Mirar por fin la calma de los dioses.
PAUL VALÉRY
Brooklyn Heights, 17 de abril de 1992
Ayer por la mañana enterramos a Gal. Tenía que ser así, como en uno de sus poemas favoritos, en un cementerio al borde del mar, barrido a todas horas por el viento, donde el griterío de las gaviotas se confunde con el rumor incesante de las olas. Desde su tumba se domina el Atlántico, bellísimo y normalmente violento, aunque justo ayer estaba en calma y la planicie azul del océano se perdía más allá de donde alcanza la vista. Todo encaja; el lugar donde Gal Ackerman estaba destinado a descansar para siempre lo descubrió él mismo. Cementerio Danés, decía el rótulo que había visto infinidad de veces al pasar por Fenners Point en autobús, camino de Deauville, cuando iba a ver a Louise Lamarque. Un día, yendo con ella, al divisar la señal, le pidió que detuviera el coche. Se adentraron juntos por el camino de tierra que atraviesa la arboleda hasta llegar a un claro situado casi al borde mismo del acantilado. El cementerio estaba allí, minúsculo, oculto a todas horas a los ojos humanos. Fue Louise quien me explicó, mucho después, que se había erigido para dar reposo a los restos de un grupo de náufragos daneses, tripulantes de un mercante que al parecer transportaba un cargamento de trigo. Gal nunca le había dicho nada al respecto, pero lo cierto es que cuando Frank llamó a Louise para comunicarle la noticia de su muerte, lo primero que le vino a la cabeza fue que tenían que enterrarlo en Fenners Point. A Frank le gustó mucho la idea. Gal le había hablado del Cementerio Danés más de una vez. Gracias a sus conexiones, al cabo de cuarenta y ocho horas, obraba en poder del gallego un permiso que autorizaba el sepelio. Acudimos sólo los más íntimos, aunque por la tarde se pasó mucha más gente por el Oakland. Gal Ackerman no tenía familia. Su padre, Ben, murió en el 66 y su madre, Lucía Hollander, en el 79. Nadia Orlov no hizo acto de presencia, por supuesto. Su pista se había perdido hacía años y no había manera de saber si estaba viva o muerta, aunque quienes conocíamos bien a Gal sentimos en todo momento algo semejante a su presencia. Como dijo Frank, si aún anda por ahí, tarde o temprano le llegará la noticia. El entierro fue muy sencillo, como hubiera querido Gal. Nadie rezó por él, a menos que el alboroto de las gaviotas que volaban por encima de nuestras cabezas fuera una forma de plegaria. Louise leyó en voz alta unos fragmentos del poema de Valéry, eso fue todo. Cuando los obreros que había contratado Víctor cubrieron el féretro y plantaron la lápida, la comitiva regresó a Brooklyn Heights. Frank puso una nota en la puerta del Oakland, anunciando que aquella noche había barra libre para honrar la memoria de Gal Ackerman. No paró de venir gente hasta muy entrada la noche. A Gal le hubiera encantado ver aquello, como también le gustará descansar para siempre en Fenners Point, al borde de un acantilado, en compañía de unos cuantos marineros daneses, buenos bebedores sin la menor duda, como si en realidad no hubiera dejado el Oakland del todo.