Aparcamos delante de mi casa y atravesamos la franja de césped que separa la casa de Margo de la mía, como habíamos hecho el sábado. Ruthie abrió la puerta y nos dijo que sus padres no volverían a casa hasta las seis. Myrna Mountweazel, nerviosa, dio vueltas a nuestro alrededor. Subimos al piso de arriba. Ruthie nos llevó una caja de herramientas del garaje, y por un momento nos quedamos todos mirando la puerta de la habitación de Margo. No éramos demasiado mañosos.
—¿Qué demonios se supone que vais a hacer? —preguntó Ben.
—No hables así delante de Ruthie —le dije.
—Ruthie, ¿te importa que diga demonios?
—No creemos en el demonio —le contestó la niña.
Radar interrumpió.
—Tíos —dijo—. Tíos, la puerta.
Radar sacó un destornillador del montón de herramientas, se arrodilló y desatornilló el pomo de la puerta. Yo cogí un destornillador más grande e intenté desatornillar las bisagras, pero no parecía que hubiera tornillos, así que me dediqué a buscarlos. Al final Ruthie se aburrió y se fue a ver la tele.
Radar sacó el pomo, y uno a uno echamos un vistazo al agujero sin pintar y sin pulir. Ningún mensaje. Ninguna nota. Nada. Enfadado, volví a mirar las bisagras preguntándome cómo abrirlas. Abrí y cerré la puerta intentando entender el mecanismo.
—El poema es jodidamente largo —dije—. ¿Creéis que el viejo Walt recurrió a un verso o dos para contarnos cómo arrancar la puerta de sus goznes?
No me di cuenta de que Radar estaba sentado frente al ordenador de Margo hasta que me contestó.
—Según el Omnictionary, estamos buscando un pernio. Y el destornillador se utiliza como palanca para levantar el clavo. Por cierto, algún gamberro ha colgado que los pernios funcionan bien porque se propulsan a pedos. Ay, Omnictionary, ¿llegarás algún día a ser exacto?
Una vez que el Omnictionary nos había explicado lo que hacer, resultó sorprendentemente fácil. Saqué el clavo de cada una de las tres bisagras, y Ben retiró la puerta. Inspeccioné las bisagras y los trozos de madera sin pulir del marco. Nada.
—En la puerta no hay nada —dijo Ben.
Volvimos a colocar la puerta y Ben empujó los clavos con el mango del destornillador.
Radar y yo fuimos a casa de Ben, que era arquitectónicamente idéntica a la mía, a jugar a un videojuego llamado Arctic Fury. Jugamos a ese juego dentro del juego en el que disparabas a los demás con balas de pintura en un glaciar. Recibías puntos extra por disparar a tus enemigos en los huevos. Era muy sofisticado.
—Colega, está en Nueva York, seguro —dijo Ben.
Vi la boca de su rifle detrás de una esquina, pero, antes de que pudiera moverme, me disparó entre las piernas.
—Mierda —murmuré.
—Parece que otras veces sus pistas apuntaban a un lugar. Se lo dice a Jase y nos deja pistas de dos personas que vivieron en Nueva York la mayor parte de su vida —dijo Radar—. Tiene sentido.
—Colega, eso es lo que quiere —observó Ben.
Justo cuando estaba acercándome sigilosamente a Ben, paró el juego.
—Quiere que vayas a Nueva York —siguió diciendo Ben—. ¿Qué pasa si lo ha organizado todo para que sea la única manera de encontrarla? Que vayas.
—¿Que qué pasa? Es una ciudad de doce millones de personas.
—Podría tener aquí a un espía —dijo Radar—. Si vas, ¿quién se lo dirá?
—¡Lacey! —exclamó Ben—. Seguro que es Lacey. ¡Sí! Tienes que meterte en un avión y volar a Nueva York ahora mismo. Y cuando Lacey se entere, Margo irá al aeropuerto a buscarte. Sí. Colega, voy a llevarte a tu casa, harás la maleta, te llevaré al aeropuerto, comprarás un billete con tu tarjeta de crédito solo para emergencias, y entonces, cuando Margo descubra lo de puta madre que eres, tan de puta madre que Jase Worthington no podría ni soñar con compararse contigo, los tres iremos al baile con tías buenas.
No tenía la menor duda de que en las próximas horas habría algún vuelo a Nueva York. Desde Orlando hay vuelos a todas partes a todas horas. Pero dudaba de todo lo demás.
—¿Y si llamas a Lacey? —le pregunté.
—¡No va a confesar! —me contestó Ben—. Piensa en todo lo que han hecho para despistar. Seguramente fingieron haberse peleado para que no sospecharas que Lacey era la espía.
—No lo sé —dijo Radar—, la verdad es que no parece congruente.
Siguió hablando, pero solo lo escuché a medias. Miraba la pantalla detenida y pensaba. Si Margo y Lacey habían fingido pelearse, ¿Lacey había fingido romper con su novio? ¿Había fingido estar preocupada? Lacey había respondido a decenas de e-mails —ninguno con información real— de los carteles que su prima había colgado en tiendas de discos de Nueva York. No era una espía. El plan de Ben era una idiotez. Sin embargo, me atraía la mera idea de tener un plan, aunque faltaban solo dos semanas y media para que acabaran las clases, y si iba a Nueva York, perdería al menos dos días, por no decir que mis padres me matarían por comprar un billete de avión con la tarjeta de crédito. Cuanto más lo pensaba, más absurdo me parecía. Aunque si pudiera verla mañana… Pero no.
—No puedo faltar a clase —dije por fin. Quité la pausa al juego—. Mañana tengo un examen de francés.
—¿Sabes? —preguntó Ben—. Tu romanticismo es toda una inspiración.
Jugué un rato más y luego crucé Jefferson Park de vuelta a casa.
Mi madre me habló una vez de un niño loco con el que trabajaba. Había sido un niño completamente normal hasta los nueve años, cuando murió su padre. Y aunque es evidente que a un montón de niños de nueve años se les muere el padre, y la mayoría no se vuelven locos, supongo que aquel niño fue una excepción.
Lo que hizo el niño fue coger un lápiz y un compás, y empezar a dibujar circunferencias en una hoja de papel. Todas las circunferencias de exactamente cinco centímetros de diámetro. Y dibujaba circunferencias hasta que toda la hoja de papel quedaba totalmente negra. Entonces cogía otra hoja y dibujaba más circunferencias. Y lo hacía todos los días, a todas horas. No prestaba atención en clase, dibujaba circunferencias en todos los exámenes, y mi madre me dijo que el problema del niño era que había generado una rutina para sobrellevar su pérdida, pero que la rutina se había vuelto destructiva. El caso es que mi madre consiguió que llorara por su padre, y el niño dejó de dibujar circunferencias y al parecer desde entonces vivió feliz. Pero de vez en cuando pienso en el niño de las circunferencias, porque de alguna manera lo entiendo. Siempre me han gustado las rutinas. Supongo que aburrirme nunca me había aburrido demasiado. Suponía que no podría explicárselo a alguien como Margo, pero pasarte la vida dibujando circunferencias me parecía una locura hasta cierto punto razonable.
Así que debería haberme sentido bien por no ir a Nueva York. En cualquier caso, era una idiotez. Pero aquella noche, cuando volví a mi rutina, y al día siguiente, en clase, sentía que me corroía por dentro, como si la propia rutina estuviera impidiendo que me reuniera con Margo.