El miércoles por la noche y el jueves entero intenté emplear todo lo que ya sabía de Margo para descubrir algún sentido en las pistas de las que disponía, alguna relación entre el mapa y los libros de viajes, o quizá algún vínculo entre Whitman y el mapa que me permitiera entender su diario de viaje. Pero cada vez me daba más la impresión de que quizá estaba demasiado fascinada por el placer de marcharse como para ir dejando el camino señalado con migas de pan. Y si ese era el caso, el mapa que no había pretendido que viéramos podría ser nuestra mejor baza para encontrarla. Pero las marcas del mapa no eran lo bastante concretas. Incluso el parque de Catskill, que me interesaba porque era el único punto que no estaba en una gran ciudad, ni siquiera cerca, era demasiado grande y tenía demasiados habitantes como para encontrar a una persona. El «Canto de mí mismo» mencionaba lugares de la ciudad de Nueva York, pero había demasiadas localizaciones como para rastrearlas todas. ¿Cómo ubicar un punto en un mapa cuando parece que el punto se mueve de una ciudad a otra?
El viernes por la mañana estaba ya levantado, hojeando guías de viajes, cuando mis padres entraron en mi habitación. Como rara vez entraban los dos juntos, me dio un vuelco el estómago —quizá tenían malas noticias de Margo—, pero de pronto recordé que era el día de mi graduación.
—¿Estás listo?
—Sí. Bueno, no es tan importante, pero será divertido.
—Solo te gradúas una vez —me dijo mi madre.
—Sí —le contesté.
Se sentaron en la cama. Observé que se miraban y sonreían.
—¿Qué pasa? —les pregunté.
—Bueno, queremos darte tu regalo de graduación —dijo mi madre—. Estamos muy orgullosos de ti, Quentin. Eres el mayor logro de nuestra vida, hoy es un gran día para ti y estamos… Eres un chico genial.
Sonreí y bajé la mirada. Entonces mi padre sacó un regalo muy pequeño envuelto en papel azul.
—No —dije quitándoselo de las manos.
—Venga, ábrelo.
—No puede ser —dije mirando el paquetito.
Era del tamaño de una llave. Pesaba como una llave. Al agitar la caja, sonó como una llave.
—Ábrelo ya, cariño —me instó mi madre.
Arranqué el papel. ¡UNA LLAVE! La observé de cerca. ¡La llave de un Ford! Ninguno de nuestros coches era un Ford.
—¿Me habéis comprado un coche?
—Exacto —me contestó mi padre—. No es nuevo, pero tiene solo dos años y treinta mil kilómetros.
Salté de la cama y los abracé a los dos.
—¿Es mío?
—¡Sí! —casi gritó mi madre.
¡Ya tenía coche! ¡Coche! ¡Mío!
Solté a mis padres, grité «gracias gracias gracias gracias gracias gracias» corriendo por el comedor y abrí la puerta de la calle vestido solo con una camiseta vieja y calzoncillos. Aparcado en el camino de entrada, con un enorme lazo azul, había un monovolumen Ford.
Me habían regalado un monovolumen. Podrían haber elegido cualquier coche, pero eligieron un monovolumen. Un monovolumen. Oh, Dios de la Justicia Vehicular, ¿por qué te burlas de mí? ¡Monovolumen, eres mi cruz! ¡Tú, marca de Caín! ¡Tú, miserable bestia de techo alto y pocos caballos!
Puse buena cara cuando me giré.
—¡Gracias gracias gracias! —les dije, aunque seguro que no parecía tan efusivo ahora que estaba fingiendo.
—Bueno, sabíamos que te encantaba el mío —me dijo mi madre.
Estaban los dos radiantes, sin duda convencidos de que me habían regalado el vehículo de mis sueños.
—Es fantástico para que vayas por ahí con tus amigos —añadió mi padre.
Y pensar que eran especialistas en analizar y entender la psicología humana…
—Oye —dijo mi padre—, deberíamos ir pensando en salir si queremos pillar buenos asientos.
No me había duchado, ni vestido, ni nada. Bueno, para ser exacto, tampoco tenía que vestirme, pero en fin.
—No tengo que estar allí hasta las doce y media —les dije—. Tengo que arreglarme.
Mi padre frunció el entrecejo.
—Bueno, la verdad es que quiero sentarme en una buena fila para poder hacer fo…
—Puedo coger MI COCHE —lo interrumpí—. Puedo ir SOLO en MI COCHE.
Sonreí de oreja a oreja.
—¡Ya lo sé! —me contestó mi madre entusiasmada.
Y qué cojones, al fin y al cabo un coche es un coche. Seguro que conducir mi monovolumen estaba un peldaño por encima de conducir el monovolumen de otra persona.
Volví al ordenador e informé a Radar y a Lacey (Ben no estaba conectado) de lo del coche.
OMNICTIONARIAN96: Es una noticia estupenda, de verdad. ¿Puedo pasar por tu casa a dejar una nevera en el maletero? Tengo que llevar a mis padres a la graduación y no quiero que la vean.
QTHERESURRECTION: Claro, está abierto. ¿Para qué es la nevera?
OMNICTIONARIAN96: Bueno, como nadie bebió en mi fiesta, quedaron 212 cervezas, así que las llevaremos a casa de Lacey para su fiesta de esta noche.
QTHERESURRECTION: ¿212 cervezas?
OMNICTIONARIAN96: Es una nevera grande.
Entonces Ben entró en el chat GRITANDO que ya se había duchado, que estaba desnudo y que solo le faltaba ponerse la toga y el birrete. Hablamos todos un buen rato sobre nuestra graduación desnudos. Cuando ya todos se habían desconectado para prepararse, me metí en la ducha, levanté la cabeza para que el agua me cayera directamente en la cara y mientras el agua me aporreaba empecé a pensar. ¿Nueva York o California? ¿Chicago o Washington? También podría ir, pensé. Tenía coche, como ella. Podría ir a los cinco puntos del mapa y, aunque no la encontrara, sería más divertido que pasarme otro verano abrasador en Orlando. Pero no. Era como colarte en el SeaWorld. Exige un plan impecable, luego lo llevas a cabo brillantemente, y luego… nada. Luego es el SeaWorld, solo que más oscuro. Margo me dijo que el placer no es hacer algo. El placer es planificarlo.
Y en eso pensaba debajo del chorro de la ducha: en el plan. Está sentada en el centro comercial abandonado con su libreta, haciendo planes. Quizá está planificando un viaje por carretera y utiliza el mapa para ver las rutas. Lee a Whitman y señala «El viaje que he emprendido es eterno», porque es lo que le gusta imaginarse, el tipo de cosas que le gusta planificar.
Pero ¿es el tipo de cosas que realmente le gusta hacer? No. Porque Margo conoce el secreto de marcharse, el secreto que yo acabo de aprender: marcharse te hace sentirte bien y es auténtico solo cuando dejas atrás algo importante, algo que te importaba. Arrancar la vida desde la raíz. Pero no puedes hacerlo mientras tu vida no haya echado raíces.
Por eso cuando se marchó, se marchó para siempre. Pero no podía creerme que hubiera emprendido un viaje eterno. Estaba seguro de que había ido a algún sitio, a un sitio en el que pudiera quedarse el tiempo suficiente para que le importara, el tiempo suficiente para que la siguiente marcha la hiciera sentirse tan bien como la anterior. «Hay un rincón en el mundo, en algún lugar lejano, en el que nadie sabe lo que significa “Margo Roth Spiegelman”. Y Margo está sentada allí, escribiendo en su libreta negra».
El agua empezó a enfriarse. Ni siquiera había tocado la pastilla de jabón, pero salí, me enrollé una toalla en la cintura y me senté frente al ordenador.
Abrí el correo de Radar con el programa del Omnictionary y me lo descargué. La verdad es que era genial. Primero entré el código postal del centro de Chicago, cliqué «localización» y pedí un radio de treinta kilómetros. Me salieron cien respuestas, desde Navy Pier a Deerfield. En la pantalla aparecía la primera línea de cada entrada, así que las leí en unos cinco minutos. No vi nada destacable. Luego lo intenté con el código postal del parque de Catskill, en Nueva York. Esa vez hubo menos resultados, ochenta y dos, organizados por la fecha en la que se había creado la página en el Omnictionary. Empecé a leer.
Woodstock, Nueva York, es una ciudad del condado de Ulster, Nueva York, muy conocida por el concierto de 1969 que llevó su nombre (véase Concierto de Woodstock), un evento de tres días en el que actuaron artistas como Jimi Hendrix y Janis Joplin, aunque en realidad el concierto se celebró en una población cercana.
El Lago Katrine es un pequeño lago del condado de Ulster, Nueva York, al que suele ir Henry David Thoreau.
El parque de Catskill abarca casi tres mil kilómetros cuadrados de las montañas de Catskill y es propiedad conjunta del Estado y del gobierno local, con un 5 por ciento de participación de la ciudad de Nueva York, que recibe buena parte de su agua de los embalses situados parcialmente dentro del parque.
Roscoe, Nueva York, es una aldea del estado de Nueva York que, según un censo reciente, cuenta con 261 familias.
Agloe, Nueva York, es un pueblo ficticio creado por la empresa Esso a principios de la década de 1930 y que incluyó en los mapas turísticos como trampa para controlar los derechos de autor. A estos pueblos ficticios también se les llama ciudades de papel.
Pinché en el link y me llevó al artículo completo, que seguía diciendo:
Agloe, situado en el cruce de dos carreteras sin asfaltar al norte de Roscoe, Nueva York, fue creado por los cartógrafos Otto G. Lindberg y Ernest Alpers, que se inventaron el nombre de la población formando un anagrama con sus iniciales. Desde hace siglos se introducen trampas en los mapas para controlar los derechos de autor. Los cartógrafos crean lugares, calles y municipios ficticios y los colocan en un lugar poco visible de su mapa. Si la entrada ficticia aparece en el mapa de otro cartógrafo, es evidente que ese mapa ha sido plagiado. A estas trampas también se las denomina trampas clave, calles de papel y ciudades de papel (véase también entradas ficiticias). Aunque muy pocas empresas cartográficas admiten su existencia, las trampas siguen siendo un rasgo frecuente incluso en mapas contemporáneos.
En la década de 1940, Agloe, Nueva York, empezó a aparecer en mapas de otras empresas. Esso sospechó que habían infringido las leyes de derechos de autor y se dispuso a demandarlas, pero en realidad un habitante desconocido había construido el Supermercado Agloe en el cruce que aparecía en el mapa de la Esso.
El supermercado, que sigue en pie (falta cita), es el único edificio de Agloe, que sigue apareciendo en muchos mapas y cuya población suele consignarse como cero.
Todas las entradas del Omnictionary contienen subpáginas en las que pueden verse todas las ediciones que se han hecho en la página y cualquier comentario al respecto de los miembros del Omnictionary. La página de Agloe no había sido editada por nadie en casi un año, pero había un comentario reciente de un usuario anónimo:
para la información de quien Edite esto: la Población de agloe Será de Una persona hasta el 29 de mayo a las Doce del mediodía.
Reconocí las mayúsculas de inmediato. «Las reglas de las mayúsculas son muy injustas con las palabras que están en medio». Sentí un nudo en la garganta, pero me obligué a tranquilizarme. Había dejado el comentario hacía quince días. Se había quedado allí todo ese tiempo, esperándome. Miré el reloj del ordenador. No me quedaban ni veinticuatro horas.
Por primera vez en semanas no tuve la menor duda de que estaba viva. Estaba viva. Y estaría viva al menos un día más. Me había centrado tanto tiempo en localizarla, sobre todo para evitar preguntarme obsesivamente si estaba viva, que no me había dado cuenta de lo aterrorizado que había estado hasta entonces, pero, oh, Dios mío. Estaba viva.
Me levanté de un salto, dejé que la toalla se cayera y llamé a Radar. Apoyé el teléfono en un hombro y lo sujeté con la barbilla mientras me ponía unos calzoncillos y unos pantalones cortos.
—¡Sé lo que significa ciudades de papel! ¿Llevas encima el ordenador portátil?
—Sí. Tío, deberías estar ya aquí. Estamos a punto de formar la fila.
Oí a Ben gritándole:
—¡Dile que más le vale que esté desnudo!
—Radar —le dije intentando expresar que era importante—. Busca la página de Agloe, Nueva York. ¿La tienes?
—Sí, estoy leyendo. Espera. Uau. Uau. ¿Podría ser el Catskills señalado en el mapa?
—Sí, creo que sí. Está muy cerca. Ve a la página de comentarios.
—…
—¿Radar?
—Joder.
—¡Lo sé, lo sé! —grité.
No oí su respuesta porque estaba poniéndome la camiseta, pero cuando el teléfono volvió a mi oreja, lo oí hablando con Ben. Colgué.
Busqué en la red rutas en coche desde Orlando hasta Agloe, pero el programa de mapas nunca había oído hablar de Agloe, de modo que lo cambié por Roscoe. El ordenador decía que, a una media de cien kilómetros por hora, el viaje duraría diecinueve horas y cuatro minutos. Eran las dos y cuarto. Tenía veintiuna horas y cuarenta y cinco minutos para llegar. Imprimí la ruta, cogí las llaves del coche y cerré la puerta de la calle.
—Está a diecinueve horas y cuatro minutos de distancia —dije por el móvil.
Había llamado al móvil de Radar, pero había contestado Ben.
—¿Y qué vas a hacer? —me preguntó—. ¿Vas a coger un avión?
—No, no tengo bastante dinero, y además está a unas ocho horas de Nueva York, así que iré en coche.
De repente Radar recuperó el teléfono.
—¿Cuánto dura el viaje?
—Diecinueve horas y cuatro minutos.
—¿De dónde es el dato?
—Google Maps.
—Mierda —dijo Radar—. Ninguno de esos programas de mapas calcula el tráfico. Ahora te llamo. Y corre. ¡Tenemos que ponernos en la fila ahora mismo!
—No voy a ir. No puedo arriesgarme a perder tiempo —le dije.
Pero estaba hablando al aire. Radar me llamó un minuto después.
—A una media de cien kilómetros por hora, sin pararte y teniendo en cuenta el promedio de la densidad de tráfico, tardarás veintitrés horas y nueve minutos. Eso supone que llegarías después de la una, así que vas a tener que ganar tiempo cuando puedas.
—¿Qué? Pero el…
—No es por criticar, pero quizá en este tema concreto la persona con impuntualidad crónica debería escuchar a la persona que siempre es puntual. Pero tienes que venir al menos un segundo, porque tus padres se van a poner histéricos si te llaman y no apareces, y, además, no es que sea lo más importante, pero… toda nuestra cerveza está en tu coche.
—Está claro que no tengo tiempo —le contesté.
Ben se acercó al teléfono.
—No seas gilipollas. Serán cinco minutos.
—Vale, de acuerdo.
Giré a la derecha en rojo y pisé el acelerador —mi coche era mejor que el de mi madre, pero no mucho más— hacia el instituto. Llegué al aparcamiento del gimnasio en tres minutos. No aparqué. Paré el coche en mitad del aparcamiento y salté. Mientras corría hacia el gimnasio vi a tres tipos con toga corriendo hacia mí. La toga de Radar volaba hacia los lados, así que vi sus largas piernas oscuras, y a su lado estaba Ben, que llevaba las zapatillas de deporte sin calcetines. Lacey iba detrás de ellos.
—Coged la cerveza —les dije sin dejar de correr—. Tengo que hablar con mis padres.
Las familias de los graduados estaban repartidas por las gradas. Recorrí el campo de baloncesto un par de veces hasta divisar a mis padres, más o menos en el centro. Estaban haciéndome gestos con las manos. Como subí los peldaños de dos en dos, estaba casi sin aliento cuando me arrodillé a su lado.
—Bueno —les dije—, no voy a [respiración] quedarme porque [respiración] creo que he encontrado a Margo y [respiración] tengo que marcharme ahora mismo, llevo el móvil encima [respiración], por favor, no os enfadéis conmigo y muchas gracias de nuevo por el coche.
—¿Qué? —dijo mi madre pasándome el brazo por la cintura—. Quentin, ¿qué estás diciendo? Cálmate.
—Me voy a Agloe, Nueva York, y tengo que irme ahora mismo —le contesté—. Nada más. Vale, tengo que irme. No puedo perder más tiempo. Llevo el móvil. Vale. Os quiero.
Me sujetó sin excesiva fuerza, pero me liberé de su mano. Antes de que hubieran podido decir nada, bajé la escalera y corrí hacia el coche. Estaba dentro, había arrancado y empezaba a moverme cuando vi a Ben sentado en el asiento del copiloto.
—¡Coge las cervezas y sal del coche! —le grité.
—Vamos contigo —me contestó—. Te quedarías dormido si condujeras tantas horas.
Me giré y vi a Lacey y a Radar con el móvil pegado a la oreja.
—Tengo que decírselo a mis padres —me explicó Lacey tapando el teléfono—. Vamos, Q. Vamos vamos vamos vamos vamos vamos.