Cuando yo era niño el mundo se acababa en Coney Island. Aquel arenal situado en el límite inferior de Brooklyn era nuestro Finisterre. Todo empezó en el verano del 47. David le envió al director de su periódico un puñado de artículos y a éste le gustaron tanto que al día siguiente lo llamó para ofrecerle una columna semanal. No era la primera vez que le publicaban algo, pero esto era distinto. Llevaba más de treinta años trabajando para el Brooklyn Eagle, donde había desempeñado toda clase de trabajos antes de que lo nombraran jefe de tipografía, pero su sueño secreto siempre había sido escribir. Nos dio la noticia el día de mi cumpleaños, aprovechando que estaba toda la familia reunida. Su idea era sacar a la luz los cientos de historias que yacían ocultas en los distintos barrios de Brooklyn. Lo que le había mandado al director era sólo una muestra, tenía mucho más oculto en la trastienda. Como había tanto que contar, le dedicaría una serie a cada barrio, empezando por Coney Island. Tras decir esto, me puso la mano en el hombro y mirando a mis padres añadió: Voy a necesitar un buen ayudante de campo. La abuela May se fue corriendo a la cocina y volvió con una tarta de frambuesa con diez velas encendidas.
Los viajes empezaron en cuanto me dieron vacaciones. Mi trabajo consistía fundamentalmente en hacerle compañía, escucharle y, ocasionalmente, tomar notas en una libretita cuya única función, ahora me doy cuenta, era que yo me sintiera útil. En su casa, David guardaba una serie de ficheros donde acumulaba el material relacionado con cada barrio. Nunca los llamaba por su nombre; indefectiblemente añadía una muletilla. Las recuerdo todas perfectamente. Coney Island era la Isla de los Sueños; Brooklyn Heights, un «enclave de escritores elegante y señorial». ¿Sabes, Yaco, me preguntó un día (después explicaré el origen del nombre que me había puesto), que fue allí donde se publicó la primera edición de Hojas de hierba? Me mostró un ejemplar dedicado de puño y letra por el propio Whitman. «Para David Ackermann [con dos enes, por error], cordialmente, de su amigo» y debajo la pulquérrima firma del poeta. Cuando íbamos a Red Hook («atrabiliario y fantasmal, atestado de tabernas misteriosas, y acribillado de callejones de piedra negruzca»), le encantaba pasear por el puerto. Y así con cada barrio. No podía invocar el nombre de East New York sin añadir «sórdido y sangriento», ni el de Brownsville, sin repetir por enésima vez que era «el teatro de operaciones del temible Sindicato del Crimen». Le fascinaba la historia de aquella banda criminal, a la que habían pertenecido gángsters del calibre de Lucky Luciano, Meyer Lansky y Frank Costello. Más barrios. Williamsburg no era Williamsburg a secas, sino «el abigarrado Williamsburg», a lo que irremisiblemente seguía un comentario explicativo («Hay gente de tantas procedencias, que por poner un solo ejemplo, se cuentan veinte sectas distintas de judíos hasídicos»). Solía rematar sus historias con algún apotegma solemne. Mi favorito era éste: «En fin, que cada barrio es un mundo y Brooklyn el universo». No coincidíamos en todo, por supuesto, él tenía sus preferencias y yo las mías, pero había una cosa en la que estuvimos siempre de acuerdo: el mejor barrio de Brooklyn, a años luz de todos lo demás, era Coney Island.
El viaje en metro duraba alrededor de hora y media. David venía a buscarme muy temprano. El primer día, antes de salir, desplegó un mapa y poniendo el índice encima de una franja anaranjada que tenía forma de sillín de bicicleta lo arrastró lentamente por encima del nombre, dejando las letras al descubierto una a una:
C - O - N - E - Y I - S- L - A - N - D
Después de la Séptima Avenida, el metro dejaba de circular bajo tierra. Era una maravilla ver el paisaje urbano desde los raíles elevados. A la altura de Brighton Beach, torcíamos, dejando el mar a nuestra izquierda. La vista de la playa era impresionante: miles y miles de bañistas pululando por la arena, formando un magma movedizo que se adentraba entre las olas. El momento culminante era cuando después de cruzar un puente de piedra veíamos surgir ante nosotros la arquitectura visionaria de los parques de atracciones: cúpulas, agujas, minaretes, las gigantescas ruedas de las norias, el perfil de las montañas rusas, y presidiéndolo todo, la estructura metálica del Salto del Paracaídas.
La primera sensación, nada más llegar, era de terror. Para salir del metro había que atravesar un pasadizo muy largo, casi sin iluminar, hasta donde llegaba la risa diabólica de unos autómatas. Yo apretaba con fuerza la mano de mi abuelo y él, que recurría a la mitología griega para todo, me decía que no había nada que temer. Estamos en la Boca del Hades, decía, y así daba comienzo a la primera explicación. Antes, hace muchos años, había una caverna artificial conocida como la Puerta del Infierno. La vigilaba un diablo gigantesco que desplegaba unas alas de varios metros de envergadura, mientras observaba a la gente que hacía cola para entrar. No era un comentario muy tranquilizador, pero al llegar a la superficie, nos aguardaba una explosión de vida y color que lo cambiaba todo.
Regresar a Coney Island después de tantos años me ha hecho sentir una enorme nostalgia. Le pedí a Nadia que me acompañara al Archivo de Ben, para sacar de allí las crónicas del Brooklyn Eagle. Leyéndolas, vuelvo a ser Yaco, el niño que exploraba un mundo de fantasía de la mano de su abuelo, a la vez que, sin dejar de ver a David con los ojos de entonces, me acerco a él de hombre a hombre. Sobre todo, he descubierto en él al escritor.
Me doy cuenta de que mi relación con Coney Island ha cambiado y no es sólo porque estoy con Nadia. Todo es distinto: la gente, las calles y, quizás más que nada, la luz. Ahora es invierno, los días son muy cortos y apenas hay bullicio. Por las mañanas la acompaño a la parada de metro, y luego recorro en solitario las calles vacías de Brighton Beach, entro en algún café y me siento a escribir y leer.
Los días que Nadia no tiene que ir a Juilliard nos levantamos tarde y si el tiempo no está muy desapacible, la llevo a los lugares que descubrí en compañía de mi abuelo. Me gusta observarla mientras lee las crónicas de David. Muchas veces, cuando termina una, la leo yo, tratando de imaginarme qué ha podido sentir ella:
Coney Island mira al mar orlada por un paseo marítimo construido con sólidos tablones de madera. La playa es una larga franja de arena blanca y fina, la misma siempre, por más que los letreros designen con distintos nombres sus tramos sucesivos: hacia levante, Manhattan Beach; a mediodía, Brighton Beach; y por fin, hacia el poniente, Coney Island Beach. Desde tiempo inmemorial, los barcos no consideraban que habían llegado a Nueva York hasta que se encontraban a la altura de Sea Gate. Coney Island se quedaba fuera de la rada, como una polis inquieta y avezada, con la mirada puesta en el océano. Sus proporciones son relativamente exiguas: media milla de ancho por dos y media de longitud. Dos salientes de tierra protegen su marina de los embates del mar. Cuando el explorador Henry Hudson, arribó a lo que habría de ser la ciudad de Nueva York a bordo del Media Luna, la embarcación tocó las orillas de Coney Island. Compiten dos teorías en torno al origen del nombre con que se conoce esta montaña que antaño no era más que arena y tierra marismeña, y cada una de ellas guarda relación con un tótem distinto. Los canarsis, una de las tribus de la nación algonquina, y que fueron quienes la vendieron a los colonos ingleses, dicen que el nombre originario del lugar era «Konoh», que quiere decir «oso». La segunda etimología remite a un vocablo neerlandés, «Konijn», que significa «conejo» en la lengua de los primeros pobladores europeos de la isla.
Escritas, las palabras de David me hacen revivir las mismas emociones que sentía cuando escuchaba sus historias de viva voz. Ayer me tropecé con una crónica que me remontó a uno de nuestros primeros paseos. Mi abuelo me había pedido que anotara los nombres de todas las avenidas que nos íbamos cruzando en un tramo del Bowery. Al llegar a una esquina leí:
NAUTILUS AVENUE
¡La nave del capitán Nemo! exclamé, fascinado. Mi abuelo se detuvo, sonriente, y me acarició la cabeza. Un detalle de este tipo era todo lo que necesitaba para poner en marcha sus poderes de fabulación. Así empieza la crónica que escribió como homenaje a mi pequeño descubrimiento:
Carta abierta a mi nieto
Querido Yaco: Los nautilus pertenecen a la familia de los moluscos, al igual que las almejas o las ostras, pongamos por caso, sólo que su concha tiene una forma muy elaborada, y sobre todo, Yaco, que son muy raros de ver. Su hábitat natural son los mares del sur, el índico sobre todo y en menor medida el Pacífico. El nautilus vive en el interior de una cámara espiral que tiene las paredes interiores tapizadas de nácar. De particular interés es la variedad (o subespecie) conocida como «nautilo de papel», perteneciente al género de los Argonautas. Has de saber que se llaman así porque las hembras (no así los machos) moran en el interior de una cámara nupcial cuya textura se asemeja sobremanera a la del papel. Tal vez ignores de dónde viene el nombre de Argonautas. Pues bien: procede, como tantas cosas, de la mitología griega. No es éste el lugar para contarla, pero la historia alude a la travesía marítima que efectuó el heroico Jasón en busca del codiciado Vellocino de Oro. Algún día te la contaré. Así pues, los nautilus son unos vehículos de forma elegante que desplazan a sus ocupantes por lo más hondo del abismo marino. No es de extrañar que Julio Verne eligiera ese nombre, que además es muy hermoso, para dárselo al submarino a bordo del cual tu admirado capitán Nemo efectuó sus veinte mil leguas de viaje bajo el mar.
Uno de los lugares a los que tenía más impaciencia por volver era el Rincón de Cooper. Preferí ir sin Nadia, me daba miedo encontrarlo demasiado cambiado o incluso que hubiera dejado de existir. Mi abuelo era perfectamente consciente de la imposibilidad de ir a Coney Island sin que acudiéramos allí y la verdad es que resulta difícil imaginar un espacio donde se pueda acumular mayor cantidad y variedad de juguetes, tebeos, baratijas, golosinas y demás parafernalia pensada para excitar y saciar los deseos de una mentalidad infantil. En ningún lugar he vuelto a ver nada semejante. Como entonces, había una ruidosa aglomeración de chiquillos, todos afanados en hacer suyo alguno de los tesoros que se amontonaban allí. Santo cielo, la de emociones que se agolparon en mí en un momento al ver que el Rincón de Cooper seguía exactamente igual que siempre. Me acordé del día que, estando yo intentando decidirme por algo (sólo tenía derecho a un trofeo por visita), se me acercó David con un yo-yo luminoso que tenía forma de sirena. Mostrándomelo, me comentó que era el símbolo de la isla, y me pidió que a la salida me fijara en la cantidad de imágenes de sirenas que había por todas partes. El yo-yo no saldría de la tienda (le ganó la partida un tebeo), pero mi abuelo tenía razón, Coney Island estaba plagado de sirenas: las había dibujadas, pintadas, esculpidas, de plástico, de madera, de neón; en los bares, en los escaparates, en los anuncios, en las atracciones. El hallazgo del yo-yo le había proporcionado el tema de su siguiente crónica. Durante nuestro paseo de reconocimiento, si encontraba algún detalle llamativo, sacaba del bolsillo su cuaderno y tomaba nota de él. Cuando le pareció que teníamos suficiente material me llevó a Dalton’s, el beer garden de Surf Avenue. Sentado en la terraza, delante de una cerveza, me preguntó:
¿Tú sabes de dónde vienen las sirenas?
A Dalton’s sí que quise ir con Nadia. Nunca lo había visto fuera de temporada. Las ventanas estaban selladas y la terraza y el jardín desiertos. Fue aquí donde David me contó el mito de las sirenas. Desde la cervecería se domina bien el mar. Por un instante me lo imaginé poblado de sirenas. Recordando que me había dicho que los nautilus vivían en los mares del sur, le pregunté a David en qué mar vivían las sirenas. Me miró con extrañeza y saliendo de entre las telarañas de lo que estaba pensando, dijo:
Sabes de sobra que sólo existe lo que cabe comprobar de manera científica.
Sus historias estaban repletas de cíclopes, centauros, amazonas, quimeras, arpías, gorgonas y otros entes portentosos, el catálogo era inagotable. ¿Me estaba dando a entender que jamás podría ver una sirena ni un nautilus ni ninguno de aquellos otros seres de los que hablaba a todas horas?
Esbozando una sonrisa, me explicó que dependía. Los nautilus, por ejemplo, sí existían. Las amazonas en cierto modo, también… O por lo menos habían existido en un pasado remoto, tras el cual, la imaginación popular las había convertido en seres fabulosos. Las sirenas se podían considerar un caso fronterizo. Es decir, había unos animales marinos (origen de la leyenda) que se les parecían mucho (los manatíes), pero tal y como se las representaba (mujeres con cola de pez), no. En cuanto a los centauros, quimeras, y demás, eran seres puramente imaginarios. No existían.
Estábamos sentados a una de las mesas del jardín. Las camareras iban ataviadas como valquirias, cantaban en alemán e incitaban a los clientes a beber. Aquella tarde mi abuelo me puso el apodo de Yaco, que únicamente usaba cuando estábamos los dos a solas. Como siempre, pidió lo que en la jerga de Dalton’s se consideraba una jarra pequeña, aunque a mí me pareció descomunal (luego supe que eran de litro). Normalmente, cuando acababa mi refresco, solía darme permiso para mojarme los labios en su cerveza, cosa que yo hacía encantado. Lo que nunca le había visto hacer, por más que insistieran las valquirias, era consentir que le trajeran una segunda jarra. Aquella tarde, no sé bien por qué, se le aflojó la voluntad. Hasta la mitad bebió con ganas, pero luego le empezó a resultar difícil mantener el ritmo. Siempre ponía límite a mis sorbos, pero en aquella ocasión me dio permiso para mojarme los labios todas las veces que quisiera. Me di cuenta de que el abuelo estaba algo mareado cuando, después de darle un buen trago a la jarra, la puso delante de mí, retándome a acabarla. Con gran regocijo por su parte, me puse de pie, la alcé en vilo y di cuenta de los dos o tres dedos de cerveza que quedaban. Profiriendo un grito de alegría, me dio una palmada en el hombro y posando dos dedos en mi frente, como si la estuviera ungiendo, declamó, con voz vacilante:
Hijo del dios del vino, desde hoy te llamaré Yaco.
Entre los centenares de fichas que se acumulan en el Archivo, encontré una que dice:
Yaco - Una de las epifanías de Dionisos. Era a la vez un nombre y un grito de invocación, por medio del cual se saludaba al niño dios en los misterios de Eleusis. Yaco y Baco eran avatares de la misma deidad, aunque por otra parte, se supone que Baco era diferente de Dionisos. En cuanto a Yaco, era hijo de Perséfone, y además de ser el amante de Démeter, mencionado en las historias órficas, era un niño misterioso, que se reía ominosamente en el vientre de su madre, Baubo.
Hay tanto que no sé dónde ha ido a parar. David no dejó constancia por escrito de nuestras visitas a la Biblioteca Pública de Mermaid Avenue (la Avenida de la Sirena, donde también estaba el Rincón de Cooper) ni a los archivos del Brooklyn Daily y del Coney Island Times, los dos periódicos de la isla. Tampoco hace ninguna referencia a los concursos de Miss Brooklyn, que se celebraban cada verano en el Club Atlantis, y que organizaba precisamente el Brooklyn Eagle. Supongo que se me habrán olvidado muchas cosas, otras apenas han dejado un poso de bruma en la memoria. Llevo a Nadia a lugares donde había algo que fue importante para mí pero que ya no existe y mirando un edificio de apartamentos, un supermercado o la sucursal de un banco le cuento qué había antes allí.
También puede ocurrir que el pasado regrese sin que yo lo busque. Anoche, paseando con Nadia, escuché una risa que no había cambiado un ápice con el paso de los años. El Túnel del Terror, le dije a Nadia, señalando la entrada de una de las pocas atracciones que abrían todo el año, y le hablé de la primera vez que entré allí con mi abuelo. Las carcajadas amplificadas de los autómatas se estrellaban contra la bóveda y las paredes del túnel. Una luz muy leve penetraba por unas claraboyas, permitiendo apenas vislumbrarlas siluetas de quienes las emitían. Llevábamos unos minutos montados en un tren cuando vimos emerger de las tinieblas a un payaso que llevaba un traje de lunares negros y un sombrero cónico. Avanzaba por las vías, hacia nosotros, dando pasos espasmódicos, que hacían rechinar las articulaciones de metal. Nuestro tren llegó a su altura y el muñeco dejó escapar un alarido espeluznante. Pensé que lo habíamos atropellado, pero al cabo de unos instantes de silencio, su risa tétrica regresó con fuerza renovada, repitiendo una cadencia infinita, siempre con las mismas inflexiones. Agarré con fuerza el brazo de Nadia, electrizado por el eco de algo que hace años me había llevado al paroxismo del terror.
Aquel verano hice un descubrimiento importante. Tardó tiempo en cobrar forma. Una serie de episodios aislados fueron revelándome poco a poco de qué se trataba. Un atardecer, desde lo alto de una colina vimos que había numerosas parejas haciendo cola en el embarcadero de un lago artificial. Las parejas se subían a unos botes que los llevaban hacia una roca que había en medio del lago. Después de zarpar la última, sobre la hilera de embarcaciones se desplegaba un túnel de lona verde, que protegía a los enamorados de las miradas ajenas. El Túnel del Amor, comentó David cuando desaparecieron las parejas, y me contó que siendo él joven, había en Coney Island una réplica del Moulin Rouge, que describió como un famoso local de París dedicado a los placeres, un Templo de la Carne, fue exactamente la expresión que utilizó. Eres muy pequeño para entender esas cosas, me dijo, y nos fuimos de nuestro puesto de observación.
No tenía tanta razón como pensaba. Yo no le había querido decir nada, pero a principios de agosto había sucedido algo que me permitió identificar aquella desazón que a veces se adueñaba de mí y tardaba luego mucho en desaparecer. Basándome en cosas que había visto, que había oído decir a los mayores, o que había leído en algún libro, un día comprendí que me había enamorado. Ocurrió de manera inopinada. Yo no dije nada a nadie, ni siquiera al abuelo, porque me daba vergüenza. Tenía apenas diez años y ninguna idea concreta acerca de qué pudiera ser el deseo sexual, aunque más de una vez había entrevisto lo que hacían algunas parejas debajo de las tablas del malecón.
Muchas tardes, mi abuelo y yo pasábamos por delante de una tómbola en la que se escenificaban carreras de caballos. La gente se agolpaba para ver el espectáculo y cruzar apuestas, pero nosotros siempre pasábamos de largo, hasta que un día David me preguntó si quería jugar y le dije que sí. Mientras el maestro de ceremonias apremiaba al público a que apostara, reparé en la presencia de una muñeca que me pareció muy especial. Era de tamaño natural, tenía el pelo rubio, los ojos azules y la piel muy blanca. Llevaba una faldita verde claro, zapatos de tacón y aparentaba unos dieciocho años de edad. Era una autómata. Sus movimientos eran leves. Se limitaba a sonreír y a mover los ojos, y de vez en cuando bajaba los brazos para ajustarse la falda. En cuanto empezaba una carrera, se quedaba inmóvil. Todo el mundo estaba pendiente de los caballos, menos yo, que no podía apartar la mirada de la autómata rubia. Apenas terminó la carrera nos fuimos, pero el resto de la tarde, me resultó imposible quitarme de la cabeza a la muñeca de la tómbola.
A instancias mías, hacer un alto allí se convirtió en un ritual. Aunque no apostáramos, yo insistía en ver al menos una carrera y David siempre accedía. Mientras él estaba pendiente de los caballitos, yo clavaba la vista en la muñeca del vestido verde, perdido en la contemplación de su figura, del contorno de los brazos y las piernas, de los ojos y los labios, de sus rasgos, probablemente esquemáticos, pero que a mí se me antojaban muy delicados. Mi abuelo nunca llegó a entender del todo mi empeño por ir a la tómbola, ni tampoco se dio cuenta de que no eran las carreras lo que me interesaba. Yo mismo no acababa de comprender muy bien qué me ocurría. Me conformaba con contemplarla, aunque sólo fuera durante los minutos que tardaba en concluir la carrera. La muñeca no tenía nombre, y una vez que nos íbamos de allí, pasaba a un segundo plano de mis inquietudes, aunque había siempre una emoción que no se llegaba a apagar del todo. Por la noche llegué a tener fantasías amorosas con la autómata, inocentes, nebulosas, pero cargadas de deseo. Mi historia de amor duró unas pocas semanas. Cuando se acabó la temporada de verano y dejamos de ir a Coney Island, aquel sentimiento se fue desdibujando hasta desaparecer del todo. Pasaron el otoño y el invierno, y durante aquel tiempo, rara vez recordé la existencia de la muñeca, y si lo hice, en poco se diferenciaba de cómo evocaba el recuerdo de otras atracciones de la isla. Sin embargo, cuando al año siguiente regresamos a Coney Island, lo primero que hice fue arrastrar a mi abuelo a la tómbola que tenía un hipódromo en miniatura.
Estaba todo igual: el maestro de ceremonias, con el bombín y los tirantes negros, cantaba las apuestas con la misma voz rasposa del verano anterior. Los caballos eran los mismos, y los graciosos jockeys de juguete que los montaban no habían envejecido. Los decorados del fondo tenían los mismos motivos, pintados con los mismos tonos. Sólo faltaba ella, la muñeca sin nombre. Encima de su antiguo pedestal (un cono truncado de color azul, tachonado de estrellas jaspeadas), habían colocado una efigie de Sherlock Holmes.
En las crónicas del segundo verano David explora el mundo de la acción, el delirio de las boleras, las casetas de tiro, los látigos, barriles y norias. Como no podía dejar de ser, le dedica un lugar muy especial, a las montañas rusas, repasando su historia. Da cuenta detallada de las que dejaron de existir, que son muchísimas. Pasadas o presentes, varían considerablemente en cuanto a sus características, origen, altura, dificultad y longitud. En una crónica las enumera con una solemnidad que tiene algo de épico. También a mí me hacía repetir los nombres: Tornado, Thunderbolt, Cyclone, Jumbo Jet, Wild Mouse, Bobsled… Su favorita era el Tornado y la mía el Cyclone. Cuando Nadia y yo nos montamos en esta última, se había integrado en Astroland, el último gran parque de Coney Island.
El Cyclone tenía un compañero natural que era el Salto del Paracaídas, la más peligrosa de todas las atracciones de Coney Island. No distan mucho una de otro, y los fotógrafos siempre buscan perspectivas en que aparezcan juntos los dos grandes símbolos de la isla.
Lo primero que avista quien se aproxima a Coney Island, sea por tierra, mar o aire, es la torre metálica del Salto del Paracaídas. Su silueta hace pensar en las estructuras de Eiffel, aunque tiene un leve aire de pozo petrolífero y a la vez, por la caída de los pétalos de acero que la rematan, recuerda a un hongo nuclear. De la ancha base de estilo art decó brota un tallo de hierro que va adelgazando a medida que se eleva hacia el cielo y al alcanzar su máxima altura se despliega en doce salientes que caen en curva. En cada uno de éstos se encaja un paracaídas de seda, cuidadosamente plegado. Diseñado en los años treinta para uso del Ejército del Aire, era la última prueba que afrontaban los reclutas antes de lanzarse en paracaídas desde un avión. Trasladado a Nueva York con motivo de la Feria Universal (1939-40), una vez desmantelada ésta, se decidió su instalación definitiva en Coney Island, donde ocupa un lugar de privilegio. He aquí cómo se opera: sentado el usuario en un arnés situado en la base de la torre con el paracaídas ajustado a la espalda, se procede a izarlo por medio de seis cables-guía. Cuando el sillín alcanza lo alto de la torre, se acciona un dispositivo que provoca la caída libre. Al cabo de unos segundos se despliega en el aire un hongo de color blanco y naranja. El descenso se amaina gracias a la contención de los cables guía. Aunque debajo de la plataforma inferior hay todo un sistema de amortiguadores, el impacto de la caída es casi tan violento como si se saltara de un aeroplano. Es una atracción peligrosa, sujeta a toda suerte de percances e imprevistos. No es infrecuente que la tela se enganche en el armazón de metal, dejando a los paracaidistas dando violentos bandazos en el aire, hasta que los encargados de seguridad trepan hasta ellos y los liberan. Son rescates peligrosos, y como tienen lugar a la vista del público, eso explica que no sean muchos los espectadores que se animen a probar suerte.
Entre los chicos de mi clase se decía que el que no montara en el Cyclone antes de los once años y en el Salto del Paracaídas antes de los doce, jamás llegaría a ser un hombre. En la taquilla había un cartel que prohibía subir a los menores de diez años, pero como la edad era un criterio difícil de comprobar, había un poste de metal marcado con una muesca, y a la hora de la verdad, ése era el único método válido para determinar si el aspirante podía subir. Aunque yo tenía la edad reglamentaria, el primer año no se planteó la cuestión de montar, por azar más bien, pero hacia el final del segundo verano, le dije a David que quería probar. El tiempo se me echaba encima, y no quería esperar más para demostrar mi hombría, aunque sólo fuera ante mí mismo. No le aclaré a mi abuelo qué razones me movían, y aunque él mismo me había dicho que lo consideraba peligroso, cuando le dije que quería subir asintió. Al llegar a la taquilla, un operario que llevaba un mono militar, se acercó sonriendo, me midió contra la viga y dio su visto bueno. Me ayudó a colocarme el paracaídas y una vez acomodado en el asiento de lona raída, me ajustó una correa de cuero que tenía un broche de latón. Tres de los cuatro asientos restantes también estaban ocupados. Cuando el operario consideró que estaba lo suficientemente seguro, tiró de una palanca e inicié el ascenso, a trompicones. Unos segundos después, vi subir a David. Sentí un hormigueo en la base del estómago mientras los cables nos izaban hacia el cielo. La gente empequeñecía a nuestros pies, al tiempo que la mezcla de músicas procedentes de las atracciones se iba amortiguando, hasta quedar totalmente acallada por los chirridos quejumbrosos de los cables. El parque de atracciones encogió, la gente se convirtió en un conglomerado de corpúsculos negros que ocupaban todo el malecón y la playa. El éxtasis se transformó en pánico cuando, casi a punto de alcanzar el extremo más alto de la torre, vi que el bulto de un paracaidista descendía en picado justo a mi lado, y luego otro y otro más, aunque en seguida me recuperé de la impresión. Cuando llegué arriba, sin darme muy bien cuenta de lo que sentía, absorbí en todo su esplendor la belleza de Coney Island. La sensación de embriaguez se interrumpió cuando de pronto, escuché un chasquido metálico debajo de mi asiento. Me pareció que todo, la vida y el universo, se detenían, y sentí que en torno a mí se adensaba el silencio. Siguieron una explosión seca y el terror indescriptible de saber que me desplomaba en el vacío. Pensé en la Muerte, y al cabo de un tiempo sin medida, me sentí envuelto por una vaharada de calor, y los gritos estridentes de la gente que había presenciado nuestra caída. El suelo, jamás lo olvidaré, subía hacia mí, y las manchas de los rostros se me acercaban, como un mar de máscaras carentes de rasgos. Choqué contra los muelles de la base, y reboté, una y otra vez, y así hasta quizá seis. El mismo operario que me había atado la correa se apresuró a rescatarme. Me acarició la cabeza, y me preguntó: ¿Estás bien, hijo? Me temblaban las piernas y casi no podía andar, pero si la experiencia había sido excesiva para mí porque era un niño, para David lo fue porque era viejo, pero así era el código viril de Coney Island. Mi abuelo estaba pálido. Sin decir nada, me pasó la mano por encima del hombro, y me llevó hacia el malecón, donde nos quedamos contemplando el mar un rato largo.
A principios de agosto el director del Brooklyn Eagle llamó a David para decirle que a partir de septiembre, muy a su pesar, se suspendía la publicación de la serie. Cuestiones de reestructuración, nada que ver con la calidad de lo que hacía. Dejaba la puerta abierta a la posibilidad de retomar la idea en el futuro. Mi abuelo no se lo tomó a mal, pero lo súbito de la noticia le planteaba una dificultad con la que no había contado: qué historias elegir de entre las muchas que le quedaban en el tintero. Sus crónicas salían los sábados. Sólo le dio tiempo a publicar tres más. Las tengo aquí conmigo. Las leí de un tirón, y cuando llegué al final no sentí nostalgia, como había anticipado, sino alegría por saber que podría compartir la lectura de algo tan importante para mí con Nadia.
La del día 16, «Un paseo por el West End», es una meditación acerca del destino de los grandes hoteles de antaño, de los que no queda apenas ninguno en el momento en que él escribe. En el malecón, a la altura de la calle 29, se detiene ante un edificio visiblemente deteriorado (la estructura sigue siendo aún majestuosa) reconvertido en Hospital de la Marina durante la segunda guerra mundial, y cuyo inminente destino, aprobado por la comisión municipal, dada su falta de funcionalidad, es convertirse en residencia de ancianos. ¿Sabe la gente que pasa por delante de él que este edificio albergó el hotel más grandioso de la historia de Coney Island? Se pregunta el cronista antes de pasar a describir el Hotel de la Media Luna en su época de esplendor, cuando las gentes del gran mundo bajaban de Manhattan a celebrar bailes de gala en sus salones. David habla de la elegancia de las mujeres, de lo decadente de la decoración, de lo audaz del diseño arquitectónico, con su cúpula otomana, enteramente recubierta de mosaicos esmaltados de colores, y rematada por una reproducción del bajel de Henry Hudson, del que había tomado su nombre.
En «Kid Twist», publicada el 23 de agosto, David Ackerman vuelve sobre uno de sus temas favoritos, la época dorada del Sindicato del Crimen, cuando los gángsters de Brownsville campaban por sus respetos a lo largo y ancho de Brooklyn, burlando a las autoridades, que se veían impotentes ante las maquinaciones de la banda más calculadora y sanguinaria de la historia de Nueva York. La crónica termina evocando un suceso que hizo que el Hotel de la Media Luna saltara a la primera plana de todos los diarios del país.
Tan meticulosa en su planificación como una gran empresa financiera, el Sindicato del Crimen habría de caer por causa de una traición. Uno de sus cabecillas históricos, el célebre gángster Abe Relés, alias Kid Twist, se decidió a colaborar con las autoridades. Tenía tanto que contar que la policía de Nueva York copó 75 libretas llenas de notas en las que se daba cuenta de un total de 76 homicidios contratados por todo tipo de clientes y convenientemente consumados por los asesinos a sueldo del Sindicato. Los interrogatorios de Kid Twist tuvieron lugar en la tristemente célebre «suite de las ratas». Además de estar fuertemente vigilada, a fin de evitar que los inquilinos incurrieran en la tentación de suicidarse, o fueran víctimas de cualquier atentado, se tuvo buen cuidado de elegir una suite cuyas ventanas dieran al océano. Naturalmente, en el caso de Abe Relés, las precauciones no sirvieron de nada. Una mañana, Kid Twist apareció sin vida. Si se suicidó o lo mataron, es asunto que jamás se resolvió. Las sábanas con que quiso descender de su jaula de oro, se conservan en los archivos policiales del número 32 de la calle Chambers, en Manhattan, así como las 75 libretas que le costaron la vida…
Encima de la mesa tengo el último artículo, «La Isla de los Sueños», fechado el sábado, 30 de agosto de 1947. Su tema es el Dreamland, el parque de atracciones que para David resume todo lo que significa Coney Island. Es sintomático que no eligiera los legendarios Luna Park o Steeplechase, los dos parques más emblemáticos de Coney Island. David prefiere dedicar la crónica a contar la historia de un fracaso. Dreamland se había propuesto ser el parque más grandioso de todos, y al final resultó ser el más efímero.
Con suma concisión, el cronista resume los datos esenciales: Fundado en 1904, siete años después, en 1911, un incendio lo arrasó sin dejar rastro. El fuego se originó en la Puerta del Infierno, la misma de la que me hablaba siempre cuando salíamos del metro. El artículo da cuenta de cómo el fuego acabó con la inverosímil Liliput, una ciudad en miniatura, habitada por trescientos enanos, dotada de todos los avances del urbanismo de la época. Por razones que no alcanzo a comprender, mi abuelo no dice nada de la suerte que corrieron los pobladores de Liliput, así como tampoco cuenta qué fue de los innumerable bebés prematuros que se exhibían en las incubadoras del célebre doctor Courtney.
A mediados de septiembre, la Isla de los Sueños se empezaba a despoblar. En cuestión de días, la inmensa mayoría de las instalaciones quedaban desmanteladas, las casas de baño cerradas, el malecón semidesierto, la playa prácticamente abandonada. Los letreros de neón dejaban de parpadear. Las puertas y ventanas de cientos y cientos de edificios de madera desaparecían de la vista, cegadas por tablones grises, claveteados por sus propietarios. En octubre, apenas quedaba abierto un puñado de tiendas, y el factor humano se reducía a la población fija, que era muy exigua. Antes de conocer a Nadia, apenas había estado aquí fuera de temporada. Conservo alojadas en el recuerdo algunas imágenes invernales, imágenes de un Coney Island espectral, barrido por un viento helado, pero nunca antes de ahora me había sido dado contemplar el insólito espectáculo de la playa cubierta de nieve.
De todos modos, incluso en pleno invierno, se sigue viendo gente por el boardwalk. El sábado hizo sol y salimos a pasear. Vimos gente en los soláriums, bronceándose con la ayuda de unas hojas de aluminio que concentraban los rayos. Un grupo de bañistas rusos, hombres y mujeres en torno a los cincuenta años, bajó a la playa. Tras hacer unos ejercicios de calentamiento, se adentraron en el mar y estuvieron nadando, indiferentes a los témpanos de hielo que danzaban entre las crestas de las olas. Seguimos paseando hacia el Oeste. Quería que Nadia viera el Hotel Kensington (las crónicas no dicen nada de él), que había sobrevivido a tantos avatares. Su estructura se preservaba intacta, bajo los hierros del Thunderbolt. Cuando se construyó esta montaña rusa, los ingenieros pusieron especial cuidado en que nada afectara al edificio original del Kensington. Siempre bordeando la orilla, continuamos hasta llegar a Sea Gate. Frente a la Roca del Muerto, donde a lo largo de los años se han ahogado numerosos bañistas, vimos el esqueleto herrumbroso de un ferry encallado. Acompañé a Nadia a la parada de metro (tenía ensayo general en Juilliard) y seguí deambulando hasta las cuatro de la tarde, cuando empezaba a oscurecer.
Es medianoche y Nadia está dormida. Desde el salón contemplo el océano. Es la vista que me faltó de niño: los faros, los barcos titilando en la distancia, el mar envuelto en la oscuridad. Al oeste destella la lucecita roja del faro de Norton’s Point. Más a lo lejos, hacia el sur, parpadean tres faros más que no soy capaz de identificar. Me haría falta tener a David a mi lado, diciéndome los nombres de cada cosa. Hace una noche clara, y el entrecruzarse de luces sobre el agua, con unas embarcaciones cerca de la orilla y otras en la lejanía, hace que el mar me parezca una reproducción de la cartografía del firmamento. Pienso en Nadia, dormida en la habitación de al lado, y no salgo de mi asombro cada vez que recuerdo que cuando vino a Nueva York, de entre todos los rincones perdidos en los cinco condados de la ciudad, se hubiera ido precisamente a vivir a Brighton Beach. La última vez que había puesto un pie aquí debió de ser hace más de diez años. Cuando fui a recoger el informe que Carberry había preparado sobre ella, pensé que había leído mal la dirección.
Este regreso al mundo de mis fantasías infantiles me resulta tan intenso que siento necesidad de que Nadia comparta algo semejante conmigo. Le pido que me hable de su infancia, y a veces lo hace, aunque le cuesta. Acababa de cumplir cuatro años cuando llegó a Estados Unidos y es como si entonces se hubiera cerrado una puerta que deja sumidos en la bruma los recuerdos de Siberia. Dice que a veces le viene a la memoria un puñado de imágenes inconexas: la casa de Laryat, el dormitorio de sus padres, un huerto comunal, donde las coles son de color morado y los cristales tienen una costra de florecillas de nieve. La cubierta de un barco en alta mar, donde su madre está sentada en una silla de lona, leyendo; el puerto de Boston; las calles de la ciudad, en cuesta, silenciosas y ordenadas, flanqueadas de árboles. Una tienda de té, su hermano Sasha y ella jugando en un parquecito. En cuanto puede se calla: prefiere que hable yo.
Hace unos días, paseando por Hampton Road, nos tropezamos con la tienda de ultramarinos de Chuck Walsh, un anarquista amigo de mi abuelo. Siempre que entrábamos, Chuck me regalaba un puñado de caramelos de jengibre. Cuando apareció ante mí la fachada de madera azul oscuro sentí un vahído de emoción. Entramos, por supuesto. El dependiente era un hombre joven, sin ningún parecido físico con Chuck. Nos preguntó en qué podía ayudarnos y me volví hacia Nadia. Ella echó un vistazo y señalando una caja de naranjas que venían envueltas en papel de seda, le pidió una al dependiente y cuando se la dio se la guardó en el bolso como si se tratara de un objeto de gran valor. En la calle me contó que la primera vez que vio una naranja en todos los días de su vida fue en un mercado de Boston, poco después de su llegada a América y que jamás se le había olvidado la sensación que le dejó en la boca cuando su madre le dio a probar un gajo.