Siete

CUADERNO DE LA MUERTE

Si eres la Muerte, ¿por qué lloras?

ANNA AJMÁTOVA

Enero de 1993

Me senté donde te había visto tantas veces escribiendo, en la Mesa del Capitán (el puente de mando del Oakland, solía decir Frank). Barrí el local con la vista. Teníais razón. Desde allí se dominan perfectamente todos los ángulos del bar. Alida, la camarera puertorriqueña, hablaba por teléfono sentada en un taburete al principio de la barra. La larguísima espiral del cable describía una línea recta que iba desde donde se encontraba ella hasta la base del teléfono, en el extremo más alejado del mostrador. La pista de baile estaba a oscuras, salvo el débil resplandor del pasillo interior del edificio, al otro lado de las puertas giratorias. A su izquierda, la sala de billar parecía un acuario gigantesco. Boy y Orlando, los pupilos del Luna Bowl amigos de Víctor, estaban echando una partida. Sus siluetas evolucionaban silenciosamente, sumergidas en una neblina de neón a la que la pintura de la pared daba una coloración verdosa. Agazapado detrás de la caja registradora estaba Raúl, el hijo adoptivo de Frank y Carolyn. (Sus padres, me contaste en su día, murieron en un accidente de tráfico siendo él niño. Tiene treinta y cinco años, y apenas mide 1,40. Todo el mundo le llama Raúl el Enano, cosa que a él no parece importarle. Es contable y los miércoles se pasa por el Oakland, a revisar los libros de su padre.) Al único que no había visto nunca era al viejo albino que estaba sentado en un taburete al fondo de la barra, con la espalda apoyada en la vidriera de cristal esmerilado, escuchando algo que le decía Manuel el Cubano (después hablaré de él). A medida que me vieron, me fueron saludando todos, hasta los boxeadores, a pesar de que estaban muy lejos. Manolito dejó solo al viejo de la barra, puso un bolero en la Wurlitzer y se fue al baño. Raúl alzó la mano derecha, en un gesto característico, que quería decir que me invitaba a lo que quisiera. Alida tapó el auricular, me lanzó un beso y se dirigió hacia la trampilla del sótano. El cable del teléfono la siguió como si estuviera enchufada a la pared. Tiró de la argolla de hierro, alzando la trampilla, y desapareció en el sótano. Al ver aquello, el anciano se levantó y se dirigió con pasos rápidos hacia la máquina de discos.

Un estruendo infernal sacudió repentinamente los cimientos del bar, como si alguien hubiera activado un artefacto explosivo. El albino había subido el volumen al máximo, accionando el botón oculto en la parte trasera de la Wurlitzer. Excitado por el ruido atronador, se retorcía a carcajadas sujetándose el vientre, como si se le fueran a salir los intestinos. Alida subió precipitadamente del sótano y cortó el estrépito de golpe. En medio del silencio súbito, el anciano se puso a gesticular espasmódicamente, remedando el movimiento de brazos de un director de orquesta, cada vez con menos fuerza, hasta quedar completamente inmóvil, como un muñeco mecánico al que se le hubiera acabado la cuerda. Con cara de resignación, Manuel el Cubano se acercó a él, le ayudó a ocupar el mismo taburete de antes y se quedó a su lado, vigilándolo. Raúl me hizo una señal, indicándome que se iba al despacho de su padre a trabajar.

En ese momento, una luz destelló fugazmente en la pista de baile. Alguien entró en el Oakland a través de las puertas giratorias que hay al fondo, atravesó la sala a oscuras y al llegar al arco que la separa del resto del bar se detuvo. Eras tú. Intercambiaste un saludo silencioso con Manuel el Cubano, y te acercaste hacia donde estaba yo. Dejaste un cuaderno encima de la mesa. Alida trajo una botella de vodka y un vaso sin que se los pidieras.

¿Lo conoces? me preguntaste, señalando al albino.

No.

Viéndolo así nadie lo sospecharía, pero antes de cumplir los veinticinco años era primer oficial de un mercante danés, dijiste. Hiciste un mohín y sirviéndote un vodka, lo vaciaste de un trago. Tengo una extraña deuda con él. Su historia fue el origen del Cuaderno de la Muerte. Acariciaste la libreta. Claussen llegó al Oakland mucho antes que yo. Me fijé en él desde el principio; siempre estaba en el mismo sitio, en esa esquina, como si fuera parte del mobiliario, pero nunca llegué a cruzar una sola palabra con él a lo largo de los años. Todo lo más, un leve gesto con la cabeza. Una tarde, de manera inopinada, se acercó a mi mesa. Con una voz que no parecía salir de dentro de él, me pidió permiso para sentarse. Mi sorpresa fue mayúscula: la historia oficial era que había perdido la razón. Para mí siempre había sido un ser sin vida. Fue como ver a alguien renacer de entre sus cenizas.

Tú eres escritor, ¿verdad? me dijo.

Lo miré, incapaz de creer lo que ocurría. Era la primera vez que veía en él a un ser humano, la primera vez que reparaba en sus rasgos, en su mirada, en el timbre de su voz; la primera vez que comprobaba que tenía rostro, ojos, voz propia.

Supongo que le contestaría que sí, la verdad es que no lo recuerdo. Lo que sí conservo en la memoria es lo que hizo él a continuación. Se metió la mano en el bolsillo interior del chaquetón azul y sacó un recorte de periódico. Me debí de quedar un rato largo contemplando sus uñas sucias, el papel arrugado y grasiento, hasta que por fin lo cogí. Me volvió a pedir permiso para sentarme, sin que yo lograra acostumbrarme a su presencia, a ver que era capaz de expresarse casi con normalidad. Leí lo que me había dado. Aquel recorte y lo que me contó durante los escasos minutos en los que volvió a tener uso de razón me llevaron a empezar esto.

Volviste a acariciar el cuaderno. Era negro, de gran formato, con las tapas duras y los cantos coloreados de amarillo. Una goma elástica lo cerraba longitudinalmente. Te serviste un segundo vodka y lo vaciaste con la misma ansiedad que el primero. Me daba miedo cómo me mirabas, me hacías sentir un vértigo indefinible, como si me estuvieras franqueando el paso a una zona inaccesible de tu mundo.

Puedo entender que alguien lo deje todo por una mujer a la que acaba de conocer. Lo que no comprendo es que haya que pagar un precio por ello. Siempre. Hay algo ahí que se me escapa, Chapman…

(¿Estabas pensando en Nadia?)

Respiraste hondo, alejaste de ti el vaso vacío y dijiste:

Después te enseñaré lo que me dio, pero antes déjame que te cuente la historia.

Unos diez o quince años antes de abrir el Oakland, Otero tenía una taberna en los muelles. Se llamaba Frankie’s y quedaba en una zona donde solían fondear buques de bandera danesa. (Por casualidad, supongo, que yo sepa no existe ninguna reglamentación que diga que los barcos tienen que atracar por nacionalidades.) El caso es que cuando cerró la taberna para inaugurar un local nuevo aquí en Atlantic Avenue, los daneses hicieron piña en torno a él y le siguieron como un solo hombre. Eso fue en 1957. Uno de aquellos daneses era un tal Knut Jansson, capitán de un carguero de medio tonelaje. Su primer oficial, Niels Claussen, es el viejo que acaba de montar el número con la máquina de discos. Ven, te quiero mostrar algo.

En uno de los salvavidas que había en la pared se podía leer AALVAND. En el hueco que formaba el cerco de color blanco, Frank había hecho colocar una foto donde se veía a la tripulación del buque posando de uniforme en cubierta. El capitán Jansson, dijiste, señalando una figura con el dedo índice, aunque era perfectamente reconocible por sus distintivos. No te hizo falta decir quién era Niels Claussen. Su cabeza albina resaltaba como si en la superficie de la foto hubiera caído una gota de ácido. Guardaste unos instantes de silencio contemplando la fotografía antes de volver a la mesa.

El Aalvand atracaba en Brooklyn un promedio de dos veces al año. La foto se sacó recién inaugurado el bar. Jansson y su gente llegaron a puerto la víspera de Labor Day, que como sabes cae el primer lunes de septiembre. El barrio estaba de fiesta. Los caribeños celebraban un festival de música. Por Eastern Parkway bajaban las carrozas atestadas de bandas que tocaban reggae y calypso. La juerga seguía por los alrededores y los marineros lo estuvieron celebrando a su manera. No me preguntes adónde llevaron a Claussen. En teoría se fue a ver el desfile con unos cuantos marineros; pero cuando se reunieron todos en el Oakland, antes de batirse en retirada, se supo que el primer oficial había conocido a una trigueña de ojos verdes que le había sorbido el seso.

Algo más le sorbería, le oímos decir a Frank. Estábamos tan enfrascados en la conversación que ninguno de los dos nos habíamos dado cuenta de cuándo había llegado. Buenas, tardes, caballeros. Tú te serviste otro vodka. Alida se acercó a decirle a su jefe que su hijo Raúl estaba en el despacho repasando la contabilidad. Perdón, dijo Frank, consciente de lo brusco de su interrupción. Ninguno de los dos fuimos capaces de decir nada.

Así que la historia del albino y la mulata, dijo, ligeramente azorado. Se le escapó una mirada hacia el anciano danés, que en ese momento se dirigía hacia la sala de billar, acompañado de Manuel el Cubano. ¿Y eso?

Desde la barra, Alida le hizo un gesto apremiante a Frank, dándole a entender que su hijo preguntaba por él.

Disculpadme un momento, en seguida vuelvo.

A Frankie se le cruzan un poco los cables cuando sale a relucir la historia de Niels. De hecho, no me contó nada hasta el día que el danés se acercó a mí. Después, él mismo me proporcionó nuevos datos. Entiendo sus reservas iniciales, la historia de ese pobre marinero hace daño a quien la oye.

No sé, comentó Frank al volver, rascándose una oreja, sin decidirse a sentarse. Os veo tan metidos en faena, que me da no sé qué entrometerme.

Sus palabras te hicieron reaccionar. Apartaste una silla, ofreciéndosela para que se sentara, y dijiste:

Estás en tu mesa, capitán.

Frank tomó asiento.

¿Y cómo es que estáis hablando de Niels?

Porque Néstor no lo había visto nunca hasta hoy.

Es verdad; es que ha estado un tiempo enfermo. Cuando se recuperó, Manolito se lo llevó a pasar unos meses con él y con su madre a Florida. Lo cuida como si fuera hijo suyo, a pesar de que el danés le lleva más de veinte años. A Manuel el Cubano sí lo conocías, ¿verdad?

Sí, por encima.

(Otro de los fijos. Homosexual, parlanchín, siempre va hecho un pincel, con sus guayaberas, sus pantalones de lino, los zapatos blancos y las gafas de sol, que lleva puestas a todas horas para que nadie se dé cuenta de que tiene un ojo de cristal).

Te costó volver a coger el hilo. Pese a sus disculpas, Frank estaba de un humor ligero, mientras que contada por ti la historia revestía tintes mucho más sombríos. Por fin, hiciste un gesto de asentimiento y continuaste diciendo:

Se llamaba Jaclyn Fox y era jamaicana. No he visto ninguna foto suya, de manera que no te puedo describir su físico…

Yo la vi en persona y no te pierdes nada, Ness, interrumpió Frank. No me refiero a su físico, eso es cuestión de cada cual. No me gustaba su manera de mirar, ni la imagen de hembra sumisa con que se presentaba al mundo. No me fiaba de ella y ella se daba cuenta. Me miraba con odio, consciente de que a mí no me la daba. Sentía lástima de Niels. Apenas tenía experiencia en cosa de mujeres y cayó en sus garras como un corderillo.

Lo importante, a efectos de lo que estamos contando, puntualizaste, es que después de haber estado con ella, Claussen no se la podía quitar de la cabeza. Era como si le hubiera contagiado una enfermedad, como si lo hubiera envenenado y tuviera dependencia física de un veneno que sólo ella le podía inocular. Estaba obsesionado. La idea de estar lejos de ella le angustiaba. Sus compañeros del Aalvand le tomaban el pelo. Se reían descaradamente de él, diciéndole que lo que tenía la jamaicana lo tenían todas las mujeres. Claussen no se sentía dolido por sus comentarios. Para él, lo único que contaba era saber que después de que el Aalvand zarpara, tardaría seis meses en volver a verla, y seis meses es demasiado tiempo para pedirle a una mujer así que te espere, sobre todo sabiendo que si lo hiciera, el dilema se volvería a repetir periódicamente.

Lo siento Gal, era Frank el que hablaba, pero todo ese romanticismo sobra. Las historias de amor de los marineros, además de ser repetitivas, son falsas. La realidad es que se casan como Dios manda y que sus legítimas les guardan la ausencia o no, cuestión de suerte. En cuanto a ellos, la inmensa mayoría se va de putas en cuanto ponen un pie en tierra. Tú lo sabes perfectamente, no tienes más que darte una vuelta por los garitos del puerto. O por los alrededores del Oakland. Y eso es lo que hizo Claussen, que se enganchó de una ramera.

No era ninguna ramera, protestaste, tenía un trabajo decente y…

Si no lo era profesionalmente, se portó como tal, pero en fin, sigue.

El Aalvand volvió a atracar en Brooklyn en marzo…

Febrero, perdona. Lo sé porque hacía un frío de cojones. En las calles había nieve acumulada de varias semanas. Verdaderas montañas de hielo sucio.

De acuerdo, febrero. Cinco meses, entonces, no seis. Cinco meses es mucho tiempo, pero en este caso no bastaron para borrar de la memoria el deseo tóxico que Jaclyn Fox le inspiraba. El Aalvand volvió y con él, Claussen. La escala, como siempre, duraría una semana. Cada noche, los daneses vinieron al Oakland, a pagarle a Frankie sus respetos. La víspera de la partida, Niels acudió en compañía de su capitán. Su barco zarpaba a primera hora de la mañana.

Por eso, dijo Frank quitándote abruptamente la palabra, casi me quedo sin respiración cuando al día siguiente, a media tarde, vi que Niels Claussen entraba en mi bar.

Se calló, esperando a que continuaras tú.

Traía un petate a la espalda e iba vestido de paisano; su barco había zarpado hacía varias horas. No hacía falta ser ningún lince para darse cuenta de lo que había ocurrido. El primer oficial del Aalvand había desertado. Lo primero que le preguntó Frank fue dónde había dejado a la jamaicana. Claussen le contestó que estaba esperando fuera. Dejó en una silla la bolsa de lona donde llevaba sus pertenencias y le preguntó a Frank si estaba libre alguno de los cuartos que alquilaba en el piso de arriba.

La pregunta me jodió como no os podéis imaginar. Le dije que no sabía de qué cojones hablaba, que quién le había dicho que yo tuviera nada que ver con ningún motel de mierda. Extrañado de mi propia acritud, cambié de tono y añadí que la cosa no iba con él, que por el Oakland sería siempre bienvenido. Pero no volvió a aparecer. Salvo que apenas tuvieron tiempo de disfrutarla, nunca se supo mucho de la vida en común de la pareja. Niels siempre fue poco comunicativo. Lo único que se sabía a ciencia cierta es que se habían casado y vivían por Fort Green.

Por el contrario, seguiste diciendo tú, Jansson continuó fiel a su costumbre de venir a ver a su amigo Frankie Otero cada vez que su barco fondeaba en el puerto, y cuando el Aalvand recaló en Brooklyn unos meses después, su capitán no tardó en presentarse en el Oakland. No venía a comprobar nada. No le hacía falta que Frank ni nadie le dijera lo que había ocurrido. Sabía que Claussen lo había dejado todo por una mujer.

La mezcla de rabia, dolor y desprecio con que me habló de quien había sido su mejor amigo me sorprendió, dijo Frank. Claro que aquella vehemencia indicaba hasta qué punto le había afectado la traición. Según él, la jamaicana lo había arrastrado tras su estela sexual, como una perra en celo. Por su propio bien, dijo refiriéndose a Niels, espero no verlo por el Oakland.

Pasaron unos meses, seis o siete, ¿no es así, Frankie? Lo siguiente que se supo de Niels fue que ya no vivía con la jamaicana.

Se aburría como una ostra con el albino y se largó con otro. Eso contaban mis clientes. Según los rumores, estaba viviendo con un irlandés. Se ve que le gustaban los blancos, aunque éste no lo era tanto como el danés. Pobre diablo. La empezó a perder el mismo día que se despojó del uniforme.

¿Y qué hizo él entonces? pregunté.

Jaclyn y su irlandés, repuso Frank, vivían cerca de Prospect Park. Con ánimo de poner distancia, Niels se fue a vivir nada menos que a Bedford-Stuyvessant. Como dice Manolito, debía de ser el único blanco del barrio.

Un día, de manera totalmente inesperada, Niels dio señales de vida, empezaste a decir, pero Frank se apresuró a quitarte la palabra:

Yo estaba en el despacho cuando entró mi mujer, Carolyn, con cara de circunstancias y me dijo que un tipo con un aspecto muy extraño preguntaba por mí. No supo explicarme quién era. Salí intrigado y me encontré al albino. Estaba más flaco y macilento que nunca. Quería saber si Jansson seguía viniendo por el bar cuando recalaba en Brooklyn. Sí, ¿por qué? ¿Qué quieres de él? le pregunté. Debía de pesarle cada vez más en la conciencia el hecho de haber desertado. Al fallarle a Jansson no sólo había traicionado a su capitán, sino también a su mejor amigo. Sin embargo, tengo que decir que mi actitud hacia el albino había cambiado a raíz de lo que le había ocurrido.

Todavía no hemos llegado a eso, Frank.

¿Se puede saber de qué habláis? os pregunté.

Del recorte de periódico que me mostró Niels Claussen el día de su resurrección. Ahora que conoces el trasfondo de la historia te lo puedo mostrar, contestaste.

Apartando el elástico que cerraba el cuaderno negro, lo abriste por la primera página, demorándote lo suficiente para que yo pudiera leer:

CUADERNO DE LA MUERTE

Buscando entre sus hojas, extrajiste un recorte de periódico que parecía viejísimo y me lo diste.

HALLADO EN PROSPECT PARK

EL CADÁVER DE UNA MUJER

BRUTALMENTE ASESINADA

The Brooklyn Eagle, 23 de septiembre de 1958.

A las 5.27 de la madrugada del viernes una llamada telefónica alertó al 911 de la presencia de un cadáver en Prospect Park. En el lugar de los hechos, la policía encontró los restos de una mujer de unos 20 años de edad. El cuerpo presentaba…

Me lo arrancaste de las manos sin dejarme llegar al final.

Esto es, dijiste, lo que Claussen se empeñó en darme el día que se acercó a hablar conmigo. Como puedes suponer, lo leí con la misma perplejidad que tú ahora. Sentí que se me iba la cabeza cuando le oí decir, con una voz que no parecía de este mundo:

La víctima era mi exmujer.

Miré primero a Frank y a continuación a ti.

¿Me estáis dando a entender que…?

Que la mujer que apareció brutalmente asesinada en el parque, se adelantó a contestar Frank, era Jaclyn Fox…

¿Pero y quién…?

El irlandés. Le quiso hacer la misma jugarreta que a Niels, pero esta vez calculó mal. Con el irlandés no se jugaba. La noticia corrió como un reguero de pólvora por todas las tabernas del puerto y por todos los bares de mala muerte que frecuentaban los marineros. Los barcos que zarpaban de aquí se llevaron la noticia a otros lugares. Cuando Jansson volvió a Brooklyn, estaba al tanto de la suerte que había corrido la mujer por la que Claussen había puesto su vida patas arriba.

Para seguir, te hizo falta otro vodka. Nos preguntaste a Frank y a mí si te queríamos acompañar, y te volviste hacia Alida para pedirle unos vasos, pero los dos declinamos la invitación.

Aturdido por la revelación que me había hecho el anciano, seguiste diciendo después de vaciar limpiamente el vaso, me quedé mirándole como un idiota. Su rostro me hacía pensar en una superficie de cal cuarteada. Los pelos, incoloros, se le pegaban a la frente y a los pómulos. Tenía los ojos traslúcidos, vacíos. La pupila era casi una raya vertical. Fui a devolverle el recorte, pero él levantó la mano y repitió la pregunta que me había hecho al principio:

¿Tú eres escritor, verdad?

Esta vez tengo la certeza de que no contesté. La pregunta no buscaba respuesta.

Vi claramente cómo se le volvía a nublar la razón. Antes de levantarse para ocupar su asiento en el rincón de siempre, había vuelto a ser el cadáver viviente que llevaba siendo desde que Frank lo rescató y lo trajo aquí. Sólo fue persona durante los quince o veinte minutos que habló conmigo. Me llevé el recorte arriba y lo guardé en una carpeta, sin saber qué hacer con él.

Hiciste una pausa y cogiendo con crispación la botella, llenaste un vaso hasta los bordes y lo vaciaste de un trago. Cuando volviste a hablar empujabas la voz, como si te faltara el aire:

Sigue tú, Frank.

Allí tenía a aquel pobre desgraciado, dijo el gallego, delante de mí, en mi territorio, desvalido, sin acabar de explicarme a qué había venido. Le invité a sentarse, le pregunté si quería algo, si necesitaba ayuda. Por toda respuesta, sacó el recorte de periódico. Iba con él a todas partes, enseñándoselo a la gente, como quien enseña una foto de sus hijos, hasta que se lo entregó a Gal. Sin duda eran los primeros síntomas de la locura.

¿Has visto esto, Frankie? me preguntó.

Procurando no herir sus sentimientos, le dije que no hacía falta que lo fuera aireando por ahí como si fuera un trofeo. Con aire contrito, se guardó el recorte y me dijo que fue así como se había enterado él, por el periódico. La situación empezaba a cobrar tintes absurdos. Le volví a preguntar a qué había venido, diciéndole que estaría encantado de ayudarle si estaba en mis manos. Entonces me dijo que le había escrito una carta a Jansson y quería pedirme el favor de que se la entregara cuando el Aalvand volviera a atracar en Brooklyn, cosa que conforme a sus cálculos sucedería pronto. Le dije que no tenía el menor inconveniente, que en cuanto Jansson viniera por el bar le daría la carta. Me la entregó, me dio las gracias efusivamente y se largó. Y yo también os tengo que dejar, dijo Frank bruscamente, como si estuviera buscando una excusa para quitarse de en medio. Mi hijo Raúl me reclama.

Tardaste mucho en volver a tomar la palabra. Necesitabas tiempo para volver a adquirir el grado de intimidad que habíamos alcanzado al principio de la conversación, antes de que llegara Frank. Cuando te sentiste preparado, te volviste a llevar el vaso a los labios.

Qué esperaba Claussen de la carta, nunca se sabrá. No me habló de eso. Lo único que consiguió fue una humillación adicional. Visto desde fuera, puede parecer que Jansson actuó con crueldad, pero la verdad es que si me pongo en su lugar, le entiendo.

Cogiendo la goma negra con los dedos, volviste a asegurar la libreta.

Cumpliendo su palabra, cuando se presentó la ocasión, Frank le dijo a Jansson que Niels Claussen había dejado una carta para él. El capitán del Aalvand sacudió la cabeza y se limitó a decir que no quería saber nada de su antiguo oficial. Otero asintió. No hizo una sola pregunta. No se volvió a mencionar el asunto entre ellos dos. Claussen no tardó en llamar por teléfono a Frank para preguntarle si le había dado la carta a Jansson. El gallego le contó que se había negado a cogerla.

Al llegar a este punto de la historia, empezaste a beber más despacio. Te dabas cuenta de que habías alcanzado un estado de conciencia insostenible. En vez de vaciar el vaso de un trago, dabas sorbos cortos con los que parecías ir apuntalando las frases.

Jansson llevaba tres noches en Brooklyn cuando Niels apareció en el Oakland. No debería haberlo hecho. La actitud de Jansson no dejaba lugar a dudas. Pero la estupidez del ser humano es ilimitada, y Claussen hizo lo peor que pudo hacer. Se presentó en el Oakland de uniforme. Fue una escena surrealista, que a Frank jamás se le podrá borrar de la memoria. Era de noche y había mucha gente. El bar de Frank es un mundo cerrado. Todos sabían quién era el albino y estaban perfectamente al tanto de lo sucedido, por eso cuando lo vieron aparecer vestido de uniforme se hizo un silencio sobrecogedor en el local. Niels buscó a su antiguo capitán con la mirada y se dirigió hacia su mesa y cuando estuvo a unos pasos de él se detuvo, sin saber qué hacer. Jansson endureció el gesto, se puso en pie y le pidió a Otero que fuera a buscar la carta. Cuando la tuvo en la mano, se acercó a su antiguo subordinado e hizo ademán de devolverle el sobre. En lugar de cogerlo, Claussen se cuadró militarmente.

Frank recuerda lo que ocurrió a continuación como si lo hubiera soñado. A Jansson le temblaba la mano derecha y, al cabo de un momento interminable, dejó caer la carta al suelo. Sabe dios qué le pasaría por la cabeza. Lo más probable es que se sintiera afrentado por el hecho de que Claussen hubiera tenido la osadía de presentarse ante él vistiendo el uniforme que había desechado. La mano le temblaba cada vez más. Por un momento, Frank pensó que se disponía a devolverle el saludo, pero, en lugar de ello, Jansson cogió impulso y le propinó una bofetada que resonó en medio del silencio como un latigazo. Niels trastabilló y, recuperando la posición inicial, mantuvo el saludo. Resultaba patético verlo allí, rodeado de gente que era incapaz de apartar la vista de él. Parecía una marioneta abandonada por la persona que maneja los hilos. Tenía el rostro tenso. En la comisura de los labios apareció una gota de sangre. Jansson le dio la espalda y siguió hablando con Frank como si no hubiera ocurrido nada. Niels siguió inmóvil un buen rato, tratando de contener las lágrimas, hasta que, incapaz de soportar más la humillación, dejó caer el brazo y en medio de un silencio intolerable, se agachó a recoger la carta, giró sobre sus talones y se largó por donde había venido. A una señal de Frank, Ernie Johnson se apresuró a poner música. El fragor de la Wurlitzer fue como una tormenta cuyos truenos ocultaban el recuerdo de lo que había sucedido.

Recorrías el borde del vaso con la yema del dedo, lentamente, retrasando el momento de beber, como si supieras que te encontrabas en un punto equidistante entre la lucidez y la borrachera. El nivel de vodka parecía marcar la frontera entre los dos estados.

¿Alguna vez le llegó a explicar Jansson a Frank sus motivos?

No hubo ocasión. Se quitó de en medio. Desapareció. Pidió que lo relevaran de la ruta del Atlántico Norte, y jamás se volvieron a ver. En años sucesivos se tuvo alguna noticia suya a través de los marineros daneses, que jamás dejaron de venir asiduamente por el bar. Se retiró en 1964. A finales de los setenta, después de muchos años de no saber nada de él, llegó al Oakland un telegrama con la noticia de que el antiguo capitán del Aalvand había muerto. Era un telegrama oficial, firmado por alguien que nadie conocía.

¿Y Niels?

Todos pensaron que se habría vuelto a Dinamarca, pero no fue así. Lo último que se había sabido de él era que andaba por Bedford-Stuyvessant, pero eso fue antes del asesinato. Un día, un conocido de Frank le dijo que lo había visto por Red Hook, pidiendo limosna y completamente ido. Noticias subsiguientes confirmaron que en efecto vivía en un recodo de un parque colindante con un vertedero de basura, en compañía de un puñado de mendigos. Frank fue a buscarlo en persona e inmediatamente lo reconoció. Lo que vio fue a un homeless hediondo, que iba recogiendo latas, botellas y recipientes de plástico, que luego canjeaba por una cantidad ínfima de dinero en los supermercados. Pero su estatura, su pelo y el color de la piel eran inconfundibles. Era el albino.

¿Y Niels lo reconoció a él?

Para entonces ya había perdido la razón. Estaba como lo ves ahí. Sólo que ahora se ocupa de él Manuel el Cubano. No recuerda nada. Le puedes decir lo que quieras de su pasado, que no reacciona. Una vez lo pusimos delante de la foto en la que aparece con todos en la cubierta del Aalvand, y se rió como un imbécil, de una manera no muy distinta a si le hubiéramos enseñado la foto de unos monos copulando, por poner un ejemplo. Por eso, el día que le dije que Niels se había acercado a hablar conmigo, Frank no daba crédito. Sólo me creyó cuando le mostré la noticia. Y hablando de eso, dijiste apoyando el dedo índice en el cuaderno, el de Jaclyn Fox fue el primer recorte. A partir de entonces, cada vez que me encuentro una noticia de ese tipo en el New York Times, la recorto. Lo estuve haciendo durante años, sin saber para qué, hasta que un día se me ocurrió transformar una de las noticias en un cuento. Pensé que si lo hacía, tal vez le encontrara algún sentido. Y empecé a tomar notas en un cuaderno que estaba destinado a ser distinto de los demás. No tuve que pensar mucho para buscarle un nombre. Estaba claro que el denominador común de todas aquellas historias era la muerte. Pero todavía no había decidido que forma podría darle. Poco a poco he ido escribiendo algunas historias basadas en las noticias que iba recogiendo, pero la de Niels no, porque todavía está ahí.

Nos miramos a los ojos, seguramente para evitar buscarlo a él, aunque entonces estaba lejos, viendo jugar a Boy y Orlando, en la sala de billar. Empujaste el cuaderno y me invitaste a abrirlo. Me llamó la atención lo cuidadosamente organizado que estaba. Era un verdadero catálogo de los horrores que es capaz de cometer el ser humano, algo con lo que convivimos sin apenas darnos cuenta, pues está tomado del periódico, día a día. Las monstruosidades se repetían con una monotonía que tenía algo de hipnótico. Era extraño, muy extraño, hacer aquello. Había demasiado dolor acumulado en aquellos recortes. Fui pasando las hojas sin apenas atreverme a leer, limitándome a mirar los titulares por encima. Parecían ventanas abiertas al mal. La frase no es mía, fuiste tú quien la dijo, aunque no en aquel momento.

Te interrumpiste para echar un trago interminable. El fuego del alcohol te asomaba a los ojos. A partir de ahí, te empezó a temblar la voz. Más que hablar, parecía que escupías las palabras.

Entender, sólo entender cómo es posible que se cometan semejantes atrocidades, dijiste, arrastrando las sílabas.

Percibí algo en tu interior que sólo volvería a ver las veces que estuve contigo en el Astillero, un fuego que no sabía cómo definir, pero cuando lo veía, procuraba mantenerme lejos. Raúl había salido del despacho, pero no se acercó, y yo estaba seguro de que Frank se había quedado dentro para evitar verte en aquel estado. Raúl se fue a sentar con Niels, que estaba dormitando pacíficamente en la sala de billar. Parecía una gárgola, encaramado en el brazo del sillón. Manuel el Cubano estaba sentado junto a él, con la mano apoyada en su espalda.

De todos modos, no me hagas mucho caso, Ness.

Fue la última frase que pronunciaste y te costó un enorme esfuerzo hacerlo. Lograste ponerte en pie. Trataste de hacerte con el Cuaderno de la Muerte, pero no acertabas a cogerlo y te lo tuve que dar yo. Intentaste servirte otro vodka, pero lo único que conseguiste fue derramar sobre la mesa el poco líquido que quedaba en la botella. Los ojos de toda la gente que había en el local estaban pendientes de tus movimientos. Con paso extrañamente firme, te dirigiste hacia la pista de baile y, al tropezar con la oscuridad, te detuviste. Me acerqué a encender el interruptor y esperé a que atravesaras la sala vacía. Llegaste a las puertas giratorias y desapareciste en el vestíbulo del edificio. Los cristales siguieron girando unos segundos, y cuando por fin se detuvieron, vi cómo se concretaba en ellos el reflejo de una silueta. Tardé en darme cuenta de que aquella mancha perdida entre la fantasmagoría de luces de la pista de baile era yo y, de no ser porque en aquel preciso instante oí la voz de Alida, que me llamaba por mi nombre, me habría resultado imposible saber en qué encrucijada del espacio-tiempo me encontraba exactamente.