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Al oír que la ventana se abría, me giré y vi que los ojos azules de Margo me miraban fijamente. Al principio solo vi sus ojos, pero en cuanto se me adaptó la vista me di cuenta de que tenía la cara pintada de negro y de que llevaba una sudadera negra.

—¿Estás practicando cibersexo? —me preguntó.

—Estoy chateando con Ben Starling.

—Eso no responde a mi pregunta, pervertido.

Me reí con torpeza y luego me acerqué a la ventana, me arrodillé y me coloqué a solo unos centímetros de su cara. No podía imaginarme por qué estaba allí, en mi ventana, y con la cara pintada.

—¿A qué debo el placer? —le pregunté.

Margo y yo seguíamos teniendo buen rollo, supongo, pero no hasta el punto de quedar en plena noche con la cara pintada de negro. Para eso ya tenía a sus amigos, seguro. Yo no estaba entre ellos.

—Necesito tu coche —me explicó.

—No tengo coche —le contesté, y era un tema del que prefería no hablar.

—Bueno, pues el de tu madre.

—Tú tienes coche —le comenté.

Margo infló las mejillas y suspiró.

—Cierto, pero resulta que mis padres me han quitado las llaves del coche y las han metido en una caja fuerte, que han dejado debajo de su cama, y Myrna Mountweazel, la perra, está durmiendo en su habitación. Y a Myrna Mountweazel le da un puto derrame cerebral cada vez que me ve. Vaya, que perfectamente podría colarme en la habitación, robar la caja fuerte, forzarla, coger las llaves y largarme, pero el caso es que no merece la pena intentarlo, porque Myrna Mountweazel se pondrá a ladrar como una loca en cuanto asome por la puerta. Así que, como te decía, necesito un coche. Y también necesito que conduzcas tú, porque esta noche tengo que hacer once cosas, y al menos cinco exigen que alguien esté esperándome para salir corriendo.

Cuando yo no enfocaba la mirada, Margo era toda ojos flotando en el espacio. Luego volvía a fijar la mirada y veía el contorno de su cara, la pintura todavía húmeda en su piel. Sus pómulos se triangulaban hacia la barbilla, y sus labios, negros como el carbón, esbozaban apenas una sonrisa.

—¿Algún delito? —le pregunté.

—Hum —me contestó Margo—. Recuérdame si el allanamiento de morada es un delito.

—No —repuse en tono firme.

—¿No es un delito o no vas a ayudarme?

—No voy a ayudarte. ¿No puedes reclutar a alguna de tus subordinadas para que te lleve?

Lacey y/o Becca hacían siempre lo que ella decía.

—La verdad es que son parte del problema —me dijo Margo.

—¿Qué problema? —le pregunté.

—Hay once problemas —me contestó con cierta impaciencia.

—Sin delitos —dije yo.

—Te juro por Dios que no te pediré que cometas ningún delito.

Y en aquel preciso instante se encendieron todos los focos que rodeaban la casa de Margo. En un rápido movimiento, saltó por mi ventana, se metió en mi habitación y se tiró debajo de mi cama.

En cuestión de segundos, su padre salió al patio.

—¡Margo! —gritó—. ¡Te he visto!

Desde debajo de la cama me llegó un ahogado «Ay, joder». Margo salió rápidamente, se levantó, se acercó a la ventana y dijo:

—Vamos, papá. Solo intento charlar con Quentin. Te pasas el día diciéndome que sería una influencia fantástica y todo eso.

—¿Solo estás charlando con Quentin?

—Sí.

—Y entonces ¿por qué te has pintado la cara de negro?

Margo dudó solo un instante.

—Papá, responderte a esa pregunta exigiría horas y sé que seguramente estás muy cansado, así que vuelve a…

—¡A casa! —gritó—. ¡Ahora mismo!

Margo me agarró de la camisa, me susurró al oído «Vuelvo en un minuto» y salió por la ventana.

En cuanto hubo salido, cogí las llaves del coche de encima de la mesa. Las llaves son mías, aunque lo trágico es que el coche no. Cuando cumplí dieciséis años, mis padres me hicieron un regalo muy pequeño. Supe en cuanto me lo dieron que eran las llaves de un coche, y casi me meo encima, porque me habían repetido una y mil veces que no podían comprarme un coche. Pero cuando me entregaron la cajita envuelta, pensé que me habían tomado el pelo y que al final tendría un coche. Quité el envoltorio y abrí la cajita, que efectivamente contenía una llave.

La observé y descubrí que era la llave de un Chrysler. La llave de un monovolumen Chrysler. Exactamente del monovolumen Chrysler de mi madre.

—¿Me regaláis una llave de tu coche? —le pregunté a mi madre.

—Tom —le dijo a mi padre—, te dije que le daría falsas esperanzas.

—No me eches la culpa a mí —le respondió mi padre—. Estás sublimando tus propias frustraciones por mi sueldo.

—¿Este análisis que me sueltas no tiene algo de agresión pasiva? —le preguntó mi madre.

—¿Y las acusaciones de agresión pasiva no son agresiones pasivas por naturaleza? —le contestó mi padre.

Y siguieron así un rato.

La cuestión era la siguiente: tendría acceso a ese fenómeno vehicular que es el monovolumen Chrysler último modelo, menos cuando mi madre lo utilizara. Y como mi madre iba al trabajo en coche cada mañana, yo solo podría utilizarlo los fines de semana. Bueno, los fines de semana y en mitad de la puta noche.

Margo tardó más del prometido minuto en volver a mi ventana, aunque no mucho más. Pero durante su ausencia empecé a cambiar de opinión.

—Tengo clase mañana —le dije.

—Sí, lo sé —me contestó Margo—. Mañana tenemos clase, y pasado mañana, y si lo pienso demasiado, acabaré zumbada. Así que sí, es una noche antes de clase. Por eso tenemos que irnos ya, porque tenemos que estar de vuelta por la mañana.

—No sé…

—Q —me dijo—. Q. Cariño. ¿Cuánto hace que somos muy amigos?

—No somos amigos. Somos vecinos.

—Joder, Q. ¿No soy amable contigo? ¿No ordeno a mis compinches que se porten bien con vosotros en el instituto?

—Uf —le contesté con recelo, aunque lo cierto era que siempre había supuesto que había sido Margo la que había impedido que Chuck Parson y los de su calaña nos putearan.

Parpadeó. Se había pintado de negro hasta los párpados.

—Q —me dijo—, tenemos que irnos.

Y fui. Salté por la ventana y corrimos por la pared lateral de mi casa con la cabeza agachada hasta que abrimos las puertas del monovolumen. Margo me susurró que no cerrara las puertas —demasiado ruido—, así que, con las puertas abiertas, puse el coche en punto muerto, empujé con el pie en el asfalto, y el monovolumen rodó por el camino. Avanzamos despacio hasta dejar atrás un par de casas y luego encendí el motor y las luces. Cerramos las puertas y conduje por las sinuosas calles de la interminable Jefferson Park, con sus casas que todavía parecían nuevas y de plástico, como un pueblo de juguete que albergara decenas de miles de personas reales.

Margo empezó a hablar.

—El caso es que ni siquiera les importa, solo creen que mis hazañas les hacen quedar mal. ¿Sabes lo que acaba de decirme mi padre? Me ha dicho: «No me importa que te jodas la vida, pero no nos avergüences delante de los Jacobsen. Son nuestros amigos». Ridículo. Y no te imaginas lo que me ha costado salir de esa puta casa. ¿Has visto esas películas en las que se escapan de la cárcel y meten ropa debajo de las sábanas para que parezca que hay alguien en la cama? —Asentí—. Sí, bueno, mi madre ha puesto en mi habitación una mierda de monitor de bebés para oír toda la noche mi respiración mientras duermo. Así que he tenido que darle a Ruthie cinco pavos para que durmiera en mi habitación y luego me he vestido en la suya. —Ruthie es la hermana menor de Margo—. Ahora es una mierda de Misión imposible. Hasta ahora se trataba de escabullirse como en cualquier puta casa normal, subir a la ventana y saltar, pero, joder, últimamente es como vivir en una dictadura fascista.

—¿Vas a decirme adónde vamos?

—Bueno, primero iremos al Publix. Porque, por razones que te explicaré después, necesito que me compres unas cosas en el supermercado. Y luego iremos al Walmart.

—¿Cómo? ¿Vamos a ir de gira por todas las tiendas de Florida? —le pregunté.

—Cariño, esta noche tú y yo vamos a corregir un montón de errores. Y vamos a introducir errores en algunas cosas que están bien. Los primeros serán los últimos, los últimos serán los primeros, y los mansos heredarán la tierra. Pero antes de que podamos reorganizar totalmente el mundo, tenemos que comprar varias cosas.

Así que me metí en el aparcamiento del Publix, casi vacío, y aparqué.

—Oye, ¿cuánto dinero llevas encima? —me preguntó.

—Cero dólares y cero céntimos —le contesté.

Apagué el motor y la miré. Metió una mano en un bolsillo de sus vaqueros oscuros y ajustados, y sacó varios billetes de cien dólares.

—Por suerte, Dios ha provisto —me contestó.

—¿Qué mierda es esto? —le pregunté.

—Dinero del bat mitzvah, capullo. No tengo permiso para acceder a la cuenta, pero me sé la contraseña de mis padres porque utilizan «myrnamountw3az3l» para todo. Así que he sacado dinero.

Intenté disimular mi sorpresa, pero se dio cuenta de cómo la miraba y me sonrió con suficiencia.

—Será básicamente la mejor noche de tu vida.