BRYANT PARK

(Mayo de 1991)

Han transcurrido casi cinco años. Entonces no podía saberlo, pero nunca más volvería a ver a Nadia. La fecha se me ha quedado grabada a fuego en la memoria: 1 de junio de 1986. Pasó la noche conmigo en el Oakland, pero estaba rara. Nos despertó la luz, y nos fuimos temprano de Brooklyn aunque faltaba mucho tiempo para que saliera su autobús. Se iba a Boston, a despedirse de su hermano Sasha, antes de coger el vuelo Washington-París. No sabía cuándo iba a volver, podía pasar tiempo. Le habían dado una beca para estudiar en el Conservatorio Nacional de Francia, con Bédier. En la salida del Flatiron me propuso que bajáramos, para ir dando un paseo por la Quinta Avenida, de la 23 a la 42. Le costaba trabajo despegarse de mí, quizá porque tenía la certeza, que a mí me faltaba, de que no nos volveríamos a ver nunca. En Bryant Park le dije que no iría con ella hasta la terminal. Me cogió la mano y asintió. Una anciana de aire eslavo nos observaba desde su minúsculo puestecito.

¿Qué tal un té?, me preguntó, y sin esperar respuesta se acercó al puesto. La mujer no entendía una palabra de inglés. Nadia probó con el ruso. Tampoco. Por señas, le pidió dos tés. Valiéndose del mismo procedimiento, la vendedora nos indicó que nos sentáramos en una de las mesas del parque. Al cabo de unos minutos se acercó con unas tacitas de loza. El té desprendía un aroma reconfortante, perfumado. Cuando terminó de beber, Nadia estudió el interior de su taza. Imitándola, incliné la mía. La pared de loza estaba teñida de una sombra parda; unos restos vegetales se mecían sumergidos en el líquido del fondo. Parecían algas. La anciana se acercó.

¿Sabrá leer el futuro en los posos del té? me preguntó Nadia.

Si sabe, nos da igual, no hablamos el mismo idioma.

La mujer retiró las tazas, sonrió como si nos hubiera entendido y se alejó. En el aire, por encima de las copas de los árboles, percibimos un ligero estremecimiento, el revoloteo de unas manchas de color blanco. Alzamos la vista. La plaza quedaba entre rascacielos, intermitentemente sepultada por una tapadera de nubes que cambiaban de forma velozmente. Las sombras de los árboles temblaban en las losas de cemento y en la pared de mármol de la biblioteca. Las manchas blancas resultaron ser unos trozos de papel que alguien había arrojado al vacío desde uno de los edificios que daban a la calle 42. Los papeles iban cayendo lentamente. Unos se posaron sobre el césped, otros en las mesas de los alrededores, o en la acera de la calle, al otro lado de la balaustrada del parque. Una tira de papel, larga y rizada, fue a parar al regazo de Nadia. La cogió con cuidado, la alisó y leyó para sí.

Parece una carta de amor, dijo, pasándome el trozo de papel.

En el aire seguían flotando manchas blancas. Cuando acabaron de caer, Nadia se levantó y fue recogiendo los papeles, uno a uno. Juntándolos encima de la mesa, logró recomponer dos cuartillas incompletas y arrugadas, pedazos sueltos de un rompecabezas. Silabeando en voz baja, reconstruyó unas cuantas frases. Es una carta de amor, confirmó, mirándome, y leyó en voz alta los fragmentos que había reconstruido. Extrajo del bolso un sobre alargado, de esos que tienen un recuadro transparente por donde se puede ver la dirección y guardó los papeles con cuidado.

Déjame un momento el cuaderno, me pidió cuando hubo terminado, y enterró el sobre entre sus páginas. Cerró la libreta de molesquín y miró al cielo, como si pudiera caer todavía algún papel. Tienes que hacer algo con esto, Gal.

¿Algo como qué?

Tienes que descubrir el resto, recomponer la historia de amor de la que esa carta forma parte y escribirla. ¿Por qué no la incluyes en el Cuaderno de Brooklyn?