19 de junio de 1990
Las 11:29 en el reloj de la gasolinera. El cierre metálico del Oakland, echado. Mi maleta, en medio de la acera, donde la dejó el sikh. La mancha del Chrysler se aleja, una nube amarilla que dobla la esquina como si la succionara una fuerza invisible. El tiempo parece haber encogido desde que puse un pie en Queens. El trayecto entre los aeropuertos de O’Hare y La Guardia se me ha antojado considerablemente más corto que al ir de Nueva York a Chicago. Tiempo interno, mío, subjetivo. Sensación de que las cosas empiezan a transcurrir más deprisa de la cuenta. Tiempo externo, del mundo, inasible. Procuro que no se desengarcen. 9:43. Aparece mi maleta en la cinta de equipajes, la primera y, durante casi un minuto, la única. Vestíbulo de llegadas. 9:45, según el anuncio de Marlboro. En la parada del autobús, un tipo que lleva un turbante de color azafrán prácticamente me arranca la maleta de la mano y me obliga a entrar en su taxi. Las 10:07, según los dígitos rojos del salpicadero, al otro lado de la pantalla de metacrilato. El sikh sonríe, esperando mis indicaciones. Hicks, esquina con Atlantic, Brooklyn Heights, le digo y arranca de una embestida. Las llantas chirrían violentamente al rozar contra el asfalto. Vamos dando volantazos, sorteando camiones, furgonetas de reparto, autobuses escolares. Todo el tráfico de la mañana en la autopista BQE. Me cae bien el taxista. Por alguna razón, su forma violenta de conducir no me inquieta. Me arrellano en el asiento trasero. Leo en la licencia de cartulina amarilla que se llama Manjit Singh. Como si hubiera seguido la dirección de mi mirada, el sikh se lleva la mano derecha al turbante y me sonríe a través del espejo retrovisor. Unos veintidós años, barba negra, los dientes y las encías rojos de betel. Fuera ya de la autopista se relaja. La pérdida de velocidad le da ganas de hablar. Descorre la portezuela de seguridad. Señala con el dedo las mansiones de piedra, edificios señoriales que flanquean calles con nombres de árboles frutales. Quiere saber si vivo en Brooklyn Heights. Voy a ver a un amigo, explico. Asiente. Buen barrio, muy elegante, dice. En la esquina con Atlantic Avenue, Manjit Singh levanta el pie del acelerador y deja que el Chrysler se deslice hasta quedar perfectamente alineado con el bordillo, justo frente al letrero del Oakland. Se baja solícito; con gran economía de movimientos, abre y cierra el capó y deja la maleta en medio de la acera. Se despide con una inclinación de cabeza, juntando las manos a la altura del corazón antes de volver al taxi. Arranca de una sacudida, como hizo en el aeropuerto. Sale de escena dejando atrás una estela de humo que huele a gasolina y a goma quemada.
Hay luz al fondo. Introduzco el puño por entre los rombos de metal y golpeo el cristal con los nudillos. Oigo el tintineo de las llaves que cuelgan de la cerradura, por dentro, y unos instantes después vislumbro una silueta que avanza con paso vacilante. No es Ernie, ni tampoco Frank… Reconozco a Gal Ackerman, no se me había ocurrido pensar en él. Acerca el rostro al cristal, cae en la cuenta de quién soy, hace girar la llave y entreabre la puerta.
No hay nadie, se ha largado todo el mundo a Teaneck, a ver la nueva casa de Raúl. Ernie no abrirá hasta media tarde.
Le da una calada al cigarrillo que tiene en la mano y, a pesar de que está prácticamente entero lo arroja al suelo y lo pisa. Es evidente que le pasa algo. Se encoge de hombros y se da la vuelta, sin despedirse. Me da tiempo a meter precipitadamente la mano por entre los barrotes y agarrarlo por la manga de la chaqueta.
Por favor, Gal, déjame entrar. Vengo directamente del aeropuerto.
Se vuelve a encoger de hombros, arranca el manojo de llaves de la cerradura y me lo pasa por entre los hierros.
Me han dejado preso, sin darse cuenta. Esboza una especie de sonrisa y explica: Puedo abrir la puerta, pero a la verja no alcanzo. Sólo se puede abrir desde fuera. Toma, es una de las llaves pequeñas, mira a ver.
¿Qué tal por Chicago? me dice, una vez dentro del Oakland.
Me sorprende que esté al tanto de mis desplazamientos.
Bien, le contesto… De veras que siento molestarte, pero es que… Estoy en un tris de decirle por qué he ido directamente al Oakland desde el aeropuerto, en lugar de a mi casa, pero me contengo a tiempo. No, es que es temprano para ir a la redacción, digo, de modo absurdo.
Gal señala hacia la barra, donde veo una melita humeante.
Acabo de hacer café, dice.
Dejo la maleta en el suelo, me sirvo una taza y me siento con él. Encima de la mesa hay una página del New York Times doblada en dos.
Mira esto, dice, señalando los titulares. Le da la vuelta al periódico para que los vea bien. La noticia es del 21 de febrero.
ABSUELVEN A UN HOMBRE ACUSADO
DE ASESINAR A SU COMPAÑERA DE PISO
Y HERVIR EL CADÁVER
Se le escapa una risa nerviosa.
¿Qué es lo que te hace gracia? le pregunto.
Se lleva el índice a los labios, apoya los codos en el borde de madera que rodea el rectángulo de mármol, le vuelve a dar la vuelta al periódico y sigue leyendo en silencio. Al cabo de un rato dice:
Daniel Rakowitz. El caso es que yo a este tipo lo conozco. Lo vi muchas veces por los alrededores de Tompkins Square Park, cuando Louise vivía en la calle 12. Coño, ahora que lo pienso, creo que Louise le llegó a comprar hierba alguna vez. ¿Te acuerdas de los conciertos que se hacían en el parque el primero de mayo?
Sí.
Sigue leyendo. Cuando termina dice:
Me acuerdo perfectamente de él. Tú también has tenido que verlo. ¿No te suena la noticia? ¿O es que no estabas en Nueva York en febrero?
Gal…
¿No te acuerdas de un tipo que se paseaba por el East Village con un pollo atado de una cuerda, como si fuera un chihuahua? El pobre bicharraco correteaba detrás de él como si tal cosa, mientras su amo vendía bolsas de marihuana por los alrededores del parque, a cinco dólares.
Me suena vagamente.
Era de Texas; se vino a vivir a Nueva York en 1985. Uno de los testigos, un tal Nicolaus Mills, un homeless que vivía en Tompkins Square Park, declaró que muchas veces Daniel Rakowitz se presentaba en el parque con un perolo y un cucharón y les ofrecía a los muertos de hambre que había tirados por allí un cuenco de estofado, un guiso de patatas con carne, o algo así. Pues el caso es que según las declaraciones de Mills, un día que estaban él y otros cuantos colgados zampándose el estofado que les había dado Rakowitz, uno de ellos se encontró un dedo humano en el cuenco, con su uña y todo. Eso pone aquí.
Escupo el trago de café que tengo en la boca.
Tengo su ficha lista para el Cuaderno de la Muerte, con foto y todo. Nombre: Daniel Rakowitz. Edad: treinta años. Acusado de asesinato en primer grado. Siguen el número de causa, y ahora, en este recorte, la sentencia. Y ya ves; lo acaban de absolver. ¿Qué te parece? La verdad es que al tipo no le faltaba sentido del humor. Cuando compareció ante el juez, después de que lo examinara un equipo de psiquiatras, dijo que prefería la cárcel al manicomio, porque había comprendido lo dañinas que eran las drogas y, por lo menos, en la cárcel no lo agilipollan a uno con pastillas. Léelo tú si no me crees.
Gal sostiene el New York Times en alto unos momentos, luego lo baja despacio hasta la mesa, lo alisa y lee la noticia en silencio hasta el final. Cuando termina me hace un rápido resumen.
Vivía en el número 614 Este de la calle 9, en pleno Alphabet Town y de vez en cuando trabajaba de pinche en el Sahak, un restaurante armenio del East Village… Oye, Ness, ¿son ya las doce?
A modo de respuesta, señalo hacia el reloj de la pared. El minutero está a punto de alcanzar lo más alto de la esfera. Cuando Gal mira hacia allí, las dos agujas se funden en una.
Perfecto. Es la hora. Mi cronómetro biológico nunca falla.
¿La hora de qué?
De dar de beber a los demonios. Alguien se tiene que ocupar de ellos.
Saca una botella de vodka de una bolsa de papel marrón que tiene oculta debajo de la mesa y echa un chorro largo en el café.
Se cargó a una chica suiza que estudiaba danza contemporánea en la academia de Martha Graham, una tal Monika Beerle. ¿Cómo lo ves?
Beerle. El apellido parece holandés.
Posiblemente. Según el articulista, Rakowitz se había autoproclamado «El dios de la marihuana».
Se queda un rato pensando.
Bueno, sigue.
Resulta que unos detectives de la división de estupefacientes que andaban vigilando la zona oyeron rumores acerca de que el tal Rakowitz había hervido un cadáver. No me digas que no es para descojonarse. Tú que eres periodista, explícame qué quiere decir eso. ¿Rumores de que había hervido un cadáver? ¿Te imaginas a un yonqui diciéndole a otro en el parque: Oye, hace tiempo que no veo a la suiza, yo creo que el del pollo se la ha cargado y ha hervido el cadáver?
Ya.
Vuelve a estallar en carcajadas, pero al ver que no me hago eco se interrumpe.
Gal…
Bueno, está bien, no te pongas así. Es que tiene cojones la forma de contarlo. El caso es que una pareja de agentes de paisano se presentó en casa de Rakowitz con una orden de detención. Se lo llevaron a la comisaría para interrogarlo, y él negó rotundamente ser el autor del crimen. Dijo que se había encontrado el cadáver, y eso sí, confesó que lo había desmembrado y lo había metido en lejía antes de hervirlo. ¡Ji, ji, ji! Hay que estar loco. Dice que quería desinfectar los huesos. A pesar de lo incongruente de sus declaraciones, lo siguieron interrogando a fondo. Fue entonces cuando dijo que el cráneo se encontraba en la estación de autobuses de Port Authority. Cuando lo llevaron allí, los condujo directamente a un bidón, donde efectivamente había una calavera de mujer, envuelta en papel de periódico, en un estado muy avanzado de putrefacción. Parece que la lejía no sirvió de mucho.
Vuelve a reírse sin control.
Espera, que no es todo, dice cuando se recupera. Lo mejor de la noticia es el final. ¿Sabes lo que dijo Rakowitz cuando el juez le preguntó si tenía algo que declarar antes de dictar sentencia? Te lo voy a leer, porque si no, vas a creer que exagero: El acusado afirmó que el jurado estaba predispuesto contra él, pero que no le preocupaba, porque sabía que lo iban a declarar inocente, e iba a salir libre en seguida. Cuando recuperara la libertad, afirmó, pensaba dedicarse a vender marihuana y, con el dinero que lograra reunir, iniciaría una investigación privada, afín de llevar a los tribunales a los verdaderos autores del crimen. ¡Ji, ji, ji, ji! Pero no has oído lo mejor: el juez escuchó la declaración sin pestañear y cuando terminó, les largó un discurso en toda regla a los miembros del jurado y los mandó a deliberar el caso. La corte se volvió a reunir dos días después; el jurado declaró inocente a Rakowitz, y el juez lo absolvió, por falta de pruebas. ¿Qué te parece?
No sé, Gal.
¿Qué cojones quieres decir? Te lo he leído de cabo a rabo y ahora, ¿no puedes opinar?
Si no había pruebas suficientes, no lo podían condenar. Sería otro.
Peor me lo pones: en ese caso el verdadero culpable anda impunemente por ahí.
Gal, no deberías empezar a beber tan temprano. No sabía que te preocupara tanto mi salud.
Subraya sus palabras bebiendo un trago directamente de la botella antes de añadir:
A mí la piedrecilla que se me queda bailando en el zapato es la suerte de esa chica, Monika Beerle. Me molesta que en el artículo prácticamente no se diga nada de ella. Ni un detalle sobre su historia familiar. Ni siquiera se menciona su edad. Es casi como si fuera un accesorio del caso.
Perdona, Gal, lo que bebas o dejes de beber no es asunto mío. De todos modos, para quien sí ya va siendo hora es para mí. Gracias por dejarme pasar, y por la conversación. Ahora tengo que ir al periódico. Si no te importa, voy a dejar la maleta en el despacho de Frank. Si lo ves antes que yo, dile que volveré a recogerla por la tarde.
Por toda respuesta, Gal saca un bolígrafo del bolsillo de la camisa y se enfrasca en sus papeles.
A media tarde, un viento pegajoso recorre la avenida. Sé que Frank aún no ha llegado porque el Plymouth no está delante del Oakland. Ernie lee el New York Post en la barra, con la pipa entre los dientes. Echo en falta a Gal. Quizá no estuve demasiado atento con él por la mañana.
Ernie, ¿dónde se ha metido Gal?
Aparta el tabloide y quitándose la pipa de la boca contesta:
Ni puta idea. Cuando llegué a eso de las tres, aquí no había ni dios. ¿Y tú dónde te has metido? Hace días que no te veo.
En Chicago. ¿Entonces no sabes nada de Gal?
Ya te he dicho que no. Esta mañana lo dejamos aquí, con un juego de llaves, pero cuando vine a abrir el bar, había ahuecado el ala. Como comprenderás, no llevo la cuenta de lo que hace el personal; bastante tengo con lo mío.
¿Qué tal andaba Gal estos días?
No me he fijado. La verdad, no sé a qué viene tanta preocupación por él.
¿Y si le ha pasado algo?
¿Algo como qué?
No seas cínico. Sabes perfectamente a qué me refiero.
Olvídate de Gal, se sabe cuidar sólito.
¿Hablaba mucho de Nadia últimamente?
Ernie suelta un bufido.
Ya empezamos. Ni lo sé ni me interesa. Por cierto, ya que hablas de mujeres, se acaba de instalar en el piso de arriba una preciosidad. No tendrá ni veinte años.
Me sorprende el comentario. El motel es tema tabú en el Oakland, y si alguien sabe que es así, es Ernie Johnson. De haber estado Frank delante no se habría atrevido a hacer un comentario como aquél.
Ten cuidado con lo que dices, Ernie.
Me pregunta si quiero beber algo, riéndose para sus adentros. Le pido una heineken. Pone una botella helada delante de mí, masculla algo ininteligible y desaparece detrás del Post. Me dirijo a la mesa donde estuve sentado con Gal por la mañana, la mesa del capitán. Al apoyar la cerveza en el mármol, me viene a la cabeza su imagen, leyéndome la noticia del juicio de Rakowitz, pero en seguida se superpone un recuerdo mucho más remoto.
(Voy bien, ¿verdad, Gal? Los diálogos sin entrecomillar, entrelazados con la acción, como a ti te gustaba. Y ahora voy a hacer algo que también he aprendido de ti: intercalar fragmentos de mi diario. Nunca tuve ocasión de decírtelo, pero fue así como te conocí.)
Dylan Taylor me dijo que en la antigua iglesia de Saint Anne, en Montague Street, daban El parque de los ciervos, de Norman Mailer.
¿Te apetece cubrirlo? Igual se presenta Mailer, vive allí mismo. ¿Por qué no te pasas?
¿Mailer vive en Brooklyn Heights?
Así es. En plena Promenade. El último de una larga estirpe. No tiene perdón que todavía no conozcas el barrio. Espera un momento.
Sale de mi cubículo y a los treinta segundos vuelve del suyo con un libro. Lo tira encima de la mesa. Es Los perros ladran, de Truman Capote.
¿Y esto?
Échale una ojeada al capítulo titulado «Una casa en Brooklyn Heights». Volviendo a lo de Mailer, con algo escueto basta. Digamos que con unas 300 palabras vale. Lo podemos sacar el sábado.
El texto de Capote se lee en menos de veinte minutos. Tiene razón Dylan: Thomas Wolfe, W. H. Auden, Hart Crane, Mariane Moore, Richard Wright, los Bowles, el propio Truman Capote, entre otros que ahora no recuerdo, habían vivido en los Heights. Mailer no figura porque era un desconocido cuando Capote compiló la lista.
Le dije a Dylan que me daría una vuelta por las calles del barrio después de la función.
Algunas estampas de mi cosecha: los faroles de gas de Hicks Street; el marco de una ventana a través de la que se veía la imagen silenciosa de una chica tocando el violín, como un fotograma de película muda; el callejón de Grace Court, como un lienzo de Vermeer, con el suelo irregularmente adoquinado, los enormes portones de las antiguas caleseras y los garfios de donde se colgaba el heno que servía de alimento a las caballerías; los bajorrelieves de las enormes puertas de metal de la iglesia maronita de Nuestra Señora del Líbano, procedentes de la fundición del Normandie.
Al doblar la esquina de Hicks con Atlantic, vi el rótulo. Oakland, Bar & Grill, decían las letras de neón rojo y blanco, encima de un ventanal hecho con bloques de cristal esmerilado. La puerta era de hierro y estaba pintada de negro. La empujé, con cierto esfuerzo. Al otro lado, un pasillo estrecho, de techo alto y al fondo, unas cortinas de terciopelo rojo. Al apartarlas tuve una sensación opuesta a la que se experimenta al despertar. Me había adormecido y, dejando atrás el mundo de la vigilia, penetraba en un sueño. Había llegado a un local que estaba hasta los topes de gente disfrazada. Me pareció un baile de máscaras que se estuviera celebrando en un cabaret antiguo, o el salón de baile de un crucero. La pared de la derecha estaba cubierta por una red de pescar, entre cuyos pliegues sobresalía una escotilla.
La barra quedaba a la izquierda. Siguiendo su trayectoria, un panel de madera caía en picado del techo, ostentando toda suerte de utensilios relacionados con el mundo de la marinería: cordajes, boyas, salvavidas, fanales, un timón… En el centro, un espejo en cuya superficie habían pintado las banderas de Dinamarca, Estados Unidos y España, formando un aspa. Contra la pared, hileras de botellas, flanqueadas por más objetos de tema marítimo: un faro en miniatura, los bustos de una sirena y un capitán de barco, un juego de luces, enroscado alrededor de unos mástiles. Al fondo, a la derecha, había dos cabinas de teléfonos junto a una máquina de discos. El techo y las columnas estaban adornadas con guirnaldas de papel, de colores estridentes. Dos de ellas formaban un arco por el que se accedía a la pista de baile. En las paredes había fotos y carteles (recuerdo uno que anunciaba una novillada en la Plaza de Toros de Sada, con fecha de 1910), así como repisas situadas a alturas diferentes, en las que se acumulaban maquetas de navíos, algunas de gran tamaño, metidas en urnas de cristal.
Entonces lo vi. Era un hombre de unos cincuenta o cincuenta y cinco años, el único en todo el local (aparte de mí) que no llevaba máscara ni disfraz. Estaba sentado en un rincón, incomprensiblemente ajeno a lo que acontecía a su alrededor, escribiendo en un cuaderno. En torno a él había una nube de humo que parecía más espeso que el que flotaba en el resto del local, como si una campana de cristal lo mantuviera aislado de los demás. De cuando en cuando se interrumpía para darle una calada al cigarrillo o para beber.
De pronto, alguien que llevaba una capa de plumas y una máscara de búho me agarró con fuerza del brazo y me arrastró hacia la barra. Introduciendo un vaso de plástico en un bol donde había un líquido de color rojo, me dijo en español que me lo bebiera de un trago. Hice lo que me decía. Era un brebaje fortísimo, que me llenó los ojos de lágrimas y me hizo toser. El tipo soltó una carcajada, me dio una máscara de aspecto tan monstruoso como la que llevaba él y hasta que no consiguió que me la pusiera no me dejó en paz.
Cuando me lo quité de encima, volví a la parte del bar donde había visto al tipo que escribía en solitario, pero había desaparecido Encima de la mesa todavía humeaba una colilla en el cenicero, junto a un vaso vacío. Escruté todos los rincones del lugar, quitándome a cada paso de encima a gente empeñada en hacerme bailar, pero no di con él. Quizá alguien le hubiera obligado a ponerse una careta, como a mí. Me sentía aturdido por la pócima que me habían obligado a beber y la tumultuosa mezcla de impresiones, y me costó bastante irme de allí. Por fin di con las cortinas rojas y el pasillo de salida. Cuando la puerta de hierro negro se cerró detrás de mí, el silencio de la noche me pareció un prodigio.
Eché a andar, vacilante, y al pasar por delante de un escaparate vi una figura que me hizo dar un respingo. Era mi propio reflejo. Me quité la careta y seguí hacia los muelles, como había sido mi intención desde un principio. No sé cuánto tiempo estuve deambulando por el puerto. Se había adueñado de mí una extraña desazón cuya raíz no conseguía entender.
Tardé meses en volver por el Oakland, aunque en numerosas ocasiones me volvía su recuerdo, mezclado con las demás cosas que había visto durante mi primera visita a Brooklyn Heights. Había sido todo bastante especial, desde la obra de teatro hasta el paseo por algunos de los rincones más singulares del barrio. A todas las impresiones se sobreponía la que dejó en mí el baile de disfraces que se celebraba en aquel extraño bar de marineros, y siempre que pensaba en él me venía a la cabeza la imagen de aquel individuo que escribía en un cuaderno, ajeno a los enmascarados que atestaban el local.
Me dispongo a pedir otra cerveza cuando veo llegar a Frank y Víctor.
Hombre, si está aquí nuestro amigo el periodista, dice Frank, quitándose la gorra de golf y ocupando su sitio en la Mesa del Capitán. Víctor me dirige una sonrisa a modo de saludo y se acerca a la barra, a charlar con Ernie.
¡Ernie! ¡Ponme una cerveza helada, haz el favor! Reclama Frank, dando una voz. ¿Tú qué quieres, Ness? Por cierto, te hacía en Chicago.
He vuelto esta mañana y no sé por qué me dio la ventolera de venir directamente del aeropuerto aquí, con la mala suerte de que me lo encontré cerrado.
Ernie deja dos heinekens perladas de un sudor helado encima de la mesa.
Es que hoy le entregaban la casa a Raúl.
Eso me dijo Gal. Menos mal que estaba aquí. A propósito, me he tomado la libertad de dejar la maleta en tu despacho, espero que no te moleste.
El Oakland es tu casa, muchacho, ya lo sabes.
Gracias, Frank. Por cierto, que esta mañana me pareció que Gal estaba de un humor muy raro. ¿Tú lo llegaste a ver?
Andaba merodeando por el local, pero como íbamos con prisa no le hice mucho caso. Ernie le dejó unas llaves. ¿Qué es lo que te inquieta?
Empezó a beber muy pronto, a las doce, cosa que no hacía desde hace tiempo. Y también me extraña no verle ahora, porque últimamente era la hora que más le gustaba para escribir. A no ser que dejara de hacerlo mientras yo estaba en Chicago.
Tienes razón. Es la primera vez que no lo veo a esta hora en mucho tiempo. No sé, quizá haya alguna pelea interesante en el Luna Bowl, aunque me extraña. Víctor me habría pedido permiso para ir ¡Víctor!, dice, dando una voz. Hazme un favor, llama desde mi despacho a donde Jimmy Castellano y pregunta si saben algo de Gal.
Fue en el Luna Bowl, el gimnasio que tiene Jimmy Castellano cerca de los muelles, donde Gal descubrió a su edecán (como le llama a veces), poco después de que el puertorriqueño, recién llegado a Brooklyn, empezara a entrenar allí. Una tarde, el preparador de un tal Ricky Murcia, un mastodonte del circuito profesional que pesaba más de 120 kilos y había venido a Nueva York para tomar parte en un torneo de exhibición en el Madison Square Garden, le ofreció 50 dólares por hacer de monigote en una pelea a ocho rounds contra su pupilo. Murcia se dedicó a golpearlo sin piedad hasta que le hizo perder el sentido al final del quinto asalto. A Gal le extrañó que se hubiera prestado a recibir una paliza semejante, porque en cuanto a peso Víctor estaba al menos dos categorías por debajo de Murcia. Cletus le explicó que necesitaba el dinero y además no tenía manager. Intrigado, Gal decidió hablar con él. La conversación terminó de convencerle de que el puertorriqueño no valía para el boxeo. No era cuestión de aptitud física, sino de personalidad. Aquel muchacho era un idealista. Tenía demasiada sensibilidad para dedicarse a un oficio así. Gal le dijo que un amigo suyo andaba buscando un ayudante y le dio una tarjeta del Oakland.
Se apellidaba Báez. Era alto y delgado, tenía veinticinco años, el pelo ensortijado y los ojos de color verdoso. A pesar de que llevaba tiempo boxeando, conservaba el rostro intacto, a excepción de una leve cicatriz en el pómulo derecho. Es rápido, tiene buena pegada, su juego de piernas no puede ser más ágil y es buen fajador, me dijo Gal. Técnicamente, no le falta nada, el problema es que no es competitivo. Carece por completo de malicia. Cuando se lo presentó, Frank le entendió a la perfección. Tiene alma de artista, fue lo que le dijo, sólo que ha nacido pobre y negro. Pero no te apures, que yo me encargo de él. En cuestión de semanas, se había hecho imprescindible. Les costó mucho, pero al final, entre Gal y Frank Otero lograron quitarle de la cabeza la idea de dedicarse al boxeo profesional. Lo que no hubo manera de impedir es que de vez en cuando siguiera apuntándose a combates de aficionados.
Gal no está en el Luna Bowl, jefe. Según el viejo Cletus, hace semanas que no se le ve el pelo por allí.
¿No estará en el Astillero? se me ocurre preguntar.
Frank y Víctor cruzan una mirada de alarma. Gal sólo va por el Astillero en los momentos más oscuros. La última vez que desapareció lo encontraron inconsciente entre los escombros de un solar.
Esperemos que no, dice Frank.
Voy a darme una vuelta por allí, por si las moscas, digo. Si no doy con él, lo más seguro es que me vaya directamente a Manhattan, sin pasar por aquí. ¿Te importa que deje la maleta en tu despacho hasta mañana?
Frank está tan ensimismado que no oye la pregunta.
Camino del Astillero, pienso en la primera vez que Gal me llevó al Luna Bowl. Recuerdo perfectamente que cuando los púgiles saltaban al ring, se le iluminaba la mirada. Desconcertado, me pregunté qué buscaba yendo a un lugar así. Era evidente que el espectáculo le fascinaba, pero ¿por qué? ¿Qué sentido tenía para él contemplar aquel derroche de violencia? Fue justo antes de una pelea de Víctor, y cuando sonó la campana del primer asalto, dejé de existir para él. Lo que más me sorprendió fue la cantidad de gente que se acercó a saludarle al final del combate. Principiantes, viejos sonados, los empleados, todo el mundo le tenía afecto. Ya en la entrada, nada más llegar, me había llamado la atención que Cletus Wilson, el portero, un negro de casi ochenta años, se negara a cobrarle la entrada. Cuando se lo conté a Frank me dijo que eso es algo que sólo hacía con Gal. Tal vez sean imaginaciones mías, pero creo que hay algo en él que hace sentir a los demás algo así como que está a merced de algún peligro indefinible. Es lo que sentí la primera vez que lo vi: un ser vulnerable, extrañamente separado de su entorno por una campana de cristal. Quizá lo que detectan quienes se acercan a él es su sensibilidad para captar el sufrimiento ajeno. Jamás he conocido a nadie que ponga tanto cuidado en no hacer daño a los demás. Gal sólo es capaz de hacerse daño a sí mismo. Nunca le he oído decir nada hiriente ni ofensivo, ni siquiera cuando está borracho. Nunca pierde la dignidad. Resulta asombrosa su capacidad para mantenerla hasta los últimos estadios de la embriaguez. Incluso físicamente. Para mí es una especie de milagro cómo logra coordinar sus movimientos, aunque esté al borde de perder la conciencia.
Está empezando a anochecer. Venus destella en solitario sobre las grúas del puerto. El cielo se va oscureciendo tan despacio que veo saltar uno a uno los puntos luminosos de las estrellas. Paso revista a los acontecimientos del día: la carrera en taxi desde el aeropuerto de La Guardia hasta el Oakland; Gal contándome la historia de Rakowitz; seis horas en la redacción; la conversación con Frank. No es sólo que me preocupe Gal. También voy al Astillero porque me hace falta verlo. Una frase suya me persigue desde por la mañana. Alguien se tiene que ocupar de los demonios. Hablaba de los suyos, pero si doy con él, también se hará cargo de los míos.
Cletus Wilson sale de detrás de la taquilla y se acerca a saludarme. Antes de que abra la boca, me dice que hace semanas que no sabe nada de Gal. Le digo que lo sé, que estaba con Frank cuando Víctor le llamó desde el Oakland. Entonces qué haces aquí, me pregunta, y le contesto que voy a echar un vistazo por el Astillero. Cletus abre mucho los ojos al oírme decir aquello. Sólo para quedarme tranquilo, aclaro. Antes de bajar, estoy un rato charlando con él, debajo del toldo verde de la entrada.
Ha terminado de caer la oscuridad. Junto al Depósito de Agua, hay una cabina de teléfono, sin techo ni puerta. A unos pasos, veo un amasijo de hierros con el letrero intacto, como si lo hubieran arrancado procurando no dañarlo. Extrañado, compruebo que el teléfono funciona. Decido llamar a casa, por más que sé que no tiene ningún sentido hacerlo. Sé que Diana no va a estar. Tengo la certeza de que se fue el mismo día que volé a Chicago. No tengo nada que reprocharle. Sé que lo ha hecho así para facilitar las cosas. Buscaré una nota, pero no la encontraré, porque no hace falta ninguna nota, como tampoco hace falta llamar por teléfono. Está todo hablado. Aun así, en Chicago lo primero que hice nada más instalarme en el hotel fue llamarla. Tal y como esperaba, saltó el contestador. Repetí aquel gesto inútil cada noche, al terminar la jornada de trabajo. Lo único que cambia hoy es que he vuelto a Nueva York. Estoy a media hora de nuestro apartamento, a unas cuantas estaciones de metro, después de cruzar por debajo del río que separa Brooklyn de Manhattan.
Estoy a punto de marcar cuando una extraña melodía desgarra el aire de la noche. Es la voz de una mujer. Tardo unos segundos en darme cuenta de que no es un sonido natural. Alguien ha debido de poner un disco, pero dónde, si lo único que hay en los alrededores del Astillero son solares en ruinas. La voz, muy dulce, entona un lamento triste, de aire oriental. Tratando de localizar su origen, llego a la conclusión de que el sonido tiene que venir de un callejón cuya boca apenas puedo ver desde donde me encuentro. Hay allí un bar de emigrantes albaneses. Decido ir, subyugado por la música. Contemplo cómo avanza mi sombra a lo largo de la tapia del callejón. Casi al fondo, hay un abertura que proyecta un cuadrado de luz amarillenta sobre la acera. Al llegar, aparto las tiras de plástico de colores que tapan la entrada. Dentro hay un viejo que lleva un gorro de lana roja, sentado en una mecedora. Lo recuerdo de las veces que he ido allí con Gal, como también a la mujer que atiende la barra, una mujer de unos sesenta años, que se cubre la cabeza con una pañoleta y tiene una raya vertical, de color azul, tatuada en la barbilla. En una mesa hay unos tipos de mi edad jugando a las cartas, que se vuelven un instante a mirarme. El viejo me hace señas de que entre. Lo saludo y me acerco a la máquina de discos, todavía hipnotizado por la canción. Cuando termina dejo un par de dólares encima de la barra y regreso a la cabina telefónica.
Descuelgo el auricular, viendo temblar las estrellas a través del rectángulo que se recorta por encima de mi cabeza. Resulta extraño estar así, entre cuatro paredes de cristal, mirando al cielo. Una gasa de luz pulverizada desdibuja el contorno de las constelaciones. Siento el frío de la baquelita en el oído, el hormigueo quejumbroso de la línea telefónica. Marco, imaginándome la señal acústica viajando por debajo del cauce del East River, a lo largo de un tubo en el que se aprietan haces de cables: un tubo de silencio por el que se desplaza mi angustia. La señal llega a Manhattan en una fracción de segundo; después de dos timbrazos se oye un pitido largo e inmediatamente mi propia voz, desfigurada, invitándome a dejar un mensaje, y luego nada. En el momento de colgar veo destellar fugazmente la cola de un cometa.
No sé en qué momento se ha empezado a poblar de siluetas el descampado. Apostado en una esquina, un tipo delgado que lleva una cazadora negra, vigila atentamente los movimientos de la manzana. De vez en cuando alguien se le acerca y tiene lugar un rápido intercambio. Heroína, supongo. Atraviesan el solar las sombras de una prostituta y su cliente. Las sigo con la mirada, hasta que se pierden por detrás de una nave abandonada. Sigo sin decidirme a alejarme de la cabina. No sé cuánto tiempo ha pasado cuando se escucha un silbido muy agudo, que remeda el grito de un pájaro salvaje, y la calle se vuelve a vaciar. Al cabo de unos instantes, atisbo unos destellos rojos y azules. Poco después los haces de unos faros que iluminan el asfalto. El coche patrulla avanza a lo largo de la calzada en dirección a mí. Los cristales de la cabina devuelven el reflejo de los destellos multicolores. Se escucha un crujido estático, el fragor de unas voces que proceden de un transmisor de radio. Siento en mí la fijeza de unos ojos. El vehículo aminora aún más la velocidad al pasar junto a la cabina, pero no llega a detenerse. En el Dique Seco gira hacia la derecha y desaparece tan sigilosamente como había surgido.
Gal no está. No tiene ningún sentido que yo siga aquí por más tiempo. Atravieso varios descampados, dejando atrás el mundo del Astillero. Trepo por una ladera cubierta de una vegetación rala, que da a una calle desierta que va bordeando el río. Al doblar una esquina surge ante mí el esplendor violento de los rascacielos que jalonan la punta sur de Manhattan, una cordillera negra, de cimas desiguales, acuchillada de infinitos cuadriláteros de luz. Me saca de mi ensimismamiento un camión cisterna del ayuntamiento. Echo a andar tras él, por en medio de la calzada, pisando la estela salpicada de luces que va dejando tras de sí, hasta que veo de lejos los números iluminados de un taxi y le hago señas. Subo, vacilante, y le doy la dirección de mi casa. Entramos en el puente de Brooklyn por un lateral. La 1:06 a. m., según el reloj de la Watch Tower.