza en el camino. Me gustaban tanto sus explicaciones, tan precisas, oírle pronunciar aquellas palabras que sólo conocía él. Me hacía repetirlas hasta que me las aprendía de memoria. Había muchas. ¿Te acuerdas de que te las decía yo a ti? Las piedras del espigón eran tetrápodos. Una que no había manera de pronunciar porque me daba risa era celentéreo. Me gustaban mucho aquellos paseos que mi padre decía que eran para buscar palabras. El juego se terminaba cuando mi madre empezaba a nadar hacia la orilla, y los dos íbamos a esperarla.
Algo más tarde, estando los tres en la arena, vimos que a lo lejos se ponía a hervir el agua. Mi padre me explicó que era una bandada de delfines, otra palabra nueva. Unos días después, en el ferry, se puso a hervir el mar justo al costado de la nave. Estábamos asomados a la borda y le pregunté a mi madre si eran tiburones, y ella se rió y me dijo que no. No, Nadj, cariño, son delfines, los mismos que vimos de lejos en la playa, ¿no te acuerdas? Lo decía de una manera que se notaba que les tenía mucho cariño. ¿Te gustan, verdad, mamá? Y cuando le pregunté el por qué me dijo algo que nunca se me olvidará. Porque son como tú, son niños, Nadj. Los delfines tienen alma de niño. Papá nos explicó que además nos transmitían aquella sensación de alegría porque se reían, aunque el oído humano no lo puede detectar. Nos acompañaron durante mucho rato, como si les interesara lo que estábamos diciendo.
Un día vi uno de cerca, en el puerto de Boston. Era muy pequeñito y estaba muerto, con la boca muy abierta. Me dio mucha pena, porque era una cría. Le pregunté a mi madre que por qué los mataban, y ella me explicó que era sin querer, que es que se enganchaban en las redes, pero yo, no sé por qué, seguí pensando que los pescaban a propósito.
Qué raro estar en Brighton Beach sin ti. Al entrar, me han asaltado muchos recuerdos, como si me estuvieran esperando, la mayoría tuyos. No venía hacía años. El piso está medio vacío. Zadie se ha casado y lo va a poner en venta. No sabes la pena que me da. Me gustaría tanto verte, tenerte aquí conmigo, pero todavía no. Necesito estar un tiempo sola, asimilar el dolor de la pérdida. Sí que sé lo que me pasa. Lo irónico es que tenga necesidad de contártelo precisamente a ti. Es injusto, pero no puedo evitarlo: Gal, he vuelto a tener un aborto espontáneo. Otra vez no, por favor, dije cuando la ginecóloga me explicó lo que pasaba. La posibilidad de llevar un embarazo hasta el final es cada vez más limitada. Al principio sentí que me quería morir, tan hondo era el dolor. Se me antoja que morir ahogada no debe de ser tan angustioso, al contrario, me imagino que debe ser una muerte muy dulce, irse adormeciendo hasta desaparecer, perdona Gal, estoy diciendo tonterías, pero es que no sé qué hacer para quitarme de encima esta angustia. Pero es una angustia justificada. Lo más probable es que nunca pueda tener hijos.
Hay coincidencias que no sé cómo interpretar. Supongo que no tienen ningún significado. Son casualidades, eso es todo. El día que fui a la clínica cumplí veintinueve años. Me parece imposible. ¿Por dónde se me ha escapado el tiempo? Doblas una esquina y has llegado a la vejez. Mira mi madre, sesenta y un años ya; me resulta inconcebible que haya perdido la belleza deslumbrante que hacía que la gente se volviera. Por las mañanas, cuando salgo de la ducha, miro mi cuerpo, compruebo los estragos del tiempo en mi rostro, tengo arrugas en los ojos, en los labios, no las ve nadie, no se ven, sólo las veo yo. Pero no lo digo como quien se lamenta, no es eso. La verdad es que no me importa tanto ir envejeciendo. Es algo tan redondo que carece de sentido tratar de disimularlo. Pero sobre todo, Gal, sobre todo no me importa envejecer porque no me da miedo lo que me aguarda. He perdido toda esperanza, y esto lo digo sin cansancio. Procuro no engañarme. Me acerco al futuro como quien se asoma a un precipicio. No se distingue nada al fondo del abismo. Me conformo con lo que pueda hallar a mi alrededor. A veces encuentro belleza en los momentos, en los lugares, en alguna gente que conozco. Pero no soy capaz de llegar al fondo de las cosas, de abandonarme a nadie, Gal, tú eso lo sabes muy bien. Nadie me conoce como tú. Algo en mí me lleva a seguir buscando, sin saber muy bien qué es lo que busco. ¿Será por eso que hubiese querido tener un hijo, mejor dicho, una hija? ¿O será un anhelo irracional, que no sé por qué está ahí? A lo mejor lo ha puesto la naturaleza, aunque conozco a muchas mujeres que no quieren ni oír hablar de eso. Un hijo, Gal, una hija. Me tendré que resignar. Por eso, me conformo con la pequeñez de ciertos instantes. La belleza es casi lo único que me reconforta, aunque tantas veces, de hecho casi siempre, sea una belleza triste. Hay gente que sabe lo que quiere, y está dispuesta a todo con tal de conseguirlo. Yo no lo sé, no lo he sabido nunca. No procuro que mi voluntad influya en nada: acepto las cosas como me las encuentro. Y al apartar el velo que las cubre es cuando a veces surge un pequeño milagro, de paz o de belleza. Deberíamos conformarnos con eso. Ése es, tal vez, el sentido que tiene envejecer. Es como el otoño, que preludia la muerte de las cosas. Como la nieve, como el fuego. Cosas que son sencillamente hermosas. Pero yo no puedo evitar que para mí también sean tristes. Escribo todo esto pensando en que algún día lo vas a leer tú; a medida que escribo, siento que se me aclaran las ideas, al hacerlo entiendo mejor algunas cosas. Estando contigo jamás te pude hablar así: no es posible cuando se tiene a alguien tan cerca. Cuando la distancia es tan pequeña, sólo es posible entenderse con el cuerpo. Eso lo decías también tú. Si te tuviera aquí, me gustaría tocarte, morderte, dulcemente, o con rabia, pero en cuanto sucede eso, el deseo nos envuelve. Así, tan lejos, mientras cae la noche, escribo para decirte las palabras que entonces no supieron nacer solas. Aquí vienen ahora, aquí las dejo para ti, sólo para que tú las leas.
Gal, he dejado de escribir por un instante y me he acercado hasta el teléfono, y sin descolgarlo, he marcado varias veces el número del Oakland. Y cada vez que lo he hecho, me he dicho: y si lo llamo, pero no puede ser. He dejado que el dial girara hacia atrás, y cuando se detuvo, inmediatamente he vuelto a esta carta, si es que lo es, porque seguramente nunca te la enviaré. Sabes, en la clínica, cuando recuperé la conciencia, estuve hablando un momento en ruso con la enfermera que me había atendido. Era ucraniana, de Kiev y se llamaba Inna. Le pregunté si el sexo del feto estaba ya determinado. Me dirigió una mirada de reproche por preguntarle algo que sabía. Estaba embarazada de siete semanas. Pero cuando vio que me echaba a llorar, me dijo que era niña. ¿Y qué han hecho con el feto? Se dio la vuelta, y me dejó plantada. ¿Pero qué hacen, Gal, qué hacen con los niños que se pierden? Me vino a la cabeza algo terrible: los usan para hacer cosméticos. Tienen los tejidos tan delicados, que sirven para ayudar a los que no quieren envejecer. Era niña, y me acordé de lo que tú decías de que algún día tendríamos una hija, y le pondríamos de nombre Brooklyn. Brooklyn, qué ocurrencia. Perdona. Qué extraña esta necesidad de hablarte, sabiendo que no me puedes oír. Qué extraño que la única manera en la que te puedo hablar sea ésta. Me doy cuenta de que lo mejor es que no llegue a mandarte esta carta, en la que lo único que hago es anotar pensamientos sin rumbo. Seguramente no lo haré, ya sé que para ti no es igual. Te la mande o no, ya me has hecho bien. Me basta con saber que existes. Creo que si pongo mis pensamientos en papel, llegan hasta ti. Hasta puedo oír tu voz, tranquilizándome, diciéndome que todo está bien, que me vaya ya a dormir. Siempre me decías que yo era muy frágil, pero en eso te equivocabas. En realidad soy fuerte. Tú siempre has sido mucho más débil que yo. Ahora te dejo porque estoy muy cansada, me he tomado una pastilla y ya no sé lo que estoy poniendo.
Un beso del alma de tu
Nadj
Tras la lectura de la carta de Nadia, tenía un tumulto de imágenes acumuladas en la cabeza. Como si así pudiera alejarlas, cerré la carpeta, presa de un estado de ánimo casi febril. Todo, la historia de April Olivia, los recuerdos que evocó en mí el mapa del Astillero, la recurrencia de la fecha de hoy, y ahora las palabras de Nadia, que la presentaban por primera vez ante mí como alguien real, y no como una proyección fantasmagórica de la imaginación de Gal, me llenaban de desasosiego. Tuve una premonición inconcreta, pero que no presagiaba nada bueno.
Logré volver a la realidad gracias a que Dylan asomó la cabeza por la puerta de mi cubículo.
Te he traído el especial del día. Aquí tienes la vuelta.
Gracias, Dylan. Oye, ha surgido un imprevisto y me tengo que largar.
¿Y el sándwich?
Se me ha quitado el hambre.
¿Y el artículo?
Está acabado, bueno, el final lo he hecho algo de prisa.
Non ti preocupare de niente… Le echaré un último vistazo, oye, te veo muy alterado, ¿qué ha pasado? ¿Estás bien?
Yo sí. Es por Gal.
¿Le ha pasado algo?
No creo, no lo sé. No me agobies con preguntas, Dylan. Mañana te lo explico.
A la orden, jefe. Usted perdone…
Quería decirme algo más, pero lo aparté de mi camino y bajé al vestíbulo como una exhalación. En la calle, prácticamente me lancé al paso de un taxi y soltando una especie de ladrido, le pedí al conductor que me llevara a Brooklyn Heights.
Frank estaba en la barra, charlando tranquilamente con Víctor Báez.
Le referí atropelladamente el encuentro que había tenido con Gal por la mañana en el puesto de Fuad. Me escuchó atentamente y en cuanto terminé alzó la mano derecha, conminándome a calmarme y le dijo a su ayudante que llamara por teléfono al Luna Bowl. Contagiado de mi nerviosismo, Víctor se metió apresuradamente en la cabina que hay junto a la máquina de discos.
Se ha puesto el propio Jimmy, jefe, dijo nada más colgar. También él tiene la mosca tras la oreja. Parece ser que el viejo Cletus le comentó que había visto a Gal a eso de las dos, merodeando por los alrededores del gimnasio, pero que no llegó a acercarse a la puerta. Según Cletus, estaba muy alterado. Se acercó a preguntarle si estaba bien, pero Gal lo rechazó, y se alejó hacia los muelles. Gesticulaba de manera muy extraña. Dice que le vio tropezarse un par de veces, y casi se cae al suelo.
Otero se quitó la gorra de golf y se rascó la cabeza.
¿Qué día es hoy, Ness?
Uno de junio.
Claro, coño, eso es. ¿Cómo no he caído en la cuenta?
Ésta es la carpeta que me pidió que te entregara, dije yo. Insistió en que le echara un vistazo a los papeles que hay dentro. Todo gira en torno a Nadia, la fecha de hoy y los muelles.
Le di la carpeta. Frank se la pasó a Víctor, pensativo.
Llévate esto a mi despacho, haz el favor.
[Copiado de mi diario; 6 de agosto del 89. Notas para un pastiche remedando el estilo de Gal.]
«De cómo Néstor Oliver-Chapman oyó hablar por primera vez del lugar llamado el Astillero»
(Brevísima relación)
Una mañana la policía se presentó inopinadamente en el Oakland. Al parecer unos adolescentes que habían ido a divertirse disparando perdigones a las ratas de las escombreras del Dique Seco habían encontrado a un hombre inconsciente cerca de uno de los muelles. Lo más parecido a una forma de identificación que había entre sus ropas era una tarjeta del bar con el nombre de Frank, por eso fueron a verle.
Voz de Frank:
Eran dos tipos altos, uno moreno, de aspecto italiano, y el otro un grandullón con un bigote que parecía un manillar de bicicleta, rubio, de ojos azules, irlandés, por la plaquita de metal donde venía su apellido: Kerrigan. Se llevó la mano al cinturón de cuero, que llevaba demasiado ladeado, y ajustándolo me dijo que había estado en el puerto. Una ambulancia había recogido al desconocido y lo había traslado al hospital de Long Island College. La tarjeta que habían encontrado…
Frank le interrumpió, para decirle que estaba seguro de quién era, y le dio la información pertinente: cómo se llamaba, que le había subalquilado un estudio en el que vivía… (El irlandés tomaba nota de todo en su libreta)…desde el 85. Largas temporadas fuera. Escritor, corrector de pruebas, traductor, toda esa vaina. Le dije que sí, por supuesto que me hacía cargo de él.
El agente Kerrigan se ofreció a llevarme en el coche patrulla al hospital.
Sí, claro que fui.
Coma etílico agudo.
No, Ness. No era la única vez que lo habían encontrado inconsciente, aunque sí la primera que aparecía en el Astillero.
Lo mejor es que me vaya a dar una vuelta por los alrededores del muelle. Tiene que estar allí, ¿no te parece, Frank?
Eso seguro, la cuestión es en qué estado. No sé si dejar que vayas solo. Le dio una calada al puro y lo volvió a dejar en el cenicero. Si ha vuelto a las andadas, vas a necesitar ayuda. Pero no nos precipitemos, no hay razón para pensar que le ha ocurrido nada malo. Hagamos una cosa. Como aún es temprano, vete adelantándote tú. Te doy de margen hasta que empiece a oscurecer. Si para entonces no has dado señales de vida, te mando a los muchachos.
¿A quiénes?
A Boy y a Orlando. Los conoces. Son los boxeadores que vienen a jugar al billar casi cada tarde.
Ah, sí, claro. Perfecto, Frankie.
Diez minutos después me encontraba delante del gimnasio de Jimmy Castellano. Cletus, el portero, no estaba en la taquilla, pero tampoco lo necesitaba para nada. Con lo que le había dicho Jimmy a Víctor me bastaba. Antes de bajar, contemplé un momento el Astillero, del que hay una buena perspectiva si se sitúa uno delante de la puerta del Luna Bowl. En realidad, no es más que una serie de descampados atestados de inmundicias, transfigurados por su imaginación. Por la posición del sol, calculé que me quedarían quizá dos horas de luz. No sabía exactamente por dónde iniciar la búsqueda. Cuando me llevó con él a sus dominios, también habíamos salido de la puerta del gimnasio. Traté de reconstruir el mismo camino, pero es difícil, porque la geografía de los muelles es indistinta, las parcelas vacías se repiten, y no hay senderos, salvo los que el propio Gal decía ver. Y también cambia la fisonomía de las escombreras, según viertan los residuos o los recojan. De nuestra incursión, recordaba que el lugar de mayor relieve era una construcción de ladrillo amarillento, elevada sobre una plataforma de piedra y rodeada de una verja de hierro. Parecía un almacén abandonado; no era demasiado grande. La parte delantera era un porche que se alzaba sobre una plataforma de cemento. La fachada daba al mar y tenía un frontón que le daba un aire vagamente helénico. Gal siempre se refería a aquella casa como El Templo del Tiempo.
El resto del Astillero no es más que una sucesión de vertederos. Busqué los lugares que Gal había señalado con nombre propio en el mapa. De los muelles bajan rampas de cemento que se hunden en el agua sucia. Hace años que no hay en ellos el menor movimiento. En el Dique Seco no hay quillas que reparar, sólo una vegetación rala que crece entre los restos de una valla de metal. El Depósito de Agua es un aljibe inmenso, de paredes agrietadas, en cuyo borde se alinean las gaviotas. La Torre Circular es una construcción de madera gris, que tiene las ventanas selladas con planchas de madera podrida.
El límite exterior del Astillero lo marcaba una alambrada derribada a lo largo de toda su extensión, a ras de tierra. Tan sólo quedaban en pie los postes de cemento que alguna vez la habían sujetado. Pasé al otro lado, abriéndome paso por entre unos matojos que habían brotado al borde de la acera y empecé a bajar por una pendiente de tierra. Sentí que había algo flotando en el aire, no sabría decir qué, como si fuera verdad que me había adentrado en un espacio análogo, en un territorio, que de una manera que no sabría bien cómo explicar, era distinto. A medida que me acercaba al centro de una hondonada ocupada por un montón de bidones oxidados, me vino con claridad el recuerdo de la tarde que estuve allí con Gal. En aquel momento pisé algo que crujió, y al apartar el zapato vi que era un cráneo de gaviota. Otras dos, de gran tamaño y plumaje blanco y sucio pasaron cerca de mí, se posaron en uno de los bidones y remontaron el vuelo, emitiendo chillidos desacompasados. Cuando se alejaron, me pareció estar oyendo la voz de Gal, sus gritos de borracho, como si fuera verdad lo que decía de que en aquel lugar pasaban cosas algo extrañas, cosas que normalmente no suceden en el mundo:
Aquí está todo, Ness, todo, me había dicho entonces. Toda la mierda y algunas cosas que no lo son. Lo bueno y lo malo, y sobre todo, mi gente. Estamos rodeados de presencias, ¿no las sientes? Aquí, a veces, no siempre, no depende enteramente de mí, he llegado a comunicarme con Teresa, pero es difícil, no creas, muchas veces su voz no me llega con suficiente claridad. Da igual. Sé que es ella y que me habla y con eso me basta. Y con Nadia también. Aunque a ella se la oye mucho mejor, seguramente porque no se ha ido. Aún está aquí, mientras que Teresa, Teresa murió al darme a luz. ¿Sabes? Siempre nos llevamos un pedazo de las cosas, de los lugares, de la gente. Son fragmentos, jirones de seres que se nos quedan incrustados dentro, como esquirlas. Y a veces duele, a veces duele mucho, como me pasa a mí ahora. Pero eso no es lo más importante, lo que importa es que ahora mismo están aquí. Oigo sus voces, las oigo todo el rato, oigo cómo hablan, lo que dicen, si chillan o no. ¿Tú no oyes nada? Es importante, así sé lo que les pasa, lo que sienten, cómo se lamentan de que las cosas no hayan ocurrido de otro modo. ¿Sabes que a veces también cantan? Cuervos, gaviotas, sirenas. Aquí están, aquí tengo sus gritos. Míralas, míralas bien, ¿las ves o no? No falta nadie, están todos y todas. También hay gente que no conozco. Veo rostros, siluetas, pero no puedo decirte los nombres, porque nos están escuchando y podrían molestarse. Muchas veces se acumulan detrás de ese muro. Necesitan un soporte material. No te vuelvas, sigue hablando como si tal cosa. Justo enfrente está Nadia. Me mira fijamente y me pide perdón. Está muy cambiada, pero eso es normal, después de tanto tiempo. Incluso me cuesta reconocer su voz, no es ésa la voz que recuerdo. Luego están las arañas, las iguanas que corretean a mi alrededor y se ríen… ¡Mira eso, Gal! ¡Gal!
Las últimas frases las dijo gritando. Luego dejó de hablar abruptamente. Tenía la frente bañada en sudor, y temblaba. Viéndole desvariar tanto, le dije, procurando no herir sus sentimientos:
Vámonos, Gal, ¿no ves que aquí no hay nada? Sólo llantas podridas, condones usados, cápsulas de crack vacías, malas hierbas y huesos de gaviota. ¿O es que no lo ves? Por favor, Gal, vámonos de aquí.
¡No me vuelvas a decir una cosa así! ¡Nunca! ¿Me oyes, joder? ¿Que no lo entiendes? De acuerdo. Nadie tiene por qué entenderlo. ¡Pero no te atrevas a decir que aquí no hay nada, porque eso no es verdad! Lo que pasa es que tú no lo ves, no puedes verlo, porque no tienes fe. No debería haberte invitado. No tendrías que estar aquí, no tienes ningún derecho. ¡Esto no es asunto tuyo! Estamos llegando al Templo del Tiempo, ahí lo tienes. ¿Me crees ahora? Un templo que mira al mar, ese mar sucio, oleaginoso, el único que nos queda después del vinoso ponto. Ellos y ellas lo saben y por eso vienen; ¿cómo es posible que no te des cuenta de que están aquí? ¿Y sabes por qué vienen? Para hablar conmigo. Yo he erigido estos túmulos y altares para todos ellos, para llamarlos, y ellos lo han oído, lo supieron, y vinieron todos, Ness. Todos. Los muertos y los que todavía no lo están, como ella. Éste es un buen lugar. Me gusta. Pronto moriré, pero antes de que eso ocurra… Es igual. Lo importante es que puedo convocar a quien me dé la gana, a Teresa Quintana, a mi abuelo David, incluso a Umberto Pietri, a quien nunca llegué a ver. ¿Sabes quiénes son, verdad? ¿Lo sabes o no? ¿Todavía no te he hablado de ellos? Pronto lo haré. Ahora son mis fantasmas, pero pronto serán los tuyos. Incluso la pequeña Brooklyn, la hija que quiso tener Nadia sin conseguirlo. ¿Sabes que le iba a poner de nombre Brooklyn? Brooklyn. Fue idea mía. ¿No te gusta ese nombre para una mujer, Ness? Ness…
Por un instante me sentí totalmente confundido. Tuve una intensa sensación de desplazamiento, como si me hubiera trasladado efectivamente a aquella tarde lejana. Llegué a oír las palabras de Gal, o eso me pareció, como si las estuviera profiriendo en aquel mismo instante. Tuve que hacer un esfuerzo para no perder del todo las coordenadas del momento. Flotaba aún en mi cabeza el eco de los gritos desquiciados de Gal, cuando de pronto lo divisé. Tal y como había sospechado, estaba en el Templo del Tiempo, delante del altar mayor, donde había colocado un sinfín de botellas vacías, de todos los tamaños y formas imaginables. A medida que las iba poniendo en orden, las iba enumerando, pronunciando los dígitos con solemnidad. A cada poco perdía la cuenta y volvía a empezar por cualquier otro número, como hacen los niños cuando aún no han aprendido a contar. Había algo que inspiraba respeto en aquel ceremonial absurdo. Algo le hizo percatarse de mi presencia y dándose la vuelta, me saludó. Estaba tranquilo. Cuando llegué al pie de la escalera, se dirigió a mí como si hubiéramos estado juntos toda la tarde y me hubiera mandado a hacer algún recado del que acababa de regresar. Contempló las hileras de botellas con aire reconcentrado, como si estuviera efectuando un cálculo mental muy complicado, o tratando de decidir si podía dar el visto bueno a los preparativos que había estado haciendo. En algunas botellas había embutido ramas y manojos de hierbajos que remedaban arreglos florales. Le debió de parecer que todo respondía al orden por él deseado y sentándose en un escalón, dio unos golpecitos con la palma de la mano en el suelo de cemento, invitándome a que me acomodara junto a él.
Un día, empezó a decir, Nadia vino al estudio muy contenta y me dijo que me había traído un regalo. Se suponía que era una sorpresa, aunque no hacía falta ser ningún lince para darse cuenta de qué era lo que me traía. El envoltorio de papel plateado se ajustaba con precisión a la forma de una botella. Venía atada con un cordón azul. Cuando lo descorrí, vi que era una botella pequeña de un brebaje de color violeta. Parfait Amour, decía la etiqueta. La he elegido por el nombre, me dijo, porque una cosa así no puede existir, pero si existiera, estaría reservada para nosotros. Muy de ella. Al margen del juego de palabras, tengo que decir que no creo que sea posible pensar en un licor más repugnante; pero la ocurrencia me hizo gracia y me lo bebí con ella. A Nadia aquel brebaje le encantó, porque como apenas probaba el alcohol, prefería los licores dulzones, pero yo casi vomito. No es que fuera un problema grave, hice de tripas corazón y me liquidé la botella. Ella también bebió, no creas. Nos entró la risa floja. No tengo ni puta idea de si el nombre tiene algo que ver. Nunca se me ocurrió que fuera un afrodisíaco, pero lo cierto es que nos pusimos a hacer el amor como adolescentes. ¿Te imaginas beberse medio litro de Parfait Amour, a palo seco, sin hielo ni nada? Eso sí, no lo he vuelto a probar. Pero lo cierto es que sigue habiendo gente a quien le gusta. La prueba es que me he encontrado un casco vacío por ahí y lo he puesto en el altar. ¿Lo ves? Está en el centro.
Se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y sacó una botella de un cuarto de litro del vodka barato que le gustaba beber. Estaba prácticamente entera, pero él la vació de un solo trago, largo y lento. Cuando terminó se puso en pie de un salto, cogió aire y lo expulsó violentamente. Casi inmediatamente, le dio un espasmo. Fui a ayudarle, pero me apartó de su lado, se llevó las dos manos al estómago y arrojó violentamente el líquido que acababa de ingerir. Cuando tuvo el estómago vacío se dirigió hacia el altar, dando traspiés mientras lanzaba dentelladas al vacío, tragando aire a grandes bocanadas. De repente se puso muy rígido, y perdiendo el equilibrio, se desplomó encima del altar de botellas, como si le hubieran dado un tiro desde lejos.
En aquel momento se empezó a poner el sol. Sentí una intensa desazón que no podía ser sólo mía, sino la que me había transmitido él y de la que estaba impregnado el ambiente de todo el lugar. Por unos instantes, no supe qué hacer. Apoyé la mano en la espalda de mi amigo caído, como si pudiera así paliar su sufrimiento, y en la parálisis de la tarde, no pude evitar quedarme contemplando la belleza extraordinaria del crepúsculo, que arrojaba una cortina de fuego, roja y amarilla, sobre las nubes que flotaban sobre New Jersey y el Hudson. Miré luego el túmulo de botellas, la mitad de ellas derribadas por el suelo del templo y cargué el cuerpo de Gal a hombros. Pesaba mucho y al llegar a la altura de los bidones, me detuve a recuperar fuerzas. Oí voces en lo alto de la cuesta. Dos siluetas bajaban velozmente hacia nosotros. Eran Boy y Orlando, los chicos del Luna Bowl. Llegaron junto a mí, y arrebatándome el cuerpo inerte de Gal lo llevaron entre los dos, con gran facilidad, entre risas. A ellos apenas les pesaba. Les dije que había que llevarlo hasta el Oakland. De allá venimos, me dijeron. Nos ha mandado Frank. Dijo que era urgente y ni nos dejó acabar la partida de billar.
Víctor nos esperaba en la puerta. Cuando Frank vio que Orlando y Boy entraban con Gal a cuestas, hizo una mueca difícil de interpretar. Los púgiles lo saludaron entre risas, preguntando qué quería que hicieran con aquel fardo. Les pidió que lo llevaran a su oficina, donde lo soltaron en el sofá y a la salida le pidieron un refresco a Alida. Se lo sirvió el mismo Frank, que les dio un billete de veinte dólares a cada uno. Se me quedó mirando un rato, luego se metió en la trastienda y volvió con una manta. Iba a echársela a Gal por encima, cuando de repente cambió de idea.
Mejor, vamos a subirlo a su habitación. ¿Has estado arriba alguna vez?
Le dije que no.
También es territorio sagrado, contestó. De otra manera.
Víctor transportó el cuerpo de Gal sin la menor dificultad. Alida abrió la puerta con la llave maestra. Entraron todos en el estudio, pero yo no me atreví a traspasar el umbral. Había una ventana con los postigos abiertos; encima de una mesa vi acumulados libros, papeles y una máquina de escribir. Frank dejó allí la carpeta verde.
Una vez abajo, Otero insistió en que me tomara algo, pero me habría resultado imposible seguir en el Oakland un momento más.
Te lo agradezco, Frank, pero necesito descansar. Ha sido un día muy intenso. Nos vemos mañana. ¿Tú crees que Gal está bien?
El gallego se quitó la gorra de golf y se rascó la cabeza.
No te preocupes por él, Néstor. Esto no es nuevo. Mañana, cuando amanezca, dirá que no se acuerda de nada. Me dio una palmada en el hombro, a modo de despedida y añadió: Mejor dicho, no dirá nada.