Desde mi habitación no se veía la puerta de la calle ni el garaje. Para verlos teníamos que ir a la sala de estar. De modo que, mientras Ben seguía jugando al Resurrection, Radar y yo fuimos a la sala y fingimos ver la tele mientras vigilábamos la puerta de los Spiegelman a través de un ventanal, esperando a que los padres de Margo salieran. El Crown Victoria negro del detective Warren todavía estaba frente a la casa.
Se marchó unos quince minutos después, pero durante la hora siguiente no volvió a abrirse ni la puerta de la calle ni la del garaje. Radar y yo veíamos una comedia medio graciosa de porreros en el canal HBO, y había empezado a meterme en la historia cuando Radar dijo:
—La puerta del garaje.
Salté del sofá y me acerqué a la ventana para ver quién iba en el coche. El señor y la señora Spiegelman. Ruthie se había quedado en casa.
—¡Ben! —grité.
Salió como una flecha. Mientras los Spiegelman giraban Jefferson Way para meterse en Jefferson Road, salimos corriendo a la húmeda mañana.
Atravesamos el césped de los Spiegelman hasta la puerta. Llamé al timbre, oí las patas de Myrna Mountweazel corriendo por el suelo de madera y luego se puso a ladrar como una loca, mirándonos por el cristal lateral. Ruthie abrió la puerta. Era una niña muy dulce de unos once años.
—Hola, Ruthie.
—Hola, Quentin —me contestó.
—¿Están tus padres en casa?
—Acaban de marcharse —me dijo—. Al Target. —Tenía los grandes ojos de Margo, pero castaños. Me miró y frunció los labios preocupada—. ¿Has visto al policía?
—Sí —le contesté—. Parecía amable.
—Mi madre dice que es como si Margo hubiera ido a la universidad antes.
—Sí —le dije.
Pensé que la mejor manera de resolver un misterio era llegar a la conclusión de que no había misterio que resolver. Pero a esas alturas tenía claro que Margo había dejado tras de sí las pistas de un misterio.
—Oye, Ruthie, tenemos que echar un vistazo a la habitación de Margo —le dije—. Pero el caso es… Es como cuando Margo te pedía hacer algo en secreto. La situación es la misma.
—A Margo no le gusta que entren en su habitación —me contestó Ruthie—. Menos yo. Y a veces mi madre.
—Pero somos amigos suyos.
—No le gusta que sus amigos entren en su habitación —insistió Ruthie.
Me incliné hacia ella.
—Ruthie, por favor.
—Y no quieres que se lo diga a mis padres.
—Exacto.
—Cinco dólares —me dijo.
Estuve a punto de regatear el precio, pero Radar sacó un billete de cinco dólares y se lo dio.
—Si veo el coche en el camino de entrada, os avisaré —nos dijo con un tono cómplice.
Me arrodillé para acariciar a la vieja pero siempre entusiasta Myrna Mountweazel y luego subimos corriendo a la habitación de Margo. Al apoyar la mano en el pomo de la puerta se me pasó por la cabeza que no había visto la habitación de Margo desde que tenía unos diez años.
Entré. Estaba más limpia de lo que cabría esperar de Margo, pero quizá su madre lo había recogido todo. A mi derecha, un armario lleno a rebosar de ropa. Detrás de la puerta, un zapatero con un par de docenas de pares de zapatos, desde merceditas hasta taconazos. No parecía que faltaran demasiadas cosas.
—Me pongo con el ordenador —dijo Radar.
Ben toqueteaba la persiana.
—El póster está pegado —observó—. Solo con cinta adhesiva. Nada fuerte.
La gran sorpresa estaba en la pared de al lado de la mesa del ordenador: estanterías de mi altura y el doble de anchas llenas de discos de vinilo. Cientos de discos.
—En el tocadiscos está A Love Supreme, de John Coltrane —dijo Ben.
—Joder, es un álbum genial —dijo Radar sin apartar los ojos del ordenador—. La chica tiene buen gusto.
Miré confundido a Ben.
—Era un saxofonista —comentó Ben.
Asentí.
—No me puedo creer que Q nunca haya oído hablar de Coltrane —dijo Radar sin dejar de teclear—. Su música es literalmente la prueba más convincente de la existencia de Dios que he encontrado jamás.
Empecé a mirar los discos. Estaban ordenados alfabéticamente por artistas, así que los recorrí buscando la G: Dizzy Gillespie, Jimmie Dale Gilmore, Green Day, Guided by Voices, George Harrison.
—Tiene a todos los músicos del mundo menos a Woody Guthrie —dije.
Volví atrás y empecé por la A.
—Todos sus libros de texto están aquí —oí decir a Ben—. Más algunos otros en la mesita de noche. Ningún diario.
Pero yo estaba distraído con la colección de discos de Margo. Le gustaba todo. Nunca me la habría imaginado escuchando todos aquellos viejos discos. La había visto escuchando música mientras corría, pero nunca había sospechado aquella especie de obsesión. Yo no había oído hablar de la mayoría de los grupos y me sorprendió descubrir que incluso los grupos nuevos seguían sacando discos en vinilo.
Seguí avanzando por la A, luego por la B —abriéndome camino entre los Beatles, los Blind Boys of Alabama y Blondie—, y empecé a ojearlos más deprisa, tan deprisa que ni siquiera me fijé en la contraportada del Mermaid Avenue, de Billy Bragg, hasta que estaba mirando el de los Buzzcocks. Me detuve, volví atrás y saqué el disco de Billy Bragg. La portada era una fotografía de casas adosadas de una ciudad. Pero en la cara contraria Woody Guthrie me miraba fijamente, con un cigarrillo entre los labios y con una guitarra en la que ponía: ESTA MÁQUINA MATA FASCISTAS.
—¡Eh! —exclamé.
Ben se acercó a mirar.
—De puta madre —dijo—. Buen trabajo.
Radar giró la silla.
—Impresionante. Me pregunto qué hay dentro —dijo.
Por desgracia, lo que había dentro era solo un disco. Y el disco parecía exactamente un disco. Lo puse en el tocadiscos de Margo y al final descubrí cómo encenderlo y colocar la aguja. Era un tipo cantando canciones de Woody Guthrie. Cantaba mejor que él.
—¿Qué es esto? ¿Una simple coincidencia?
Ben tenía en las manos la cubierta.
—Mira —dijo.
Estaba señalando el listado de canciones. El título «Walt Whitman’s Niece» estaba rodeado con un círculo trazado con boli negro.
—Interesante —murmuré.
La madre de Margo había dicho que las pistas de Margo nunca llevaban a ninguna parte, pero ahora sabía que Margo había dejado una cadena de pistas, y todo parecía indicar que la había dejado para mí. Inmediatamente pensé en ella diciéndome en el SunTrust Building que yo era mejor cuando confiaba en mí mismo. Di la vuelta al disco y puse la canción. «Walt Whitman’s Niece» era la primera de la cara B. No estaba mal, la verdad.
Entonces vi a Ruthie en la puerta. Me miró.
—¿Puedes darnos alguna pista, Ruthie?
Negó con la cabeza.
—Yo también he buscado —me contestó con tono triste.
Radar me miró y luego giró la cabeza hacia Ruthie.
—¿Puedes vigilar que no llegue tu madre, por favor? —le pregunté.
Asintió y se marchó. Cerré la puerta.
—¿Qué pasa? —le pregunté a Radar, que nos indicó con un gesto que nos acercáramos al ordenador.
—Una semana antes de marcharse, Margo entró un montón de veces en el Omnictionary. Lo sé por los minutos que estuvo conectada con su nombre de usuario, que ha quedado guardado en sus contraseñas. Pero borró su historial de navegación, así que no sé qué buscaba.
—Oye, Radar, busca quién era Walt Whitman —dijo Ben.
—Era un poeta —le contesté—. Del siglo diecinueve.
—Genial —dijo Ben mirando al techo—. Poesía.
—¿Qué tiene de malo? —le pregunté.
—La poesía es tan emo —me dijo—. Ay, el dolor. El dolor. Siempre llueve. En mi corazón.
—Sí, creo que eso es de Shakespeare —le contesté despectivamente—. ¿Walt Whitman tenía alguna sobrina? —le pregunté a Radar.
Radar había entrado ya en la página de Walt Whitman del Omnictionary. Un tipo corpulento con una enorme barba. Nunca lo había leído, pero tenía pinta de ser buen poeta.
—Uf, ninguna famosa. Pone que tenía un par de hermanos, pero no si alguno de ellos tuvo hijos. Creo que puedo encontrarlo si quieres.
Negué con la cabeza. No parecía el camino correcto. Volví a buscar por la habitación. En el último estante de la colección de discos había unos libros —anuarios escolares de años anteriores, un ejemplar destrozado de Rebeldes— y varios números atrasados de revistas juveniles. Sin duda nada que tuviera que ver con la sobrina de Walt Whitman.
Eché un vistazo a los libros de su mesita de noche. Nada interesante.
—Lo lógico sería que tuviera un libro de poemas de Whitman —dije—. Pero parece que no es así.
—¡Sí que lo tiene! —exclamó Ben entusiasmado.
Me acerqué a él, que se había arrodillado frente a las estanterías, y lo vi. Había pasado por alto el delgado volumen del último estante, metido entre dos anuarios. Walt Whitman. Hojas de hierba. Saqué el libro. En la cubierta había una foto del poeta, cuyos ojos brillantes me miraron fijamente.
—No ha estado mal —le dije a Ben.
Asintió.
—Sí. ¿Podemos largarnos ya? Puedes llamarme chapado a la antigua, pero preferiría no estar aquí cuando volvieran los padres de Margo.
—¿Nos dejamos algo?
Radar se levantó.
—La verdad es que parece que ha trazado una línea perfectamente recta. En ese libro tiene que haber algo. Pero me parece raro… Bueno, sin ofender, pero si siempre ha dejado pistas para sus padres, ¿por qué esta vez iba a dejártelas a ti?
Me encogí de hombros. No podía responderle, aunque por supuesto albergaba esperanzas: quizá Margo quería ver que confiaba en mí mismo. Quizá esa vez quería que la encontraran, que la encontrara yo. Quizá… igual que me había elegido a mí para la noche más larga, había vuelto a elegirme a mí. Y quizá al que la encontrara le esperasen incalculables riquezas.
Ben y Radar se marcharon poco después de que volviéramos a mi casa, tras haber echado un vistazo al libro y no haber encontrado ninguna pista evidente. Cogí un trozo de lasaña del frigorífico y subí a mi habitación con Walt. Era la edición de Penguin Classics de la primera edición de Hojas de hierba. Leí parte de la introducción y después hojeé el libro. Había varios versos marcados en fluorescente azul, todos ellos del épicamente largo poema titulado «Canto de mí mismo». Y dos versos marcados en verde:
¡Arrancad los cerrojos de las puertas!
¡Arrancad las puertas de los goznes[1]!
Pasé buena parte de la tarde intentando desentrañar el sentido de la cita, pensando que quizá Margo intentaba decirme que me volviera un cabrón o algo así. Pero leí y releí también lo que estaba marcado en azul:
Ya no recibirás de segunda o de tercera mano las cosas, ni
mirarás por los ojos de los muertos, ni te alimentarás de los espectros de los libros.
El viaje que he emprendido es eterno
Todo progresa y se dilata, nada se viene abajo,
y morir es algo distinto de lo que muchos supusieron, y de mejor augurio.
Si nadie en el mundo lo sabe, estoy satisfecho,
si todos y cada uno lo saben, estoy satisfecho.
Las tres últimas estrofas del «Canto de mí mismo» también estaban marcadas con fluorescente.
Que el lodo sea mi heredero, quiero crecer del pasto que amo;
Si quieres encontrarte conmigo, búscame bajo la suela de tus zapatos.
Apenas comprenderás quién soy yo o qué quiero decir,
pero he de darte buena salud, y a tu sangre, fuerza y pureza.
Si no me encuentras al principio no te descorazones,
si no estoy en un lugar me hallarás en otro,
en alguna parte te espero.
Pasé el fin de semana leyendo, intentando verla en los fragmentos del poema que me había dejado. No llegaba a ninguna parte con aquellas líneas, pero seguí pensando en ellas porque no quería defraudarla. Margo quería que siguiera el hilo, que encontrara el lugar en el que estaba esperándome, que siguiera su rastro hasta llegar a ella.