A la mañana siguiente mi madre entró en mi habitación.
—Ayer noche ni siquiera cerraste la puerta, dormilón —me dijo.
Abrí los ojos.
—Creo que tengo gastroenteritis —le contesté.
Y me acerqué a la papelera, que contenía vómitos.
—¡Quentin! Vaya por Dios. ¿Cuándo ha sido?
—Hacia las seis —le contesté, y era verdad.
—¿Por qué no nos has avisado?
—Estaba agotado —le dije, y también era verdad.
—¿Te has despertado porque te encontrabas mal? —me preguntó.
—Sí —le contesté, y esa vez no era verdad.
Me había despertado porque la alarma había sonado a las seis, luego entré sigilosamente en la cocina, me comí una barrita de cereales y me bebí un vaso de zumo de naranja. A los diez minutos me metí dos dedos en la garganta. No lo había hecho antes de meterme en la cama porque no quería que la habitación apestara toda la noche. Echar la papa era una mierda, pero fue un momento.
Mi madre se llevó la papelera y la oí limpiándola en la cocina. Volvió con la papelera limpia. Frunció los labios preocupada.
—Bueno, creo que tendré que tomarme el día… —empezó a decir, pero la corté.
—Estoy bien, de verdad —le dije—. Solo tengo el estómago revuelto. Algo me habrá sentado mal.
—¿Estás seguro?
—Te llamaré si me encuentro peor —le dije.
Me dio un beso en la frente. Sentí en la piel el pintalabios pegajoso. Aunque en realidad no estaba enfermo, por alguna razón hizo que me sintiera mejor.
—¿Quieres que cierre la puerta? —me preguntó alargando la mano hacia ella.
La puerta se mantuvo en las bisagras, pero por poco.
—No no no —le dije, quizá demasiado nervioso.
—Vale —me contestó—. Llamaré al instituto de camino al trabajo. Si necesitas algo, llámame. Lo que sea. O si quieres que vuelva a casa. Y siempre puedes llamar a papá. Y vendré a echarte un vistazo esta tarde, ¿vale?
Asentí y tiré de las mantas hasta la barbilla. Aunque la papelera estaba limpia, seguía llegándome el olor a vómito bajo el detergente, y ese olor me recordaba al acto de vomitar, que por alguna razón me dio ganas de volver a vomitar, pero respiré despacio por la boca hasta que oí el Chrysler retrocediendo por el camino. Eran las 7:32. Pensé que por una vez no me retrasaría. No para ir al instituto, lo admito. Pero aun así.
Me duché, me lavé los dientes y me puse unos vaqueros oscuros y una camiseta negra. Me metí el trozo de papel de periódico en el bolsillo. Coloqué los clavos en las bisagras y preparé la mochila. La verdad es que no sabía qué meter, pero incluí el destornillador para abrir puertas, una copia del plano, indicaciones para llegar, una botella de agua y el libro de Whitman, por si estaba allí. Quería hacerle algunas preguntas.
Ben y Radar aparecieron a las ocho en punto. Me senté en el asiento de atrás. Iban cantando a gritos una canción de los Mountain Goats.
Ben se giró y me tendió el puño. Le di un puñetazo suave, aunque odiaba esa forma de saludar.
—¡Q! —gritó por encima de la música—. ¿Qué te parece?
Supe exactamente lo que quería decir. Se refería a escuchar a los Mountain Goats con tus amigos en un coche, la mañana de un miércoles de mayo, en busca de Margo y del margotástico premio que supusiera encontrarla.
—Nada que ver con cálculo —le contesté.
La música estaba demasiado alta para hablar. En cuanto salimos de Jefferson Park, bajamos la única ventanilla que funcionaba para que el mundo supiera que teníamos buen gusto musical.
Avanzamos por la Colonial Drive y dejamos atrás los cines y las librerías por las que había pasado toda mi vida. Pero esa vez era diferente y mejor, porque era a la hora de cálculo, porque estaba con Ben y con Radar y porque íbamos de camino hacia el lugar en el que creía que encontraría a Margo. Y al final, después de treinta kilómetros, Orlando dio paso a los últimos campos de naranjos y a ranchos no urbanizados: la interminable llanura toda cubierta de matorrales, el musgo negro colgando de las ramas de los robles, inmóvil en la cálida mañana sin viento. Era la Florida en la que había pasado noches acribillado por los mosquitos y cazando armadillos cuando era boy scout. La carretera iba llena de furgonetas, y cada dos kilómetros, más o menos, se veía una salida de la autopista: pequeñas calles que serpenteaban caprichosamente alrededor de casas surgidas de la nada, como un volcán cubierto de plástico.
Algo más adelante pasamos por una señal de madera roída que decía GROVEPOINT ACRES. Una carretera con el asfalto agrietado de menos de cien metros iba a parar a una gran extensión de tierra gris que señalaba que Grovepoint Acres era lo que mi madre llamaba una pseudovisión, una urbanización abandonada antes de haberla terminado. Mis padres me habían señalado pseudovisiones un par de veces yendo con ellos en coche, pero nunca había visto ninguna tan desolada.
Habíamos recorrido poco más de cinco kilómetros desde Grovepoint Acres cuando Radar apagó la música.
—Debe de estar a un kilómetro —dijo.
Respiré hondo. La emoción de no estar en el instituto había empezado a disminuir. No parecía un sitio en el que Margo se escondería, ni siquiera al que querría ir. Nada que ver con Nueva York. Era la Florida que ves desde un avión y te preguntas por qué a alguien se le ocurrió un día poblar esta península. Miré el asfalto vacío. El calor me distorsionaba la visión. Frente a nosotros vi un pequeño centro comercial temblando en la distancia.
—¿Es aquello? —pregunté inclinándome hacia delante y señalándolo.
—Debe de serlo —me contestó Radar.
Ben pulsó el botón del equipo de música y nos quedamos los tres callados mientras se metía en un aparcamiento invadido desde hacía tiempo por la arena gris. En su momento había habido un cartel que anunciaba la presencia de cuatro tiendas, porque a un lado de la carretera había un poste raído de más de dos metros, pero el cartel había desaparecido hacía tiempo. Lo habría arrancado un huracán o se habría podrido de viejo. A las tiendas no les había ido mucho mejor. Era un edificio de una sola planta con techo plano, y por algunos sitios se veían los bloques de hormigón al descubierto. Las capas de pintura se desprendían de las paredes como insectos pegados a un nido. Las manchas de humedad formaban dibujos abstractos de color marrón entre los escaparates de las tiendas. Los escaparates estaban sellados con láminas torcidas de aglomerado. De pronto se me pasó por la cabeza una idea horrible, una de esas ideas de las que no puedes librarte en cuanto han cruzado el umbral de la conciencia: me parecía que no era un lugar al que va uno a vivir. Era un lugar al que se va a morir.
En cuanto el coche se detuvo, el olor a rancio de la muerte me invadió la nariz y la boca. Tuve que tragarme la bocanada de vómito que me subió dolorosamente por la garganta. Solo entonces, tras haber perdido tanto tiempo, entendí lo mal que había interpretado tanto el juego de Margo como el premio por ganarlo.
Salgo del coche. Ben se coloca a mi lado y Radar al lado de Ben. Y de repente sé que esto no tiene gracia, que no se trata de demostrarle que merezco salir con ella. Puedo oír las palabras de Margo la noche en que recorrimos Orlando. La oigo diciéndome: «No quiero que unos críos me encuentren cubierta de moscas un sábado por la mañana en Jefferson Park». No querer que unos críos te encuentren en Jefferson Park no es lo mismo que no querer morir.
No parece que haya pasado nadie por aquí desde hace tiempo, excepto por el olor, ese tufo rancio y dulzón que diferencia a los muertos de los vivos. Me digo a mí mismo que Margo no puede oler así, pero claro que puede. Todos podemos. Me llevo el brazo a la nariz para oler el sudor, la piel y cualquier cosa menos la muerte.
—¿MARGO? —grita Radar.
Un pájaro posado en el oxidado canalón del edificio suelta dos sílabas a modo de respuesta.
—¡MARGO! —vuelve a gritar Radar.
Nada. Pega una patada en la arena y suspira.
—Mierda.
Aquí, frente a este edificio, aprendo algo sobre el miedo. Aprendo que no son las banales fantasías de alguien que quizá quiere que le pase algo importante, aunque lo importante sea terrible. No es el asco de ver a un extraño muerto, ni la falta de aliento cuando oyes cargarse una escopeta delante de la casa de Becca Arrington. Este miedo no se soluciona con ejercicios de respiración. Este no es comparable con ningún miedo que haya sentido antes. Es la más baja de todas las emociones posibles, sientes que estaba con nosotros antes de que existieras, antes de que existiera este edificio, antes de que existiera la Tierra. Es el miedo que hizo que los peces salieran del agua y desarrollaran pulmones, el miedo que nos enseña a correr, el miedo que hace que enterremos a nuestros muertos.
El olor hace que un desesperado pánico se apodere de mí. No como cuando mis pulmones se quedan sin aire, sino como cuando lo que se queda sin aire es la propia atmósfera. Creo que la razón por la que he pasado la mayor parte de mi vida asustado es quizá porque intentaba prepararme y entrenar mi cuerpo para cuando llegara el miedo de verdad. Pero no estoy preparado.
—Colega, deberíamos marcharnos —dice Ben—. Deberíamos llamar a la poli o a quien sea.
Todavía no nos hemos mirado. Los tres seguimos mirando el edificio, un edificio abandonado desde hace mucho tiempo que solo puede albergar cadáveres.
—No —dice Radar—. No no no no no. Los llamaremos si hay razones para llamarlos. Dejó la dirección a Q, no a la poli. Tenemos que buscar la manera de entrar.
—¿Entrar? —pregunta Ben dubitativo.
Le doy una palmada en la espalda a Ben, y por primera vez en todo el día no miramos al frente, sino que nos miramos entre nosotros. Lo hace más llevadero. Al mirarlos, algo me hace sentir que Margo no está muerta si no la hemos encontrado.
—Sí, entrar —digo.
Ya no sé quién es Margo, o quién era, pero tengo que encontrarla.