Todas las mañanas miraba por la ventana de mi habitación para comprobar si en la habitación de Margo había algún signo de vida. Siempre tenía las persianas de mimbre bajadas, pero, desde que se había marchado, su madre o alguna otra persona de la casa las había subido, de modo que veía un trocito de pared azul y techo blanco. Aquel sábado por la mañana, como hacía solo cuarenta y ocho horas que se había escapado, suponía que todavía no estaría en casa, pero aun así me sentí un poco decepcionado al ver que la persiana seguía subida.
Me lavé los dientes y después, tras darle unas pataditas a Ben intentando despertarlo, salí en pantalón corto y camiseta. Había cinco personas sentadas a la mesa del comedor: mis padres, los padres de Margo y un afroamericano alto y corpulento con unas gafas enormes, un traje gris y una carpeta marrón en las manos.
—Ay, hola —dije.
—Quentin, ¿viste a Margo el miércoles por la noche? —me preguntó mi madre.
Entré en el comedor y me apoyé en la pared, enfrente del desconocido. Ya tenía pensada la respuesta a esa pregunta.
—Sí —le contesté—. Apareció por mi ventana hacia las doce, hablamos un minuto y luego el señor Spiegelman la pilló y tuvo que volver a casa.
—¿Y esa fue…? ¿La has visto después? —me preguntó el señor Spiegelman.
Parecía bastante tranquilo.
—No, ¿por qué? —pregunté.
—Bueno —contestó la madre de Margo con un tono agudo—, parece que Margo se ha escapado. Otra vez. —Suspiró—. Debe de ser… ¿cuántas veces van ya, Josh? ¿Cuatro?
—Uf, he perdido la cuenta —contestó su marido, enfadado.
Entonces intervino el afroamericano.
—La quinta vez que han presentado una denuncia. —Me saludó con la cabeza y dijo—: Detective Otis Warren.
—Quentin Jacobsen —le dije yo.
Mi madre se levantó y apoyó las manos en los hombros de la señora Spiegelman.
—Debbie —le dijo—, lo siento mucho. Es una situación muy frustrante.
Conocía aquel truco. Era un truco psicológico llamado escucha empática. Dices lo que la persona está sintiendo para que se sienta comprendida. Mi madre lo hace conmigo a todas horas.
—No estoy frustrada —le contestó la señora Spiegelman—. Se acabó.
—Exacto —dijo el señor Spiegelman—. Esta tarde vendrá un cerrajero. Cambiaremos las cerraduras. Tiene dieciocho años. En fin, el detective acaba de decirnos que no podemos hacer nada…
—Bueno —lo interrumpió el detective Warren—, no he dicho eso exactamente. He dicho que no es menor de edad, de modo que tiene derecho a marcharse de casa.
El señor Spiegelman siguió hablando con mi madre.
—Nos parece bien pagarle la universidad, pero no vamos a tolerar estas… estas tonterías. Connie, ¡tiene dieciocho años! ¡Y sigue siendo una egocéntrica! Tiene que ver las consecuencias.
Mi madre retiró las manos de los hombros de la señora Spiegelman.
—Diría que las consecuencias que tiene que ver son las del cariño —le dijo mi madre.
—Bueno, no es tu hija, Connie. A ti no lleva diez años pisándote como si fueras un felpudo. Tenemos que pensar en nuestra otra hija.
—Y en nosotros —añadió el señor Spiegelman. Levantó la mirada hacia mí—. Quentin, lamento que intentara involucrarte en su jueguecito. Ya te imaginas lo… lo avergonzados que estamos. Eres un buen chico, y ella… Bueno.
Me separé de la pared y me quedé de pie, muy tieso. Conocía un poco a los padres de Margo, pero nunca los había visto actuar con tan mala leche. No me extrañaba que estuviera enfadada con ellos el miércoles por la noche. Miré al detective. Estaba pasando hojas de la carpeta.
—Siempre ha dejado algún rastro, ¿no? —dijo.
—Pistas —le contestó el señor Spiegelman levantándose.
El detective dejó la carpeta en la mesa, y el padre de Margo se inclinó para echar un vistazo.
—Pistas por todas partes. El día que se marchó a Mississippi, comió sopa de letras y dejó exactamente cuatro letras en el plato: una M, una I, una S y una P. Se quedó decepcionada porque no supimos juntarlas, aunque, como le dije cuando por fin volvió: «¿Cómo vamos a encontrarte si lo único que sabemos es “Mississippi”? Es un estado grande, Margo».
El detective carraspeó.
—Y dejó a Minnie Mouse en su cama cuando se metió en Disney World una noche.
—Sí —dijo su madre—. Pistas. Estúpidas pistas. Pero nunca puedes seguirlas, créame.
El detective levantó los ojos de la carpeta.
—Haremos correr la voz, por supuesto, pero de ningún modo podemos obligarla a volver a casa. No deben contar necesariamente con que regresará bajo su techo en un futuro inmediato.
—No la quiero bajo nuestro techo. —La señora Spiegelman se llevó un pañuelo a los ojos, aunque no parecía estar llorando—. Sé que es terrible, pero es la verdad.
—Deb —dijo mi madre con su tono de psicóloga.
La señora Spiegelman se limitó a mover ligeramente la cabeza.
—¿Qué podemos hacer? Se lo hemos dicho al detective. Hemos presentado una denuncia. Es una adulta, Connie.
—Es tu hija adulta —dijo mi madre, todavía calmada.
—Vamos, Connie. ¿Acaso no es de locos que estemos encantados de que se haya ido de casa? Pues claro que es de locos. Pero estaba volviendo loca a toda la familia. ¿Cómo buscar a una persona que asegura que no van a encontrarla, que siempre deja pistas que no llevan a ninguna parte, que se escapa cada dos por tres? ¡Es imposible!
Mi madre y mi padre se miraron, y luego el detective se dirigió a mí.
—Hijo, me pregunto si podríamos charlar en privado.
Asentí. Nos metimos en la habitación de mis padres. Él se sentó en un sillón y yo, en el borde de la cama.
—Muchacho —me dijo cuando se hubo acomodado en el sillón—, permíteme que te dé un consejo: nunca trabajes para el gobierno. Porque cuando trabajas para el gobierno, trabajas para la gente. Y cuando trabajas para la gente, tienes que relacionarte con ella, incluso con los Spiegelman.
Solté una risita.
—Permíteme que sea sincero contigo, muchacho —siguió diciéndome—. Esta gente sabe tanto de ser padres como yo de hacer dieta. He trabajado con ellos otras veces y no me gustan. Me da igual que no les digas a los padres de Margo dónde está, pero te agradecería que me lo dijeras a mí.
—No lo sé —le contesté—. De verdad que no lo sé.
—Muchacho, he estado pensando en la chica. Lo que hace… Se mete en Disney World, por ejemplo, ¿verdad? Se va a Mississippi y deja pistas con sopa de letras. Organiza una gran campaña para empapelar casas con papel higiénico.
—¿Cómo lo sabe?
Hacía dos años, Margo había liderado el empapelado de doscientas casas en una sola noche. No será necesario que diga que no me invitó a participar en aquella aventura.
—He trabajado en este caso antes. Así que, muchacho, necesito que me ayudes. ¿Quién planifica estas cosas? ¿Estos proyectos de locos? Ella es la portavoz de todo esto, la única lo bastante loca para hacerlo. Pero ¿quién lo planifica? ¿Quién se sienta con libretas llenas de diagramas para calcular cuánto papel higiénico se necesita para empapelar un montón de casas?
—Supongo que ella.
—Pero debe de tener un socio, alguien que la ayude a hacer todas estas cosas desaforadas y geniales. Y quizá la persona que comparte su secreto no es la más obvia, no es su mejor amiga ni su novio. Quizá es alguien en quien nunca pensarías —me dijo.
El detective respiró y estaba a punto de decir algo más cuando lo interrumpí.
—No sé dónde está. Se lo juro por Dios.
—Solo quería asegurarme, muchacho. De todas formas, sabes algo, ¿verdad? Empecemos por ahí.
Se lo conté todo. Confiaba en aquel tipo. Tomó algunas notas mientras yo hablaba, aunque sin demasiados detalles. Pero al contárselo, y al verlo garabateando en la libreta, y al haberme dado cuenta de la estupidez de los padres de Margo…, por primera vez me planteé la posibilidad de que hubiera desaparecido por mucho tiempo. Cuando acabé de hablar, estaba tan preocupado que empezaba a faltarme el aire. El detective no dijo nada durante un rato. Se inclinó hacia delante y miró a la lejanía hasta encontrar lo que estaba buscando, y entonces empezó a hablar.
—Mira, muchacho. Pasa lo siguiente: alguien con espíritu libre, normalmente una chica, no se lleva demasiado bien con sus padres. Estos chicos son como globos de helio atados. Tiran del hilo una y otra vez, hasta que al final el hilo se rompe y salen volando. Y quizá no vuelvas a ver ese globo, porque aterriza en Canadá o donde sea, encuentra trabajo en un restaurante y antes de que el globo se dé cuenta, lleva treinta años en la misma cafetería sirviendo café a los mismos hijos de puta. O quizá dentro de tres o cuatro años, o dentro de tres o cuatro días, los vientos predominantes devuelven el globo a casa, porque necesita dinero, o porque se lo ha pensado mejor, o porque echa de menos a su hermanito. Pero, mira, muchacho, el hilo no deja de romperse.
—Sí, pe…
—No he terminado, muchacho. El problema de estos putos globos es que hay muchísimos. El cielo está lleno de globos que vuelan de un lado a otro y chocan entre sí, y todos y cada uno de estos putos globos acaban en la mesa de mi despacho por una razón u otra, y con el tiempo uno se desanima. Globos por todas partes, cada uno de ellos con un padre o una madre, o con un poco de suerte con los dos, y al final ni siquiera puedes verlos individualmente. Levantas la mirada hacia los globos del cielo y los ves en su totalidad, pero ya no los ves de uno en uno. —Se calló y respiró profundamente, como si acabara de darse cuenta de algo—. Pero de vez en cuando hablas con un chico de ojos grandes y con demasiado pelo en la cabeza y quieres mentirle porque parece un buen chico. Y lo sientes por él, porque lo único peor que el cielo lleno de globos que ves es lo que ve él: un día azul y despejado con un único globo. Pero cuando el hilo se rompe, muchacho, no puedes volver a pegarlo. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
Asentí, aunque no estaba seguro de haberlo entendido. Se levantó.
—Creo que volverá pronto, muchacho. Por si sirve de algo.
Me gustó la imagen de Margo como un globo, pero pensé que, en su deseo de ser poético, el detective me había visto mucho más preocupado de lo que realmente estaba. Sabía que volvería. Se desinflaría y volvería volando a Jefferson Park. Siempre había vuelto.
Regresé al comedor con el detective, que dijo que quería volver a la casa de los Spiegelman para echar un vistazo en la habitación de Margo. La señora Spiegelman me abrazó.
—Siempre has sido un buen chico —me dijo—. Siento que tengas que verte mezclado en estas ridiculeces.
El señor Spiegelman me estrechó la mano y se marcharon. En cuanto se hubo cerrado la puerta, mi padre dijo:
—Uau.
—Uau —confirmó mi madre.
Mi padre me pasó el brazo por los hombros.
—Han optado por una dinámica que solo crea problemas, ¿verdad?
—Son gilipollas —le dije yo.
A mis padres les gustaba que dijera tacos delante de ellos. Veía el placer en sus caras. Significaba que confiaba en ellos, que era yo mismo delante de ellos. Pero, aun así, parecían tristes.
—Los padres de Margo sufren una lesión grave en su narcisismo cada vez que su hija se porta mal —me dijo mi padre.
—Y eso les impide comportarse como padres de forma eficaz —añadió mi madre.
—Son gilipollas —repetí.
—Para ser sincero —dijo mi padre—, seguramente tienen razón. Seguramente Margo necesita atención. Y Dios sabe que también yo necesitaría atención si esos dos fueran mis padres.
—Cuando vuelva se quedará destrozada —comentó mi madre—. Que te abandonen así… Rechazada cuando más cariño necesitas.
—Quizá podría vivir aquí cuando vuelva —dije.
Y al decirlo me di cuenta de que era una idea absolutamente genial. A mi madre también le brillaron los ojos, pero luego vio algo en la expresión de mi padre y me contestó con su habitual moderación.
—Bueno, sin duda sería bienvenida, aunque tendría sus inconvenientes…: vivir al lado de los Spiegelman. Pero cuando vuelva al instituto, dile que aquí es bienvenida, por favor, y si no quiere quedarse con nosotros, hay muchas otras soluciones que nos encantaría comentar con ella.
En aquel momento apareció Ben con el pelo tan enmarañado que parecía desafiar nuestros conocimientos básicos sobre el efecto de la fuerza de gravedad sobre la materia.
—Señor y señora Jacobsen, encantado de verlos, como siempre.
—Buenos días, Ben. No sabía que te habías quedado a dormir.
—La verdad es que yo tampoco —dijo Ben—. ¿Sucede algo?
Le conté a Ben lo del detective, los Spiegelman y Margo, que técnicamente era una persona adulta desaparecida. Cuando terminé, asintió y dijo:
—Seguramente tendríamos que hablarlo ante un plato bien caliente de Resurrection.
Sonreí y volví con él a mi habitación. Radar se pasó por mi casa poco después, y en cuanto llegó, me echaron del equipo, porque nos enfrentábamos a una misión difícil y, aunque era el único de los tres que tenía el juego, no era demasiado bueno en el Resurrection. Estaba observándolos avanzar por una estación espacial atestada de demonios cuando Ben dijo:
—Un duende, Radar, un duende.
—Ya lo veo.
—Ven aquí, hijo de puta —dijo Ben girando los mandos—. Papá va a meterte en un barco para que cruces el río Estigia.
—¿Acabas de recurrir a la mitología griega para fanfarronear? —le pregunté.
Radar se rió. Ben empezó a aporrear botones y a gritar.
—¡Cómete esa, duende! ¡Cómetela como Zeus se comió a Metis!
—Diría que volverá el lunes —comenté—. Ni siquiera a Margo Roth Spiegelman le interesa perder muchas clases. Quizá se quede aquí hasta la graduación.
Radar me contestó como contestaría cualquiera que estuviera jugando al Resurrection, de forma inconexa.
—Todavía no entiendo por qué se ha marchado, ¿solo porque demonio delante no tío con la pistola de rayos se ha quedado sin novio? Pensaba que era más dónde está la cueva a la izquierda inmune a estas cosas.
—No —le dije—, no ha sido eso, no creo. O no solo eso. Odia Orlando. Dijo que es una ciudad de papel. Ya sabes, todo tan falso y poco sólido. Creo que sencillamente quería tomarse unas vacaciones.
Entonces eché un vistazo por la ventana e inmediatamente vi que alguien —supuse que el detective— había bajado la persiana de la habitación de Margo. Pero no se veía la persiana. Lo que se veía era un póster en blanco y negro pegado a la parte exterior de la persiana. Era la fotografía de un hombre, con los hombros ligeramente caídos, mirando al frente. Tenía un cigarrillo entre los labios y llevaba colgada del hombro una guitarra con una frase pintada: ESTA MÁQUINA MATA FASCISTAS.
—Hay algo en la ventana de Margo.
La música del juego se paró, y Radar y Ben se acercaron a mí y se arrodillaron uno a cada lado.
—¿Es nuevo? —me preguntó Radar.
—He visto esa persiana por fuera millones de veces, pero nunca había visto ese póster —le contesté.
—Qué raro —dijo Ben.
—Los padres de Margo han dicho esta mañana que a veces deja pistas —dije yo—. Pero nunca algo lo bastante concreto como para encontrarla antes de que vuelva a casa.
Radar ya había sacado su ordenador de bolsillo y estaba buscando la frase en el Omnictionary.
—La foto es de Woody Guthrie —comentó—. Cantante de folk, 1912-1967. Todas sus letras hablaban de la clase obrera. «This Land Is Your Land». Tirando a comunista. Inspiró a Bob Dylan.
Radar reprodujo un trozo de una canción suya, una voz aguda y chirriante cantando sobre sindicatos.
—Mandaré un correo al tipo que ha escrito casi toda esta página para ver si hay alguna relación entre Woody Guthrie y Margo —dijo Radar.
—Me cuesta imaginar que le gusten sus canciones —añadí.
—Cierto —admitió Ben—. Este tipo parece la rana Gustavo alcohólica y con cáncer de garganta.
Radar abrió la ventana, asomó la cabeza y miró en todas direcciones.
—Pues parece que ha dejado la pista para ti, Q. Vaya, ¿conoce a alguien más que pueda ver esa ventana?
Negué con la cabeza.
Al rato Ben añadió:
—Nos mira de una manera… Como si dijera: «Prestadme atención». Y la cabeza así… No parece estar en un escenario. Parece estar en una puerta o algo así.
—Creo que quiere que entremos —dije.