—Mira, para empezar, nos pillarán —le dije.
No había encendido el coche. Estaba haciendo recuento de las razones por las que no iba a ponerlo en marcha y preguntándome si Margo me veía en la oscuridad.
—Pues claro que nos pillarán. ¿Y qué?
—Es ilegal.
—Q, ¿qué problema puede causarte SeaWorld en términos comparativos? Quiero decir que, joder, después de todo lo que he hecho por ti esta noche, ¿no puedes hacer una sola cosa por mí? ¿No puedes callarte, calmarte y dejar de acojonarte tanto por cada aventurilla? —Y en voz baja añadió—: Joder, échale un par de huevos.
Entonces me volví loco. Pasé por debajo del cinturón de seguridad para poder acercarme a ella.
—¿Después de todo lo que has hecho por mí? —casi grité. ¿No quería que confiara en mí mismo? Pues ahí lo tenía—. ¿Llamaste tú al padre de mi amiga, que estaba follándose a mi novio, para que nadie se enterara de que quien llamaba era yo? ¿Me has hecho de chófer no porque seas importante para mí, sino porque necesitaba un coche y te tenía a mano? ¿Es esa la mierda que has hecho por mí esta noche?
No me miraba. Miraba al frente, hacia el revestimiento de plástico de la tienda de muebles.
—¿Crees que te necesitaba? ¿No crees que podría haber dado a Myrna Mountweazel un sedante para que se durmiera y robar la caja de debajo de la cama de mis padres? ¿O colarme en tu habitación mientras dormías y cogerte las llaves del coche? No te necesitaba, idiota. Te he elegido. Y luego tú me has elegido a mí. —Me miró—. Y esto es como una promesa. Al menos por esta noche. En la salud y en la enfermedad. En lo bueno y en lo malo. En la riqueza y en la pobreza. Hasta que el amanecer nos separe.
Encendí el coche y salí del aparcamiento, pero, dejando de lado su rollo sobre el trabajo en equipo, sentía que estaba presionándome y quería decir la última palabra.
—Muy bien, pero cuando el SeaWorld o quien sea escriba a la Universidad de Duke diciendo que el desaprensivo Quentin Jacobsen allanó su edificio a las cuatro y media de la madrugada con una muchachita de mirada salvaje, la Universidad de Duke se pondrá furiosa. Y mis padres también.
—Q, irás a Duke. Serás un abogado con mucho éxito, o lo que sea, te casarás, tendrás hijos, vivirás tu vida mediocre y te morirás, y en tus últimos momentos, cuando estés ahogándote en tu propia bilis en la residencia de ancianos, te dirás: «Bueno, he desperdiciado toda mi puta vida, pero al menos el último año de instituto entré en el SeaWorld con Margo Roth Spiegelman. Al menos, carpeé un diem».
—Noctem —la corregí.
—De acuerdo, vuelves a ser el rey de la gramática. Acabas de recuperar el trono. Ahora llévame al SeaWorld.
Mientras avanzábamos en silencio por la I-4, me descubrí a mí mismo pensando en el día en que el tipo del traje gris apareció muerto. «Quizá por eso me ha elegido», pensé. Y en ese momento recordé por fin lo que me había dicho sobre el muerto y los hilos. Y sobre ella y los hilos.
—Margo —le dije rompiendo el silencio.
—Q —me contestó.
—Dijiste… Cuando aquel tipo murió, dijiste que quizá se le habían roto los hilos por dentro, y hace un rato has dicho lo mismo de ti, que el último hilo se había roto.
Se medio rió.
—Te preocupas demasiado. No quiero que unos críos me encuentren cubierta de moscas un sábado por la mañana en Jefferson Park. —Esperó un momento antes de rematar la frase—: Soy demasiado presumida para acabar así.
Me reí aliviado y salí de la autopista. Giramos en International Drive, la capital mundial del turismo. En International Drive había mil tiendas que vendían exactamente lo mismo: mierda. Mierda con forma de conchas, llaveros, tortugas de cristal, imanes para el frigorífico con la forma de Florida, flamencos rosas de plástico y cosas por el estilo. De hecho, en International Drive había varias tiendas que vendían mierda real y literal de armadillo, a 4.95 dólares la bolsa.
Pero a las 4:50 de la madrugada los turistas estaban durmiendo. Drive, como todo lo demás, estaba completamente muerto mientras dejábamos atrás tiendas, aparcamientos, más tiendas y más aparcamientos.
—El SeaWorld está justó detrás de la autopista —dijo Margo. Estaba de nuevo en la parte de atrás del coche, rebuscando en una mochila o algo así—. Tengo un montón de mapas satélite y dibujé nuestro plan de ataque, pero no los encuentro por ninguna parte. En fin, gira a la derecha después de la autopista, y a la izquierda verás una tienda de souvenirs.
—A la izquierda hay unas diecisiete mil tiendas de souvenirs.
—Sí, pero justo después de la autopista habrá solo una.
Y por supuesto había solo una, así que me metí en el aparcamiento vacío y aparqué el coche debajo de una farola, porque en International Drive siempre roban coches. Y aunque solo a un ladrón de coches masoquista se le ocurriría trincar el Chrysler, no me apetecía tener que explicarle a mi madre cómo y por qué su coche había desaparecido en plena madrugada de un día de clase.
Nos quedamos fuera, apoyados en la parte de atrás del monovolumen. El aire era tan cálido y denso que se me pegaba la ropa a la piel. Volvía a estar asustado, como si gente a la que no veía estuviera mirándome. La noche había sido muy larga y llevaba tantas horas preocupado que me dolía la barriga. Margo había encontrado los mapas y trazaba nuestra ruta con el dedo azul a la luz de la farola.
—Creo que aquí hay una valla —me dijo señalando una zona de bosque con la que nos habíamos topado nada más pasar la autopista—. Lo leí en internet. La pusieron hace unos años porque un borracho entró en el parque en plena noche y decidió darse un baño con la orca Shamu, que no tardó en matarlo.
—¿En serio?
—Sí, así que si aquel tipo pudo entrar borracho, seguro que nosotros, que no hemos bebido, también podremos. Vaya, somos ninjas.
—Bueno, quizá tú eres una ninja —le dije.
—Los dos somos ninjas, solo que tú eres un ninja torpe y ruidoso —dijo Margo.
Se colocó el pelo detrás de las orejas, se puso la capucha y se la ató con el cordón. La farola iluminó los agudos rasgos de su cara pálida. Quizá los dos éramos ninjas, pero solo ella lo parecía.
—Bien —me dijo—, memoriza el mapa.
La parte más terrorífica del recorrido de casi un kilómetro que Margo había trazado era, con diferencia, el foso. El SeaWorld tenía forma triangular. Un lado estaba protegido por una carretera por la que Margo suponía que patrullaban permanentemente vigilantes nocturnos. El segundo lado estaba protegido por un lago de casi dos kilómetros de perímetro, y en el tercero había una zanja de drenaje. Según el mapa, parecía tener la anchura de una carretera de dos carriles. Y en Florida, en las zanjas de drenaje junto a los lagos suele haber caimanes.
Margo me agarró por los hombros y me giró hacia ella.
—Seguramente nos pillarán, así que, cuando nos pillen, déjame hablar a mí. Tú limítate a poner cara de bueno, medio inocente, medio seguro de ti mismo, y todo irá bien.
Cerré el coche, intenté aplanarme con la mano el pelo alborotado y murmuré:
—Soy un ninja.
No pretendía que Margo lo oyera, pero de repente soltó:
—¡Claro que sí, joder! Ahora, vamos.
Corrimos por International Drive y luego nos abrimos camino entre arbustos altos y robles. Empecé a preocuparme por la hiedra venenosa, pero los ninjas no se preocupan por esas cosas, así que me coloqué en la cabeza, con los brazos extendidos, y aparté las zarzas y la maleza mientras avanzábamos hacia el foso. Al final se acabó la zona de árboles y llegamos a campo abierto. Veía la autopista a nuestra derecha y el foso justo enfrente. Podrían habernos visto desde la carretera si hubiera pasado algún coche, pero no pasó ninguno. Corrimos por la maleza y trazamos una curva cerrada hacia la autopista.
—¡Ahora! ¡Ahora! —exclamó Margo.
Y crucé corriendo los seis carriles de la autopista. Aunque estaba vacía, cruzar una carretera tan grande me pareció estimulante e inapropiado.
Después de cruzar nos arrodillamos en la hierba, al lado de la autopista. Margo señaló la hilera de árboles situada entre el interminable aparcamiento del SeaWorld y el agua negra del foso. Corrimos un minuto a lo largo de aquella hilera de árboles y luego Margo me tiró de la camiseta desde atrás y me dijo en voz baja:
—Ahora el foso.
—Las señoritas primero —le dije.
—No, de verdad, como si estuvieras en tu casa —me contestó.
Y no pensé en los caimanes ni en la asquerosa capa de algas salobres. Cogí carrerilla y salté lo más lejos que pude. Aterricé con agua hasta la cintura y avancé a grandes zancadas. El agua olía a podrido y estaba llena de barro, pero al menos no me había mojado de cintura para arriba. O al menos hasta que Margo saltó y me salpicó. Me giré y la salpiqué a ella. Fingió que iba a vomitar.
—Los ninjas no se salpican entre ellos —se quejó Margo.
—El auténtico ninja no salpica al saltar —le contesté.
—Vale, touché.
Observé a Margo saliendo del foso, encantado de la vida de que no hubiera caimanes. Mi pulso era aceptable, aunque acelerado. El agua ceñía al cuerpo de Margo la camiseta negra que llevaba debajo de la sudadera desabrochada. En resumen, casi todo iba perfecto cuando vi de reojo algo que serpenteaba en el agua cerca de Margo. Margo empezó a salir del agua y vi que tensaba el tendón de Aquiles. Antes de que yo pudiera abrir la boca, la serpiente se abalanzó sobre ella y le mordió el tobillo izquierdo, justo donde acababan los vaqueros.
—¡Mierda! —exclamó Margo. Miró hacia abajo y repitió—: ¡Mierda!
La serpiente seguía aferrada a su tobillo. Me sumergí, agarré la serpiente por la cola, la arranqué de la pierna de Margo y la lancé al foso.
—Ay, joder —dijo—. ¿Qué era? ¿Era una boca de algodón?
—No lo sé. Túmbate, túmbate —le ordené.
Le cogí la pierna y le subí los vaqueros. Los colmillos habían dejado dos agujeritos de los que salía una gota de sangre. Me agaché, puse la boca en la herida y succioné con todas mis fuerzas para intentar sacar el veneno. Escupí, y me disponía a volver a succionar cuando Margo dijo:
—Espera, la veo.
Me levanté de un salto, aterrorizado.
—No, no —siguió diciendo—. Joder, es solo una culebra.
Señaló el foso. Seguí su dedo y vi la pequeña culebra serpenteando por la superficie, justo debajo del haz de un foco. Desde la distancia no parecía mucho más temible que una lagartija.
—Gracias a Dios —dije sentándome a su lado y recuperando el aliento.
Tras echar un vistazo a la mordedura y ver que ya no sangraba, me preguntó:
—¿Qué tal el filete que te has pegado con mi pierna?
—Muy bien —le contesté, y era cierto.
Se inclinó un poco hacia mí y sentí su brazo en mis costillas.
—Me he depilado esta mañana precisamente por eso. He pensado: «Bueno, nunca se sabe cuándo alguien te agarrará de la pierna para succionarte el veneno de una serpiente».
Ante nosotros había una valla de tela metálica de apenas dos metros de altura.
—¿En serio? ¿Primero culebras y ahora esta valla? —dijo Margo—. Esta seguridad es insultante para un ninja.
Trepó, pasó al otro lado y bajó como si fuera una escalera. Yo intenté no caerme.
Atravesamos un pequeño soto pegados a unos enormes depósitos opacos en los que seguramente guardaban animales, fuimos a parar a un camino asfaltado y vi el gran anfiteatro en el que Shamu me salpicó de niño. Los pequeños altavoces a lo largo del camino reproducían música ambiental, quizá para tranquilizar a los animales.
—Margo —le dije—, estamos en el SeaWorld.
—Efectivamente —me contestó.
Echó a correr y la seguí. Acabamos en el acuario de las focas, que parecía vacío.
—Margo, estamos en el SeaWorld —repetí.
—Disfrútalo —me contestó sin mover apenas la boca—. Porque por ahí viene un vigilante.
Corrí hacia una zona de matorrales que me llegaban a la cintura, pero al ver que Margo no corría, me detuve. Un tipo vestido de sport y con un chaleco en el que ponía SEGURIDAD SEAWORLD se acercó.
—¿Qué hacéis aquí?
Llevaba en la mano una lata, supuse que de gas pimienta.
Para tranquilizarme, me preguntaba: «¿Las esposas son estándares, o son esposas especiales para el SeaWorld? Por ejemplo, en forma de dos delfines curvados».
—En realidad estábamos saliendo —dijo Margo.
—Eso seguro —le contestó el vigilante—. La pregunta es si vais a salir andando o va a tener que sacaros el sheriff del condado de Orange.
—Si no le importa, preferimos andar —le contestó Margo.
Cerré los ojos. Quise decirle a Margo que no era el mejor momento para réplicas ingeniosas, pero el tipo se rió.
—Supongo que sabéis que hace un par de años un tipo saltó al acuario grande y se mató, así que tenemos órdenes de no dejar salir a nadie que se haya colado, ni siquiera a las chicas guapas.
Margo tiró de su camiseta para despegarla un poco del cuerpo. Y solo en ese momento me di cuenta de que el tipo estaba hablándole a sus tetas.
—Bueno, entonces supongo que tiene que detenernos.
—Lo que pasa es que estoy a punto de salir, largarme a mi casa, tomarme una cerveza y dormir un rato, pero si llamo a la policía, tardarán lo suyo en venir. Solo estoy pensando en voz alta —dijo.
Margo lo entendió y miró al cielo. Se metió una mano en el bolsillo y sacó un billete de cien dólares que se le había mojado en el foso.
—Bueno —dijo el vigilante—, y ahora será mejor que os marchéis. Yo de vosotros no pasaría por el acuario de las ballenas. Está rodeado de cámaras de seguridad que funcionan toda la noche, y no creo que queráis que se sepa que habéis estado aquí.
—Sí, señor —añadió Margo recatadamente.
Y el tipo desapareció en la oscuridad.
—Joder —murmuró Margo en cuanto el tipo se hubo alejado—, la verdad es que no quería dar dinero a ese degenerado, pero, bueno, el dinero está para gastarlo.
Apenas la escuchaba. Lo único que sentía era el alivio recorriéndome la piel. Aquel placer en estado puro compensaba todas las preocupaciones anteriores.
—Gracias a Dios que no nos ha denunciado —dije.
Margo no me contestó. Miraba al frente con los ojos entrecerrados.
—Me sentí exactamente igual cuando me metí en los Estudios Universal —dijo un momento después—. Son geniales, aunque no hay mucho que ver. Las atracciones no funcionan. Todo lo guapo está cerrado. Por la noche meten a casi todos los animales en otros acuarios. —Giró la cabeza y observó el SeaWorld, que teníamos ante nosotros—. Me temo que el placer no es estar dentro.
—¿Y cuál es el placer? —le pregunté.
—Planearlo, supongo. No lo sé. Las cosas nunca son como esperamos que sean.
—Para mí no está tan mal —admití—. Aunque no haya nada que ver.
Me senté en un banco y Margo vino a sentarse conmigo. Observamos el acuario de las focas, en el que no había focas. No era más que un islote deshabitado con salientes de plástico. Me llegaba el olor de Margo, el sudor y las algas del foso, su champú de lilas y el aroma a almendras machacadas de su piel.
Por primera vez me sentí cansado y nos imaginé tumbados juntos en el césped del SeaWorld, yo boca arriba y ella de lado, pasándome un brazo por encima y con la cabeza apoyada en mi hombro, mirándome. No hacíamos nada. Simplemente estábamos tumbados juntos bajo el cielo. La noche estaba tan iluminada que no se veían las estrellas. Y quizá sentía su respiración en el cuello, y quizá nos quedaríamos allí hasta la mañana, y entonces la gente pasaría por delante de nosotros al entrar al parque, nos vería y pensaría que también éramos turistas, y podríamos desaparecer entre ellos.
Pero no. Tenía que ver a Chuck con una sola ceja, y contarle la historia a Ben, y estaban las clases, la sala de ensayo, la Universidad de Duke y el futuro.
—Q —dijo Margo.
La miré y por un momento no entendí por qué había dicho mi nombre, pero de repente desperté de mi ensoñación. Y lo oí. Habían subido la música ambiental, solo que ya no era música ambiental. Era música de verdad. Un viejo tema de jazz que le gusta a mi padre llamado «Stars Fell on Alabama». Incluso con aquellos diminutos altavoces se percibía que el cantante podía hacer mil condenadas notas a la vez.
Y sentí que las líneas de su vida y de la mía se extendían desde nuestra cuna hasta el tipo muerto, desde que nos conocimos hasta ese momento. Y quise decirle que para mí el placer no era planificar, hacer o no hacer. El placer era observar nuestros hilos cruzándose, separándose y volviéndose a juntar. Pero me pareció demasiado cursi, y además ya se había levantado.
Los azulísimos ojos de Margo parpadearon. En aquel momento estaba increíblemente guapa, con los vaqueros mojados pegados a las piernas y la cara resplandeciente a la luz grisácea.
Me levanté, extendí la mano y le dije:
—¿Me concedes este baile?
Margo me hizo una reverencia y me cogió de la mano.
—Te lo concedo —me contestó.
Y entonces coloqué la mano en la curva entre su cintura y su cadera, y ella apoyó la suya en mi hombro. Y uno dos a un lado, uno dos a un lado. Rodeamos el acuario de las focas bailando foxtrot, mientras la canción sobre las estrellas que caen seguía sonando.
—Baile lento de sexto —comentó Margo.
Cambiamos de postura. Colocó las manos en mis hombros y yo la sujeté por las caderas, con los codos cerrados, a medio metro de distancia. Y luego seguimos con el foxtrot hasta que acabó la canción. Di un paso adelante e incliné a Margo, como nos habían enseñado en la Escuela de Baile Crown. Ella levantó una pierna y dejó caer todo su peso sobre mí. O confiaba en mí o quería caerse.