9

Rodeamos el edificio hasta la parte de atrás y encontramos cuatro puertas de acero cerradas, y nada más aparte de terreno con palmeras enanas esparcidas en una extensión de hierba verde con matices dorados. Aquí todavía hace más peste y me da más miedo seguir andando. Ben y Radar están justo detrás de mí, a mi derecha y a mi izquierda, formando un triángulo. Avanzamos despacio mientras recorremos la zona con los ojos.

—¡Un mapache! —grita Ben—. Gracias, Dios mío. Es un mapache. Joder.

Radar y yo nos alejamos del edificio y vamos hacia el animal, que está junto a una zanja de drenaje poco profunda. Un enorme mapache hinchado y con el pelo apelmazado yace muerto, sin heridas visibles. Se le ha desprendido el pelo, que deja al descubierto una costilla. Radar se aparta con arcadas, pero no llega a vomitar. Me inclino a su lado y apoyo la mano entre sus omóplatos.

—Me alegro tanto de ver a ese puto mapache muerto —me dice cuando recupera la respiración.

Pero, aun así, no me la puedo imaginar viva aquí. Se me ocurre que el Whitman podría ser una nota de suicidio. Pienso en versos que había marcado: «Y morir es algo distinto de lo que muchos supusieron, y de mejor augurio». «Que el lodo sea mi heredero, quiero crecer del pasto que amo; / Si quieres encontrarte conmigo, búscame bajo la suela de tus zapatos». Por un momento siento un destello de esperanza al pensar en el último verso del poema: «En alguna parte te espero». Pero luego pienso que esa primera persona no tiene por qué ser una persona. También puede ser un cuerpo.

Radar se ha apartado del mapache y tira del pomo de una de las cuatro puertas de acero. Siento deseos de rezar por el muerto, de rezar el Kadish por este mapache, pero ni siquiera me lo sé. Lo siento mucho por él y siento mucho alegrarme tanto de verlo así.

—Está cediendo un poco —nos grita Radar—. Venid a ayudarme.

Ben y yo sujetamos a Radar por la cintura y tiramos de él. Radar apoya un pie en la pared para darse más impulso y de repente los dos caen encima de mí y me encuentro con la camiseta empapada de sudor de Radar en la cara. Por un momento me entusiasmo, creo que lo hemos conseguido, pero entonces me doy cuenta de que Radar tiene el mango de la puerta en la mano. Me levanto y echo un vistazo a la puerta: sigue cerrada.

—Puto pomo de mierda del año de la pera —gruñe Radar.

Nunca lo había oído hablar así.

—Tranquilo —le digo—. Alguna manera habrá. Tiene que haberla.

Damos la vuelta hasta la parte delantera del edificio. No vemos puertas, ni agujeros, ni túneles. Pero tengo que entrar. Ben y Radar intentan arrancar las planchas de conglomerado de los escaparates, pero están clavadas. Radar les da patadas, pero no ceden. Ben vuelve a mi lado.

—Detrás de una de esas planchas no hay cristal —me dice.

Y sale corriendo. Mientras corre, sus zapatillas esparcen la arena.

Lo miro confundido.

—Voy a atravesar las planchas —me explica.

—No podrás.

Es el menos corpulento de los tres, que ya es decir. Si alguno tiene que intentar atravesar las planchas de los escaparates, debería ser yo.

Aprieta los puños y luego extiende los dedos. Mientras voy hacia él empieza a decirme:

—En tercero, mi madre intentó que dejaran de pegarme apuntándome a taekwondo. Solo fui a tres clases, y solo aprendí una cosa, pero de vez en cuando es útil. Vimos al maestro de taekwondo partir un bloque grueso de madera y todos pensamos, colega, cómo lo ha hecho, y él nos dijo que si actúas como si tu mano fuera a atravesar el bloque de madera, y si crees que tu mano va a atravesar ese bloque, entonces lo atraviesa.

Estoy a punto de rebatir esa lógica absurda cuando echa a correr y pasa por delante de mí como una flecha. Sigue acelerando mientras se acerca a la plancha y luego, sin miedo, en el último segundo, pega un salto, gira el cuerpo, saca el hombro para que cargue con la fuerza del impacto y cae en la madera. Casi espero que la atraviese y deje su silueta recortada, como en los dibujos animados. Pero rebota en la plancha y cae de culo en una zona de hierba situada en medio de la arena. Ben se gira hacia un lado frotándose el hombro.

—Se ha roto —dice.

Doy por sentado que habla del hombro y corro hacia él, pero se levanta y veo una grieta en la plancha de conglomerado, a su altura. Empiezo a darle patadas y la grieta se expande horizontalmente. Entonces Radar y yo metemos los dedos en la grieta y tiramos. Entrecierro los ojos para evitar que me entre el sudor y tiro con todas mis fuerzas hasta que la grieta empieza a formar una abertura dentada. Seguimos en silencio hasta que Radar necesita descansar y lo sustituye Ben. Al final conseguimos lanzar un trozo grande de plancha dentro del local. Meto los pies y aterrizo a ciegas en lo que parece un montón de papeles.

Por el agujero que hemos abierto entra algo de luz, pero no veo las dimensiones de la sala, ni si hay techo. El aire es tan cálido y está tan viciado que inspirar produce la misma sensación que espirar.

Me giro y me doy con la barbilla en la frente de Ben. Me descubro a mí mismo hablando en susurros, aunque no hay razón para ello.

—¿Tienes una…?

—No —me contesta también en susurros antes de que haya terminado de decirlo—. Radar, ¿has traído una linterna?

Oigo a Radar entrando por el agujero.

—Tengo una en el llavero, pero no es gran cosa.

Enciende la luz. Sigo sin ver muy bien, pero está claro que hemos entrado en una gran sala con un laberinto de estanterías metálicas. Los papeles del suelo son páginas de un viejo calendario. Los días están esparcidos por la sala, todos ellos amarillentos y mordidos por los ratones. Me pregunto si esto pudo ser una librería, aunque hace décadas que los estantes no albergan otra cosa que polvo.

Nos ponemos en fila detrás de Radar. Oigo algo crujir encima de nosotros y nos quedamos los tres quietos. Intento tragarme el pánico. Oigo las respiraciones de Radar y de Ben, sus pasos arrastrando los pies. Quiero salir de aquí, pero el crujido podría ser Margo. También podrían ser adictos al crack.

—Son los cimientos del edificio —susurra Radar, aunque parece menos seguro de lo habitual.

Me quedo donde estoy, incapaz de moverme. Al momento oigo la voz de Ben.

—La última vez que tuve tanto miedo me meé encima.

—La última vez que tuve tanto miedo —dijo Radar— tuve que enfrentarme a un Lord Oscuro para que los magos estuvieran seguros.

Hice un débil intento:

—La última vez que tuve tanto miedo tuve que dormir en la habitación de mi madre.

Ben suelta una risita.

—Q, si yo fuera tú, tendría tanto miedo todas las noches.

No estoy de humor para reírme, pero sus risas consiguen que la sala parezca segura, de modo que empezamos a explorarla. Pasamos entre las filas de estanterías, pero lo único que encontramos son algunas copias del Reader’s Digest de la década de los setenta tiradas en el suelo. Al rato mis ojos se han adaptado a la oscuridad y medio a oscuras empezamos a andar en diferentes direcciones y a diferentes velocidades.

—Que ninguno salga hasta que salgamos todos —susurro.

Me susurran que de acuerdo. Voy hacia una pared lateral de la sala y encuentro la primera evidencia de que alguien ha estado aquí después de que todo el mundo se hubiera marchado. En la pared, a la altura de mi cintura, hay un túnel más o menos semicircular. Encima del agujero han escrito las palabras AGUJERO DE TROL con espray naranja, además de una útil flecha que apunta al agujero.

—Chicos —dice Radar tan alto que por un momento se rompe el hechizo.

Sigo su voz y lo encuentro en la pared del otro lado, iluminando con la linterna otro Agujero de Trol. El grafiti no se parece demasiado a los de Margo, pero no podría asegurarlo. Solo la he visto pintar una letra.

Radar enfoca la linterna hacia el agujero, y yo me agacho y entro el primero. Lo único que hay en la sala es una moqueta enrollada en una esquina. La linterna recorre el suelo y veo manchas de cola en el hormigón, donde antes había estado la moqueta. Al fondo de la sala descubro otro agujero abierto en la pared, esa vez sin grafiti.

Gateo por ese Agujero de Trol hasta una sala con filas de estantes de ropa. Las perchas de acero inoxidable siguen colgadas en las paredes con manchas de color vino y de humedad. Esta sala está más iluminada, y tardo un momento en darme cuenta de que es porque en el techo hay varios agujeros. La tela asfáltica está colgando y veo trozos en los que el techo se hunde sobre vigas de hierro descubiertas.

—Una tienda de souvenirs —susurra Ben delante de mí.

Y al momento me doy cuenta de que tiene razón.

En medio de la sala, cinco vitrinas forman un pentágono. El cristal que en su momento separaba a los turistas de sus mierdas para turistas está hecho añicos en el suelo, alrededor de las vitrinas. La pintura gris se desconcha de las paredes formando bonitos dibujos. Cada polígono de pintura desconchada es como un copo de nieve de la decadencia.

Pero lo raro es que quedan algunos artículos. Hay un teléfono de Mickey Mouse que me recuerda a mi infancia. En las vitrinas, salpicadas de cristales rotos, hay camisetas mordidas por las polillas, aunque todavía dobladas, en las que pone ORLANDO AL SOL. Debajo de las vitrinas, Radar encuentra una caja llena de mapas y viejos folletos turísticos que publicitan Gator World, Crystal Gardens y otras atracciones que ya no existen. Ben me hace un gesto con la mano y sin decir nada señala el caimán de vidrio verde metido en una caja, casi enterrado entre el polvo. Esto es lo que valen nuestros recuerdos, pienso. No puedes regalar esta mierda.

Volvemos atrás pasando por la sala vacía y la sala de las estanterías, y gateamos por el último Agujero de Trol. Esta sala parece un despacho, solo que no tiene ordenadores, y da la impresión de que la abandonaron a toda prisa, como si hubieran teletransportado al espacio a los trabajadores o algo así. Veinte mesas colocadas en cuatro filas. En alguna mesa todavía hay bolis, y todas ellas están cubiertas de calendarios de papel gigantes. Todos los calendarios se han detenido en febrero de 1986. Ben empuja una silla de escritorio, que al girar chirría rítmicamente. Miles de post-it con publicidad de la empresa de hipotecas Martin-Gale están apilados en forma de pirámide inestable debajo de una mesa. Hay cajas abiertas con pilas de papel de viejas impresoras matriciales que detallan los gastos y los ingresos de la empresa Martin-Gale. En una de las mesas alguien ha apilado folletos de urbanizaciones formando una casa de una planta. Extiendo los folletos por si esconden alguna pista, pero no.

—Nada de después de 1986 —suspira Radar pasando los dedos por los papeles.

Empiezo a revisar los cajones. Encuentro bastoncillos para los oídos y alfileres. Bolígrafos y lápices metidos de diez en diez en cajas de cartulina con letras y diseños retro. Servilletas de papel. Un par de guantes de golf.

—¿Veis el menor indicio de que alguien haya estado aquí en los últimos veinte años, por decir algo? —les pregunto.

—Solo los Agujeros de Trol —me contesta Ben.

Es una tumba, todo cubierto de polvo.

—Y entonces ¿por qué nos ha traído aquí? —pregunta Radar.

Por fin empezamos a hablar.

—Ni idea —le contesto.

No hay duda de que Margo no está.

—Hay manchas con menos polvo —dice Radar—. En la sala vacía hay un rectángulo sin polvo, como si hubieran movido algo. Pero no sé.

—Y está este trozo pintado —observa Ben señalando a una pared.

La linterna de Radar me muestra que en la pared del fondo del despacho hay un trozo al que se ha dado una capa de pintura blanca, como si a alguien se le hubiera ocurrido remodelarlo, pero hubiera abandonado el proyecto a la media hora. Me acerco a la pared y veo que debajo de la pintura hay algo escrito de color rojo. Pero solo veo indicios de pintura roja que traspasa, no lo suficiente para saber lo que pone. Junto a la pared hay un bote abierto de pintura blanca. Me arrodillo y meto el dedo en la pintura. La superficie está dura, pero se rompe fácilmente, así que saco el dedo blanco. No digo nada mientras la pintura me gotea del dedo, porque todos hemos llegado a la misma conclusión: que alguien ha estado aquí hace poco. Y entonces el edificio vuelve a crujir, y a Radar se le cae la linterna y suelta un taco.

—Esto es muy raro —comenta.

—Chicos —dice Ben.

Como la linterna sigue en el suelo, doy un paso atrás para cogerla, pero entonces veo a Ben señalando. Lo que señala es la pared. Al recibir la luz indirecta, las letras de la pintada han atravesado la capa de pintura. Al momento sé que esas fantasmagóricas letras grises son de Margo.

IRÁS A LAS CIUDADES DE PAPEL

Y NUNCA VOLVERÁS

Cojo la linterna, enfoco directamente a la pintura, y el mensaje desaparece. Pero cuando enfoco otra zona de la pared, vuelve a ser legible.

—Mierda —dice Radar en voz baja.

—Colega, ¿podemos irnos ya? —pregunta Ben—. Porque la última vez que tuve tanto miedo… A tomar por saco. Estoy acojonado. Esta mierda no tiene nada de divertido.

Creo que «Esta mierda no tiene nada de divertido» es lo que más se acerca a mi propio terror. Y para mí está lo bastante cerca. Me dirijo a toda prisa al Agujero de Trol. Siento que las paredes se cierran sobre nosotros.