Los turistas nunca van al centro de Orlando, porque no tiene nada, aparte de varios rascacielos de bancos y compañías de seguros. Es uno de esos centros que se quedan absolutamente desiertos por la noche y los fines de semana, excepto por un par de clubes nocturnos medio vacíos para los desesperados y los desesperadamente aburridos. Mientras seguía las indicaciones de Margo por el laberinto de calles de un solo sentido, vimos a varias personas durmiendo en las aceras o sentadas en bancos, pero nadie se movía. Margo bajó la ventanilla y sentí en la cara una densa ráfaga de aire, más cálido de lo habitual por las noches. Miré a Margo y vi mechones de pelo volando alrededor de su cara. Aunque estaba viéndola, me sentí totalmente solo en medio de aquellos edificios altos y vacíos, como si hubiera sobrevivido al apocalipsis, y el mundo, todo aquel mundo sorprendente e infinito, se abriera ante mí para que lo explorara.
—¿Estás llevándome de gira turística? —le pregunté.
—No —me contestó—. Intento llegar al SunTrust Building. Está justo al lado del Espárrago.
—Ah —dije, porque por primera vez aquella noche disponía de información útil—. Está al sur.
Dejé atrás varias manzanas y giré. Margo señaló muy contenta, y sí, ante nosotros estaba el Espárrago.
Técnicamente, el Espárrago no es un espárrago ni un derivado del espárrago. Es una escultura rara de diez metros que parece un espárrago, aunque también he oído compararla con:
1. Un tallo de judías de vidrio.
2. Una representación abstracta de un árbol.
3. Un monumento a Washington, pero verde, de vidrio y feo.
4. El alegre y gigantesco falo verde del gigante de la marca Gigante Verde.
En cualquier caso, de lo que no cabe la menor duda es de que no parece una Torre de Luz, que es como realmente se llama la escultura. Aparqué delante de un parquímetro y miré a Margo. La pillé mirando fijamente al frente con ojos inexpresivos, pero no miraba el Espárrago, sino más allá. Por primera vez pensé que quizá algo iba mal, no del tipo «mi novio es gilipollas», sino algo malo de verdad. Y yo debería haber dicho algo. Por supuesto. Debería haber dicho un millón de cosas. Pero me limité a decir:
—¿Puedo preguntarte por qué me has traído al Espárrago?
Se giró hacia mí y me regaló una sonrisa. Margo era tan guapa que incluso sus falsas sonrisas resultaban convincentes.
—Vamos a valorar nuestros avances. Y el mejor sitio para hacerlo es en lo alto del SunTrust Building.
Miré al cielo.
—No. No. Imposible. Has dicho que no habría allanamientos de morada.
—No es un allanamiento de morada. Basta con entrar, porque hay una puerta que no está cerrada con llave.
—Margo, es ridículo. Te asegu…
—Estoy dispuesta a admitir que esta noche ha habido allanamiento de morada. Hemos allanado la morada de Becca y la de Jase. Pero en este caso la poli no podrá acusarnos de allanamiento de morada, puesto que no vamos a entrar en una morada.
—Seguro que el SunTrust Building tiene guardia de seguridad o lo que sea —le dije.
—Sí, tiene guardia de seguridad —me contestó desabrochándose el cinturón de seguridad—. Por supuesto. Se llama Gus.
Cruzamos la puerta principal. Al otro lado de un mostrador semicircular estaba sentado un chico con una incipiente perilla y vestido con uniforme de vigilante de seguridad.
—¿Qué tal, Margo? —le preguntó.
—Hola, Gus —le contestó Margo.
—¿Quién es este crío?
«¡SOMOS DE LA MISMA EDAD!», quise gritar, pero dejé que Margo hablara por mí.
—Es mi amigo Q. Q, este es Gus.
—¿Qué te cuentas, Q? —me preguntó Gus.
«Pues nada, estamos repartiendo unos cuantos peces muertos por la ciudad, rompiendo algunas ventanas, haciendo fotos a tipos desnudos, dando una vuelta por rascacielos privados a las tres y cuarto de la madrugada…, esas cosas».
—No demasiado —le contesté.
—Los ascensores no funcionan por la noche —dijo Gus—. Tengo que apagarlos a las tres. Pero podéis subir por la escalera.
—Genial. Hasta luego, Gus.
—Hasta luego, Margo.
—¿Cómo cojones conoces al vigilante de seguridad del SunTrust Building? —le pregunté en cuanto estábamos a salvo en la escalera.
—Estaba en el último curso del instituto cuando nosotros íbamos a primero —me contestó—. Tenemos que darnos prisa, ¿vale? Se nos acaba el tiempo.
Margo empezó a subir los escalones de dos en dos, a toda velocidad y con una mano en la barandilla, y yo intenté seguirle el paso, pero no podía. Margo no hacía deporte, pero le gustaba correr. De vez en cuando la veía en Jefferson Park corriendo sola con los cascos puestos. Pero a mí no me gustaba correr. Es más, no me gustaba hacer el más mínimo esfuerzo físico. Pero intenté mantener el paso firme, secarme el sudor de la frente e ignorar que me ardían las piernas. Cuando llegué a la planta veinticinco, Margo estaba esperándome en el descansillo.
—Echa un vistazo —me dijo.
Abrió la puerta de la escalera y entramos en una sala enorme con una mesa de roble del tamaño de dos coches y unos ventanales que iban desde el suelo hasta el techo.
—La sala de conferencias —me explicó—. Tiene las mejores vistas de todo el edificio. —La seguí mientras recorría la sala—. Bien, pues ahí está Jefferson Park —dijo señalando—. ¿Ves nuestras casas? Las luces siguen apagadas, así que perfecto. —Avanzó un par de ventanas—. La casa de Jase. Las luces apagadas y sin coches de policía. Excelente, aunque eso podría significar que ya ha llegado a casa. Mala suerte.
La casa de Becca estaba demasiado lejos, incluso desde aquella altura.
Se quedó un momento callada y luego se dirigió al ventanal y apoyó la frente contra el cristal. Yo me quedé atrás, pero me agarró de la camiseta y tiró de mí. No quería que el cristal tuviera que aguantar el peso de los dos, pero siguió tirando de mí, sentía su puño en el costado, así que al final yo también apoyé la cabeza contra el cristal lo más suavemente posible y eché un vistazo.
Desde arriba, Orlando parecía bastante iluminada. Veía los semáforos parpadeantes en los cruces y las farolas alineadas por toda la ciudad, como una cuadrícula perfecta, hasta que el centro terminaba y empezaban las serpenteantes calles y los callejones de la infinita periferia de Orlando.
—Qué bonito —dije.
—¿De verdad? —se burló Margo—. ¿Lo dices en serio?
—Bueno, no sé, quizá no —le contesté, aunque me parecía bonito.
Cuando vi Orlando desde un avión, me pareció una pieza de Lego hundida en un mar verde. Allí, por la noche, parecía una ciudad real, pero una ciudad real que veía por primera vez. Recorrí la sala de conferencias, y después los demás despachos de la planta. Se veía toda la ciudad. Allí estaba el instituto. Allí, Jefferson Park. Allí, en la distancia, Disney World. Allí, el parque acuático Wet’n Wild. Allí, el 7-Eleven en el que Margo se había pintado las uñas y yo hacía esfuerzos por respirar. Allí estaba todo mi mundo, y podía verlo con solo andar por un edificio.
—Es más impresionante —dije en voz alta—. Desde la distancia, quiero decir. No se ve el desgaste de las cosas, ¿sabes? No se ve el óxido, las malas hierbas y la pintura cayéndose. Ves los sitios como alguien los imaginó alguna vez.
—Todo es más feo de cerca —explicó Margo.
—Tú no —le contesté sin pensármelo dos veces.
Se giró, sin despegar la frente del cristal, y me sonrió.
—Te doy tu recompensa: eres mono cuando confías en ti mismo. Y menos mono cuando no.
Antes de que hubiera tenido tiempo de decir algo, volvió los ojos a la ciudad y siguió hablando.
—Te cuento lo que no me gusta: desde aquí no se ve el óxido, la pintura cayéndose y todo eso, pero ves lo que es realmente. Ves lo falso que es todo. Ni siquiera es duro como el plástico. Es una ciudad de papel. Mírala, Q, mira todos esos callejones, esas calles que giran sobre sí mismas, todas las casas que construyeron para que acaben desmoronándose. Toda esa gente de papel que vive en sus casas de papel y queman el futuro para calentarse. Todos los chicos de papel bebiendo cerveza que algún imbécil les ha comprado en la tienda de papel. Todo el mundo enloquecido por la manía de poseer cosas. Todas las cosas débiles y frágiles como el papel. Y todas las personas también. He vivido aquí dieciocho años y ni una sola vez en la vida me he encontrado con alguien que se preocupe de lo que de verdad importa.
—Intentaré no tomármelo como algo personal —le dije.
Nos quedamos los dos observando la oscura distancia, las calles sin salida y los terrenos de mil metros cuadrados. Pero Margo tenía el hombro pegado a mi brazo, los dorsos de nuestras manos se tocaban y, aunque no estaba mirándola, pegarme al cristal era casi como pegarme a ella.
—Lo siento —se disculpó—. Quizá las cosas habrían sido distintas para mí si hubiera salido contigo en lugar de… uf. Mierda. Me odio a mí misma porque me importen mis supuestos amigos. Mira, para que lo sepas, no es que me afecte tanto lo de Jason. O Becca. O incluso Lacey, aunque de verdad me caía bien. Pero fue el último hilo. Era un hilo débil, por supuesto, pero era el único que me quedaba, y toda chica de papel necesita al menos un hilo, ¿no?
Y lo que le contesté fue lo siguiente:
—Puedes sentarte a comer con nosotros mañana.
—Muy amable —me dijo con un tono cada vez más apagado.
Se giró hacia mí y asintió suavemente. Sonreí. Sonrió. Me creí su sonrisa. Nos dirigimos a la escalera y bajamos corriendo. Al final de cada tramo, saltaba desde el último escalón y chocaba los talones para hacerla reír, y Margo se reía. Pensaba que estaba animándola. Pensaba que quizá si conseguía confiar en mí mismo, podría haber algo entre nosotros.
Me equivocaba.