—Sexta parte —dijo Margo en cuanto volvimos a arrancar. Movía las uñas en el aire como si estuviera tocando el piano—. Dejar flores en el escalón de la puerta de Karin con una nota de disculpa.
—¿Qué le hiciste?
—Bueno, cuando me contó lo de Jase, de alguna manera maté al mensajero.
—¿Cómo? —le pregunté.
Nos acercábamos a un semáforo y a nuestro lado unos chavales en un coche deportivo aceleraron… como si se me fuera a pasar por la cabeza hacer una carrera con el Chrysler. Cuando pisabas el acelerador, gemía.
—Bueno, no recuerdo exactamente lo que la llamé, pero fue algo parecido a «llorona, repugnante, idiota, espalda llena de granos, dientes torcidos, zorra culona con el pelo más horroroso de Florida… que ya es decir».
—Su pelo es ridículo —observé.
—Lo sé. Fue la única verdad que le dije. Cuando le dices a alguien barbaridades, no debes decirle ninguna verdad, porque luego no puedes retirarla del todo y ser sincera, ¿sabes? Es decir, están los reflejos. Están también las mechas. Y luego están las rayas de mofeta.
Mientras nos dirigíamos a la casa de Karin, Margo pasó a la parte de atrás y volvió al asiento delantero con el ramo de tulipanes. Pegada al tallo de uno de ellos había una nota que Margo había doblado para que pareciera un sobre. Detuve el coche, me tendió el ramo, corrí por la acera, dejé las flores en el escalón de la entrada de Karin y regresé corriendo.
—Séptima parte —me dijo en cuanto entré en el coche—: Dejar un pescado al agradable señor Worthington.
—Me temo que todavía no habrá llegado a su casa —le dije con solo un ligerísimo toque de pena en la voz.
—Espero que la poli lo encuentre descalzo, desesperado y desnudo en alguna cuneta dentro de una semana —me contestó Margo sin inmutarse.
—Recuérdame que nunca haga enfadar a Margo Roth Spiegelman —murmuré.
Y Margo se rió.
—Ahora en serio —me dijo—. Estamos desatando la tormenta sobre nuestros enemigos.
—Tus enemigos —la corregí.
—Ya veremos —me contestó al instante, y entonces reaccionó y me dijo—: Oye, yo me ocupo de esta parte. El problema en casa de Jason es que tienen un sistema de seguridad buenísimo. Y no podemos sufrir otro ataque de pánico.
—Hum —dije.
Jason vivía justo al final de la calle de Karin, en una urbanización hiperrica llamada Casavilla. Todas las casas de Casavilla son de estilo español, con tejas rojas y todo eso, solo que no las construyeron los españoles. Las construyó el padre de Jason, uno de los promotores inmobiliarios más ricos de Florida.
—Casas grandes y feas para gente grande y fea —le dije a Margo mientras aparcaba en Casavilla.
—Tú lo has dicho. Si alguna vez acabo siendo una de esas personas que tienen un hijo y siete dormitorios, hazme el favor de pegarme un tiro.
Aparcamos delante de la casa de Jase, una monstruosidad arquitectónica que parecía una inmensa hacienda española, excepto por tres columnas dóricas que se alzaban hasta el tejado. Margo cogió el segundo pez gato del asiento trasero, quitó la tapa a un boli con los dientes y garabateó en una letra diferente de la suya: «El amor que MS sentía Por ti Duerme Con los Peces».
—Oye, deja el coche encendido —me dijo poniéndose la gorra de béisbol de Jase al revés.
—De acuerdo —le contesté.
—Preparado para largarnos —añadió.
—De acuerdo.
Y sentí que se me aceleraba el pulso. «Inspirar por la nariz, espirar por la boca. Inspirar por la nariz, espirar por la boca». Con el pescado y el espray en las manos, Margo abrió la puerta, corrió por el amplio césped de los Worthington y se escondió detrás de un roble. Me hizo un gesto con la mano en la oscuridad, se lo devolví y entonces respiró dramática y profundamente, sus mejillas se inflaron, se giró y echó a correr.
Había dado una sola zancada cuando la casa se iluminó como un árbol de Navidad municipal y empezó a sonar una sirena. Por un momento me planteé abandonar a Margo a su suerte, pero seguí inspirando por la nariz y espirando por la boca mientras ella corría hacia la casa. Lanzó el pescado por la ventana, pero las sirenas hacían tanto ruido que apenas pude oír el cristal rompiéndose. Y entonces, como hablamos de Margo Roth Spiegelman, se tomó un momento para pintar con cuidado una bonita M en la parte de la ventana que no se había roto. Luego corrió hacia el coche, yo tenía un pie en el acelerador y otro en el freno, y en aquellos momentos el Chrysler parecía un purasangre de carreras. Margo corrió tan deprisa que la gorra salió volando, saltó al coche y salimos zumbando antes de que hubiera cerrado la puerta.
Me detuve en el stop del final de la calle.
—¿Qué mierda haces? Sigue sigue sigue sigue sigue —me dijo Margo.
—Bueno, vale —le contesté, porque había olvidado que estaba lanzando al viento la prudencia.
Pasé de largo los otros tres stops de Casavilla y estábamos a un par de kilómetros de la avenida Pennsylvania cuando vimos que nos adelantaba un coche de policía con las luces encendidas.
—Ha sido muy heavy —dijo Margo—. Vaya, hasta para mí. Por decirlo a tu manera, se me ha acelerado un poco el pulso.
—¡Joder! —exclamé yo—. ¿No podrías habérselo dejado en el coche? ¿O al menos en el escalón?
—Desatamos la puta tormenta, Q, no chubascos dispersos.
—Dime que la octava parte no es tan espantosa.
—No te preocupes. La octava parte es un juego de niños. Volvemos a Jefferson Park. A casa de Lacey. Sabes dónde vive, ¿verdad?
Lo sabía, aunque Dios sabe que Lacey Pemberton nunca se rebajaría a invitarme a entrar. Vivía al otro lado de Jefferson Park, a un par de kilómetros de mi casa, en un bonito bloque de pisos, encima de una papelería, en la misma manzana en la que había vivido el tipo muerto, por cierto. Había estado en aquel edificio porque unos amigos de mis padres vivían en la tercera planta. Pero antes de llegar al bloque en sí había dos puertas cerradas con llave. Suponía que ni siquiera Margo Roth Spiegelman podría abrirse camino.
—¿Lacey ha sido mala o buena? —le pregunté.
—Lacey ha sido mala, sin la menor duda —me contestó Margo. Volvía a mirar por la ventana, sin dirigirse a mí, de modo que apenas la oía—. Bueno, hemos sido amigas desde la guardería.
—¿Y?
—Y no me contó lo de Jase. Pero no es solo eso. Pensándolo bien, es una pésima amiga. Por ejemplo, ¿crees que estoy gorda?
—Madre mía, no —le contesté—. No estás… —Y me detuve antes de decir «delgada, pero eso es lo mejor de ti. Lo mejor de ti es que no pareces un chico»—. No te sobra ni un kilo.
Se rió, me hizo un gesto con la mano y me dijo:
—Lo que pasa es que te encanta mi culo gordo.
Desvié un segundo los ojos de la carretera, y no debería haberlo hecho, porque me vio la cara, y mi cara decía: «Bueno, en primer lugar, yo no diría que es gordo exactamente, y en segundo lugar, es espectacular». Pero era más que eso. No puedes separar a la Margo persona de la Margo cuerpo. No puedes ver lo uno sin lo otro. Mirabas a Margo a los ojos y veías tanto su color azul como su marguidad. Al final no sabías si Margo Roth Spiegelman estaba gorda o estaba delgada, como no sabes si la torre Eiffel se siente o no se siente sola. La belleza de Margo era una especie de recipiente de perfección cerrado, intacto e irrompible.
—Pues siempre hace ese tipo de comentarios —siguió diciendo Margo—. «Te prestaría estos pantalones cortos, pero no creo que te queden bien», o «Eres muy valiente. Me encanta cómo consigues que los chicos se enamoren de tu personalidad». Todo el tiempo menoscabándome. Creo que nunca ha dicho nada que en realidad no fuera un intento de menoscabación.
—Menoscabo.
—Gracias, señor plasta gramatical.
—Gramático —le dije.
—¡Te mataré! —exclamó sonriendo.
Di un rodeo por Jefferson Park para evitar pasar por nuestras casas, por si acaso nuestros padres se habían despertado y habían descubierto que no estábamos. Bordeamos el lago (el lago Jefferson), giramos por Jefferson Court y nos dirigimos hacia el pequeño y artificial centro de Jefferson Park, que parecía siniestramente desierto y tranquilo. Encontramos el todoterreno negro de Lacey aparcado frente al restaurante de sushi. Aparcamos a una manzana de distancia, en el primer sitio que encontramos que no estaba debajo de una farola.
—¿Me pasas el último pescado, por favor? —me preguntó Margo.
Me alegraba de que nos quitáramos de encima el pescado, porque ya empezaba a oler. Y entonces Margo escribió con su letra en el papel que lo envolvía: «Tu Amistad con ms Duerme con Los peces».
Serpenteamos entre los haces de luz circulares de las farolas, paseando lo más disimuladamente que pueden pasear dos personas cuando una de ellas (Margo) lleva un pescado de considerable tamaño envuelto en papel, y la otra (yo) lleva un espray de pintura azul. Un perro ladró, y los dos nos quedamos inmóviles, pero enseguida se calló y no tardamos en llegar al coche de Lacey.
—Bueno, esto complica las cosas —dijo Margo al ver que estaba cerrado.
Se metió una mano en el bolsillo y sacó un trozo de alambre que alguna vez había sido una percha. Tardó menos de un minuto en desbloquear la cerradura. Me quedé sorprendido, por supuesto.
En cuanto hubo abierto la puerta del conductor, extendió el brazo y abrió la de mi lado.
—Hey, ayúdame a levantar el asiento —me susurró.
Levantamos el asiento entre los dos. Margo metió el pescado debajo, contó hasta tres y en un solo movimiento volvimos a colocar el asiento en su sitio. Oí el asqueroso sonido de las tripas del pez gato reventando. Imaginé cómo olería el todoterreno de Lacey después de un día asándose al sol y admito que me invadió una especie de serenidad.
—Haz una M en el techo —me pidió Margo.
No me lo pensé ni un segundo. Asentí, me subí en el parachoques trasero, me incliné hacia delante y rápidamente pinté con el espray una M gigante en el techo. Normalmente estoy en contra del vandalismo, pero también normalmente estoy en contra de Lacey Pemberton, y al final esta última resultó ser mi convicción más arraigada. Salté del coche y corrí en la oscuridad —mi respiración era cada vez más acelerada y más breve— hacia el monovolumen. Al poner la mano en el volante, vi que tenía el dedo índice azul. Lo levanté para que Margo lo viera. Sonrió, levantó su dedo azul, y ambos se tocaron, su dedo azul empujaba suavemente el mío, y mi pulso no conseguía desacelerarse.
—Novena parte —dijo un buen rato después—: Al centro.
Eran las 2:49 de la madrugada. Nunca en toda mi vida había estado menos cansado.