Sentados en el coche, con las llaves en el contacto, aunque sin haber encendido el motor, Margo me preguntó:
—Por cierto, ¿a qué hora se levantan tus padres?
—No sé, hacia las seis y cuarto, quizá. —Eran las 3:51—. Bueno, así que nos quedan dos horas y ya hemos acabado nueve partes.
—Lo sé, pero he dejado las más difíciles para el final. En fin, las terminaremos todas. Décima parte: te toca elegir a una víctima.
—¿Qué?
—Ya tengo decidido el castigo. Ahora te toca a ti elegir sobre qué va a caer nuestra terrible ira.
—Sobre quién va a caer nuestra terrible ira —la corregí, y movió la cabeza con cara de fastidio—. La verdad es que no hay nadie sobre quien quiera dejar caer mi ira.
Y era cierto. Siempre había creído que había que ser importante para tener enemigos. Por ejemplo: históricamente, Alemania ha tenido más enemigos que Luxemburgo. Margo Roth Spiegelman era Alemania. Y Gran Bretaña. Y Estados Unidos. Y la Rusia de los zares. Yo soy Luxemburgo. Me siento por ahí, vigilo las ovejas y canto canciones tirolesas.
—¿Qué me dices de Chuck? —me preguntó.
—Hum —le contesté.
Chuck Parson había sido una pesadilla durante años, antes de que le pusieran las riendas. Además del desastre de la cinta transportadora de la cafetería, una vez me arrastró fuera del colegio y, mientras esperaba el autobús, me retorció el brazo y se dedicó a repetir: «Di que eres maricón». Era su insulto para todo, porque, como tenía un vocabulario de doce palabras, no cabía esperar una amplia variedad de insultos. Y aunque era ridículamente infantil, al final tuve que decir que era maricón, y me fastidió, porque: 1) Creo que nadie debería emplear esa palabra, mucho menos yo; 2) Resulta que no soy gay, y además, 3) Que Chuck Parson consiguiera que te llamaras a ti mismo maricón era la máxima humillación, pese a que ser gay no tiene nada de vergonzoso, cosa que intentaba explicarle mientras me retorcía el brazo y me lo levantaba cada vez más hacia el omóplato, pero él no dejaba de decir: «Si estás tan orgulloso de ser maricón, ¿por qué no reconoces que eres maricón, eres maricón?».
Es evidente que Chuck Parson no era Aristóteles cuando de lógica se trataba. Pero medía un metro noventa y pesaba ciento veinte kilos, que no es poco.
—Chuck estaría justificado —admití.
Arranqué el coche y me dirigí a la autopista. No sabía adónde íbamos, pero tenía clarísimo que no íbamos a quedarnos en el centro.
—¿Recuerdas lo de la Escuela de Baile Crown? —me preguntó Margo—. Estaba pensándolo esta noche.
—Uf, sí.
—Lo siento, por cierto. No sé por qué se lo consentí.
—Bueno, no pasa nada —le dije, pero recordar la dichosa Escuela de Baile Crown me tocó las narices, así que añadí—: Sí. Chuck Parson. ¿Sabes dónde vive?
—Sabía que podría sacar tu lado vengativo. Está en College Park. Sal en Princeton.
Giré hacia la entrada de la autopista y pisé el acelerador.
—¡No corras tanto! —exclamó Margo—. No vayas a romper el Chrysler.
En sexto, a un grupo de críos, incluidos Margo, Chuck y yo, nuestros padres nos obligaron a hacer clases de baile en la Escuela de Humillación, Degradación y Baile Crown. Los chicos tenían que colocarse a un lado, las chicas al otro, y cuando la profesora nos lo decía, los chicos se acercaban a las chicas y les decían: «¿Me concedes este baile?», y las chicas les respondían: «Te lo concedo». Así funcionaba. Las chicas no podían decir que no. Pero un día, bailando el foxtrot, Chuck Parson convenció a todas y cada una de las chicas de que me dijeran que no. A nadie más. Solo a mí. Me acerqué a Mary Beth Shortz y le dije: «¿Me concedes este baile?», y me contestó que no. Entonces se lo pedí a otra chica, y a otra, y a Margo, que también me dijo que no, y luego a otra, y al final me puse a llorar.
Lo único peor a que te rechacen en la escuela de baile es llorar porque te rechazan en la escuela de baile, y lo único peor que eso es ir a la profesora de baile y decirle llorando: «Las chicas me han dicho que no, y se supone que no deberían». Así que, cómo no, fui llorando a la profesora, y me pasé casi todos los años siguientes intentando superar aquel vergonzoso episodio. En fin, resumiendo, Chuck Parson me impidió bailar el foxtrot, lo que no parece un castigo tan horrible para alguien de sexto. Y la verdad es que ya no estaba cabreado por aquello, ni por nada de lo que me había hecho durante años. Pero estaba claro que tampoco iba a lamentar que sufriera.
—Espera. No se enterará de que he sido yo, ¿verdad?
—No. ¿Por qué?
—No quiero que piense que me importa tanto como para hacerle una putada.
Apoyé una mano en la guantera situada entre los asientos y Margo me dio unas palmaditas.
—No te preocupes —me dijo—. Nunca sabrá qué lo ha depiladado.
—Creo que te has inventado una palabra, porque no sé lo que significa.
—Sé una palabra que tú no sabes —canturreó Margo—. ¡SOY LA NUEVA REINA DE LAS PALABRAS! ¡TE HE SUPLANTADO!
—Deletrea «Suplantado» —le dije.
—No —me contestó riendo—. No voy a renunciar a mi corona por un «Suplantado». Tendrás que pensar en algo mejor.
—Perfecto —le dije sonriendo.
Atravesamos College Park, un barrio considerado del distrito histórico de Orlando porque la mayoría de las casas fueron construidas hace más de treinta años. Margo no recordaba la dirección exacta de Chuck, ni cómo era su casa, ni siquiera en qué calle estaba exactamente («Noventa y cinco por ciento de posibilidades de que esté en Vassar»). Al final, cuando el Chrysler había patrullado por tres manzanas de la calle Vassar, Margo señaló a la izquierda y dijo:
—Aquella.
—¿Estás segura? —le pregunté.
—Noventa y siete coma dos por ciento de posibilidades. Vaya, estoy casi segura de que su habitación es aquella —me dijo señalando—. Una vez hizo una fiesta, y cuando vino la poli, me escabullí por aquella ventana. Estoy casi segura de que es la misma.
—Podemos meternos en problemas.
—Si la ventana está abierta, no haremos destrozos. Solo entraremos. Ya hemos entrado en el SunTrust y no ha sido para tanto, ¿verdad?
Me reí.
—Estás convirtiéndome en un cabrón.
—De eso se trata. Venga, las herramientas. Coge la Veet, el espray de pintura y la vaselina.
—De acuerdo.
Los cogí.
—Ahora no te me pongas histérico, Q. La buena noticia es que Chuck duerme como un oso hibernando… Lo sé porque el año pasado fui a clase de literatura con él y ni siquiera se despertaba cuando la señorita Johnston le daba un golpe con Jane Eyre. Así que subiremos hasta la ventana de su habitación, la abriremos, nos quitaremos los zapatos, entraremos sin hacer ruido y yo me encargaré de joder a Chuck. Luego los dos nos dispersaremos por la casa y cubriremos todos los pomos de las puertas con vaselina para que si alguien se levanta, le cueste un huevo salir de la casa a tiempo para pillarnos. Luego joderemos un poco más a Chuck, pintaremos un poco la casa y saldremos. Y ni una palabra.
Me llevé la mano a la yugular, pero sonreí.
Nos alejábamos del coche cuando Margo me cogió de la mano, entrelazó sus dedos con los míos y los apretó. Le devolví el apretón y la miré. Movió la cabeza solemnemente, volví a apretar y me soltó la mano. Corrimos hasta la ventana. Empujé hacia arriba despacio el marco de madera. Chirrió un poco, pero se abrió a la primera. Eché un vistazo. Aunque estaba oscuro, vi a alguien en una cama.
Como la ventana estaba un poco alta para Margo, junté las manos, puso un pie encima y la impulsé. Su silenciosa entrada en la casa habría sido la envidia de un ninja. Me dispuse a subir, metí la cabeza y los hombros por la ventana, y pretendía, mediante una complicada contorsión, entrar en la casa en plan oruga. Podría haber funcionado perfectamente de no haberme aplastado los huevos contra la repisa, y me dolió tanto que solté un quejido, lo cual suponía un error nada desdeñable.
Se encendió la luz de la mesita. Y resultó que el que estaba en la cama era un viejo, sin duda no era Chuck Parson. Abrió los ojos como platos, aterrorizado. No dijo una palabra.
—Hum —murmuró Margo.
Pensé en largarme corriendo al coche, pero me quedé por Margo, con la mitad del cuerpo dentro de la casa, paralelo al suelo.
—Hum, creo que nos hemos equivocado de casa —dijo Margo.
Se giró, me miró con insistencia y solo entonces me di cuenta de que estaba bloqueándole la salida. Así que salté de la ventana, cogí mis zapatos y eché a correr.
Nos dirigimos al otro extremo de College Park para reorganizarnos.
—Creo que esta vez la culpa es de los dos —dijo Margo.
—Vaya, la que se ha equivocado de casa has sido tú —le contesté.
—Sí, pero el que ha hecho ruido has sido tú.
Nos quedamos callados un minuto. Yo conducía haciendo círculos.
—Seguramente podemos conseguir su dirección en internet —dije por fin—. Radar está registrado en la página del instituto.
—Genial —añadió Margo.
Así que llamé a Radar, pero saltó directamente el buzón de voz. Me planteé llamar a su casa, pero sus padres eran amigos de los míos, de modo que no funcionaría. Al final se me ocurrió llamar a Ben. No era Radar, pero se sabía todas sus contraseñas. Lo llamé. Saltó el buzón de voz después de haber sonado varias veces. Volví a llamar. Buzón de voz. Llamé otra vez. Buzón de voz.
—Está claro que no contesta —observó Margo.
—Bueno, contestará —le dije volviendo a marcar.
Y después de un par de llamadas más, contestó.
—Más te vale haberme llamado para decirme que tienes a once pavas desnudas en tu casa pidiendo la sensibilidad especial que solo el gran papá Ben puede ofrecerles.
—Necesito que entres en la página del instituto con la contraseña de Ben y me busques una dirección. Chuck Parson.
—No.
—Por favor —le dije.
—No.
—Te alegrarás de haberlo hecho, Ben. Te lo prometo.
—Sí, sí. Ya está. Estaba entrando mientras te decía que no… No puedo evitar ayudarte. Amherst, 422. Oye, ¿para qué necesitas la dirección de Chuck Parson a las cuatro y doce de la mañana?
—Vuelve a dormir, Benners.
—Mejor pienso que ha sido un sueño —me contestó Ben.
Y colgó.
Amherst estaba a solo un par de manzanas. Aparcamos frente al 418, cogimos las herramientas y corrimos por el césped de Chuck. El rocío que cubría la hierba me mojaba las pantorrillas.
Subí sin hacer ruido a su ventana, que por suerte era más baja que la del viejo con el que nos habíamos topado por casualidad, y tiré de Margo para que entrara. Chuck Parson estaba dormido boca arriba. Margo se acercó a él de puntillas, y yo me quedé detrás, con el corazón latiéndome a toda velocidad. Si se despertaba, nos mataría a los dos. Margo sacó el bote de Veet, presionó, se puso en la palma de la mano una bola que parecía crema de afeitar y muy suavemente y con cuidado la extendió por la ceja derecha de Chuck, que ni siquiera parpadeó.
Luego Margo abrió la vaselina. La tapa hizo un blop que pareció ensordecedor, pero Chuck tampoco dio indicios de despertarse. Me puso una bola enorme en la mano y fuimos cada uno hacia un lado de la casa. Yo me dirigí primero al recibidor y unté vaselina en el pomo de la puerta de la calle, y luego a la puerta abierta de un dormitorio, donde apliqué vaselina en el pomo interior y después, muy despacio, cerré la puerta, que apenas chirrió.
Por último volví a la habitación de Chuck —Margo ya estaba allí—, y juntos cerramos la puerta y untamos con vaselina el pomo. Embadurnamos toda la ventana de la habitación con el resto de la vaselina con la esperanza de que, después de salir y cerrarla, resultara difícil abrirla.
Margo echó un vistazo a su reloj y levantó dos dedos. Esperamos. Y durante dos minutos nos quedamos mirándonos. Yo observé el azul de sus ojos. Fue bonito. A oscuras y en silencio, sin la posibilidad de que yo dijera algo y metiera la pata, y ella me devolvía la mirada, como si hubiera algo en mí que merecía la pena ver.
Margo asintió y me acerqué a Chuck. Me envolví la mano con la camiseta, como me había dicho, me incliné hacia delante y —lo más suavemente que pude— apoyé un dedo en la ceja derecha de Chuck Parson y retiré rápidamente la crema depilatoria, que arrastró consigo hasta el último pelo. Estaba todavía al lado de Chuck, con su ceja derecha en mi camiseta, cuando abrió los ojos. Margo cogió el edredón como una flecha, se lo tiró a la cara, y cuando levanté la mirada, la pequeña ninja ya había saltado por la ventana. La seguí lo más deprisa que pude mientras Chuck gritaba: ¡MAMÁ! ¡PAPÁ! ¡LADRONES! ¡LADRONES!
Quise decirle: «Lo único que te hemos robado es la ceja», pero cerré el pico y salté por la ventana. Casi aterricé encima de Margo, que estaba pintando una M en el revestimiento de plástico de la casa de Chuck. Luego cogimos los zapatos y volvimos al coche cagando leches. Me giré a mirar la casa y vi que las luces estaban encendidas, pero todavía no había salido nadie, lo que demostraba con brillante simplicidad lo bien que había untado el pomo con vaselina. Cuando el señor Parson (o quizá la señora, la verdad es que no lo vi) corrió las cortinas del comedor y echó un vistazo, nos alejábamos ya marcha atrás hacia la calle Princeton y la autopista.
—¡Sí! —grité—. Joder, ha sido genial.
—¿Lo has visto? ¿Le has visto la cara sin ceja? Se le ha puesto cara de interrogante. En plan: «¿En serio? ¿Estás diciéndome que solo tengo una ceja? Gilipolleces». Y me ha encantado tener que decidirme entre depilarle la ceja izquierda o la derecha. Sí, me ha encantado. Y cómo gritaba llamando a su mamá, el llorica de mierda.
—Espera, ¿tú por qué lo odias?
—No he dicho que lo odie. He dicho que es un llorica de mierda.
—Pero siempre has sido su amiga —le dije.
O al menos yo pensaba que era su amiga.
—Sí, bueno, era amiga de mucha gente —me contestó.
Margo se estiró en el coche, apoyó la cabeza en mi hombro huesudo y su pelo me resbaló por el cuello.
—Estoy cansada —añadió.
—Cafeína —le dije yo.
Alargó la mano hasta la parte de atrás y cogió dos latas de Mountain Dew. Me bebí la mía en dos largos tragos.
—Bueno, vamos al SeaWorld —me dijo—. Onceava parte.
—¿Cómo? ¿Vamos a liberar a Willy o algo así?
—No —me contestó—. Simplemente vamos al SeaWorld, eso es todo. Es el único parque temático que todavía no he allanado.
—No podemos allanar el SeaWorld —le dije.
Me metí en el aparcamiento vacío de una tienda de muebles y apagué el coche.
—Ha llegado la hora de la verdad —me dijo inclinándose para volver a encender el coche.
Le aparté las manos.
—No podemos allanar el SeaWorld —repetí.
—Ya estamos otra vez con el allanamiento.
Se calló un momento y abrió otra lata de Mountain Dew. La lata proyectó la luz sobre su cara y por un segundo la vi sonriendo por lo que estaba a punto de decir.
—No vamos a allanar nada. No lo consideres un allanamiento. Considéralo una visita gratis al SeaWorld en plena noche.