Circulábamos por una autopista providencialmente vacía, y yo seguía las indicaciones de Margo. El reloj del salpicadero marcaba la 1:07.
—Es precioso, ¿verdad? —me preguntó. Como se había girado para mirar por la ventanilla, apenas la veía—. Me encanta ir en coche deprisa a la luz de las farolas.
—Luz —dije—, el recordatorio visible de la Luz Invisible.
—Qué bonito.
—T. S. Eliot —añadí—. Tú también lo leíste. En la clase de literatura del año pasado.
En realidad no había leído todo el poema al que pertenecía aquel verso, pero algunos fragmentos se me habían quedado grabados en la mente.
—Ah, es una cita —me dijo un poco decepcionada.
Vi su mano en la guantera central. Podría haber metido también la mía, y nuestras manos habrían estado en el mismo sitio al mismo tiempo. Pero no lo hice.
—Repítelo —me pidió.
—Luz, el recordatorio visible de la Luz Invisible.
—Sí, joder, es bueno. Debe de funcionarte con tu ligue.
—Ex ligue —la corregí.
—¿Suzie te ha plantado? —me preguntó Margo.
—¿Cómo sabes que ha sido ella la que me ha plantado a mí?
—Ay, perdona.
—Aunque sí me plantó ella —admití.
Margo se rió. Habíamos cortado hacía meses, pero no culpé a Margo por no prestar atención al mundo de los rollos de segunda división. Lo que sucede en la sala de ensayo se queda en la sala de ensayo.
Margo había puesto los pies en el salpicadero y movía los dedos al ritmo de sus palabras. Siempre hablaba así, con ese perceptible ritmo, como si recitara poesía.
—Vale, bueno, lo siento. Pero lo entiendo. El guapo de mi novio lleva meses follándose a mi mejor amiga.
La miré, pero, como tenía todo el pelo en la cara, no pude distinguir si lo decía de broma.
—¿En serio? —No dijo nada—. Pero esta misma mañana estabas riéndote con él. Te he visto.
—No sé de qué me hablas. Me he enterado antes de la primera clase, luego me los he encontrado charlando y me he puesto a gritar como una loca, Becca se ha abrazado a Clint Bauer, y Jase se ha quedado ahí plantado como un gilipollas, cayéndole la baba pegajosa de su apestosa boca.
Estaba claro que había malinterpretado la escena del vestíbulo.
—Qué raro, porque Chuck Parson me ha preguntado esta mañana qué sabía de ti y de Jase.
—Sí, bueno, Chuck hace lo que le piden, supongo. Seguramente Jase le había ordenado que descubriera quién lo sabía.
—Joder, ¿por qué iba a enrollarse con Becca?
—Bueno, no es famosa por su personalidad ni por su generosidad, así que será porque está buena.
—No está tan buena como tú —le dije sin pensármelo dos veces.
—Siempre me ha parecido ridículo que la gente quiera estar con alguien solo porque es guapo. Es como elegir los cereales del desayuno por el color, no por el sabor. Es la próxima salida, por cierto. Pero yo no soy guapa, al menos no de cerca. En general, cuanto más se me acercan, menos guapa les parezco.
—No es… —empecé a decir.
—Da igual —me contestó.
Me pareció injusto que un gilipollas como Jason Worthington pudiera tener sexo con Margo y con Becca, cuando individuos perfectamente agradables como yo no tienen el privilegio de tener sexo con ninguna de las dos… ni con cualquier otra, la verdad. Dicho esto, me gusta pensar que soy el tipo de persona que no se enrollaría con Becca Arrington. Puede estar buena, pero también es: 1) tremendamente sosa, y 2) una total y absoluta zorra. Los que andamos por la sala de ensayo sospechamos desde hace tiempo que Becca mantiene su preciosa figura porque no come nada aparte de las almas de los gatitos y los sueños de los niños pobres.
—Becca da asco —dije para que Margo volviera a la conversación.
—Sí —me contestó mirando por la ventanilla.
Su pelo reflejaba la luz de las farolas. Por un segundo pensé que quizá estaba llorando, pero enseguida se recuperó, se puso la capucha y sacó la barra de seguridad de la bolsa del Walmart.
—Bueno, seguro que vamos a divertirnos —dijo desenvolviendo la barra de seguridad.
—¿Puedo preguntarte ya adónde vamos?
—A casa de Becca —me contestó.
—Oh, no —dije frenando en un stop.
Con el coche en punto muerto empecé a decirle a Margo que la llevaba a su casa.
—No cometeremos ningún delito. Te lo prometo. Tenemos que encontrar el coche de Jase. La calle de Becca es la primera a la derecha, pero Jase no habrá aparcado en su calle, porque los padres de Becca están en casa. Probemos en la siguiente. Es lo primero que tenemos que hacer.
—De acuerdo —le dije—, pero luego volvemos a casa.
—No, luego pasamos a la segunda parte de once.
—Margo, no es buena idea.
—Limítate a conducir —me contestó.
Y eso hice. Encontramos el Lexus de Jase a dos manzanas de la calle de Becca, aparcado en una calle sin salida. Margo saltó del monovolumen con la barra de seguridad en la mano antes incluso de que hubiéramos frenado del todo. Abrió la puerta del conductor del Lexus, se sentó y colocó la barra de seguridad en el volante de Jase. Luego cerró con cuidado la puerta del coche.
—El muy hijo de puta nunca cierra el coche —murmuró subiendo de nuevo al monovolumen. Se metió la llave de la barra en el bolsillo, extendió un brazo y me pasó la mano por el pelo—. Primera parte lista. Ahora, a casa de Becca.
Mientras conducía, Margo me explicó la segunda parte y la tercera.
—Una idea genial —le dije, aunque por dentro los nervios estaban a punto de estallarme.
Giré en la calle de Becca y aparqué a dos casas de su McMansión. Margo se arrastró hasta la parte de atrás del coche y volvió con unos prismáticos y una cámara digital. Miró por los prismáticos y luego me los pasó a mí. Vi luz en el sótano, pero no se veía movimiento. Me sorprendió sobre todo que la casa tuviera sótano, porque en buena parte de Orlando no se puede excavar muy profundo sin que aparezca agua.
Me metí la mano en el bolsillo, saqué el móvil y marqué el número que Margo me cantó. Sonó una vez, dos, y luego una somnolienta voz masculina contestó:
—¿Sí?
—¿El señor Arrington? —pregunté.
Margo quiso que llamara yo porque no había ninguna posibilidad de que reconocieran mi voz.
—¿Quién es? Mierda, ¿qué hora es?
—Señor, creo que debería saber que su hija está ahora mismo follando con Jason Worthington en el sótano.
Y colgué. Segunda parte lista.
Margo y yo abrimos las puertas del coche y avanzamos agachados hasta el seto que rodeaba el patio de Becca. Margo me pasó la cámara y observé mientras se encendía la luz de una habitación del primer piso, después la luz de la escalera y a continuación la luz de la cocina. Por último, la de la escalera del sótano.
—Ya sale —susurró Margo.
No supe a qué se refería hasta que, por el rabillo del ojo, vi a Jason Worthington asomando por la ventana del sótano sin camiseta. Echó a correr por el césped en calzoncillos y, mientras se acercaba, me levanté y le saqué una foto, con lo cual completé la tercera parte. Creo que el flash nos sorprendió a los dos. Por un fugaz momento me miró parpadeando en la oscuridad y después desapareció en la noche.
Margo tiró de la pierna de mis vaqueros. Miré hacia abajo y la vi sonriendo de oreja a oreja. Extendí la mano, la ayudé a levantarse y corrimos hacia el coche. Estaba metiendo la llave en el contacto cuando me dijo:
—Déjame ver la foto.
Le pasé la cámara y vimos aparecer la foto juntos, con nuestras cabezas casi pegadas. Al ver la cara pálida y sorprendida de Jason Worthington no pude evitar reírme.
—¡Joder! —exclamó Margo señalando la foto.
Al parecer, con las prisas del momento, Jason no había podido meterse el pajarito dentro de los calzoncillos, así que ahí estaba, colgando, capturado digitalmente para la posteridad.
—Es un pene en el mismo sentido que Rhode Island es un estado —dijo Margo—: Su historia puede ser ilustre, pero sin duda no es larga.
Giré la cara hacia la casa y vi que ya habían apagado la luz del sótano. Me descubrí a mí mismo sintiéndome un poco mal por Jason. No era culpa suya tener un micropene y a una novia genial y vengativa. Pero entonces recordé que, cuando íbamos a sexto, Jase prometió no darme un puñetazo en el brazo si me comía un gusano vivo, de modo que me comí un gusano vivo, y entonces me dio un puñetazo en la cara. Así que no tardé mucho en dejar de sentirme mal.
Cuando miré a Margo, estaba observando la casa con los prismáticos.
—Tenemos que entrar en el sótano —me dijo.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Cuarta parte: llevarnos su ropa por si intenta volver a colarse en la casa. Quinta parte: dejarle el pescado a Becca.
—No.
—Sí. Ahora —me dijo—. Está arriba aguantando el chaparrón de sus padres. Pero ¿cuánto tiempo durará el sermón? Bueno, ¿qué opinas? «No debes cepillarte al novio de Margo en el sótano». Es básicamente un sermón de una frase, así que tenemos que darnos prisa.
Salió del coche con el espray de pintura en una mano y un pez gato en la otra.
—No es buena idea —susurré.
Pero me agaché, como ella, y la seguí hasta la ventana del sótano, que todavía estaba abierta.
—Entro yo primero —me dijo.
Metió los pies por la ventana y los apoyó en la mesa del ordenador de Becca. Tenía medio cuerpo dentro de la casa, y el otro medio fuera, cuando le pregunté:
—¿No puedo quedarme vigilando?
—Mueve el culo de una vez —me contestó.
Y lo hice. Recogí rápidamente toda la ropa de Jason que vi en la alfombra lila de Becca: unos vaqueros con un cinturón de piel, unas chanclas, una gorra de béisbol con el logo de los Wildcats del Winter Park y una camiseta azul celeste. Me giré hacia Margo, que me tendió el pescado envuelto y un lápiz de color violeta brillante de Becca. Me dijo lo que tenía que escribir: «Mensaje de Margo Roth Spiegelman: Tu amistad con ella duerme con los peces».
Margo escondió el pescado en el armario de Becca, entre pantalones cortos doblados. Oí pasos en el piso de arriba, di unos golpecitos a Margo en el hombro y la miré con los ojos como platos. Se limitó a sonreír y abrió el espray de pintura la mar de tranquila. Salté por la ventana, me giré y vi a Margo inclinada sobre la mesa, agitando la pintura con calma. Con un movimiento elegante —de los que hacen pensar en un cuaderno de caligrafía o en el Zorro—, pintó la letra M en la pared, por encima de la mesa.
Extendió las manos hacia mí y tiré de ella. Estaba ya casi de pie cuando oímos una voz aguda gritando: «¡DWIGHT!». Cogí la ropa y salí corriendo. Margo me siguió.
Oí la puerta de la calle de la casa de Becca abriéndose, aunque no la vi, pero ni me paré ni me giré cuando una atronadora voz gritó «¡ALTO!», ni siquiera cuando oí el inconfundible sonido de una escopeta cargándose.
Oí a Margo mascullar «escopeta» detrás de mí —no parecía alterada, se había limitado a hacer una observación—, y entonces, en lugar de avanzar pegado al seto de Becca, me tiré por encima de él de cabeza. No sé cómo pensaba aterrizar —quizá un hábil salto mortal o algo así—, pero el caso es que acabé cayendo sobre el hombro izquierdo en medio de la carretera. Por suerte, la ropa de Jase tocó el suelo antes que yo y amortiguó un poco el golpe.
Solté un taco, y antes de que hubiera empezado a levantarme sentí las manos de Margo tirando de mí. En un segundo estábamos en el coche y di marcha atrás sin haber encendido las luces, que es más o menos como pasé por el casi desierto puesto de torpedero del equipo de béisbol de los Wildcats del Winter Park. Jase corría a toda velocidad, pero no parecía dirigirse a ningún sitio en concreto. Volví a sentir una punzada de remordimientos al pasar por su lado, de modo que bajé la ventanilla hasta la mitad y le lancé la camiseta. No creo que nos viera ni a Margo ni a mí, por suerte. Tampoco había razones para que reconociera el monovolumen, dado que —y no quiero que insistir en el tema pueda sonar a que estoy amargado— no puedo utilizarlo para ir al instituto.
—¿Por qué demonios has hecho eso? —me preguntó Margo.
Encendí las luces y, circulando ya hacia delante, me metí por el laberinto de calles en dirección a la autopista.
—Me ha dado pena.
—¿Te ha dado pena? ¿Por qué? ¿Porque lleva un mes y medio engañándome? ¿Porque seguramente me habrá pegado vete a saber qué enfermedad? ¿Porque es un imbécil y un asqueroso que seguramente será rico y feliz toda su vida, lo que demuestra que el universo es absolutamente injusto?
—Parecía desesperado —le contesté.
—Da igual. Vamos a casa de Karin. Está en la avenida Pennsylvania, cerca de la licorería ABC.
—No te cabrees conmigo —le dije—. Un tipo acaba de apuntarme con una puta escopeta por ayudarte, así que no te cabrees conmigo.
—¡NO ESTOY CABREADA CONTIGO! —gritó Margo dando un puñetazo al salpicadero.
—Bueno, estás gritando.
—Pensé que quizá… Da igual. Pensé que quizá no me engañaba.
—¿Cómo?
—Karin me lo dijo en el instituto. Y supongo que mucha gente lo sabía desde hacía tiempo. Pero nadie me lo había dicho. Creí que Karin solo pretendía liarla o algo así.
—Lo siento —le dije.
—Sí, sí. Me cuesta creer que me importe.
—El corazón me va a toda pastilla —añadí.
—Así sabes que estás divirtiéndote —me contestó Margo.
Pero no me parecía divertido. Lo que me parecía era que iba a darme un infarto. Entré en el aparcamiento de un 7-Eleven, me llevé un dedo a la yugular y controlé mis pulsaciones en el reloj digital que parpadeaba cada segundo. Cuando me giré hacia Margo, la vi alzando los ojos al cielo.
—Mi pulso está peligrosamente acelerado —le expliqué.
—Ni siquiera recuerdo la última vez que me puse a cien por algo así. Adrenalina en la garganta y los pulmones hinchados.
—Inspirar por la nariz y espirar por la boca —le contesté.
—Todas tus pequeñas preocupaciones. Es tan…
—¿Bonito?
—¿Así es como llaman últimamente a la inmadurez? —me preguntó sonriendo.
Margo se coló hasta el asiento trasero y volvió con un bolso. «¿Cuánta mierda ha metido ahí detrás?», pensé. Abrió el bolso y sacó un frasco de esmalte de uñas de color rojo tan oscuro que parecía negro.
—Mientras te calmas, me pintaré las uñas —me dijo mirándome a través del flequillo y sonriéndome—. Tómate el tiempo que necesites.
Y nos quedamos allí sentados, ella con su pintaúñas en el salpicadero, y yo tomándome el pulso con un dedo tembloroso. El color del pintaúñas no estaba mal, y Margo tenía los dedos bonitos, más delgados y huesudos que el resto de su cuerpo, todo él curvas y suaves protuberancias. Tenía unos dedos que daban ganas de entrelazarlos. Los recordé contra mi cadera en el Walmart y me dio la impresión de que habían pasado varios días. Mi corazón recuperó su ritmo normal e intenté decirme a mí mismo: Margo tiene razón. No hay nada que temer en esta noche tranquila, en esta pequeña ciudad.