It’s not on any map, true places never are.
HERMAN MELVILLE,
Moby Dick 12
Deauville, 13 de octubre de 1973
Me desperté antes del amanecer, con sensación de angustia. Aunque no recordaba bien el sueño, sabía que tenía que ver con Sam Evans. Me levanté, fui a la cocina, encendí un cigarrillo y, mientras se hacía el café, volví a leer la postal de Louise. Tenía fecha del viernes y no decía nada concreto, pero cuando terminé de leerla, tuve la extraña sensación de que, de algún modo, guardaba relación con la pesadilla que había tenido aquella noche. Tomé la decisión de irme a Deauville de repente y ni siquiera tuve paciencia para calentar una segunda taza de café. Metí unas cuantas cosas en una bolsa de lona y me fui andando a Port Authority. Cuando llegué, la terminal estaba medio vacía. Compré un billete de ida y vuelta y bajé al andén de la calle 40. Acababa de llegar un autobús y los pasajeros estaban aún desembarcando. Cuando bajó el último, el conductor cerró las puertas automáticas, se quedó tomando notas al volante y al cabo de unos minutos se marchó. Viéndome solo en la dársena, miré el reloj y vi que faltaba casi media hora para la próxima salida. Apoyé la espalda en la pared de ladrillo y al mirar al frente, me vi reflejado en el cristal de la puerta. Estudié los cambios de la luz en la superficie de vidrio. Hacía un día gris; detrás de mí se veía el perfil de algunos edificios y un enorme retazo de cielo. El viento arrastraba grupos de nubes negruzcas hacia el Hudson.
Abrí el cuaderno y me puse a fumar. Apenas quedaban páginas en blanco; tendría que hacerme con uno nuevo antes de volver a Nueva York. Fui pasando hojas al azar y al tropezarme con la fecha de hoy, tuve una intensa sensación de irrealidad. Volvía a Deauville exactamente al cabo de un año. No podría explicar por qué, pero relacioné la coincidencia con la inquietud que me había hecho sentir la postal de Louise y con la pesadilla que me había despertado. Volví a intentar recordar qué había soñado, pero las imágenes se habían hecho todavía más fragmentarias y huidizas que antes; lo único que conseguí rescatar de la memoria fueron retazos de mi última conversación con Sam Evans. Como si allí pudiera estar la clave, busqué lo que había escrito acerca de él hacía un año:
Deauville, 13 de octubre de 1972.
Como siempre, le pedí al conductor que me dejara delante del rancho de Stewart Foster, media milla antes del cruce de Deauville. Me fascina el espectáculo de los purasangres sueltos, el misterio de su existencia, su extraña mezcla de vulnerabilidad y fuerza, el desamparo casi humano de su mirada, la gracia y elegancia de sus movimientos. Stewart tiene setenta y seis años y ha dedicado toda su vida a la cría de caballos de carreras. Siempre que el autobús se detiene junto a los límites de su propiedad, el viejo Foster se asoma al porche, para ver quién se baja. Le gusta que la gente admire a sus animales. Esta vez me reconoció en seguida; levantó el brazo derecho a modo de saludo y volvió a entrar en la casa. Me acerqué a la valla. Había una yegua recién parida, con su potrillo. La madre alzó el cuello de la hierba y, sin cambiar la posición del cuerpo, volvió la mirada hacia mí, luego se alejó, seguida de su cría. Me puedo pasar horas contemplando los movimientos de los caballos, pero esta mañana se estaba fraguando una tormenta, así que decidí volver a la carretera y seguir camino hacia el surtidor, con la idea de saludar a Sam antes de que empezara a llover. Me encanta hablar con Sam; creo que mis visitas a Deauville serían distintas si algún día llegara a faltar. Nadie sabe casi nada de su historia. Es un negro ciego, muy viejo; llegó hace varias décadas de Bogalusa, un pueblo de Luisiana, para trabajar como bracero, pero se sintió bien tratado aquí y cuando terminó la temporada decidió quedarse. En seguida se ganó fama de responsable y honrado, y la gente le empezó a llamar y hacerle toda clase de encargos. Nunca le faltó trabajo, hasta que un día perdió la vista en un accidente, hace cosa de quince años. Desde entonces se pasa el día sentado en una mecedora de mimbre con Lux, su pastor belga, echado a sus pies. Todavía no he logrado descubrir cómo se las arregla Sam para reconocerme cada vez que pongo un pie en el camino de grava que conduce a su territorio. Es posible que todos tengamos una forma inconfundible de pisar y que, para un ciego, el sonido de los guijarros al chocar sea tan reconocible como lo son las facciones de un rostro para quienes pueden ver. En todo caso, Sam prácticamente no se mueve de la puerta de la tienda en todo el día. Allí está su puesto de trabajo y, para él, eso es sagrado. Jamás se ha rebajado a mendigar, de modo que después del accidente tuvo que hacer frente al reto de inventarse un oficio digno. Lo cierto es que se le acabó ocurriendo un negocio bastante original y, como dice él mismo, para desempeñarlo bien hay que tener temple de artista. Según cuenta, el haber nacido a sesenta millas de la capital de Luisiana facilita mucho las cosas. Tiene toda la razón. En el fondo es un artista callejero; de hecho la idea se la dieron los músicos y los bailarines de tap a los que había visto tantas veces actuar en las calles del barrio francés de Nueva Orleans. La gente aprecia su talento, y con lo que le dan, Sam saca lo bastante para sobrevivir.
A no ser que haga mal tiempo, se instala a la puerta de la tienda, delante de una mesa redonda de tres patas, cubierta con un mantel de flores. Encima del tapete pone una Biblia desvencijada, encuadernada en cuero negro, y una cestita de cuerda trenzada. En el centro de la mesa, cuidadosamente rotulada en una superficie de cartón blanco, doblado en dos, figura la siguiente frase, escrita con mayúsculas, en gruesos caracteres negros:
SAM EVANS
MEMORIZADOR DE LA PALABRA
DEL SEÑOR
Su vida no puede ser más sencilla: duerme en un cobertizo adosado a la parte trasera del garaje por el que Rick, el encargado de la gasolinera, le cobra un ínfimo alquiler; la comida se la traen del diner. La prepara Kim, que es también sureña, de Atlanta, que, a cambio de una pequeña cantidad, se ocupa de hacerle la colada. Para asearse utiliza los lavabos de la estación de servicio. Su horario varía conforme a la época del año, siguiendo una pauta que no ha cambiado en todos los días de su vida: trabajar de sol a sol. Su método no puede ser más sencillo y además es infalible. Rick tiene una artritis muy avanzada, de modo que no puede despachar gasolina. Cuando llega un cliente a repostar, lo primero que ve es un cartel donde se indica que el combustible se paga en la tienda por adelantado. En el momento en que el recién llegado se dispone a atravesar la puerta, Sam, que por eso está allí, se levanta y alargando el brazo le planta la Biblia delante de las narices. A nadie le da tiempo a reaccionar; cuando la gente se quiere dar cuenta, se encuentra con el libro entre las manos, y Sam apremiándole a abrirlo por cualquier página. La situación es tan absurda e impensada, que nadie es capaz de pasar la sugerencia por alto.
No hay que interferir con el azar, dice en cuanto oye el rumor de las páginas. Lo mejor es no pensar y dejar que el libro decida por su cuenta.
Siempre sabe en qué momento ha terminado la búsqueda, y sin darle un respiro a su cliente involuntario, le conmina a que le diga el título y versículo sobre los que ha recaído su mirada. No recuerdo haber abierto la Biblia en todos los días de mi vida, hasta que llegué por primera vez a Deauville, y Sam me hizo la prueba a mí. Cuando lo pensé después, me pareció una situación divertida, pero la verdad es que desde el momento en que te atrapa no te deja opción. Lo más curioso es que nadie protesta ni ofrece la menor resistencia. Aunque después he tratado muchas veces de entenderlo, sigo sin saber por qué seguí sus instrucciones al pie de la letra; el caso es que cuando me preguntó con qué pasaje me había topado, contesté, dócilmente: Ezequiel, capítulo XXXIV No me dejó leer más. Interrumpiéndome, declamó con voz grave y engolada: «Profecía contra aquellos malos pastores que sólo buscan su interés despreciando el de la grey. Promesa de un pastor que saldrá de entre ellos, el cual reunirá a sus ovejas y las conducirá a pastos saludables». Asombrado, esperé a que terminara de recitar el resto del pasaje. Antes de irme, lo transcribí íntegro en el diario, y dejé en la cesta un billete de diez dólares. Mi intención era aprenderme el fragmento de memoria, imitando a Sam a pequeña escala. Se me ocurrió que aquel negro ciego era una especie de profeta. Lo que hacía con la Biblia me hizo pensar en el I Ching, y decidí que lo mejor era conservar intacto aquel mensaje del destino. Sigo estando convencido de que a cada uno de quienes nos cruzamos con él nos está dando una lectura oculta del porvenir.
He visto a Sam en acción muchas veces, y nunca falla. Normalmente, todo el mundo reacciona igual que yo, apresurándose a cotejar lo que oye con lo que dice el texto. Hasta ahora, nadie lo ha encontrado en falta. Una y otra vez, sus «clientes» comprueban con estupor, que la correspondencia es absoluta, palabra por palabra. Casi nadie duda de la autenticidad del método, pero cuando alguien le pregunta en qué consiste el truco, Sam suelta una carcajada y explica que no hay treta que valga, simplemente se sabe la Biblia de memoria. Cuando le devuelven el libro, pocos tienen la mezquindad de no dejar una buena propina en la cesta. Si hace mal tiempo, Sam se instala junto al mostrador, con el beneplácito de su amigo Rick.
¡Demonios, Gal! me dijo al verme aparecer hoy. Siempre se dirige a mí utilizando la misma fórmula. ¿Se puede saber qué se cuece en la Cocina del Infierno? ¿Te han echado del trabajo, o es que se te estaba chamuscando el cerebelo de estar tanto tiempo sin salir de la ciudad? ¡Choca esos cinco!
Tal vez porque ha vivido demasiado, la existencia de Sam tiende a ser un ritual de repeticiones. Tiene un saludo fijo para cada uno de sus conocidos. Por mucho tiempo que medie entre mis visitas, ésta es la fórmula que me corresponde a mí, y siempre la repite en el mismo tono, sin quitar ni añadir una sola palabra.
Esta vez, más que en él me fijé en su perro, Lux. Otro de los misterios de Sam es que siempre sabe en qué dirección mira su interlocutor.
Me temo que no le queda mucho tiempo, Gal. Antes del verano tendré que llevarlo al veterinario, a que lo ponga a dormir. Lo estoy retrasando, pero no creo que pueda aguantar mucho más.
Lux volvió la cabeza hacia su amo.
Lo siento, ya sabes que no depende de mí, le dijo el ciego al animal, y le acarició la cabeza. Lux se alzó sobre las patas, asomó la lengua y se acercó a olisquearme. Estas cosas tienen su momento preciso, siguió diciéndome Sam. Hay que estar atento a la señal. Cuando el sufrimiento pesa más que el resto, quiere decir que estamos empezando a vivir más de lo que nos corresponde. Y eso no está bien, Gal. La vida nunca se equivoca. No sé por qué la gente se empeña en no aceptarlo.
Le ofrecí un cigarrillo y se lo llevó con pulso tembloroso a los labios. La verdad es que no aprecié nada anómalo en el perro; fue a Sam a quien vi muy deteriorado. Ha envejecido mucho en cuestión de meses, y los síntomas del párkinson se han agravado de manera alarmante. Dio una calada honda, escupió hacia un lado y, alargando el cuello, se irguió muy atento, como tratando de percibir algo. Lux tenía las orejas estiradas y estaba igual de tenso. Unos instantes después, se descargó un trueno prolongado, y empezó a llover violentamente.
Cerré el diario y miré a mi alrededor. La dársena quedaba encajonada entre dos paredes de ladrillo. Me fijé en que el autobús era ligeramente más ancho por la base que por el techo, de modo que los flancos estaban levemente inclinados. Tenía el morro apuntando en dirección a la Novena Avenida; a mi izquierda, hacia la Octava, se había formado una cola de unas veinte personas. Una astilla de luz destelló momentáneamente en la superficie inclinada de vidrio y al volver la vista hacia la puerta me sorprendió el reflejo de mi silueta; por encima de mi cabeza se alzaba un muro de ladrillo y más arriba, el perfil de los rascacielos, recortados sobre un fondo nublado. El conductor subió a bordo por el costado opuesto e inmediatamente accionó el mecanismo de la puerta; sin hacer ruido, las hojas avanzaron juntas hacia mí y cuando los goznes alcanzaron su máxima extensión, se desplegaron en sentido lateral. Mi imagen se partió como por ensalmo en dos mitades que desaparecieron entre los retazos del cielo. Cuando me disponía a subir, en el quicio de la entrada apareció la silueta de una chica que cargaba una bolsa de viaje de aspecto pesado. El autobús llevaba estacionado más de un cuarto de hora y me sorprendió ver que alguien se hubiera rezagado tanto. Sin duda, se habría quedado dormida.
Al conductor aquello no pareció llamarle demasiado la atención. Asomándose un momento por detrás de ella, dio una voz, pidiendo que la dejáramos salir. El bulto del equipaje debía de pesarle demasiado, y para bajar con mayor facilidad la desconocida lo cambió de mano. A la altura de mis ojos vi flotar la mancha imprecisa de una bolsa de cuero que se desplazaba lentamente por el aire. Al hacerlo, arrastró tras de sí el pliegue de la falda, dejando al descubierto los muslos desnudos. La visión duró apenas un instante. Con un movimiento brusco de la mano que tenía libre, se apresuró a alisar la tela azul y estuvo a punto de perder el equilibrio. Evitó caerse, lanzando la bolsa al vacío y sujetándose a una barra de acero.
Atrapé el bulto en pleno vuelo. Trastabillé, sintiendo la mordedura de un remache de metal en la mejilla y un fuerte impacto sobre el pecho. Cuando recuperé la estabilidad la vi a un paso de mí, en tierra. El cabello le ocultaba la cara; se lo sacudió, moviendo bruscamente la cabeza. Tenía la piel blanca, los ojos verdes y no mucho más de veinte años. Nuestras miradas se cruzaron un momento. Sin darme tiempo a reaccionar, me arrebató la bolsa y se alejó hacia el fondo de la dársena con paso apresurado. Sentí en la espalda la presión de la gente, apremiándome a subir. Recorrí a zancadas el pasillo, localicé mi asiento y me dejé caer, aturdido.
Me palpitaba con fuerza la piel de la mejilla derecha, tenía el pulso acelerado y sensación de asfixia. Me llevé al pómulo la yema del dedo y al retirarla vi que estaba manchada de sangre. Estiré el cuello de la camiseta, para aliviar la sensación de ahogo, y miré hacia el andén a través del cristal entintado de la ventanilla. Vi su figura inmóvil, muy derecha, subiendo por las escaleras mecánicas. Al acercarse a la altura del vestíbulo, se inclinó a recoger la bolsa, y antes de dirigirse hacia la puerta de salida miró un instante hacia atrás y desapareció. Se adueñó de mí una sensación de desamparo. La imagen de sus piernas desnudas, hasta entonces una percepción fugaz y sin matices, empezó a concretarse con nitidez. A lo largo de las semanas siguientes, reviviría aquella visión innumerables veces. Más que un recuerdo que regresa de repente, fue una revelación gradual. Con total claridad descubrí detalles que ni siquiera sabía que había percibido. No traté de poner en orden mis sentimientos hasta mucho después, cuando la necesidad de dar con la desconocida se había convertido en una obsesión. En aquellos momentos, me dejé desbordar por la extraña turbación de ver cómo se recreaban en mi memoria el color y la textura de su piel, el dibujo de los muslos, la sombra de vello púbico que no alcanzaba a cubrir en su totalidad el sexo. Ésta fue la única sensación a la que necesité dar expresión verbal, el hecho de que la desconocida no llevara ropa interior. Cuando la imagen se disolvió, sentí un relámpago de deseo.
Me puse de pie como obedeciendo una orden y, sorteando los cuerpos que trataban de avanzar por el pasillo, me dirigí hacia la salida. Corrí hasta las escaleras mecánicas, subí de tres en tres los peldaños de acero estriado y, sin detenerme, franqueé la puerta que daba a la terminal. Sólo entonces me detuve. El vestíbulo presentaba un aspecto totalmente distinto al de hacía apenas media hora. Ríos de gente entraban y salían sin cesar; había largas colas frente a las ventanillas y grupos de viajeros arremolinados en torno a los paneles de los horarios. Me puse a deambular sin rumbo, sin saber por dónde empezar a buscarla, tropezándome con quienes trataban de abrirse paso entre la muchedumbre. Cuando se anunció por altavoz la salida del autobús de Deauville, tuve la sensación de que no era yo quien estaba viviendo aquel momento, que la mujer de la visión no había existido nunca en el plano de la realidad.
Me di la vuelta, dispuesto a regresar al autobús, y entonces la vi. Estaba de espaldas, comprando un paquete de tabaco en un puesto. Encendió un cigarrillo con aire ensimismado y echó a caminar despacio. A la altura de unos bancos de madera, dejó caer la bolsa en el suelo y se sentó. Por primera vez la pude contemplar con cierto detenimiento. Llevaba zapatos negros, de medio tacón, falda vaquera y una camiseta gris, que le marcaba con nitidez la forma de los pechos y el botón de los pezones. Se sentó con las piernas levemente separadas, sacó una revista de la bolsa y se puso a hojearla. Así pues, existía. Tenía que hablar con ella a toda costa, de ninguna manera podía permitir que desapareciera para siempre de mi vida.
No llegué a dar el primer paso; por detrás de una columna surgió una figura que avanzaba decididamente hacia la chica del autobús. Ella lo reconoció y se puso de pie, sonriendo. El recién llegado era un tipo delgado, ligeramente más alto que ella, más o menos de su edad, y tenía el pelo largo y lacio, de color negro. Ella corrió hacia él y se abrazaron. Cuando se separaron, la desconocida se percató de mi presencia, pero inmediatamente apartó la mirada. Su amigo recogió la bolsa, y aguardó mientras ella se ajustaba la falda y se retocaba, mirándose en un espejo de mano; cuando terminó, se sacudió el pelo con un gesto que para mí ya tenía algo de familiar y salieron juntos de la dársena, cogidos del brazo, riéndose. Seguí los movimientos de su cuerpo, hasta que los dos se perdieron entre la muchedumbre que llenaba el vestíbulo. Al cabo de unos instantes vi la doble silueta de sus cabezas flotando a contraluz. El sol de la mañana daba de lleno en los ventanales de Port Authority; las aspas de las puertas giratorias la engulleron primero a ella y luego a él, y se perdieron entre el gentío de la calle 42.
Todo había transcurrido en un lapso de tiempo demasiado breve. El reloj de la terminal marcaba las ocho menos tres minutos. Inconscientemente, desvié la mirada hacia el espacio que había ocupado su cuerpo en el banco de madera. La revista que había tenido entre sus manos seguía allí; me acerqué a cogerla y regresé al autocar. Cuando llegué, el motor estaba en marcha, con la puerta abierta, esperándome. Apenas me senté, el autobús dio una sacudida. Enfilamos hacia una rampa en curva y desembocamos en la avenida; las calles de Manhattan estaban llenas de vida. Cuando entramos en el Lincoln Tunnel me abandoné al caos de mis sensaciones. Primero vi la expresión de Sam Evans momentos antes de estallar la tormenta; en seguida, las ráfagas de recuerdos reales se empezaron a mezclar con fragmentos de sueños. Vi el prado donde pacían los caballos de Foster, las casas de madera que bordean el río y el andén desierto donde había estado leyendo mi diario. Después, muy lentamente, el instante en que se abría la falda de la desconocida, hasta que me cegó la luz del sol, en el momento en que emergíamos del Lincoln Tunnel.
Estábamos en New Jersey, en un laberinto de autopistas, rodeados de naves industriales y aparcamientos atestados de centenares de vehículos idénticos que se perdían en el horizonte. A la altura de las terminales de carga del aeropuerto de Newark, dejé de mirar por la ventanilla y me puse a hojear la revista sin prestar atención al contenido. De entre sus páginas resbaló un sobre pequeño, de papel tela. Lo cogí intrigado y vi un nombre escrito a pluma, seguido de un número:
Zadie (212)719-1859
Mi primera reacción fue abrir el sobre, pero me contuve. Si hacía las cosas bien, posiblemente aquel número me llevaría hasta ella. El prefijo indicaba que vivía en Manhattan. Guardé el sobre entre las páginas de mi diario y encajé la revista en la redecilla del asiento delantero. Sólo entonces me fijé en la portada; un indio con una cicatriz en la cara y gafas de sol, cuidadosamente trajeado, a la puerta de un casino, con un portafolio de cuero en la mano derecha; en letras blancas, la cabecera del New York Times Magazine, y la fecha de hoy, trece de octubre de 1973.
Empecé a hacer conjeturas acerca de la desconocida. ¿Cómo se llamaría? ¿Habría cogido el autobús en Deauville o se habría subido en alguna parada intermedia? Me imaginé a mí mismo llamando a la tal Zadie, quienquiera que fuese, hablando con ella, o con un desconocido, o dejando un mensaje en un contestador anónimo, dando explicaciones incoherentes a alguien sin rostro.
No recuerdo en qué momento empecé a perder la conciencia. El vaivén del autobús empezaba a adormecerme. La última imagen que conservo antes de correr las cortinas para protegerme del sol es la de una casa de madera semioculta entre unos arces.
Cuando me desperté, habíamos llegado al final del trayecto y casi todos los pasajeros estaban ya en tierra. Me apresuré a recoger la bolsa de mano del portaequipajes y, cuando bajé, no pude evitar reírme para mis adentros, pensando que había estado a punto de sucederme lo mismo que a la desconocida. Me molestó haber roto involuntariamente el ritual de mi llegada, haberme perdido el espectáculo de los caballos, no haber hecho la visita de rigor a Sam. Los purasangres de Stewart Foster podían esperar, pero algo me decía que debía ir de inmediato al surtidor de Rick. Tenía el presentimiento de que una vez allí se resolvería por sí solo el enigma cuya sombra me perseguía desde que me asaltó la pesadilla en plena madrugada. Me asomé a la salida del apeadero. Desde el borde del camino, a simple vista, se divisaba el cartel de Texaco que anunciaba el emplazamiento de la gasolinera. Sólo que estaba apagado. No habría mucho más de media milla hasta el cruce de la comarcal con la carretera del condado. Me eché la bolsa al hombro y, con una inexplicable sensación de pesadumbre, me puse a andar, con la vista clavada en el signo de neón.
En ningún momento del trayecto detecté el menor indicio de vida. No me crucé con ningún vehículo. Nadie salió a recibirme, ni me saludó desde lejos. Cuando llegué no había un alma en la vieja estación de servicio; el lugar tenía algo de espectral sin la presencia de Sam y su fiel Lux a la puerta de la tienda. Alguien había arrancado del surtidor el letrero donde se indicaba a los automovilistas que el suministro de combustible se pagaba por adelantado en la tienda; en su lugar, colgando de una cadena oxidada que bloqueaba el camino de entrada, había un rótulo de madera que decía, sin más explicaciones:
ESTACIÓN CERRADA
La puerta y las ventanas de la tienda estaban selladas con planchas de madera. Mis presentimientos me llevaban cada vez con más fuerza a formularme una idea muy concreta. Me dirigí hacia el cobertizo de mi amigo por el sendero de grava y escuché atentamente el sonido de mis pasos, tratando de entender qué diablos lograba descifrar el viejo Sam nada más oírlos. Estaba vacío: ni un mueble, ni un utensilio, ningún rastro de su presencia. Instintivamente, me encaminé hacia el pequeño huerto que quedaba en los lindes del surtidor, junto al arroyo. No tardé en comprobar lo que sospechaba. Al otro lado de la alambrada vi una pequeña piedra gris y una escueta inscripción:
1958-1973
Et Lux Perpetua
Acaricié el epitafio, extrañado de que lo hubiera utilizado alguien como Sam. Lux. O sea que se había hecho con el animal cuando perdió la vista y su concepción bíblica de la existencia le había llevado a bautizarlo así, pensé. El perro había sido literalmente la luz de que carecían sus ojos. Si, como su ausencia me hacía sospechar, también él había muerto, lo habrían enterrado en el cementerio de la iglesia anabaptista, en Deauville. Traté de imaginarme su propio epitafio, pensando que ninguno podría superar lo que había escrito acerca de sí mismo el día que emprendió su último oficio: Sam Evans, Memorizador de la Palabra del Señor. Descansa en paz, dije en voz alta, contemplando el perímetro de piedrecitas blancas que marcaban el espacio en que estaba enterrado Lux.
Volví a la parte delantera de la estación de servicio. Por el camino vi acercarse una camioneta que aminoró la marcha hasta detenerse. El conductor abrió la puerta e incorporándose me empezó a hacer señales agitando un sombrero, dándome a entender que me acercara. Le devolví el saludo y eché a andar hacia él. Era un hombre de unos cincuenta años, que llevaba un mono vaquero muy sucio. Cuando estuve a su lado me explicó:
La gasolinera está cerrada.
Eso he visto. ¿Qué ha pasado? ¿Les ha ocurrido algo a Rick o a Sam? Si es de por aquí, los conocerá.
Sí, claro. Rick está bien, pero el viejo Evans murió hace un par de semanas. Me he detenido porque me he dado cuenta de que va usted sin vehículo. ¿Qué le trae por Deauville? ¿Quiere que lo acerque a algún lugar?
Le dije que era amigo de Louise Lamarque. Todo el mundo conocía a la pintora de Manhattan que se pasaba largas temporadas sola en la casa del molino.
Si quiere lo puedo llevar hasta allí; me queda de paso.
Acepté, dándole las gracias por su amabilidad y dejé la bolsa entre los dos, en el asiento delantero.
Le dije al hombre del mono que había visto la tumba de Lux.
El pobre bicho seguramente hubiera aguantado un poco más, pero antes de dejarse morir, Sam lo llevó al veterinario.
Me retumbó en la memoria la voz grave del negro:
«Profecía contra aquellos malos pastores que sólo buscan su interés despreciando el de la grey. Promesa de un pastor que saldrá de entre ellos, el cual reunirá a sus ovejas y las conducirá a pastos saludables».
Buena gente Sam, le dije. No es que venga mucho por aquí, pero la verdad es que no me puedo imaginar Deauville sin su tenderete.
Lo que acabó con él fue la gasolinera que abrieron en el pueblo. De golpe la gente dejó de venir por aquí. A Rick le ofrecieron un buen retiro, pero él pidió permiso para seguir regentando el surtidor, y se lo dieron, por piedad. Lo que no podían era darle empleo en la nueva estación de servicio, ni mucho menos permitir que instalara allí su tenderete, como dice usted. La gente estaba muy ocupada, la demanda de combustible había aumentado mucho y no se podía incordiar a los usuarios con aquellas exhibiciones fuera de lugar. Todo el mundo sabía que la única razón por la que Rick seguía viniendo a trabajar aquí era que si se iba él, privaría a su viejo amigo de la única manera que tenía de ganarse la vida, pero la situación era absurda. De vez en cuando, algún viejo conocido se paraba un momento a saludar, yo mismo sin ir más lejos, pero la mayor parte del tiempo, Rick y Sam eran dos sombras solitarias, perdidas en la estación desierta. Al cabo de un par de semanas, Sam tomó la decisión de llevar a Lux al veterinario, diciendo que ya estaba demasiado viejo. Él se empeñó en seguir viviendo en el cobertizo y no hubo manera de hacerle cambiar de idea. Por fin, Rick dejó de trabajar, aunque siguió viniendo a la gasolinera una vez al día. Le traía la comida que le preparaba Kim y, de vez en cuando ropa limpia. Siempre se quedaba un buen rato haciéndole compañía, pero eso no podía durar. Se ofreció a pagarle un cuarto en el pueblo, pero Sam era demasiado orgulloso para consentir una cosa así.
Un domingo por la mañana, cuando Rick vino a recogerlo para que pudiera asistir al servicio religioso, no estaba en la puerta de la tienda. Se lo encontró muerto en el jergón. El médico no encontró ninguna causa concreta. Murió de muerte natural, fue lo que dijo. Bueno, pues si eso es lo que pasó, que se murió de viejo, sin sufrir, no le fue tan mal. Ojalá nos vaya a todos así, cuando nos llegue la hora.
Habíamos llegado al cruce del molino. El hombre del mono azul detuvo la camioneta y me dio la mano. No nos habíamos presentado.
Walker Martin, para lo que se le ofrezca, me dijo.
Gal Ackerman, repuse, y le di las gracias.
No hay de qué. Antes de arrancar añadió: Si quiere hablar con Rick, lo encontrará en casa de su hermana Sarah, en la calle Red Creek, justo al lado de la ferretería. Que tenga usted un buen día, amigo, y siento haber sido el portador de la mala noticia.
Descuide. No me coge tan de sorpresa como cree. De hecho fui a la gasolinera porque había tenido una premonición.
Cuando la camioneta se alejó me eché la bolsa al hombro y me adentré por el sendero del molino. La puerta estaba cerrada, pero había luz en el estudio. Pisé con rabia la tierra del camino, pensando que nunca nadie me volvería a reconocer con sólo oír el ruido de mis pasos.