5

El lunes por la mañana sucedió un acontecimiento extraordinario. Iba tarde, lo que era normal, así que mi madre me llevó al instituto, lo que también era normal. Me quedé fuera charlando un rato con todo el mundo, lo que era normal, y luego Ben y yo entramos, lo que también era normal. Pero en cuanto empujamos la puerta de acero, la cara de Ben se convirtió en una mezcla de nervios y pánico, como si un mago acabara de elegirlo para hacer el truco de serrarlo por la mitad. Seguí su mirada por el pasillo.

Minifalda vaquera. Camiseta blanca ceñida. Escote generoso. Piel extraordinariamente aceitunada. Piernas que despertaban tu interés por las piernas. Pelo castaño rizado perfectamente peinado. Una chapa que decía VÓTAME PARA REINA DEL BAILE. Lacey Pemberton. Acercándose a nosotros junto a la sala de ensayo.

—Lacey Pemberton —susurró Ben, aunque la chica estaba a unos tres pasos de nosotros y perfectamente podía oírlo. Y, de hecho, esbozó una sonrisa falsamente tímida al oír su nombre.

—Quentin —me dijo.

Lo que me pareció más increíble de todo fue que supiera mi nombre. Hizo un gesto con la cabeza y crucé detrás de ella la sala de ensayo hasta llegar a un bloque de taquillas. Ben se mantuvo a mi lado.

—Hola, Lacey —saludé cuando se detuvo.

Como me llegaba su perfume, recordé aquel olor en su todoterreno y el crujido del pez gato mientras Margo y yo bajábamos el asiento.

—Me han dicho que estabas con Margo.

Me limité a mirarla.

—La otra noche, con el pescado. En mi coche. Y en el armario de Becca. Y en la ventana de Jase.

Seguí mirándola. No sabía qué decir. Uno puede tener una larga e intrépida vida sin que Lacey Pemberton le haya dirigido la palabra jamás, pero cuando esa rara ocasión se presenta, uno no desea decir lo que no debe. Así que Ben habló por mí.

—Sí, salieron juntos —dijo Ben, como si Margo y yo fuéramos íntimos.

—¿Estaba enfadada conmigo? —preguntó Lacey algo después.

Miraba al suelo. Vi su sombra de ojos marrón.

—¿Qué?

Entonces habló muy despacio, con la voz ligeramente rota, y de repente Lacey Pemberton ya no era Lacey Pemberton. Era solo… una persona.

—Ya sabes, que si estaba enfadada conmigo por algo.

Pensé un segundo qué contestarle.

—Bueno, estaba un poco defraudada porque no le habías dicho lo de Jase y Becca, pero ya conoces a Margo. Lo superará.

Lacey echó a andar por el pasillo. Ben y yo la dejamos irse, pero de repente aminoró el paso. Quería que fuéramos con ella. Ben me dio un empujoncito y empezamos a andar juntos.

—El problema es que ni siquiera sabía lo de Jase y Becca —dijo Lacey—. Espero poder explicárselo pronto. Por un momento me preocupó que realmente hubiera querido marcharse, pero luego abrí su taquilla, porque me sé su combinación, y siguen estando todas sus fotos y lo demás, los libros también.

—Buena señal —le contesté.

—Sí, pero ya son cuatro días. Es casi un récord en ella. Y bueno, es una mierda, porque Craig lo sabía, y me he enfadado tanto porque no me lo había dicho que he cortado con él, y ahora no tengo pareja para el baile, y mi mejor amiga se ha largado vete a saber dónde, a Nueva York o a cualquier otro sitio, pensando que hice algo que JAMÁS haría.

Lancé una mirada a Ben, y Ben me lanzó una mirada a mí.

—Tengo que irme corriendo a clase —le dije—. ¿Por qué has dicho que está en Nueva York?

—Creo que dos días antes de marcharse le dijo a Jase que Nueva York era el único sitio del país en el que se podía llevar una vida medio decente. Quizá lo dijo por decir. No lo sé.

—Vale, me voy corriendo —le dije.

Sabía que Ben nunca convencería a Lacey de que fuera al baile con él, pero pensé que al menos merecía una oportunidad. Corrí por los pasillos hasta mi taquilla y al pasar por al lado de Radar le di un golpecito en la cabeza. Radar estaba hablando con Angela y una alumna de primero de la banda de música.

—No me lo agradezcas a mí. Agradéceselo a Q —le oí decirle a la chica de primero.

—¡Gracias por los doscientos dólares! —me dijo la chica.

—¡No me lo agradezcas a mí, agradéceselo a Margo Roth Spiegelman! —le grité sin volver la cabeza.

Porque estaba claro que Margo era la que me había proporcionado las herramientas necesarias.

Abrí la taquilla y cogí la libreta de cálculo, pero luego me quedé parado, aunque ya había sonado el segundo timbre, inmóvil en medio del pasillo mientras la gente pasaba corriendo ante mí en ambas direcciones, como si yo fuera la mediana de su autopista. Otro chico me dio las gracias por los doscientos dólares. Le sonreí. El instituto parecía más mío que en los cuatro años que llevaba en él. Habíamos hecho justicia con los frikis de la banda que se habían quedado sin bicicleta. Lacey Pemberton había hablado conmigo. Chuck Parson había pedido perdón.

Conocía muy bien aquellos pasillos y al final empezaba a parecer que también ellos me conocían a mí. Me quedé allí parado mientras sonaba el tercer timbre y la multitud se dispersaba. Solo entonces me dirigí a la clase de cálculo y me senté justo después de que el señor Jiminez hubiera empezado otra de sus interminables lecciones.

Me había llevado el ejemplar de Hojas de hierba de Margo a clase, así que lo abrí por debajo de la mesa y empecé a leer de nuevo los fragmentos marcados del «Canto de mí mismo» mientras el señor Jiminez escribía en la pizarra. No vi alusiones directas a Nueva York. Unos minutos después le pasé el libro a Radar, que lo hojeó un rato y luego escribió en la esquina de su libreta: «El subrayado verde debe de querer decir algo. Quizá quiere que abras la puerta de tu mente». Me encogí de hombros y le escribí: «O quizá simplemente leyó el poema dos días diferentes con dos rotuladores diferentes».

A los pocos minutos, al mirar el reloj solo por trigésimo séptima vez, vi a Ben Starling al otro lado de la puerta de la clase, pegándose un bailoteo espasmódico y con un permiso para estar fuera de clase en la mano.

Cuando sonó el timbre de la hora de comer, corrí a mi taquilla, pero Ben se las había arreglado para llegar antes que yo y estaba hablando con Lacey Pemberton. Se acercaba a ella, ligeramente encogido para hablarle cara a cara. Hablar con Ben me resultaba a veces un tanto claustrofóbico, y eso que yo no era una tía buena.

—Hola, chicos —les dije al llegar.

—Hola —me contestó Lacey dando un paso atrás para apartarse un poco de Ben—. Ben estaba comentándome las novedades de Margo. Nadie entraba jamás en su habitación, ya sabéis. Decía que sus padres no le permitían que sus amigos fueran a casa.

—¿De verdad?

Lacey asintió.

—¿Sabías que Margo tiene unos mil discos? —le pregunté.

Lacey levantó las manos.

—No. Es lo que estaba contándome Ben. Margo nunca hablaba de música. Bueno, decía que le gustaba una canción que sonaba en la radio y cosas así. Pero… no. Es muy rara.

Me encogí de hombros. Quizá era rara, o quizá los raros éramos los demás. Lacey siguió hablando.

—Pero estábamos diciendo que Walt Whitman era de Nueva York.

—Y según el Omnictionary, Woody Guthrie también vivió en Nueva York mucho tiempo —dijo Ben.

Asentí.

—Me la imagino perfectamente en Nueva York. Pero creo que tenemos que descubrir la siguiente pista. No puede ser solo el libro. Debe de haber algún código en los versos marcados o algo así.

—Sí. ¿Puedo echar un vistazo mientras como?

—Claro —le contesté—. O si quieres, puedo hacerte fotocopias en la biblioteca.

—No hace falta. Solo quiero leerlo. Vaya, que no entiendo una mierda de poesía. Pero una prima mía va a la Universidad de Nueva York, y le he mandado un cartel para que lo imprima. Voy a pedirle que lo cuelgue en tiendas de discos. Bueno, ya sé que hay muchas tiendas de discos, pero en fin.

—Buena idea —le dije.

Se dirigieron a la cafetería y los seguí.

—Oye —preguntó Ben a Lacey—, ¿de qué color es tu vestido?

—Hum, tirando a azul zafiro. ¿Por qué?

—Para asegurarme de que hace juego con mi esmoquin —le contestó Ben.

Nunca había visto una sonrisa de Ben tan ridícula y atontada, y ya es decir, porque era una persona bastante ridícula y atontada.

Lacey asintió.

—Bueno, pero tampoco vayamos demasiado conjuntados. Podrías ir tradicional, con esmoquin negro y chaleco negro.

—Sin faja, ¿te parece?

—Bueno, las fajas están bien, pero sin muchos pliegues, ¿sabes?

Siguieron hablando —al parecer, el nivel ideal de pliegues es un tema de conversación al que pueden dedicarse horas—, pero dejé de escucharlos mientras esperaba en la cola del Pizza Hut. Ben había encontrado pareja para el baile, y Lacey había encontrado a un chico que podía pegarse horas hablando del baile encantado de la vida. Ahora todo el mundo tenía pareja… menos yo, que no iba a ir. La única chica a la que me habría gustado llevar había emprendido un viaje eterno.

Cuando nos sentamos, Lacey empezó a leer el «Canto de mí mismo» y estuvo de acuerdo en que no le sonaba a nada, y desde luego no le sonaba como Margo. Seguíamos sin tener ni idea de lo que Margo intentaba decir, si es que intentaba decir algo. Me devolvió el libro y se pusieron a hablar del baile otra vez.

Durante toda la tarde tuve la sensación de que no iba bien encaminado buscando en las citas marcadas, pero al final me aburría, sacaba el libro de la mochila, me lo ponía en las rodillas y seguía con él. La última clase era literatura y estábamos empezando a leer Moby Dick, así que la doctora Holden no dejaba de hablar de la pesca en el siglo XIX. Dejé Moby Dick en la mesa y a Whitman en las rodillas, pero ni siquiera estar en clase de literatura servía de algo. Por una vez no miré el reloj en varios minutos, de modo que el timbre me sorprendió y tardé más que los demás en recoger mis cosas. Mientras me colgaba la mochila de un hombro y empezaba a salir, la doctora Holden me sonrió.

—Walt Whitman, ¿eh? —me preguntó.

Asentí avergonzado.

—Es muy bueno —me dijo—. Tan bueno que estoy casi de acuerdo en que lo leas en clase. Pero no del todo.

Murmuré una disculpa y me dirigí al aparcamiento de los alumnos de último curso.

Mientras Ben y Radar ensayaban, me senté en el Chuco con las puertas abiertas. Soplaba una ligera brisa esquimal. Leí el Federalista para preparar un examen de política que tenía al día siguiente, pero mi mente había entrado en un bucle: Guthrie, Whitman, Nueva York y Margo. ¿Había ido a Nueva York para meterse de lleno en la música folk? ¿Había allí algún músico folk secreto al que yo no conocía? ¿Estaba quizá en un piso en el que uno de ellos había vivido alguna vez? ¿Y por qué quería que yo lo supiera?

Vi por el retrovisor lateral a Ben y a Radar acercándose, Radar balanceando el estuche de su saxo mientras avanzaba deprisa hacia el Chuco. Entraron, Ben giró la llave y el Chuco escupió. Esperamos un momento y el coche volvió a escupir. Seguimos esperando y al final reaccionó. Ben salió del aparcamiento y del campus.

—¿PUEDES CREERTE ESTA MIERDA? —gritó sin poder contener su alegría.

Empezó a tocar el claxon, pero por supuesto no funcionó, así que cada vez que lo tocaba, gritaba: ¡PIII! ¡PIII! ¡PIII! ¡PITA SI VAS A IR AL BAILE CON UNA PAVA, CON LACEY PEMBERTON! ¡PITA, NENE, PITA!

Apenas pudo mantener la boca cerrada de camino a casa.

—¿Sabéis por qué ha aceptado? ¿Aparte de porque estuviera desesperada? Creo que se ha peleado con Becca Arrington, porque ya sabéis, Becca la engañó, y creo que empezaba a sentirse mal por el tema de Ben el Sangriento. No me lo ha dicho, pero lo parecía. Así que al final tendré temita gracias a Ben el Sangriento.

Me alegraba por él, por supuesto, pero quería centrarme en cómo llegar a Margo.

—Chicos, ¿se os ha ocurrido alguna idea?

Por un momento no hubo respuesta, pero luego Radar me miró por el retrovisor y dijo:

—Lo de las puertas es lo único marcado de diferente color que lo demás, y es además lo más inesperado. Creo que la pista está ahí. ¿Cómo decía?

—«¡Arrancad los cerrojos de las puertas! / ¡Arrancad las puertas de los goznes!», le respondí.

—Hay que admitir que Jefferson Park no es el mejor sitio para arrancar de sus goznes las puertas de los estrechos de mente —dijo Radar—. Quizá es lo que quiere decir. Como aquello que dijo de que Orlando es una ciudad de papel. Quizá lo que quiere decir es que por eso se ha marchado.

Ben frenó en un semáforo y se giró para mirar a Radar.

—Colega —dijo—, creo que estáis dando a esa pava demasiado crédito.

—¿Qué quieres decir? —le pregunté.

—«Arrancad los cerrojos de las puertas» —comentó—. «Arrancad las puertas de los goznes».

—Sí —dije yo.

El semáforo se puso en verde y Ben pisó el acelerador. El Chuco tembló como si fuera a desintegrarse, pero empezó a moverse.

—No es poesía. No es una metáfora. Son instrucciones. Se supone que tenemos que ir a la habitación de Margo, arrancar la cerradura de la puerta y arrancar la puerta de sus goznes.

Radar me miró por el retrovisor y le devolví la mirada.

—Está tan tarado que a veces acaba siendo un genio —me dijo Radar.