Tres

ABE LEWIS

9 de marzo de 1964

Sentí el impacto del tren de aterrizaje en el estómago y me asomé a la ventanilla. Aún no había amanecido. En la oscuridad, Barajas parecía una población fantasma. Una doble hilera de puntos luminosos se alejaba hacia los confines de la pista. A ras de suelo flotaban jirones de niebla que se enroscaban alrededor de las balizas. Cuando el Boeing cambió de sentido, vislumbré las siluetas de otros aviones. Contra el perfil de los hangares parecían monstruos dormidos. Por fin el aparato se detuvo. Me levanté, aturdido, y fui hacia la puerta de salida con el resto del pasaje. Fuera, una ráfaga de aire helado me golpeó el rostro. Distinguí un letrero de neón que decía AEROPUERTO DE MADRID-BARAJAS, desdibujado por la bruma. Un leve resplandor flotaba sobre el campo abierto, al otro lado de la alambrada. Había nevado. Adormilados, los viajeros subimos al autobús que nos esperaba con el motor en marcha, al pie de la escalerilla. Me senté cerca del conductor y adelanté el reloj, ajustándolo al horario de Madrid. Faltaban unos minutos para las siete.

En la terminal todo el mundo fumaba. Un policía me selló el pasaporte y me lo devolvió. En el control de equipajes, al fondo de la sala, había un grupo de guardias civiles que me trajeron a la memoria las fotos que guardaba Ben en el Archivo. A la salida, vi una hilera de taxis negros que tenían una raya roja en el costado. Me dirigí al primero; el conductor cogió mi bolsa y la metió en el maletero. ¿Adónde va? me preguntó cuando estuvimos los dos dentro del vehículo. A la estación de Atocha, contesté. El taxista, un tipo delgado, de bigote ralo, mirada hosca y tez cetrina, asintió en silencio, desempañó el cristal del parabrisas con la manga de la chaqueta y bajó la palanca del taxímetro. Imitándole, limpié el cristal de mi ventanilla y al desaparecer el vaho vi que empezaba a clarear sobre el paisaje nevado. A intervalos regulares surgían a ambos lados de la carretera naves industriales, chalets, viejos edificios de ladrillo, viviendas y arboledas separadas entre sí por amplios tramos de terreno baldío. Alcanzamos los límites de la ciudad cuando la mancha jabonosa del sol empezaba a despuntar por detrás de una hilera de casas bajas.

Entramos en un barrio residencial elegante. Me llamaban la atención los palacetes, los edificios, de no más de cinco o seis pisos de altura, los balcones y terrazas. Los comercios estaban aún cerrados, pero empezaba a haber movimiento de gente por la calle. Me di cuenta de que para los madrileños la nieve era una presencia insólita, que entorpecía el ritmo de la vida cotidiana. A fuerza de haberlos visto infinidad de veces en las fotos y documentales que guardaba Ben en el Archivo, muchos lugares me resultaban familiares, pero no me vino a la cabeza ningún nombre hasta que el taxi se detuvo en un semáforo, a unos metros de Cibeles. La visión de la fuente de piedra despertó en mí un vivido recuerdo visual. Yo tenía quince años y estaba en el Archivo de Brooklyn, con Ben. Mi padre me enseñaba fotos del Madrid republicano. En una de ellas se veía a un grupo de milicianos, posando sonrientes delante de unos sacos de tierra que habían colocado alrededor del monumento, con el fin de protegerlo de los bombardeos del ejército fascista. El semáforo cambió a verde y la imagen se desvaneció como cuando se quema una cinta de celuloide. El taxi bordeaba la isleta central de la plaza cuando se apagó de golpe el alumbrado público, dejando la ciudad sumida en una luz incierta. Avanzábamos dando tumbos por una calzada adoquinada que llegaba hasta una segunda glorieta, donde había una fuente presidida por la estatua de Neptuno, que también reconocí, así como el perfil del Museo del Prado, al otro lado del bulevar. El paseo desembocaba en una explanada gigantesca, ocupada por una especie de montaña rusa que ocultaba a la vista los edificios aledaños. Tras remontar uno de sus ramales, el taxi descendió por una cuesta que iba a dar a un costado de la estación. Atocha, hemos llegado, dijo el tipo del bigote accionando la palanca del taxímetro, y se bajó a por la bolsa del equipaje. Le dije que se quedara con el cambio y me dio las gracias sin dignarse sonreír. Me eché la bolsa al hombro y me perdí entre la muchedumbre que transitaba por los alrededores del apeadero. Hacía una mañana desapacible y soplaba un viento frío que arrastraba escamas de nieve sucia. Subí los peldaños de una escalinata que llegaba hasta la plaza. Así, a pie de tierra, la glorieta me pareció aún más extraña y gigantesca que vista desde el taxi. Los tentáculos del gigantesco pulpo de metal que acaparaba toda la superficie de la plaza se adentraban por todas las vías circundantes, atestados de vehículos humeantes. Dando un gran rodeo, crucé al otro lado y me perdí en un laberinto de callejuelas en cuesta, sin preocuparme mucho de por dónde me llevaban mis pasos. Leía distraídamente los letreros de las fondas y pensiones que jalonaban las aceras, sin decidirme a entrar en ninguna. No tenía prisa, y me sentía a gusto callejeando por aquel barrio, pese a lo desapacible del tiempo. Después de caminar un buen rato, al doblar una esquina me fijé en una placa que decía: Pensión Moratín: Pisos 3 y 4, y sin mayor motivo, decidí probar suerte allí. La pensión daba a una plaza minúscula, de forma triangular. Empujé un portón entreabierto que daba a un zaguán a oscuras y subí hasta el tercer piso por una escalera de madera. Vi una puerta con un cartel que decía Pase sin llamar, la empujé y me vi en un recibidor donde había una mujer de unos cuarenta años leyendo un periódico cuyo nombre me llamó la atención: Ya. Al verme, dejó de leer y puso el periódico doblado encima de un mostrador. Después de anotar mis datos en el libro de registro, la mujer me acompañó a mi habitación, que quedaba una planta más arriba. Era amplia y tenía un balcón que daba a la plazoleta triangular. Al ver el cuarto se me ocurrió que tal vez no fuera muy distinto del que Ben le había buscado a mi madre cuando se la llevó a la pensión de Cuatro Caminos, donde se había alojado durante su convalecencia hacía casi treinta años. Debajo de la cama había un orinal de loza y en un rincón, junto a una alfombra enrollada y atada con cuerda, descubrí un artilugio que tras un somero examen resultó ser una estufa eléctrica. La enchufé con cierta aprensión, asegurándome de que quedara lo suficientemente apartada de la cama, me quité los zapatos y me tumbé vestido encima de una colcha blanca y deshilachada, que tenía unos bordados de color verde desvaído. Cerré los ojos, dejándome anegar por imágenes del viaje, puntuadas por el eco entrecortado de las palabras de Ben, diciéndome qué lugares de Madrid no podía dejar de ver bajo ningún concepto. Cuando sucumbí al cansancio, soñé que estaba en el Archivo de Brooklyn. La luz del atardecer entraba a raudales por la ventana del jardín, envolviendo la silueta de mi padre. En pie, de espaldas a la luz, Ben me hablaba de un bar que se llamaba Aurora Roja.

Quedaba cerca de la glorieta de Cuatro Caminos. El propietario le puso ese nombre porque era un lector apasionado de Baroja. Digo que quedaba porque supongo que ya no existirá, pero de no ser así, seguro que ha cambiado de dueño, y por supuesto de nombre.

Ben se me acercó y me enseñó una foto muy antigua.

Ahí fue donde conocí a tu madre.

Cogí la foto con sumo cuidado, pero cuando me disponía a mirarla bien, las imágenes se habían esfumado. El rectángulo de papel se había transformado en una ventanilla de avión. El sol resbalaba a lo lejos sobre una alfombra de nubes resplandecientes. Escruté el horizonte, pero era imposible distinguir nada en medio de aquel paisaje acuchillado por una luz que nunca se acababa.

Cuando me desperté, tardé unos momentos en comprender dónde estaba. Me incorporé, abrí de par en par las contraventanas del balcón y me asomé a la plaza. A mi alrededor se extendía un panorama de tejados cubiertos de nieve. Muy cerca, empezaron a repicar las campanas de una iglesia y se apoderó de mí una intensa sensación de irrealidad. No conseguía hacerme a la idea de que había nacido allí. Entré en la habitación, cogí del equipaje una muda y la bolsa de aseo y me fui a duchar al baño del pasillo. Cuando volví, todavía era demasiado temprano para llamar por teléfono al hombre con quien me había citado en Madrid. Tratando de encontrarle algún sentido a la situación en que me había metido me senté en una butaca que tenía el tapiz levantado por mil sitios y me dispuse a leer, una vez más, la carta de Abraham Lewis. Nominalmente, iba dirigida a Ben y Lucía Ackerman, pero el verdadero destinatario era yo.

Sarzana, 6 de octubre de 1963

Salud, camaradas:

Me llamo Abraham Lewis, Abe para los amigos, y soy de Florence, Alabama. Como vosotros, en su día me alisté en las Brigadas Internacionales. Llegué a Albacete en octubre de 1937, y después del período de instrucción me destinaron en calidad de ambulanciero, primero a la retaguardia del Ebro y luego ya a un hospital cerca de Gerona. Me repatriaron forzoso a finales del 1938, con el grueso de los brigadistas. Andando el tiempo, me volví a alistar otra vez voluntario en 1940. Me tocó Italia, circunstancia que tuvo consecuencias importantes, como en seguida comprobaréis. Desde que acabó la guerra pasamos la mitad del año o cosa así en Sarzana, porque mi mujer es de aquí, y el resto en los Estados Unidos. Ojalá las cosas hubieran discurrido por otros derroteros, porque de haber sido así, no tendría que apurar este trago, pero el maldito azar o lo que sea, me tuvo que elegir a mí. Está bien. Basta de preámbulos. Cuando se da la palabra, lo mejor es cumplirla cuanto antes, así es mejor para todos. Voy al grano: la razón de que os escriba es que hace cosa de tres meses se cruzó en mi camino, o yo en el suyo, Umberto Pietri.

Aparté la vista del papel. Daba igual que hubiera leído aquella carta infinidad de veces. Me hacía daño ver el nombre. Cada vez que llegaba al punto donde Lewis mencionaba el nombre de Pietri, sentía que me clavaban un puñal en las entrañas y lo revolvían. Evité la cuartilla como si estuviera impregnada de veneno y en la siguiente leí:

A mediados del pasado mes de julio, mi mujer y yo estábamos de viaje por la Toscana. Una noche, después de cenar, estábamos en un pueblecito que se llama Certaldo, Patrizia (mi mujer) decidió volver al hotel, pero yo, después de acompañarla, fui a dar un paseo. En la plaza principal había mucha gente sentada en las terrazas. Yo iba caminando sin rumbo, pero al pasar junto a una mesa ocurrió algo que me hizo pararme en seco. Fue cosa de un momento, unos segundos, el tipo de la mesa estaba silbando una balada de los brigadistas. No podía ser. Sentí que se me helaba la sangre en las venas. Lo miré e inmediatamente dejó de silbar. Era un hombre más o menos de mi edad que estaba solo, en mangas de camisa. Fue un reconocimiento mutuo, lo que quiero decir es que él sabía perfectamente lo que me pasaba. No era la primera vez que me tropezaba con un exbrigadista, seguro que alguna vez también vosotros os habéis visto en una situación parecida. Después lo he pensado y lo más probable es que ni él mismo fuera consciente de lo que estaba silbando. Tendiéndole la mano, le dije cómo me llamaba y el nombre de mi unidad. Abraham Lewis, Brigada Lincoln. Sin hacer ademán de levantarse, cosa que me extrañó un poco, me dijo cómo se llamaba: Umberto Pietri.

Con eso ya sabéis por qué os escribo.

Como no identificaba su unidad, que sería lo lógico, no me quedó más remedio que preguntárselo. Aun así vaciló antes de contestar. Por fin lo soltó, Escuadrón de la Muerte, también conocido como Batallón Malatesta, y se quedó mirándome, esperando alguna reacción. Al ver que no decía nada, aclaró que estrictamente hablando, no se podía considerar una Brigada Internacional.

Ignoro qué sabéis de la unidad de Pietri. Quizá preferisteis no indagar. Yo sí que hice algunas averiguaciones después de aquel encuentro. Es un episodio muy oscuro. El Escuadrón de la Muerte fue idea de Diego Abad de Santillán, el cenetista, que propuso a la Generalitat la idea de fundar una unidad constituida por anarquistas italianos. He visto fotos. Tenían unos uniformes muy llamativos y al parecer hacían unos desfiles muy teatrales por Barcelona. Eran bastante aparatosos y se hicieron célebres antes de entrar en combate. Lo irónico de su historia es que sucumbieron en su primer encuentro, con unos falangistas. Perdón por el exceso de detalles, he pensado que es muy posible que no estéis al tanto de estas cosas, y son importantes para entender lo que pasó.

En cuanto a sí mismo, resumiendo mucho, Pietri me explicó que era natural de Certaldo y que después de volver, tras su experiencia como brigadista, no había salido de allí, salvo durante la segunda guerra mundial, época durante la cual, según me explicó sin dar demasiados detalles, anduvo escondido. Hablaba con crispación, era evidente que tenía prisa por comunicarme algo muy concreto. Y en efecto, buscó la billetera y abriéndola, sacó una fotografía y la puso encima de la mesa. En el momento en que hizo aquello, contrajo el rostro como si sintiera un dolor muy agudo. Se le cerraron los ojos y se le cayó la cabeza hacia delante. Me puse en pie, alarmado, porque creí que se iba a desplomar, pero inmediatamente volvió a abrir los ojos y se quedó mirándome, medio ido. Me hizo un gesto con la mano, como diciéndome que en seguida se recuperaría, y cuando lo logró me explicó que estaba muy enfermo. Como si lo que le ocurría a él careciera de importancia, insistió en que me fijara en la foto y así lo hice.

Era una miliciana muy joven, casi adolescente, de ojos grandes. Teresa Quintana, mi compañera, dijo. Me impresionó la manera de decirlo, seca y cortante, sin ninguna solemnidad. Todavía no me había dicho lo que quería, pero ya había conseguido inquietarme.

[…]

A las doce en punto, las campanas de la iglesia repicaron con estrépito (el Ángelus, me explicó la mujer de recepción cuando le pregunté qué quería decir aquello) y pensé que era buena hora para llamar a Lewis. Guardé la carta en el sobre y bajé al tercer piso. La encargada me explicó que el teléfono era de fichas y me dio una. Tenía el tamaño y el color de una peseta, sólo que faltaba la efigie del dictador y tenía la superficie atravesada por dos hondas estrías. La mujer buscó el número del Hotel Florida en una guía a la que le faltaban las tapas y lo apuntó en un papel. Me dirigí al teléfono, introduje la ficha en la ranura y observé cómo resbalaba por un conducto hasta quedar ajustada al fondo de la caja negra, tras una lámina de cristal. El telefonista no me entendió cuando le dije que quería hablar con Abraham Lewis, y tuve que deletrear el apellido. Al cabo de unos segundos, al otro lado de la línea escuché una voz profunda, con un marcado acento sureño. Eso y la risa con que puntuaba sus palabras me hizo sentirme algo menos alejado del mundo que había dejado atrás hacía menos de veinticuatro horas. Lewis me citó en un bar que quedaba justo al lado de Cibeles.

Se llama Cervecería de Correos y queda a mano izquierda, al principio de la cuesta que sube hacia la Puerta de Alcalá. No te costará ningún trabajo encontrarlo, Ackerman. Desde tu pensión hay un paseo muy agradable, si no te importa el frío. ¿Te parece bien a la una y media?

Sí, pero ¿cómo nos reconoceremos?

Tengo cincuenta y cuatro años, la cabeza rapada, mido uno noventa, soy ancho de espaldas y, por si te quedara alguna duda, soy negro.

Soltó una carcajada. Una vez más su voz, su manera de hablar y de reírse me transmitieron una honda sensación de calma. Un cuarto de hora después salí de la pensión y dejando atrás el dédalo de callejuelas que la rodeaban llegué al Paseo del Prado. Al otro lado del bulevar, en lugar de edificios había una larga verja y detrás un jardín. Decidí cruzar. Soplaba un viento muy frío, pero al menos no nevaba. Caminaba despacio, como ausente, registrando lo que veía casi sin darme cuenta, mezclando las sensaciones del presente con recuerdos muy lejanos. A primera hora de la mañana —parecía que hubiera sido ayer— había visto la ciudad sin contaminarme de su realidad, como si el taxi fuera una burbuja esterilizada que me salvaguardaba del contacto directo con las cosas. Ahora, al cruzarme con la gente, al pisar los adoquines de la calle y respirar la mezcla de olores que flotaban en el aire, todo era distinto. Madrid. La ciudad se me metía por los poros, por los ojos, por las fosas nasales. Las fotos, las películas, los documentales que había visto tantas veces en el Archivo de Ben, las cosas que le había oído contar a mi padre parecían corresponder a otra dimensión. Era como si me hubiera despertado de un sueño muy extraño para descubrir que la realidad era más extraña todavía.

Si de pronto alguien me pellizcara, haciéndome caer en la cuenta de que estaba paseando por la luna, y me dijera que había nacido allí, no me habría parecido más desconcertante. Unas horas antes, cuando me devolvió el pasaporte después de anotar los datos en el libro de registro, la mujer de la pensión había exclamado: ¡Pero si es usted de aquí! ¡Quién lo hubiera dicho, con ese nombre! Bajo el efecto de sus palabras, cuando me vi a solas, en la habitación, abrí el pasaporte y leí:

Place of Birth: Madrid, Spain.

Madrid. Spain. Cada una de aquellas dos palabras encerraba tras de sí un mundo. La M, con su forma de sierra, las montañas donde Ben había combatido; la S líquida que los españoles eran incapaces de pronunciar sin arroparla con una e, el laberinto mismo de la contienda. El perfil de las dos letras agrupadas, despertaba ecos de un sinfín de historias. Ben tardaría catorce años en decírmelo, pero yo era español. Otros catorce años después, por primera vez desde que Ben me llevó a América cuando yo tenía unas semanas de vida, me encontraba físicamente en la ciudad donde había nacido. En ningún momento de mi infancia habían dejado de desfilar por mi casa de Brooklyn multitud de exbrigadistas. Todos me mostraron siempre un afecto muy especial, porque sabían que yo era de allí, el único entre toda aquella gente que tenía vivamente clavada en la memoria el recuerdo de los meses o los años que habían pasado en mi país. Para ellos, España era un recuerdo doloroso, por cómo había acabado la guerra, pero también lleno de momentos maravillosos. En eso coincidían de manera indefectible todos. Ben y Lucía no se cansaban de repetirlo, aquella experiencia había sido la más extraordinaria de sus vidas. Y yo, con mi tez morena y mis facciones mediterráneas que me hacían tan distinto de los Ackerman, los dos de aspecto inequívocamente anglosajón, era la prueba viviente de que aquella tragedia (para usar la misma palabra que había empleado Lewis en su carta) no había sido un sueño.

Lancé una última mirada a través de la verja del Jardín Botánico (entonces no sabía lo que era, sólo veía un parque misterioso, en estado de semiabandono, pero impregnado de magia, como tantos rincones del paseo). La nieve cubría los parterres y los senderos sin hollar y se adhería a los troncos de los árboles, reproduciendo las siluetas de los troncos y las formas de los arbustos. Seguí hacia el Museo del Prado, imaginándome que al otro lado de las paredes jalonadas de hornacinas ocupadas por estatuas de diosas desconocidas, las salas estarían vacías, sin sus visitantes habituales, momentáneamente alejados por el frío. Conocía bien muchas de las obras que se albergaban allí. Ben tenía en gran estima un catálogo editado en tiempos de la República. De niño le gustaba enseñarme las reproducciones, acompañándolas de anécdotas y explicaciones que mi cabeza infantil transformaba en historias llenas de magia y fantasía. Más tarde siendo adolescente, las explicaciones cobraron un cariz más técnico. La historia del arte era una de las pasiones frustradas de mi padre. Me había dicho con tanta insistencia que cuando estuviera en Madrid me acercara por aquel lugar extraordinario, y ahora que me sabía a unos pasos de las obras originarias, sentí una extraña emoción. Muy pronto iré a verlas, pronuncié en voz alta, como si Ben pudiera oírme.

Al llegar a la esquina del Hotel Ritz me detuve a contemplar la glorieta de Neptuno y me vino un título a la cabeza: Piedra y cielo. ¿De quién era? De alguno de los poetas que le gustaba leer a Ben, seguramente. Decidí escribir un cuento que se titulara así. Más de una vez me he lanzado a escribir sin tener la menor idea de adónde me podría llevar la imaginación, guiado exclusivamente por la magia que resonaba en un título.

Un tirón en el abrigo me sacó de mi ensimismamiento. Delante de mí vi a un niño de unos diez años que con gesto serio, sin decir nada, me ofrecía un periódico. Vi unos titulares de tamaño descomunal y a un lado, a tinta roja, el nombre de la publicación: diario Pueblo. Le di la primera moneda que encontré en el bolsillo, pero no quise coger el ejemplar. El diminuto vendedor se encogió de hombros y se alejó corriendo.

Unos pasos más allá, me detuve a contemplar una llama que ardía frente a un túmulo de piedra, al pie de un monolito rodeado por una verja de hierro. Leí una inscripción que aludía a los héroes del 2 de mayo y me vino a la memoria una de las láminas favoritas del catálogo de Ben, los fusilamientos de Goya. Aquellas asociaciones tenían algo de inquietante. Me hacían sentirme partícipe de una historia en la que me negaba a integrarme. Al mismo tiempo estaba impaciente por oír de una vez por todas lo que Abe Lewis tuviera que contarme; para eso había venido. Me volví a preguntar por qué, después de tantas dudas, me había decidido a acudir a una cita con un desconocido al otro lado del Atlántico y, como siempre, se me escapaba la respuesta. Estás obligado a hacerlo, no tanto por nosotros, por Lucía y por mí, como por ti mismo, me había dicho Ben hasta el agotamiento. Yo no lo sentía así. Había vivido veintiocho años sin saber nada de aquel hombre de quien decían que era mi padre, y no tenía ninguna necesidad, ni siquiera curiosidad, por conocer su historia.

Ben otra vez:

Por más que te niegues a aceptarlo, tienes una cuenta pendiente con tu pasado. Sólo yendo a Madrid la podrás saldar como es debido. Sólo si lo haces, podrás decir que tu vida te pertenece plenamente. Y el lugar también es importante. Por supuesto que podrías esperar a que Lewis volviera por aquí, pero no sería lo mismo. Tienes que volver, pisar el suelo de Madrid, oír el idioma que Lucía y yo nos hemos empeñado en que mantuvieras vivo. Pero sobre todo estar entre tu gente, a fin de cuentas es allí donde viniste al mundo.

Después de meses de dudas me resigné a viajar a España, y la cara de alivio que puso Ben cuando se lo dije me hizo sentirme justificado. Pero ahora que estaba allí, solo, había muchos momentos en que el gesto me volvía a parecer completamente absurdo.

Desde el extremo de la isleta central del bulevar, observé con detenimiento la estatua de Cibeles. Subida en un carroza tirada por leones, la diosa de la tierra, madre de Neptuno (de repente caí en la cuenta de la relación que había entre las dos estatuas) miraba hacia la lejanía. En su estela, dos niños de granito jugaban a volcar una jarra de la que caía un chorro de agua. Alrededor de la fuente, palacios y jardines trazaban un círculo que parecía destinado a proteger la imagen de piedra, magnífica en su soledad. Eché a andar en dirección al Palacio de Comunicaciones y llegué a una calle ancha, en cuesta. Arriba, a mi derecha, vi los arcos de la Puerta de Alcalá y, de frente, al otro lado de un paso de cebra, la Cervecería de Correos.

El local estaba atestado y olía a serrín. Una triple hilera de gente hacía imposible acercarse a la barra. Un camarero me preguntó de lejos qué quería. Le pedí una cerveza y al instante me vi delante de una jarra de cinc que tenía el fondo de cristal, encima de un grueso posavasos de corcho, en un espacio minúsculo que el camarero había despejado milagrosamente para mí. Lo vi antes de dar el primer sorbo, sentado en una de las mesas de mármol, en el primer salón, hacia la izquierda. Aunque cuando hablé por teléfono con él no le había descrito mi físico, también él me había reconocido. Con la cabeza erguida seguía atentamente mis movimientos. Sin quitarme la vista de encima, se levantó y me hizo señas de que me acercara. Cuando llegué junto a su mesa me estrechó la mano con fuerza.

Por fin nos vemos las caras, dijo, escrutándome el rostro con extraña vehemencia. ¿Qué tal el viaje?

La verdad es que no sé qué hago aquí, contesté con brusquedad. Lo he hecho por Ben, pero llevo toda la mañana pensando que venir ha sido un inmenso error. Me siento como si estuviera flotando en el espacio, no sé dónde poner los pies.

Es normal. Date un poco de tiempo.

¿Tiempo para qué? Me costaba trabajo hablar. ¿Qué me importa a mí ese individuo, Pietri? logré preguntar. Jamás tuve noticia alguna de él hasta el día que Ben me dio tu carta. ¿Otra vez tengo que cambiar las coordenadas de mi vida, como cuando cumplí catorce años? ¿Y tú, que de repente sales con esto, quién cojones eres? ¿Era verdaderamente necesario que escribieras esto? Me había llevado la mano al bolsillo de la chaqueta y blandía la carta ante él. ¿Por qué estáis todos tan seguros de lo que hacéis?

¿A quiénes te refieres?

A los brigadistas y vuestro sentido infalible de la justicia.

Lewis aguantó el chaparrón como si contara de antemano con que las cosas pudieran ocurrir así. Cuando terminé de hacer reproches y me hube guardado la carta en el bolsillo, me miró a los ojos y apoyando la mano en mi hombro lo oprimió con sus dedos fuertes.

¿Has comido?

¿Comer? pregunté, como si desconociera el significado de la palabra.

Voy a pedir algo, dijo, haciéndole una seña al camarero.

Aunque no te guste oírlo, comentó cuando se hubo ido el camarero después de tomar nota, Ben tiene razón. Por eso me he atrevido a insistir. Efectivamente, es un hombre muy especial, tienes mucha suerte.

¿Qué quieres decir?

Es una impresión, sólo lo conozco por un par de cartas. Me gustaría saber más cosas de él.

¿Qué cosas?

Su historia.

El camarero dejó unos platos en la mesa y se fue. Abe Lewis soltó una carcajada.

¿De qué te ríes?

Cruzas el Atlántico porque se supone que te tengo que contar algo decisivo, y lo primero que hago nada más verte es sugerirte que me entretengas contándome historias tú a mí.

No importa. Tienes razón en cuanto a Ben. Es un hombre muy especial. Y perdona lo que he dicho antes de los brigadistas, estaba fuera de mí.

Lewis se volvió a reír.

Bueno, vamos a picar algo, a ver si nos ponemos de mejor humor.

En aquel momento se abrió de golpe la puerta de la calle, y entró un grupo de gente que venía dando voces y riéndose. Traían los abrigos y las bufandas salpicados de nieve. Con ellos se coló una ráfaga de aire helado que llegó hasta nuestra mesa. Los recién llegados se mezclaron con la gente que se agolpaba alrededor de la barra; durante unos instantes la tormenta quedó enmarcada por el vano de la puerta. La nieve había arreciado; arrastrados por la fuerte ventisca, se veían pasar remolinos de copos que reflejaban el resplandor de los faroles. Un individuo corpulento llenó con su figura el umbral antes de cerrar la puerta.

Aquí hay demasiado ruido, dijo Lewis. Cuando terminemos, nos cambiamos aquí al lado. Puerta con puerta hay un lugar perfecto para hablar. ¿Te parece?

Me encogí de hombros, lo cual, en el código que habíamos empezado a elaborar, quería decir que sí.

La nieve se estrellaba con violencia contra la fachada de mármol rojizo. Alcé la vista, vislumbrando apenas unas letras de metal dorado que decían Lion D’Or. Una doble puerta de cristal creaba una recámara de aire que preservaba el calor del local. En el interior flotaba una nube de humo espeso, casi irrespirable, de olor acre, que se adhería a las paredes y empañaba los espejos. Las cortinas y el tapiz de los asientos eran de terciopelo rojo y las mesas de mármol, con el pie de hierro. La luz de las lámparas flotaba irrealmente en la penumbra.

Nos sentamos en un rincón, junto a una ventana y estuvimos un buen rato sin hablar, acostumbrándonos el uno al otro. Un camarero de tez rojiza y bigotes descomunales, que arrastraba la voz al hablar y tenía el pelo engominado, nos preguntó con aire de suficiencia si queríamos algo.

[…]

Viendo nevar. Atrapado en una extraña red de intersecciones geométricas. Los faros de los coches que subían y bajaban por Alcalá proyectaban conos de luz que cortaban en bisel la cortina de nieve. Así el borde de la mesa; el plano de la acera formaba un ángulo agudo con el del suelo del café. El cabio [sic] inferior de la ventana rozaba casi el suelo.

[…]

¿De dónde viene el apellido Ackerman? ¿Es judío?

Me lo pregunta mucha gente, igual ocurre con mi nombre, Gal. Ni uno ni otro lo son necesariamente. Ackerman es un apellido germánico. La familia de mi bisabuelo era de origen alsaciano, aunque nació en Brooklyn, en 1858. Abrió una panadería en Bensonhurst. Mi abuelo, David Ackerman, trabajó toda la vida para el Brooklyn Eagle, un gran periódico, el mejor que ha tenido Brooklyn en su historia. Walt Whitman fue uno de sus colaboradores más egregios, pero hubo otros más. Lo cerraron en 1955, después de ciento veintitrés años de vida. La muerte de un periódico es algo muy triste, ¿no crees? Mi abuelo entró como aprendiz a los diecisiete años y acabó siendo corrector de pruebas. No pasó de ahí, pero andando el tiempo le permitieron escribir alguna que otra cosa, y al final, cuando estaba a punto de jubilarse, llegó a tener su propia columna, que publicaba semanalmente.

¿Qué escribía?

Comentarios políticos, anécdotas, columnas de opinión, notas sueltas y, sobre todo, historias acerca de los barrios de Brooklyn. Conocía Brooklyn como la palma de la mano.

¿Conservas sus artículos?

Por supuesto que sí, además de cientos y cientos de fichas sobre la historia de Brooklyn. Tenía la vaga idea de escribir un libro sobre el barrio.

¿Era comunista?

Anarquista, aunque nunca hablaba de eso. Sentía un rechazo visceral a toda forma de proselitismo, aparte de que era un hombre más bien reservado y solitario.

¿Y tu abuela?

Su apellido de soltera era Gallagher, May Gallagher. Mi abuelo y ella no podían ser más distintos. Su familia procedía de Pensilvania. Emigraron a Brooklyn a principios de siglo, cuando ella tenía dieciséis o diecisiete años. Todo el mundo la llamaba Sister May, porque tenía algo de monjil. Era una mujer muy devota y generosa, pero fuerte de carácter. Conoció a David en un baile callejero, no mucho después de su llegada a Bensonhurst, y al cabo de unos cuantos meses se casaron. Tuvieron dos hijos, una niña que murió a los pocos días de nacer y Ben.

¿Cuándo fue todo eso?

Vamos a ver. Ben nació en 1907 y May, no lo sé muy bien. En torno a 1910, calculo, eran casi de la misma edad.

¿Te llevabas bien con él?

¿Con el abuelo David? De maravilla. Lo quería con locura. Mi abuelo y yo teníamos una relación muy especial. Le encantaba venir a verme los domingos y llevarme a conocer Brooklyn. Sobre todo le gustaba ir a sitios donde además de pasarlo bien, aprendíamos algo. Era un fanático de la historia de Brooklyn. Tengo recuerdos muy vividos de las visitas que hacíamos al Astillero, al Jardín Botánico, a Prospect Park, al Museo de Bellas Artes, a la Biblioteca Pública, a Red Hook, a muchísimos sitios. Una de mis excursiones favoritas era cuando me llevaba a pasear por Brooklyn Heights. Se conocía al dedillo la historia de cada edificio. Era miembro de la Historical Society of Brooklyn. Allí era donde recopilaba el material que luego empleaba en las crónicas que escribía para el Eagle. Pero la maravilla de las maravillas era cuando me llevaba a Coney Island. Me nombró su «ayudante de investigación» y nos pasamos dos veranos yendo allí, varias veces a la semana. La verdad, es una lástima que nunca llegara a escribir aquel libro, después de toda la información que había llegado a reunir. ¿Has estado alguna vez en Brooklyn, Abe?

Negó con la cabeza, sonriendo:

No, pero después de hoy, ya no tengo excusa.

La verdad es que es un universo inabarcable.

¿Y dices que nunca te hablaba de política?

Ni por asomo. Yo sabía que era anarquista, porque se lo oía decir a todo el mundo, aunque no tenía una idea muy clara de lo que quería decir aquella palabra. Estaba obsesionado con la cultura y el progreso. Le gustaba llevarme a todo tipo de actos culturales: conciertos, conferencias, de vez en cuando, al cine o al teatro. Tan sólo en una ocasión me llevó con él a un mitin.

¿Qué años tendrías tú?

Quince, pero lo recuerdo vivamente. Mi abuelo y yo hablábamos de muchas cosas, pero por extraño que parezca lo que más nos unía eran los largos momentos de silencio que compartíamos. Nos entendíamos perfectamente sin necesidad de hablar. Muchas veces, yendo en metro o en tranvía, cuando el ruido era excesivo, en lugar de alzar la voz para hacerse oír, mi abuelo interrumpía lo que me estuviera contando y se quedaba callado. En seguida me acostumbré a sus silencios. Aquel día, al salir de la estación de metro, en lugar de ir hacia el mercado de Fulton, me llevó a Boerum Hill, sin darme la menor explicación. A mitad de manzana, vimos una aglomeración de gente que aguardaba delante de las puertas de un teatro. Si no me equivoco, aún sigue en pie. El caso es que nos sumamos a la multitud e hicimos cola para entrar. Recuerdo que dentro del vestíbulo había tres puertas muy altas, pero mi abuelo me llevó de la mano hacia una escalera lateral, y al llegar al primer piso entramos en un palco donde había cinco o seis personas, ya sentadas, esperando a que comenzara el acto. Miré hacia abajo. En el patio de butacas se veía un inmenso mar de cabezas, pero también había gente en los pasillos y en los demás pisos del teatro. De pronto se apagaron las lámparas del techo y un susurro recorrió a la multitud. Unos focos iluminaban el estrado, en el que se veían una mesa alargada y unas cuantas sillas. Un grupo de personas subió en fila al escenario y fue ocupando los asientos, mientras la multitud prorrumpía en un aplauso atronador. Una mujer de unos cincuenta años se acercó al podio y se dirigió al público. Apenas me fijé en lo que decía. Me llamaban más la atención otros detalles. Por todo el teatro se veían banderitas rojinegras, y en el estrado había una pancarta. No reparé en lo que decía porque me sentía incapaz de apartar la vista de lo que había en los extremos del escenario. Eran los retratos de dos hombres cuya estatura era el doble de la de una persona normal, pintados con trazos gruesos de colores estridentes. Parecían monigotes sacados de una cartelera de cine. Iban sin chaqueta, con la camisa desabrochada. Uno llevaba pantalón marrón y el otro azul oscuro. Las cabezas eran desproporcionadamente grandes con relación al cuerpo. Lo que más miedo me daba eran los ojos que, a pesar de lo chillón de los colores, a mí me resultaban de lo más real e inquietante. Me daba la sensación de que me miraban exclusivamente a mí, como si me conocieran y me estuvieran acusando de algo inconcreto. Sólo cuando me acostumbré a aquellas miradas conseguí fijarme en lo que decía la pancarta. Ahora no me resulta posible oír aquellos nombres con indiferencia, pero cuando los leí entonces, carecían por completo de sentido:

Sacco y Vanzetti (1927-1952)

Los oradores subían al podio a intervalos regulares. Todos hablaban exaltadamente, profiriendo grandes voces. De vez en cuando, la multitud interrumpía los discursos, lanzando vítores y aplaudiendo. Aunque estaba pegado a él, mi abuelo no parecía percatarse de mi presencia. Ni una sola vez en todo el acto me dirigió la palabra ni me miró. Lo que más me asombraba de su actitud era que, de toda la gente que estaba en el palco, y seguramente en todo el teatro, él era el único que jamás daba una voz ni aplaudía, aunque yo me daba perfecta cuenta de sus cambios de ánimo, porque le veía apretar los puños y fruncir el ceño. El acto fue bastante largo y a grandes ratos aburrido, aunque también es cierto que el apasionamiento de la gente era contagioso, y al cabo de un tiempo, aunque no entendía por qué, cada vez que la multitud aplaudía o gritaba proclamas, yo sentía una extraña mezcla de emoción y miedo.

A la salida, mi abuelo se despidió con prisa de sus amigos y echamos a andar a buen paso, camino por fin del mercadillo de Fulton. En ningún momento hizo la menor alusión al mitin. Al cabo de unos minutos reanudó la historia que había dejado a medio contar, cuando el estrépito del metro ahogó sus palabras, como si en vez de horas, tan sólo hubiesen transcurrido unos minutos. En Fulton me llevó directamente a los puestos de calzado y me ayudó a elegir un par de zapatos. Bueno, en realidad los eligió él, viendo que yo no me decidía por ninguno. Cuando llegamos a casa, se empeñó en que me los pusiera, para que todo el mundo viera lo bien que me quedaban. Luego se fue a la cocina, a tomar café con los mayores, y a media tarde vino a darme un beso y se despidió.

Ben y yo lo acompañamos hasta el porche. Antes de doblar la esquina, mi abuelo se volvió y nos dijo adiós con la mano. El sol estaba muy bajo y daba de lleno en la fachada de casa.

¿Quiénes eran Sacco y Vanzetti? le pregunté a Ben.

De repente me di cuenta de lo mucho que me apretaban los zapatos y me arrodillé para aflojar los cordones.

Quítatelos antes de que te salgan ampollas, recuerdo que me dijo Ben.

Entré en casa con los zapatos en la mano y fui derecho a mi cuarto, seguido por mi padre. Nos sentamos en el borde de la cama.

¿Dónde has oído hablar de Sacco y Vanzetti? me preguntó, y le hablé del mitin al que había acudido en Boerum Hill.

Es su manera de darte a entender que ya te considera un hombre, dijo cuando terminé. Conmigo hizo algo parecido.